Crecí en una época en que los animales y la filosofía política no se tocaban, y si lo hacían, era única y estrictamente bajo las reglas judeocristianas de la compasión. Recién ahora comienzo a hacer el esfuerzo por reacomodar esos mundos, por reconciliarlos, por demarcar nuevamente sus territorios y procesar sus contradicciones.

Pasé mis primeros veinte veranos en la parcela de cuatro hectáreas de mi abuela paterna, en la ribera norte del río Itata. Cincuenta o sesenta familiares convivíamos sin agua corriente ni electricidad en un régimen colectivo que tenía algo de kibutz católico y mucho de cosmología donosiana. Los primos hombres (era una familia católica y sureña, es decir machista) recibíamos tempranamente entrenamiento paramilitar. Bastante antes de la pubertad aprendíamos a cargar, descargar, transportar y disparar escopetas (generalmente calibre 16 o 20). El sistema pre-Montessori ideado por mis tíos incluía un merecido cachamal cuando nos distraíamos y el cañón dejaba de apuntar al cielo.

También se nos enseñó a pasar mucho rato en cuclillas de madrugada tras una zarzamora esperando que se posara un pato, a abrir y limpiar una corvina con una cortaplumas, a desincrustar  una peña de piures y comérsela in situ, y a pelar una codorniz (cuyas plumas son mucho más duras de arrancar que las de una tórtola) rápido y sin alegar. Cacé conejos desde un auto en movimiento encandilándolos con un foco, un método completamente abusivo y ventajero, digno de la Escuela de las Américas. De esa formación conservo hasta hoy un agudo instinto para distinguir animales a gran distancia.

La mitología familiar estaba llena de historias difícilmente comprobables: cuando apareció un león –es decir un puma– en el gallinero, cuando entró el mar por el río y con él los lobos marinos a comerse los choclos de las vegas, cuando a algún tío le cayó un yepo de culebras en el pecho desde un parrón, cuando una ballena varó en la playa y fue carneada entre todos. En realidad esto último sí es comprobable: he visto fotos de mis tíos jovencísimos sosteniendo una aleta enorme con orgullo.

Las comidas, con una veintena de primos en la mesa del pellejo, incluían regulares reportes naturalistas de las expediciones del día: un coipo avistado en una zona rocosa del río, flamencos y cisnes de cuello negro entre las arenas de la desembocadura, un cardumen de lisas en algún pozón o un peuco castellano sobrevolando el cerro frente a la casa.

Afortunadamente, los animales «raros» gozaban de una amnistía total decretada por mi abuela, el único ser ecológicamente razonable de la familia. Llegar con un coipo, un chingue, un quique o un flamenco habría sido duramente castigado en ese mundo donde nunca se escuchó hablar de permisos de caza ni de especies protegidas por la ley. La lista de mi abuela era sin embargo arbitraria, como todas las listas: hasta hace poco, por ejemplo, en la zona pagaban una docena de huevos por peuco muerto. Una culebra era, por definición, candidata a ser eliminada inmisericordemente a varillazos.

Los chanchos y corderos, como es obvio, no estaban en la lista de mi abuela. Los animales con los que nos encariñábamos durante las vacaciones, disfrazándolos, montándolos, dándoles de comer dudosas preparaciones infantiles, aparecían sorpresivamente una mañana abiertos en canal y colgando de un sauce a la salida de la cocina. El juego consistía entonces en espantarles las moscas con una rama.

¿Alguna vez ha matado un chancho? Yo sí. Si piensa que el proceso de las grandes faenadoras industriales –a lo Freirina– es cruel porque hace de la muerte un gesto mecánico, ciego y repetitivo, le cuento que una matanza tradicional es aun más cruel: como conducir a un inocente al patíbulo. La muerte a escala humana no tiene nada de piadosa.

De madrugada, cuando todavía hace frío y una neblina de destripador londinense cubre el campo, el chancho es arrastrado hasta un lugar abierto donde lo espera una plataforma de madera manchada y un enorme fondo de agua hirviendo. Le amarran con alambre las patas y el hocico: los chanchos son bravos, dan la pelea y te pueden cortar fácilmente un dedo de una mordida. Luego el matarife le entierra un cuchillo en el pecho, unas tres pulgadas para adentro, hasta perforar el corazón. Se arrima una olla para recoger la sangre, que brota espesa. Pasan unos minutos, el chancho que no ha parado de chillar ahora deja de hacerlo, y esa sangre ya va camino de la cocina para aliñarse y transformarse en morcilla. Desangrado el animal, lo desamarran, lo tapan con sacos de yute y lo baldean con agua hirviendo.

