Como casi todo el mundo, sospecho de aquellas personas que ante la más mínima provocación cuentan todo acerca de su vida. Pero desconfío aún más de quienes no sueltan prenda. Hay en esa discreción una suerte de soberbia; un creerse demasiado importante para estar en boca de otros, como si no fuera un hecho de la causa que siempre todos estamos en boca de todos y que, a fin de cuentas, no hay nada más común que los dolores, pasiones, penas, vergüenzas, aficiones y delirios personales que solemos guardar con un celo absurdo bajo el rótulo de vida privada.

En rigor, pese a los matices o locaciones que diferencian una historia de otra, todas las vidas privadas son más o menos parecidas en lo que respecta a las emociones universales del ser humano.

Por eso nos gusta tanto fisgonear vidas ajenas: porque en cada historia personal está la nuestra, o podría estar la nuestra, o estuvo alguna vez y salvamos jabonados. Los otros son un espejo para reconocernos, espantarnos o reivindicarnos y, como de eso se trata también el periodismo, quienes nos dedicamos a este oficio tarde o temprano nos vemos hurgueteando de cabeza allí donde algunos piensan que no debiéramos ni asomarnos.

La verdad es que no entiendo el porqué del barullo, salvo que estemos hablando de husmear estúpidas anécdotas de personajes sin mayor profundidad vital. Aparte de ellos, las vidas privadas son fascinantes, ejemplificantes, inspiradoras y alertadoras cuando son contadas con honestidad y sus protagonistas acceden al escrutinio. De esos ejercicios surgen reportajes conmovedores, crónicas deliciosas, entrevistas reveladoras.

Dos de los más recientes ganadores del Premio Pulitzer en la categoría Feature Writing son ejemplo de la excelencia que se alcanza cuando un reportero consigue aquello que también logra la buena literatura: entrar con tal profundidad en una vida privada que el relato revele la condición humana. Sonia Nazario escribió El viaje de Enrique como un relato por entregas en Los Angeles Times, en 2002 (Pulitzer 2003): es la historia de un joven que emigra desde Honduras a Estados Unidos buscando a su madre, quien hizo lo propio cuando él tenía cinco años. Sonia habla únicamente de Enrique, pero reconstruye con tal detalle esa vida mínima que consigue entregar un relato completo y descarnado de la inmigración ilegal, uno de los fenómenos sociales más complejos y calientes en Estados Unidos. Tom Hallman, en tanto, escribió Sam, the boy behind de mask en The Oregonian en 2000 (Pulitzer 2001): ¿Qué más privado que este relato íntimo de un niño con la cara monstruosamente deformada por un defecto congénito y el calvario de cirugías por el que atraviesa en su anhelo de obtener un rostro? Pero el periodista no cede frente a quienes acusarían de morbosa o irrespetuosa su curiosidad, y el resultado es un texto maestro acerca de la dignidad humana. Ambos reportajes han sido tan exitosos que acaban de ser publicados como libros en Estados Unidos, el primero también en castellano.

En Revista Paula, donde trabajo como editora, llevamos varios años intentando este camino. Ya rara vez tocamos temas; en cambio, buscamos casos. No ha habido en nuestras páginas un artículo sobre la tala de bosques nativos, sí una crónica de dos ancianos que viven aislados en la cordillera de la X Región y que han dedicado su vida a la defensa del predio que heredaron de su padre; no hemos escrito sobre el mercado de óvulos, pero sí incluimos el testimonio de una periodista que vendió los suyos.

La opción no nos ha resultado siempre expedita. Hay quienes se niegan a contar sus cuitas; otros nos acusan de meternos demasiado en historias excesivamente particulares. Pocos quieren revelar con su propia pluma algún trapo sucio. (Sí se atrevió Delia Vergara, contando la firme sobre cómo la liberación femenina de los 60 la llevó a infligir sucesivos abandonos a sus hijos; sí se atrevió Alberto Fuguet en un artículo publicado en Etiqueta Negra lo que me dio envidia, porque lo habría querido en Paula sobre un tío perdido del que nunca más nadie supo en su familia). Lo que sé es que los lectores lo agradecen. Les gusta. Se acercan mejor y desde la emoción a las temáticas más engorrosas.

Y, lejos, la mejor entrevista que me ha tocado editar en toda mi carrera es aquella en que Nicolás Eyzaguirre le contó a Claudia Álamo que cuando vio la película Machuca tuvo que levantarse varias veces al baño para que no lo vieran llorar, porque se había identificado hasta el tuétano con las carencias de Infante, el niño rico. No es que la entrevista me haya gustado porque era un golazo saber que el Ministro de Hacienda llora (¿por qué no iba a hacerlo?) sino porque en ese viaje a su mundo privado, el hombre público pudo explicarse a sí mismo y a los lectores cuál era el fundamento biográfico de sus decisiones y opciones políticas. Y si eso, que es pura e intensa inmersión en la vida privada, no es buen periodismo, entonces no sé de qué estamos hablando.