Persona rara, del latin rarus
Presentación de Carmen Figueroa Cox

Ángela Posada-Swafford es, según mi consulta al diccionario de la RAE, una persona que se comporta de un modo inhabitual; escaso en su clase o especie; extravagante de genio o de comportamiento. Esta escritora y periodista científica —yo le agregaría «periodista todo terreno» o «que hace periodismo extremo»— nació en Colombia, donde se enamoró de los fósiles, pero vive hace tiempo en Miami.  Es licenciada en Lenguas Modernas, máster en periodismo por la Universidad de Kansas y  becaria en el MIT, donde aprendió ciencia con los mejores. Ha escrito sobre tal diversidad de temas científicos que, si les regalo un resumen, les diría que sus áreas de interés son el cielo, la tierra (altas y bajas) y los océanos. Ha escrito sobre lo que se ve en ellos como lo que esconde, matizado con las historias de quienes se han obsesionado con sus secretos. Durante 35 años, Ángela los ha traducido para que nosotros podamos acceder a esas obsesiones.

Así como muchos que escogimos seguir periodismo terminamos donde el oficio nos fue llevando, ella esculpió su camino siguiendo sus intereses con una perseverancia y pasión que conmueven. Para investigar, no se quedó solo con el teléfono o internet, algo que pasa con un número importante de periodistas hoy. Como profesional extrema que es, logró subirse a un submarino y bajó a 2 mil metros de profundidad para conocer animales que aportan a la medicina humana, estuvo en el Polo Sur, subió con geólogos a volcanes activos, sin dejar de lado lo microscópico, observando células que se buscan, se encuentran y laten al mismo tiempo.

Ángela promueve la ciencia en todas las plataformas posibles: publica artículos en revistas y diarios, hace videos y documentales, escribe libros, es conferencista y coach. Incluso, ha dicho que quiere hacer una ópera. Su colección de libros «Juntos en la aventura, dedicados a niños y adolescentes, son un ejemplo de  versatilidad. Ahí cuenta las peripecias de la tía Abigaíl y sus tres sobrinos, arriesgados exploradores que entretejen sus aventuras con ciencia, entre ballenas, calamares y astronautas; virus y dinosaurios.

Me parece —y confieso que me da cierta envidia—que su personalidad es como una esponja, absorbe todo lo que le interesa hasta la última gota, después estruja lo aprendido sobre la hoja en blanco para dar vida a nuevas e ingeniosas formas para sus múltiples públicos. Que nadie se quede fuera, parece ser su lema.

Cuando habla de ciencia irradia la curiosidad de una niña y el entusiasmo de quien es sorprendido por primera vez con la solución de un misterio. Transmite conocimientos con tal sencillez y deslumbramiento que a medida que la escucho, me voy encariñando con horribles microorganismos o, al observar un iceberg,  comienzo a verle rasgos humanos. Al leerla, da la impresión que esa capacidad para contar la ciencia de forma entretenida le sale fácil, pero desde este lado del camino les puedo asegurar que no es así. Porque contar bien requiere acercarse al conocimiento (o al desconocimiento) con el corazón abierto y vulnerable, lo que puede ser tan apasionante como agotador. Es posible buscar el conocimiento de un objeto «porque amamos al objeto o porque deseamos tener poder sobre él», escribió Bertrand Russell en La ciencia y los valores de la vida. Ángela calza con lo primero. Y amar nos hace felices, pero también cansa.

En su libro Hielo, bitácora de una expedicionaria antártica, publicado en 2018, refleja todo ese amor, su capacidad de maravillarse, de sorprenderse con lo micro y con lo macro. A medida que fui avanzando en la lectura del libro, la palabra «rara» se me repitió en la mente como un mantra. Es que no cualquiera se refiere a la Antártica como “esa gran masa de hielo que me robó el corazón mucho antes de poner un pie en ella». Y vaya que los ha puesto: solo tal amor explica que haya sobrevivido a seis expediciones, a navegar por 36 días en un buque de la Armada colombiana y a cruzar ocho veces (4 de ida, 4 de vuelta) el tormentoso paso Drake. Y que, así y todo, le quede espíritu para conmoverse con los témpanos que observa a través del ojo de buey de su cabina:

