Guillermo de Torre solía decir que en el principio no era el verbo, como ha difundido ese conocido best seller llamado Biblia. En el principio era la revista.

Y es que este tipo de publicación posee características que la sitúan como una especie de sismógrafo de su tiempo. Una buena revista anticipa, presagia, descubre, polemiza y, por tanto, fecha su época mejor que el carbono-14. De allí que la historiografía haya terminado por convertir a las revistas en fuente principalísima para su trabajo. Mal que mal, la historia no es otra cosa que una revista, en el sentido etimológico del término: volver a ver, revisitar un asunto o, más específicamente en su caso, una época.

Este valor indiscutible de las publicaciones periódicas no significa que su vida haya sido o sea fácil ni mucho menos que tengan el futuro asegurado. Y las tintas se oscurecen más cuando se trata de revistas culturales. Por lo general, les resulta difícil o imposible desenvolverse en la cancha de la industria cultural y casi todas se desarrollan más bien al alero de personas e instituciones. Hay que tener presente que el modelo de la industria se ha dirigido a una audiencia masiva, que permite sustentar el negocio mediante la venta de publicidad. De allí que, a las revistas culturales, en su gran mayoría, no les cupo otra posibilidad que correr por fuera.

Ya sea porque carece de los recursos para asegurarse una amplia circulación o porque no posee una vocación masiva que delinee su formato, la revista cultural así planteada lo apuesta todo a destacarse por prestigio y área de influencia. José Santos González Vera lo expresa mejor que yo cuando dice que la revista Babel1 –una de las muchas publicaciones en las que tuvo una activa participación– elige a sus lectores. «No pudiendo, por su precio o por su naturaleza llegar al pueblo, procura ser leída por opinantes de relieve».

Yo diría que el éxito de esta fórmula orientada a opinantes significativos quedó en evidencia con las vanguardias, donde la propagación de las nuevas estéticas a través del continente se produjo principalmente gracias a las revistas; y, como en un círculo virtuoso, las vanguardias y sus principales protagonistas fueron a su vez grandes generadoras de revistas. Para nombrar solo algunas: Prisma, Martín Fierro, Proa en Argentina. O Klaxon, A Revista, Arco e Flecha en Brasil, y de Perú: Flechas, Poliedro, Hurra, Amauta. Todas ellas constituyen verdaderas cofradías que irradiarán –a la manera de un haz infrarrojo imperceptible para el ojo común– las nuevas estéticas, expandiendo la luz invisible de la creatividad.

El motor de Pro-Arte

Así nos encuentra la década del treinta. Estamos hablando de un tiempo marcado por la crisis bursátil del 29, que nos golpeó, aunque con cierto desfase; la Guerra Civil Española que se desencadena en julio de 1936, fuente de una gran efervescencia que tendrá impacto en la circulación y creación de revistas; el empoderamiento del comunismo en la Unión Soviética, del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania; y el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939. Tiempos indiscutiblemente convulsionados y estremecedores. Luego vendrán el Plan Marshall, la Guerra Fría y el macartismo.

En Chile, el contexto estuvo marcado por contrastes, como las pugnas de poder durante el gobierno de Arturo Alessandri, que terminó con un golpe de Estado el 11 de septiembre, pero de 1924 (qué fecha esa, ¿no?). El gobierno autoritario de Carlos Ibáñez; la llegada del Frente Popular en 1938 en reemplazo del segundo gobierno de Alessandri. Tiempos convulsionados, de gran fervor periodístico y no menos circulación de revistas.

Durante este periodo, a falta de Ministerio de Cultura o institucionalidad semejante, de modo paulatino la Universidad de Chile adquiere protagonismo en materia de extensión y divulgación. En 1948, un decreto reestructura la Dirección General de Información y Cultura del Ministerio de Educación, y se traspasa a la universidad funciones de fomento a las artes, incluyendo cine, publicaciones, colecciones y exposiciones de obras de arte, etcétera.

