Mario Verdugo propone afinidades improbables entre el autor de El Ministerio del Futuro y el escritor de Colchagua

 

En 2019, cuando se pone a escribir El Ministerio del Futuro, Kim Stanley Robinson ya ha ganado el Premio Hugo y el Premio Nébula. Dicta conferencias estupendas sobre el declive del capitalismo, lo consideran globalmente como un héroe ecológico y su tesis de doctorado ha sido guiada por el master of disaster Fredric Jameson. Vive en un condominio terraformador de California y está de lo más urgido, en simultáneo, por el ascenso presidencial de Donald Trump y el descenso poblacional del orangután de Borneo. La humanidad, a juicio del novelista, parece estar sufriendo por entonces un brote muy grave de síndrome de la rana: cierta torpeza patogénica –acaso sin cura– para percatarse de que habita una cacerola cuyos caldos no tardarán en ebullir merced a acelerantes como el SARS-CoV-2, “el timo de la IA” y un refrito presidencial aun más virulento, asorochado y simiesco.

En 1981, a casi seis mil kilómetros y cuatro décadas de distancia espaciotemporal, Gonzalo Drago Gac se entrega a la tarea de publicar la última de sus novelas, tal vez la más encarnizada y compleja de todas, a la que rubrica además con un título doble: Los muros perforados (Papá Fisco). La envía a “un importante concurso metropolitano”, aunque por razones misteriosas, probablemente delictuales, el manuscrito nunca llega a manos de los evaluadores. Imagina ahí unos personajes que al transicionar de la burocracia al arte son apodados “sobaco de intelectual”. Por revolucionario lo han apartado de su cargo en la Braden Copper Company y en venganza se ha lucido sacando el habla en El Rancagüino y La Voz de Colchagua. Su sentido de pertenencia lo lleva a fundar el grupo poético Los Inútiles y, tal como el californiano Robinson, sostiene firmemente que el mundo –lo mismo si estamos en Pupilla o en Zúrich, igual si trabajamos para el Frente Popular o para la ONU– hay que enfocarlo desde una oficina pública.

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Los protagonistas de Papá Fisco padecen un hábitat aletargado, opaco, chato, fomísimo. Se quejan en dos escalas: la del pueblito despreciable que los oprime y la del trabajo monótono que les impone un soundscape con “rezongo de calculadoras”, “tecleo de máquinas” y “murmullo asordinado de contribuyentes”. Qué no darían estos chupatintas –creemos– por un traslado a las arquitecturas estilosas de Kim Stanley, donde un cargo de medio pelo habilita para zamarrear a petromagnates y CEOs, para desplazarse en un dos por tres desde París a McMurdo y para proponer soluciones fotovoltaicas y geoingenieriles. El Ministerio del Futuro, sin embargo, logra a partir de estos materiales trepidantes una hazaña retórica que no se había catastrado ni siquiera en los mejores periodos de la casi siempre cansina narrativa chilena: hacer del fin del mundo, y de la lucha heroica por salvarlo, una rutina con niveles de opacidad, chatura y letargo impensables hasta para el personal a contrata de la Tesorería Provincial de San Fernando. Paradojalmente –como pudo apuntar la crítica tanto en la costa Oeste como en la Región de O’Higgins–, Gaia comienza a incinerarse en un relato “para la siesta”, mientras que los últimos Homo sapiens, o al menos los que lleguen al final del texto, no podrían sino asumir sus nuevos deberes de compostaje y descarbonización “con una cara de orto inextinguible”.