Escribe: «Los témpanos son criaturas de luz pálida. Austeros, demasiado hermosos. Producen alegría e inspiración. A veces, también algo de miedo. Entrar a su dominio es como entrar en una instalación de arte penetrable. Aquí nada es permanente. Los bordes del continente se mueven. Sus fronteras migran. Se derrumba una pared de hielo y nace una escultura nueva. En el estrecho de Gerlache se han vuelto nuestros constantes compañeros de viaje, pasando por mi claraboya con una indiferencia lánguida. Parecen sacados de una cantera de alabastro. Soy la luz del mundo -me susurran- Y es cierto. Ellos toman su color del sol, las nubes y el agua. Pero también toman su dimensión a partir de la luz: entre más fuerte y directa sea, mayor es el contraste sobre la superficie del hielo, y del hielo mismo contra el mar».

«Hielo..» está lleno de descripciones como esa, que transportan al lector a estas latitudes gélidas y misteriosas. Es como leer a escondidas el diario de una enamorada, ese típico cuaderno de tapas abultadas repletas de recuerdos: plumas, líquenes, mapas, servilletas, insignia; no hay besos estampados (¡aunque poco le falta!), pero sí timbres que certifican que sus pies pisaron el fin del mundo. Es una reconstrucción de esos viajes hecha de retazos, hilados a punta de metáforas y comparaciones.

A medida que se lee —sin orden ni instrucción alguna—, los retazos se van uniendo uno a uno hasta formar una gran y suave colcha de múltiples colores y materiales, toda hilvanada con datos científicos que apenas se notan en el entretejido de palabras.

«El interior del continente antártico —escribe— es un lugar donde no han nacido seres humanos. Y al mismo tiempo, uno donde varios han muerto. Más que bello, el paisaje es sublime. Es como estar metida dentro de un sueño paleolítico».

El viaje al que nos lleva es maravilloso, tanto por lo que aporta el paisaje como por su capacidad para contarlo. Cautiva su descripción enigmática y rigurosamente científica de los Valles Secos de McMurdo, un Marte en la Tierra que a simple vista parece inerte, estéril, pero que encierra vida diminuta que late por todas partes, como sus cianobacterias, que habitan dentro de las rocas. Ángela salpica por aquí y por allá citas de investigadores que trabajan auscultando el hielo. Y con unos pocos toques les da una apariencia casi humana. Ángela confiesa que en esos valles, una gran área de la Antártica que no tiene hielo, los tardígrados se están convirtiendo en sus «criaturillas favoritas». Y pasa a describir a esos seres que, pensamos, solo les deben tener cariño sus madres y uno que otro científico obsesivo del microscopio. «No pasan de un milímetro», escribe. «Vistas al microscopio —agrega— son absolutamente adorables; el producto de un sueño alucinógeno. Parecen cojincitos alargados con patitas gruesas, y un aparato bucal que recuerda a la escafandra de un astronauta con una trompeta». Y ahí uno como que ya los quiere.

En estas páginas fascinantes nos habla de los antiguos exploradores y sus desventuras al límite de la muerte; están sus rostros, sus relatos de desesperanza y desamparo. Para reanimarse, recomiendo leer el capítulo donde describe su intensa relación con los pingüinos.

Después de tanta alabanza, lees quiero aclarar que no soy una «galleta» de Ángela, nadie me ha puesto aquí para cantar sus alabanzas. Soy una genuina conversa, ella me encantó con su forma de hacer periodismo científico. Cómo logra transformar los datos en historias cercanas, cómo los arropa con la sensibilidad de un instrumento musical y les da una calidez caribeña. Me abruma -les confieso- todo lo que ha hecho, viajado, conversado y conocido. Parece que en su vida el «dos por uno» es una constante: un año cronológico para los mortales a ella le rinde como si fueran dos.

Hacer periodismo científico, pensarán ustedes, es mucho más amable que cubrir política o policía. No se equivoquen. Este trabajo tiene sus dificultades, más todavía en décadas pasadas. Primero, es necesario convencer a las fuentes que este periodista es un profesional y que logrará capturar la importancia de su quehacer. Y sin atisbo de desesperación, convencerlas de que efectivamente comprenderá sus palabras, aunque más nos suenen a idioma Klíngon.