Si bien en nuestro país no hubo ninguna publicación con el liderazgo internacional ni con una vocación cosmopolita de la envergadura de la revista Sur en Argentina, guardando las proporciones, Babel –que había rivalizado con Sur durante su etapa argentina–, así como luego Pro-Arte (1948-1956), cumplieron una función parecida, convirtiéndose en las publicaciones más relevantes de las décadas del cuarenta y cincuenta. Pero mientras la primera ha sido objeto de diversos estudios e incluso antologías,2 la segunda ha caído en un injusto olvido con los años, pese a que se hiciera un índice de sus artículos en el año 1970. Lo mismo ocurrió con quien fuera su motor, Enrique Bello.

Sus orígenes los ha relatado el mismo Bello. Con Juan Orrego y Daniel Quiroga «esbocé (…) un periódico que sirviera al público de los conciertos, del espectáculo, a la gente que lee, a los artistas, a los escritores. El mundo acaba de salir de la pesadilla de la guerra, los creadores de la escuela de París recién regresan de su asilo de Nueva York, otro mundo está naciendo, enganchémonos en él».3

Su frágil soporte le otorgó un aspecto más semejante a un periódico que a una revista (de hecho, se imprimía en los Talleres Gráficos La Nación). Curiosamente, ese no fue impedimento para tener el amplio impacto y la buena distribución que la haría salir incluso a conquistar lectores en otros países. En sus buenos años, podía adquirirse en puestos de periódicos de la calle Florida de Buenos Aires, o en Lima, Montevideo, Ciudad de México y hasta en alguna librería de Madrid.

Su foco estaba puesto en el arte actual, redescubriendo la moderna poesía inglesa, a cargo de Humberto Díaz-Casanueva y Jorge Elliot; el teatro europeo de Brecht, Claudel y Stanislavski, la música dodecafónica. Su gran aporte fue combatir nuestros aires isleños. Gracias a Pro-Arte, por ejemplo, Jorge Edwards leyó a César Vallejo:

Recuerdo las circunstancias casi exactas en las que leí esos versos y me quedé intrigado, pensativo, desconcertado. Salí una tarde del Colegio de San Ignacio de la calle Alonso Ovalle (…) y compré una revista en el quiosco de la esquina, Pro-Arte. Años más tarde conocí al verdadero héroe de Pro-Arte y hasta me convertí en colaborador ocasional, pero entonces, cuando hice la compra por pura intuición, no sabía nada ni de César Vallejo, ni de Enrique Bello, ni de las dificultades endiabladas de la vida del arte y de la literatura en Chile. Sé que era un día de invierno, que ya estaba oscuro (…). En la primera página de Pro-Arte figuraba el poema de Vallejo, y los versos iniciales, leídos a la luz de un farol cercano, me dejaron embargado, boquiabierto, conmovido:

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París –y no me corro–
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.4

Más valiosa resulta esa capacidad de oxigenar nuestro medio cultural con las nuevas tendencias del mundo, considerando que son los años de la ley de protección de la democracia (la ley maldita) que el Presidente González Videla dicta en septiembre de 1948, en la cual se proscribe la participación política del Partido Comunista de Chile, lo que implicó que parlamentarios fueran despojados de sus cargos –entre ellos Neruda, senador por el  norte– y que medios de prensa de dicho partido fueran cerrados.

Eran años de efervescencia y Bello quería creer que la cultura era la mejor de las armas. Por eso, luego de Pro-Arte se abocó a otra revista, Revista de Arte. Un breve desplazamiento en el nombre, pero un giro significativo respecto de la institucionalidad de la revista y las consecuentes libertades que conlleva. Se trata de una publicación relacionada con la Universidad de Chile que había tenido una primera etapa célebre entre los años 1939 y 1941 bajo la dirección de Domingo Santa María, músico e incansable difusor de las nuevas tendencias musicales en Chile desde la Asociación Bach y la Universidad.