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Amenazados de tormento y exterminio por escobas, motosierras, licuadoras y, en fecha reciente, por tijeras privatizantes de podar, los empleados ministeriales resisten también ante el frío y la correlativa falta de estufas (en Drago) y ante las olas de calor extremo que fulminan a la India y Arizona (en Robinson). Si una ideología pérfida se empecina en achicarlos, mutilarlos o suprimirlos, su sola presencia resiliente implicaría hoy en día una especie de subversión, como afirmase el pensador pospunketa Simon Reynolds a propósito del trumpismo y sus eslóganes. Papá Fisco presenta en ese sentido una imagen nada servil acerca del Estado, emparentado a veces con un mausoleo o una galera o un monstruo despótico, pero en contrapartida los lectores pueden comprobar cómo un subalterno (con “cara de subalterno”, “alma de subalterno” e inclusive “ropa de subalterno”) se las arregla para disputarle un poco de su propia vida a la maldita preposición sin (sin horizonte, sin vacaciones, sin calefacción, etcétera). Por su parte El Ministerio del Futuro arriesga la propia eficacia literaria con tal de que los planes de salvamento climático fructifiquen. A bordo de un dirigible biosustentable donde se prodigan crushes y besos no patriarcales, y aunque el buen gusto repetiría que allí todo debe salir mal, el libro de Robinson se atreve a incursionar en la novela ecorromántica o rosa-con-verde, subgénero rara vez visto en la biósfera y que ahora emerge, permacultura mediante, como el fruto más inesperado de un oficinesco y omnímodo gris.

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Gonzalo Drago da señas de querer interpretar sólo al sufriente gremio del que participa. Los muros perforados se los ofrenda, sin ir más lejos, a quienes todavía no consiguen perforar el frío hormigón estatal, sus excompañeros “que laboran abnegadamente en todos los rincones del país”. Por una no demasiado enigmática coincidencia de iniciales, se diría que su álter ego novelesco es “Gustavo Duarte”, hombrón proclive a las barricadas y al ennui, empleaducho de la Sección Ingresos y con frecuencia ninguneado en los pasillos “por creerse poeta”. Esta representatividad de suyo modesta contrasta con los designios universalistas de Kim Stanley Robinson. El Ministerio del Futuro, organismo supranacional que suministra el título para su magnum opus, se autodestina a ser la voz de los que (aún) no tienen voz, como las futuras generaciones antrópicas y, es de suponer, como los orangutanes, los ctenóforos y la totalidad de las especies vivas del presente y el porvenir, máxime si además de voz carecen de sinapsis y/o de voluntad de ser representadas. En el plano ficticio, dicha tendencia se amplía gracias a la gran habilidad de Robinson para asumir voces ajenas, de manera que a lo largo de la novela puede ir metamorfoseándose y haciéndose pasar en primera persona por toda clase de criaturas: “Soy el carbono” (página 412), “Soy un fotón” (p. 295), “Soy la historia” (484) y, en un monólogo no exento de lágrimas y de heces, “Soy el mercado” (242).

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Frente al aguijoneo de lemas epocales estilo “Go vegan!” o “¡Hazte radical!”, ambas obras procuran contestar a su modo qué es y para qué podría servir la política. En lo que a Papá Fisco concierne, la respuesta se vincula con el lenguaje fotográfico, con las teorías de Charles Sanders Pierce y especialmente con la orden de ir a descolgar cada cuatro o seis años el retrato del presidente que se marcha y de corchetear/clavar/adherir en su reemplazo la faz hiperalumbrada del que llega. Lo político, para decirlo con mayor precisión, es en Drago aquel cuadrilátero seboso, piñiñento, desteñido, hueco y a la vez plagado de ácaros que se observa en la pared cuando un superior jerárquico manda quitar la foto de un/a mandatario/a. A espacios de tal calaña se confían las esperanzas de mejora salarial y termoambiental en algunas reparticiones colchagüinas, obteniendo de vuelta una ráfaga helada que Gustavo Duarte y sus colegas ven agravarse –durante los gobiernos radicales– por el mohín de la oligarquía hacia el racializado líder a quien apodan “roto” o “mulato” Aguirre Cerda. No es este estigma, ni el precio de la parafina, ni las esposas zurciendo calcetines ajenos a medianoche lo que complica al cast de Robinson. Su Ministry for the Future tiene que lidiar en cambio con enjambres de drones ecoterroristas y con cleptocracias que pretenden que se les pague por dejar de destruir la Tierra. Por fortuna, el plantel sénior manifiesta en una y otra novela similares afinidades con el pensamiento del alemán Karl Marx y –a nivel de la vivencia íntima– con el del sanmiguelino Jorge González Ríos, cuya intuición de que hay algo malo dentro de uno mismo termina revelándose tan lúcida y vigente como el planteo marxiano de que hay algo mucho peor (de pésimo tirando a podrido) en la dorada cabeza de nuestros empleadores.