Confieso que en mi carrera, como también le debe haber pasado a Ángela, me han tocado unas pocas mentes brillantes que con tanto destello propio no lograron ver que yo también tenía mis lucecitas. Luego hay que convencer al editor del medio donde se quiere publicar que la historia vale la pena, que puede competir por la portada u el horario prime en igualdad de condiciones con la política, la economía o el fútbol. Hoy eso está cambiando, y —¡quién lo diría!— todo por efecto del cambio climático.

También he visto los riesgos que corren quienes llevan mucho tiempo cubriendo el área y que de tanto codearse con científicos de lujo terminan sintiéndose como uno de ellos. Craso error si nuestro objetivo es llevar la ciencia desde el laboratorio a la calle. También caemos en la torpeza de comunicar la ciencia buscándole un uso práctico, como que evite la oxidación (una forma científica de decir vejez) o anular el apetito. Informar sobre estos avances es bueno, pero no puede ser lo único. Periodistas y editores del área a veces nos olvidamos de contar historias. Pero Ángela no cae en ninguna de estas tentaciones, y su periodismo —siempre vivo y contundente— nunca olvida para quien escribe. También destaco su olfato periodístico, que en tiempos pre-Greta la llevó a poner sus ojos en la Antártica, avizorando el impacto que tendría en el futuro del planeta.

Ha dicho que su principal instructor en estas artes fue Tintin, un curioso por excelencia, característica que sobre todo los periodistas no pueden perder, porque «la pérdida de la curiosidad es el primer paso en la muerte de la inteligencia».

 

Contar la ciencia, una magnífica obsesión

Ángela Posada-Swafford

Intentaré hacer un resumido viaje a través de expediciones, laboratorios, criaturas y personajes asombrosos con los que me he encontrado en los últimos 30 años de trabajar en todo el mundo como periodista científica y autora de libros de viajes y novelas de aventuras en ciencia y adrenalina para jóvenes.

Hoy más que nunca, una sociedad que entiende la ciencia que la rodea, tiene las herramientas para tomar decisiones sólidas. Pero, escribir sobre estos complejos temas es especialmente difícil porque requiere no solo explicarlos claramente, sino hacerlo de forma seductora, con una óptica crítica, y también con creatividad literaria y narrativa. Por eso, contar la ciencia como toca, se ha convertido en el mayor reto de mi vida.

«La ciencia tiene un problema de relaciones públicas», escribió la editorial de la revista Nature hace algún tiempo. Problema que es exacerbado porque el mundo de los científicos y el de los periodistas está desarticulado. Son dos culturas diferentes que, aunque buscan la verdad –los científicos interrogando a la naturaleza y los periodistas interrogando a la naturaleza del ser humano– lo hacen cada una a su modo, sin entender el mundo en que vive cada uno de los dos grupos. El resultado de ese divorcio está muy bien resumido por David Sharp, antiguo editor de la revista indexada británica The Lancet, quien dijera que «a los medios de comunicación les gusta el blanco o el negro, pero el color real de la investigación es gris». Y es por eso que los titulares y conclusiones de muchas noticias tienden a este blanco y negro, cuando el carácter de la investigación científica es gradual, es incierto y es a muy largo plazo, lo cual no significa que sea mala ciencia.

Pero la unión hace la fuerza. En esta era en la que ilustrar al público sobre la ciencia se convierte en algo cada vez más apremiante por razones obvias, unir fuerzas entre quienes saben escribir y comunicar, y quienes saben la materia, es una buena idea. «Zapatero, a tus zapatos». Mis mejores artículos han sido aquellos en los que he trabajado de la mano con el investigador. Incluso mis incipientes poemas a fenómenos físicos han sido nutridos por el saber de mis fuentes científicas. De la misma manera, sé bien que por lo general los investigadores necesitan una buena dosis de guía literaria a la hora de escribir para el público general.

En otras palabras, ¿quién debe escribir sobre ciencia? La respuesta es: el que lo hace bien. Eso significa no solo saber la ciencia, y saber explicarla clara y correctamente. Sino aprender a contar historias. Aprender a describir fenómenos, procesos, lugares y personajes usando las herramientas de la buena literatura. Porque el objetivo es humanizar la ciencia pero también seducir y emocionar al lector. Es cierto que la buena divuIgación científica, la que tiene  «éxito», tiene más nexos con la literatura que con la ciencia.