En su segunda etapa, la publicación se forja bajo el alero de la Facultad de Bellas Artes cuando Luis Oyarzún asume como decano en 1955. Enrique Bello encabezará el equipo en la dirección hasta el penúltimo número. El último, número 15, saldrá en octubre de 1961, con Enrique Lihn como director. Pero todavía quedaba fuego en este incansable hacedor. Con el respaldo de Pablo Neruda se embarca (casi de modo literal) en la revista Ultramar –nombre obviamente dado por el poeta–, que aparece en diciembre de 1959. Una publicación quincenal con un formato e impresión de tabloide que, al principio, cuidó mucho más la diagramación y la visualidad, aunque al fin y al cabo terminó con diseño de diario. De hecho, el primer número está dedicado a la construcción de Brasilia, con grandes fotos de Rebeca Yáñez y entrevistas a Lúcio Costa y Niemeyer. En el staff figura un gerente, Fernando Balmaceda, una argucia rimbombante, claro está:

«Piado que las condiciones políticas no estaban muy claras ni seguras para los comunistas, Neruda me llamó para pedirme que yo fuera el gerente y representante legal de la empresa, ya que “tu apellido no despertará sospechas”… Y así salió Ultramar bajo mi gerencia simbólica en la que era también la primera tarea para un militante disciplinado».5 Probablemente así se disimulaba que esta revista, que a diferencia de Pro-Arte no se vendió en quioscos, era impresa –o sea, financiada– por la Imprenta Horizonte del Partido Comunista. Su verdadero brazo derecho en Ultramar era su hija Sonia, quien estaba todo el día en la oficina –un local adaptado como despacho, muy cerca de unos cines, en Monjitas 879–, por donde pasaba todo el mundo, sobre todo los escritores más jóvenes. A Neruda, en cambio, no se le veía por allí, aunque solía dejarse caer en la casa de Enrique, primero en Teatinos y más tarde en Huérfanos con Estado, para dormir la siesta.

Ultramar volvió a la carga con temas de teatro, cine, arquitectura, literatura, plástica y música. También con énfasis en las nuevas tendencias y buenas firmas, como un artículo de Arthur Miller, «Mi concepción del teatro», o un amplio reportaje a la construcción de la Villa Portales, un experimento de vivienda colectiva «dada la aplicación de conquistas arquitectónicas y urbanísticas de indudable significación». Una novedad es el interés por temas científicos y algo, no mucho, de cultura más pop, como se percibe en el artículo de portada del número 11, «La borrascosa historia del duro Frank Sinatra». No rehuyó el debate con artículos como «Aguda polémica: realismo socialista-arte abstracto», o la situación del cuento «Nausícaa» de Alfonso Echeverría, que obtuvo el tercer lugar del concurso de la revista Life y que esta, sin embargo, no publicó por considerarlo subido de color.

Pero acaso la mayor ventolera la provocó el número 11. La revista informa que «Enrique Lafourcade, actualmente en Estados Unidos becado de Fullbright, ha enviado entre otra correspondencia una entrevista llamada “Desayuno con los beatniks”, publicada recientemente por La Nación. A propósito de esa entrevista, Allen Ginsberg, que aparece haciendo diversas declaraciones en ella, ha escrito una declaración a nuestros colaboradores en Chile desmintiendo airadamente a Lafourcade. Publicamos algunos párrafos: “La entrevista entera es completamente falsa y lo que es peor no se trata de malas interpretaciones sino de una masa de mentiras. Debe ser un sapo espiritual pues no solo me insulta a mí, sino también esparce chismes sobre sus amigos en Chile. Lafourcade no solo es un mediocre y un mal periodista, también es un miserable”…».

Poco snob

Pocas huellas quedan de Enrique Bello, a excepción de su poderosa gestión en el periodismo cultural, como si borrarse en lo personal fuera su máxima acción de arte. Como un artesano medieval. Hasta donde he podido rastrear, nació en Hualqui, ubicado en la ribera norte del río Biobío, en 1906. Familia numerosa de nueve hermanos; probablemente no se identificaba con el quehacer de su padre agricultor, por lo que no tardó en trasladarse a Santiago. Comienza a escribir, incluso se dice que habría publicado algunos poemas. Pero lo suyo era el periodismo. Colabora en los diarios La Opinión y La Nación y en revistas como Zig-Zag y Ecran, bajo el seudónimo de John Reed. Daniel Son (nombre de su padre) fue otra máscara que usó para firmar, aunque, sencillo y sin grandes ínfulas de reconocimiento, más frecuente era que acompañara sus artículos solo con las iniciales. Redactor del diario La Hora, dirigió Frente Popular, periódico antecesor de El Siglo. A este hombre alto, delgado, su pasión por la extensión cultural lo hacía subir y bajar las escaleras de la Casa Central de la Universidad de Chile, con su apariencia de actor inglés en algún viejo film de ambientación oriental, según Hernán Valdés. Como trabajaron juntos en Revista de Arte, cuenta que llegaba algo antes de mediodía,