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Según lo declarasen o dejasen entrever sus autores respectivos, el problema del universo narrado en El Ministerio es que se produce una aceleración dentro de otra aceleración y, en Papá Fisco, que todo se vuelve a ralentizar cuando ya viene funcionando hace rato en una desesperante cámara lenta. A unos, los de Robinson, les podría caer encima una polvareda apocalíptica como la de Interestelar; a los otros, los de Drago, se les acumula un tipo de borra o pelusilla que suele ensañarse con escritorios y kárdex y que se llama “tamo”. A los del futuro los balea un tecnofundamentalista cretino; a los del pasado los mata la cirrosis y, si no, la escarcha y la falta de doctores top. También los amenaza, en el primer caso, la insidia del Consenso de Washington con sus ganas de suprimir el “impuesto Piketty”, y en el segundo la porfía de Ibáñez del Campo por reducir el aparato fiscal a un quinto.

Aquellos se congratulan por la milagrosa no extinción del caribú; estos se alarman por la sobreabundancia endémica de cucarachas, ratones, grillos y sapos. Hay, en la obra de Robinson, gente muy rica que quiere salvarse del Armagedón mudándose a Marte, y en la de Drago, gente muy pobre que sólo quiere regresar a su hogar en una micro libre de tufaradas. Nada ilógico se antoja que los héroes de Robinson ingresen a la “Sociedad de los Dos Mil Vatios”, empeñada en bajar su consumo energético hasta esa cifra, como tampoco sorprende que los de Drago se adscriban a la “Sociedad La Tabla”, que en el punto 4 de su decálogo exige adorar al chuico como símbolo esotérico y en el 6 hacer religiosamente una gárgara de vino local cada mañana.

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Es como si, en algún sentido, Los muros perforados fueran una versión territorializada de El increíble hombre menguante. Gracias al guion de Richard Matheson vemos un cuerpo que se va empequeñeciendo hasta quedar a merced de un gato, luego de una araña y, ya off-screen, de un quark hambriento y otros predadores subatómicos. En Drago la mengua toma la forma de un traslado forzado hacia comarcas más y más tediosas, más y más lacias. Sea por abuso de sustancias o por disidencia doctrinal, el Estado centralista relega a sus miembros infractores: los patea lejos, los degrada y destierra utilizando la geografía como una herramienta de castigo, de modo que es posible acabar “condenado” a marcar tarjeta en Cáhuil, en Maullín, en Topocalma, en San Felipe o en un Pichilemu reaccionario y pre-surfer, donde la única salida no habría de concretarse de veras sino hasta las cercanías de 2025: ensueño –o delirio– de licencias y bikinis y comilonas y dolce far niente a unos cuantos kilómetros de la autoridad.

La irlandesa Mary Murphy, el hongkonés Huo Kaming, el chileno Estevan (sic) Escobar y los restantes paladines de Robinson jamás necesitan simular burnouts ni fantasear con arenas aspiracionales, habida cuenta de que su espacio laboral es en última instancia el planeta entero. Así y todo, resulta asombroso que el deseo de beber antes del mediodía los aceche con la misma intensidad que a los perdedores de Drago, y que el odio a la gran urbe y en particular a Los Ángeles, “ciudad de las estrellas”, cobre para ellos tanta saña como el desprecio que en Papá Fisco se advierte por la comuna de La Estrella, al poniente de la provincia Cardenal Caro. Son, al fin y al cabo, hermanos en el craving y en la fomedad metafísica, en el entumecimiento y en la hipertermia, en el furor estatizante y en la defensa de las “psiques regionales”, en la insurrección y en la certeza de que, si vas a ser ciudadano de Gaia, es porque también lo fuiste de Colchagua.

Mario Verdugo

Talca, 1975. Es poeta, doctor en literatura y periodista. Algunos de sus libros son La novela terrígena (2011), robert smithson & robert smith (2017), Glacis (2022), Arresten al santiaguino! (2018) y Curepto es mi concepto (2022). Es uno de los fundadores del colectivo de escritores Pueblos Abandonados, y en 2023 obtuvo el Premio Manuel Montt y el Premio a las Mejores Obras Literarias del Ministerio de las Culturas, en la categoría ensayo.

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