Así, los periodistas y escritores de ciencia tenemos que poder escribir o hablar sobre la biología de un virus, la química de una toxina, la física de una bomba atómica, o el pulso del corazón en una estrella supernova.  Tenemos que poder no sólo de dar a conocer los resultados de la investigación (la noticia), sino que también explicar qué es y cómo funciona la ciencia: quiénes y de qué manera obtuvieron esos resultados, en qué entorno, con cuál enfoque y qué dificultades enfrentaron. Pero eso no significaría mucho si no se consigue atraer el interés del público; para ello es necesario cautivarlo, seducirlo, emocionarlo. Y hacerlo usando las herramientas de la buena narrativa.

Hacerlo, ya sea con descripciones evocadoras:

«Su simplicidad es aterradora. Metáforas, contrastes, comparaciones, analogías –todas se desvanecen ante la rigurosidad y pureza del témpano tabular, monolitos que apelan al más alto sentido de la estética. Están hechos con el mismo mineral solitario que compone y une a casi todo este continente polar: hielo. Hielo a tales escalas que se forma y se define a sí mismo; hielo que crea y destruye; que cruje como una columna vertebral en manos de un osteópata. Y que en su perpetuo movimiento acarrea un tesoro de información científica».

Trozos que expliquen la ciencia:

«¿Qué puede ser más sobrecogedor que una catarata de sangre brotando por entre la piel de un glaciar blanco como la nieve, sin aparente explicación?  ¡Es como si hubieran acabado de degollar a un gigante en el castillo de la Bruja Blanca de Narnia!».

Durante décadas, la extraña y visceral Blood Falls fue un misterio científico. Pero ya no lo es: hace unos años se supo que el agua roja proviene de un lago de agua hiper salada y rica en hierro que hay bajo el glaciar. Cada vez que el agua se filtra a presión por entre las grietas de hielo y sale al aire libre, el hierro se mezcla con el oxígeno de la atmósfera y se vuelve escarlata.

Lo increíble es que en este lago subglacial y saturado de sal casi no hay oxígeno, y la temperatura del agua es de -7 grados C.  Aún así, aquí viven varios tipos de microorganismos que hasta hace poco eran nuevos para la ciencia.  Todo esto tiene obvias implicaciones a la hora de ir a buscar vida en las lunas congeladas de nuestro Sistema Solar. Y también aporta explicaciones más técnicas acerca de cómo se mueven estas masas de hielo, lo cual es clave para predecir el aumento del nivel del mar».

Ledes que agarren:

«Sostengo en mi mano la semilla de una estrella. Al principio no parece gran cosa. Es una esfera del tamaño de un grano de pimienta, cubierta de un plástico plateado. Luego aprendo que está llena de deuterio y tritio congelados, dos formas del hidrógeno favoritas de los físicos que adelantan experimentos de fusión nuclear. La esfera, y los científicos que trabajan en el colosal experimento National Ignition Facility, a las afueras de San Francisco, están parados en el umbral de lo desconocido. Encaran un reto de ingeniería casi inimaginable: construir una máquina capaz de crear un pequeño sol en la Tierra; y al hacerlo, aprender a enjaezar su poder de forma controlada, para que finalmente podamos acabar con nuestra urgente crisis de energía».

Hallar formas de acercar lo lejano, antropomorfizar:

«Este es el cuento de dos planetas hermanos. Nacidos de los mismos padres, hace quince millones de generaciones humanas. Criados en la misma cultura y el mismo vecindario, bañados por la misma luz y el mismo calor materno, en aparente igualdad de condiciones. Sin embargo uno murió y el otro vivió. Uno perdió casi toda su atmósfera y el otro la supo retener. Uno dejó de latir y el otro pulsa con vigor. Uno se tornó rojo y el otro azul.

Marte es nuestra única familia. Quizás algún día encontremos otros primos –hasta ahora los más cercanos podrían estar a unos cuantos trillones de kilómetros de la Tierra. Pero Marte es como nuestro hermano delincuente. Por eso volvemos a él una y otra vez. Casi con remordimiento. Y siempre con las mismas preguntas: ¿Por qué aquí y no allá? ¿Por qué ellos y no nosotros?»