y se entrega a su actividad favorita, que es comunicarse con los agregados culturales de las embajadas extranjeras. Suele hablar en distintos idiomas, uno tras otro o a la vez, entremezclándolos. Su interés es informarse de cuanto ocurre o está por ocurrir en el mundo de las artes y las letras, pero también hay en ello un placer por el contacto foráneo, por sentirse un hombre universal. Bello es, en el mejor sentido de la palabra, un snob. Alguien que constantemente está en busca de novedades, que luego difunde e introduce en el ámbito local de vanguardia de los movimientos artísticos mundiales, una de esas personas imprescindibles en un país aislado con una sociedad apática y conservadora. Ya en los años 50, con la creación de Pro-Arte, puso al día, por lo menos a una minoría selecta, de las ideas y las realizaciones artísticas más significativas del momento, que sin duda tuvieron influencia en la renovación local.6

Lo que Valdés pasa por alto es que nuestro hombre desestima la figuración, aspira a vivir sin ansiedad. Es un hacedor disciplinado pero libertario y con vocación gremial, cuestión muy poco esnob. Formó parte del directorio de la Sociedad de Escritores de Chile. a la que llamaban de «los Enriques», ya que estaba compuesta por L. Enrique Délano, Enrique Lihn, Enrique Moletto y él.7 Pero Hernán Valdés insiste:

Bello fuma con deleite, se comunica con París, con Roma, comenta las últimas exposiciones, las últimas declaraciones de personalidades con sus interlocutores en el fono, en voz alta, como si hablara desde un escenario, y por la tarde asiste a cócteles, o bien organiza fiestas, y entretanto a mí me encarga hacer entrevistas, buscar documentaciones, me hace revisar artículos, traducciones, enseñándome, sin dar la impresión, a eliminar lo superfluo, a agilizar, a hacer simpático lo árido.

Jorge Teillier lo retrata en forma opuesta: «El cuello duro de la burocracia oficial lo transformó en una deportiva camisa abierta puesta a navegar por los vientos del país y de todo el mundo».8

Rebequita

Las más de las veces, las iniciativas institucionales siguen siendo en realidad una aventura cuya huella indeleble está marcada por una persona o un grupo. Digo esto porque cuando Luis Oyarzún, decano de la Facultad, renuncia abruptamente, se produce la desbandada. Para Valdés,

con la publicación de la Revista de Arte, (…) había querido ofrecer una visión universal del arte contemporáneo y de sus fundamentos estéticos. Aceptado a regañadientes, todo eso y mucho más había sido prontamente impugnado, desacreditado. La vieja guardia de profesores se había rebelado, protestaba por su desatención, por las constantes ausencias del decano y, sobre todo, por la orientación de la revista. Bello, apoyado por Lucho, sentía una indiferencia casi total por lo académico, por los rutinarios maestros locales, y como buen snob de buen gusto había privilegiado las nuevas corrientes, vinieran de donde vinieran. Lihn y yo le seguíamos en esta línea. Se corría la voz que la revista era un nido de xenófobos, advenedizos y maricas, que por las noches celebrábamos orgías, que el decano y sus empleados pasábamos más tiempo en las playas que en nuestros despachos. (…) Es cierto que Bello había ido un poco lejos. El último número de la revista había desatado un escándalo.

Y continúa Valdés:

Bello, que, como Parra, vivía hasta hacía poco con una sueca, acababa de enamorarse jubilosamente de una fotógrafa. Corrían juntos a todas partes, abrazados, subían a saltos la escalera de la Facultad, irrumpían en el despacho de Lucho tomados de la mano, interrumpiendo graves consejos, en fin, exhibían su amor. Inspirado por ella y junto con ella había decidido hacer un reportaje de arte sobre la Isla de Pascua. Y así fue como movieron a la Fuerza Aérea y a cuantas instituciones existían, a nombre de la Universidad, para ser transportados y hospedados, y cómo, según los detractores, un viaje de luna de miel se hizo bajo la cobertura de la revista y con fondos universitarios. Así y todo, el número, bien presentado gráficamente y bien documentado, fue un éxito. Pero Lucho estaba harto de rumores y quejas. No sólo de eso. El trabajo administrativo ya en sí le fastidiaba bastante.9

En realidad, Bello se había enamorado de la mujer que lo acompañaría el resto de su vida, Rebeca Yáñez, «famosísima fotógrafa en Europa, arte que había de abandonar por “estado de ánimo”».10 Al que no dejó más fue a Enrique, reuniéndose con él en el exilio y acompañándolo en el momento de su muerte en Berlín Oriental y luego en su entierro en Polonia, en una ceremonia conmovedora junto a su hijo Kiko y destacados amigos escritores. Balmaceda llegó a conocerlos bien, pues hicieron juntos un esforzado viaje en un Land Rover. En sus memorias cuenta que, a comienzos de la década de los sesenta, para hacer un documental sobre los ríos de la Patagonia, decidió irse por tierra con su mujer e hijo, convidando a Enrique y Rebequita, como todos le decían.

«El primer tropiezo fue a la partida cuando Enrique Bello apareció con un catre plegable enorme, ya que dormir en el suelo le incomodaba. Tras larga discusión, accedió a mortificar sus huesos y partimos rumbo al sur…». Probablemente sufrió también con la comida, aunque Balmaceda no lo diga. Era un gourmet entusiasta, y disfrutaba cocinando en su casa que estaba abierta a sus amigos, que no eran pocos.

El peso de la noche

Ocurrió una vez más. El grado de libertad que una revista requiere para desarrollar una línea editorial que realmente anticipe y registre las primeras expresiones de su tiempo, que pinte en sus páginas el color de su época, termina por encontrarse con el peso de la noche. La partida de Luis Oyarzún de la Universidad de Chile significó para Enrique Bello su alejamiento del ruedo cultural. Otra vez Valdés:

En los años 60 y 70, Bello no tendrá sucesores; no se darán las condiciones sociales para este tipo de divulgadores: el interés por la cultura, en su sentido tradicional, y por el arte en particular, se desvanecerán ante la creciente politización de la sociedad y se desvalorizarán a favor de las ideas revolucionarias. Bello, militante o compañero de ruta comunista, desempeñará entonces actividades de menor significación. Posteriormente terminará asumiendo la preponderancia de lo político, trabajando para la UP. Y para culminar, en el día del golpe, disparará como un endemoniado contra la soldadesca, desde la terraza del Ministerio de Hacienda. Refugiado en la RDA, enfermo, terminará allí sus días. Nadie le recordará, nadie sabrá que el desarrollo de muchos artistas y escritores fue posible gracias a su pasión por contemporanizarles.11

Supongo que entre las actividades de menor significación Valdés considera la dirección de la Revista de Educación, con Waldo Rojas como secretario de redacción.

Ratones y cultura

Proclives como somos a tirar cosas, personajes, escenas e historias por el agujero de la memoria, al decir de la novela 1984, Enrique Bello Cruz parece haber corrido una suerte parecida, como si la historia oficial se hubiera empeñado en convertirlo en una persona vaporizada, para seguir con la nomenclatura orwelliana, dejándolo fuera de la escena cultural de los años cincuenta y sesenta donde era un actor relevante. Pero, haciendo el ejercicio de ampliar al máximo un negativo, como el fotógrafo de Blow-up, emerge su figura a ratos borrosa y no por eso menos gravitante. Cuando Jorge Edwards, por ejemplo, recuerda la emoción que le produjo la primera invitación a la casa de Los Guindos, santuario nerudiano de la época, en alguna esquina del retrato que hace de la situación está nuestro hombre –«personaje entrañable, hombre de corazón generoso»–, a quien evoca «hablando de pintores prohibidos por el partido porque no eran realistas, críticas que, para él, enamorado de la abstracción en pintura, eran puñaladas.

Bebiendo su potrillo con delicadeza, con voz de hombre educado del sur de Chile, con el pulgar derecho estirado».12

En las visitas sucesivas se habló de cierto Congreso Continental de la Cultura que se iba a celebrar en Chile a comienzos del año siguiente, al que en principio Edwards se sumó con entusiasmo. «Después de la primera y algo formal convocatoria, empecé a asistir disciplinada, puntualmente, a reuniones en las oficinas de la revista Pro-Arte, que se encontraban en un edificio vetusto, comido por los ratones, de la calle Miraflores al llegar a la Alameda».