Pero mi mayor aventura sin duda es la escritura de la ciencia para audiencias jóvenes. Mi colección de 8 novelas «Juntos en la Aventura», de Editorial Planeta Colombia, presenta una serie detectivesca llena de adrenalina, acción y ciencia real ficcionalizada en libros de 220 páginas para lectores entre los 8 y los 15 o más años.

El reto no es solo explicar, interpretar y emocionar a los chicos con la ciencia, sino tener una trama activa, llena de acción, que no desfallezca. Esto, frente a complejidades como la genética, la física de partículas, o la medicina. Aquí, los personajes de la Tía Abigail, sus tres sobrinos Simón, Lucas e Isabel, y la amiga de estos, Juana, se convierten en los héroes que investigan, encuentran y salvan cada trama, basada enteramente en mis propios reportajes multidisciplinarios, donde los lugares, científicos, laboratorios y medios de transporte son reales.

El truco es no subestimar a los lectores y entregarles la ciencia envuelta en una aventura detallada. La colección está siendo leída en 200 escuelas de Colombia como material complementario de ciencias y literatura, y he de decir que en los 15 años desde que comenzaron a salir los primeros libros he recibido más de una carta de jóvenes profesionales que han seguido carreras en ciencia, dicen ellos por haber sido inspirados por las novelas.

Aquí, un trozo del libro «Un enemigo invisible», en el cual uno de los personajes es contagiado por un virus misterioso y la novela es una carrera contra el tiempo para entenderlo y salvar muchas vidas:

«Jones aspiró unas gotas con una pipeta, y las depositó entre dos delicadas placas de cristal. Luego puso las placas sobre la bandeja portadora dentro del microscopio y cerró la compuerta herméticamente para que no entraran ni luz ni aire. Metió la cabeza bajo el capuchón negro y movió el interruptor del encendido. Su cara quedó bañada en la luz verde. El médico movió delicadamente los controles del microscopio, buscando algo que estuviera fuera de lugar dentro de la maraña de glóbulos rojos. Casi enseguida, su expresión se endureció. Flotando entre las células rojas, había cientos de círculos con una pata; algo así como una donut con un palo de chupeta. Su corazón dio un vuelco. Eran las mismas partículas que había visto en los tejidos de hígado de la víctima de la tribu que estaba moribunda…

¿Podría haber hallado finalmente al animal transportador? Tenía que asegurarse.

Con la respiración entrecortada, abrió el microscopio y cambió la muestra del mono por la del indígena.

Ajustó los controles nuevamente. Estaba viendo parte de una célula del hígado. Era como sobrevolar sobre un paisaje complicado, un mundo aparte, lleno de valles, ríos y lagunas, selvas y montes. Había cosas que hasta parecían poblados. El interior de una célula era algo que nunca dejaba de asombrarlo. «Uno puede pasar días enteros buscando virus dentro de una célula, y como las partículas son tan pequeñas, pueden estar metidas en cualquier parte de este extraño paisaje», pensó el científico, escogiendo otra célula entre las miles que había en la muestra bajo sus ojos. Ahora que sabía exactamente lo que buscaba, estaba impaciente. «Sé que estás en alguna parte de esta selva…¡muéstrate, maldito demonio!».

Minutos después sobrevolaba otra célula y notó que esta estaba destrozada en su interior. Como si una bomba atómica hubiera estallado en medio y hubiera arrasado todas sus estructuras y dejado montañas de desperdicios. Jones movió el botón del microscopio para acercarse más. Lo que parecían desperdicios eran montones de las mismas donuts con palo de chupeta. Había tantas, que algunas partes de la célula parecían un tapiz uniforme de donuts con una pata. Allí lo tenía, frente a sus ojos. Un monstruo diminuto.

Un virus nuevo… Canzanboira.

La literatura, la poesía y las artes plásticas y cinematográficas son la mejor forma de transmitir la ciencia al público lego para despertar en este el interés que luego se traducirá en el tan necesario apoyo de la sociedad a la investigación –y la inversión— científica.

Termino ahora mi relato con una confesión: me habría gustado sentarme ante un café para conversar con el gran Roberto Bolaño acerca de ciencia y literatura. Algo me dice que habría tenido mucho qué enseñarme.