Pese a las supuestas ratas, el desfile de figuras que recuerda que pasaban por esas oficinas es impresionante: Benjamín Subercaseaux con una negra capa con forro de color rojo que haría palidecer de envidia a Barnabás Collins y una voz de actor teatral que retumbaba en todos los confines; Marta Jara, los poetas que solían reunirse en el café El Bosco y terminar sus noches en el Iris de algunas cuadras más abajo, Hugo Goldsack y Stella Díaz Varín, la furiosa revoltosa y bella colorina.

Marta Vergara también relata en sus memorias una escena en la que Bello está como fondo de pantalla. Los hechos suceden nada menos que en La Moneda. Un grupo reclama por ciertos presos políticos que se encuentran en huelga de hambre y exige ver al Presidente.

Allí se encuentra con otro grupo que andaba tras el mismo objetivo.  En el forcejeo con las autoridades, intempestivamente aparece Arturo Alessandri, rodeado de una gran cantidad de edecanes y funcionarios, como un Júpiter tonante. Nos recibía para decirnos a gritos que éramos unos malagradecidos, que le debíamos esto y aquello y que, mientras a Ibáñez le habíamos lamido las botas, a él le provocábamos conflictos. (…) Cuando llegó a eso de las botas del general, no me pude contener y le dije a la gente en tono imperativo: «Nos vamos». No quería oír más. –¡Y todos ustedes pueden caer presos! ¡Y usted también, señorita! –agregó, amenazándome directamente. –¡Ahora mismo, si usted quiere! –le contesté frenética. Hizo un gesto de hombros y se entró. Pero uno de sus secretarios, ahora muerto, en un impulso arratonado me detuvo gritando: –¡Pues se queda! Hicieron salir a los demás y a mí me dejaron detenida, sola en la sala. La situación era grotesca. (…) Ignoro cuánto tiempo estuve ahí encerrada, pero no creo que fuera mucho. Como de no inventarla no había causa de arresto y como el Presidente, a pesar de su alto rango, se acarrearía algún reproche al detenerme, sospecho que incluso se molestó por la iniciativa del subalterno, porque entró muy alterado a gritarme que me fuera, y para mayor satisfacción y realización rápida, me dio un empujón al abrirme la puerta. No caí, pero fui a dar al corredor de la escalera. Después del empujón vino el portazo.

En el patio, concluye, fue ayudada por algunos de los miembros del otro grupo que velaba por la misma causa, encabezados, por cierto, por Enrique.

Desenfocado y libre

Casi no he encontrado en la prensa referencias a su muerte. Apenas una pequeña nota de una poco conocida publicación llamada Meridiano, al parecer de la Universidad de Chile, donde se desempeñó años dando «vida al papel cansado de las oficinas», en las hermosas palabras de Jorge Teillier, que trabajó con él. Claro, 1974 no es un año para reconocimientos ni halagos a nada que huela a cultura ni a décadas recientes.

 

En mayo falleció en Berlín Enrique Bello Cruz, escritor y periodista al que debe Chile un decenio de la mejor y más perdurable revista de actualidad cultural publicada en nuestro país: «Pro-Arte». (…) ya llegó el momento de decir que fue la figura más alta y la más importante como periodista de arte, en lo que va corrido de la historia de la prensa nacional. La clara prueba de esta afirmación está en las páginas ejemplares y deslumbrantes de «Pro-Arte», de «Ultramar», de la «Revista de Arte» y del «Boletín» de esta Universidad, publicaciones todas que dirigió con maestría eximia y el sello inconfundible de su alta espiritualidad y vastísima cultura. ¿Qué fue «Pro-Arte»? La expresión de la calidad humana y cultural de Enrique Bello, vertida en un periodismo de la más alta jerarquía. Durante dos lustros constituyó un notable «mirador universal»; un prodigio de información constantemente renovado. Desde sus páginas nos llegaba en citas precisas el pulso del mundo. Y nuestra información en materia literaria, artística, teatral, cinematográfica vino a través de las miradas de muchos sagaces y sensibles observadores tan lúcidos como esclarecidos. Esta revista, ejemplo de una realidad sin vacación ni reposo en el arte de escrutar los hechos más significativos de la cultura, es ciertamente una suerte de milagro, a la vez que, de hazaña heroica, en el medio un capitalino y nacional, donde nunca antes ni después se produjo una publicación de tanta durabilidad y tan invariable nivel de calidad en el campo del periodismo de alta cultura.13

Todo parece indicar que las revistas culturales son como las religiones, que, a causa de sus propias iglesias, que las institucionalizan, terminan por perder su vitalidad y el espíritu libre. Las revistas deben ser religiones sin parroquia, como a Enrique Bello le habría gustado ser… Y si al inicio de estas líneas se dijo que en el principio era la revista, es hora de esgrimir, como santo Tomás, la idea del motor primero. Aunque tengo que confesar que prefiero la manera en que Borges lo expresa en su poema «Ajedrez»:

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?

Y si siempre hay alguien detrás, en el caso de revistas tan importantes como Pro-Arte, ese hombre fue Enrique Bello. Solo que, junto con esforzarse para que sus páginas contuvieran la mejor y más amplia selección del acontecer cultural de Chile y el mundo, él prefirió conservar para sí un perfil sutil alejado del primer plano. Mientras más desenfocado, más cerca de la libertad de espíritu que pareció ser su verdadera religiosidad.

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1 Babel (1921-1951) nace en Buenos Aires, creada y editada por Samuel Glusberg, conocido por su seudónimo Enrique Espinoza, quien había empezado con una editorial del mismo nombre. Por razones más bien personales (el amor), este intelectual de amplio prestigio se radica en Santiago y comienza a producir acá la revista a partir de 1939. En una primera etapa contaba con el apoyo de Editorial Nascimento, lo que explica su estabilidad hasta 1941, cuando deja de editarse hasta 1944, fecha en que vuelve a circular, esta vez con el respaldo de Editorial Universitaria y un equipo formado por Manuel Rojas, José Santos González Vera, Ernesto Montenegro, Mauricio Amster. Tuvo diversos eslóganes a lo largo de los años: Revista de revistas, Sólo lo mejor de cuanto se publica, Revista de Arte y Crítica, una visión más elevada del nuevo mundo. Espinoza explica su línea en el primer editorial: «De acuerdo con el lema que destacamos de la Portada, tendrá cabida en sus páginas sólo lo mejor de cuanto se publica; no todo, porque resulta imposible si se tiene en cuenta las propias limitaciones materiales, y no se olvida tampoco que gran parte del pensamiento contemporáneo está al servicio de la propaganda más odiosa contra las ideas por su propio origen o el de sus sostenedores. / Libres de prejuicios, como buenos americanos, haremos naturalmente lugar a la polémica esclarecedora, seguros de que para tener razón no es preciso de ningún modo cortar la cabeza al adversario. “Las ideas no se degüellan” ha escrito Sarmiento hace más de cien años…

2 Jaime Massardo, Babel. Revista de arte y crítica. Santiago: Lom, 2008.

3 Miguel Cofré Troncoso, Pro Arte [índice]. Santiago: Ediciones de la Biblioteca Nacional, 1970, IX-XII.
4 Jorge Edwards, «Descubrimiento personal de César Vallejo», El Mercurio, 19 , 2009 , 12.

5 Fernando Balmaceda, De zorros, amores y palomas. Santiago: El Mercurio Aguilar, 2002, 330.

6 Hernán Valdés, Fantasmas literarios. Una convocación. Santiago: Aguilar, 2005, 110.

7 Enrique Moletto, «Recordando a Enrique Lihn», El Mercurio, 31 de mayo de 1992, 21.

8 Jorge Teillier, «Saludo y despedida a Enrique Bello», Boletín de la Universidad de Chile 74, 1967, 84.

9 Valdés, 140.

10 Balmaceda, 343.

11 Valdés, 110.

12 Jorge Edwards, Los círculos morados. Memorias 1. Santiago: Lumen, 2012, 353.

13 «Enrique Bello», Meridiano 1, 1974, 96.