Ahí es cuando entrábamos nosotros, los primos: con prestobarbas diligentemente sustraídas la noche anterior, con cucharas soperas afiladas por un costado, con lo que uno hubiera podido conseguir, venía la labor fundamental de afeitar meticulosamente al animal, paso previo a abrirlo, vaciarle los interiores y colgarlo.

Una vez vi un chancho despertarse con el chorro de agua hirviendo y salir arrancando. A pesar de la sangre perdida, no había muerto. Corrió unos veinte metros antes de caer infartado.

No cuento todo esto para desagradar ni presumir de testosterona. No me enorgullezco ni sería capaz de repetirlo, y haré lo posible para que mis hijos no pasen por algo que podría haberme evitado y no me hizo mejor persona. Pero tampoco me avergüenzo. No más de lo que me avergonzaría comprar unas chuletas empaquetadas en el supermercado. Como hablaré de sufrimiento animal y del recorrido que he hecho para formarme algunas convicciones respecto de mi relación con ellos, me pareció honesto partir contando que he matado animales con impunidad y sangre fría. Y que esa experiencia es indisociable de la familia que me inculcó la fascinación y –de alguna forma contradictoria– el mayor respeto por los animales.

Gauchos judíos
A fines del siglo XIX mis tatarabuelos maternos, judíos rusos y ucranianos, navegaron desde Europa a Buenos Aires para recabar en Moisés Ville, provincia de Santa Fe, uno de los pueblos fundados en las tierras compradas por el barón Maurice de Hirsch para promover la colonización judía en Argentina. Mis tatarabuelos fueron de esos primeros gauchos mezcla de rabí y Martín Fierro que arrearon vacas kosher por las pampas argentinas. Con el tiempo algunos de sus hijos cruzarían la cordillera a caballo para terminar trabajando en los campos de San Fernando y en el matadero en Santiago. Pero las vacas y el campo, claves en la historia de mis antepasados, fueron desapareciendo de las conversaciones familiares a medida que los nietos y bisnietos de esos gauchos judíos se convirtieron en comerciantes o profesionales. No recuerdo, de hecho, que ningún miembro de mi familia materna haya puesto un pie fuera de un límite urbano o que haya jamás mencionado haber contemplado un animal en estado salvaje. Mis historias infantiles sobre las vacaciones goy en el campo de mi otra familia eran oídas con benévola distancia y extrañeza, como quien escucha de un paseo por un planeta inexistente.

Jamás nadie tuvo una mascota; nunca un no humano fue autorizado a entrar en la casa de mis otros abuelos. Lo que sí entraba frecuentemente era la política. Vivía allí, en realidad: la política era la mascota familiar. Nunca en las comidas familiares escuché hablar de animales, pero en esa mesa larga se reunían a discutir radicales, democratacristianos, socialistas, comunistas, liberales, masones, religiosos y ateos. Allí los recuerdos no eran de leones atacando el gallinero sino de antiguas campañas parlamentarias, de la traición de González Videla, la revolución de la chaucha, los últimos días del Chicho y las intrigas del Paleta Alessandri. Se cruzaban informaciones, se peleaba mucho, se citaban autores para mí desconocidos y se coincidía sin matices en la enorme perversidad de la dictadura. En algún punto de la noche, cuando ya habían circulado varias botellas, una disputa irresoluble hacía invariablemente su ingreso, medio en serio medio en broma: la situación de los judíos en la Unión Soviética.

Hasta hoy me considero parte del arco filosófico dispar que, entre discusiones apasionadas, se desplegaba en aquella mesa sin pretensiones y  que asocio a lo más decente y esperanzador del pensamiento occidental. Aquel arco que desde Moro, Erasmo y Montaigne hasta Marx, Freud, Teilhard de Chardin y el pensamiento crítico de la posguerra construyó los principios de dignidad inalienable de toda persona, de universalidad de la justicia, de la verdad y el bien común como valores irrenunciables, de la preeminencia de la razón sobre el mito. Ese arco grande y dispar que representa el humanismo en sus múltiples variantes: cristiano y laico, liberal y marxista. Un arco lleno de contradicciones, vacíos y cegueras, insuficiente si se le pretende omnicomprensivo, y del que sin embargo surgió el legado clave del siglo XX: la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Hace exactamente cuatro décadas los animales ingresaron como sujetos al debate público de la mano de pequeños grupos de activistas impulsados por un joven y excéntrico filósofo moral australiano, Peter Singer. Pensar en los animales desde una perspectiva de derechos intrínsecos –lo que de manera más bien vaga se entiende hoy en día como «animalismo»– nos lleva al que es posiblemente uno de los debates más complejos e inasibles que puedan enfrentar las sociedades contemporáneas, uno en que se entremezclan argumentos de todo tipo: jurídicos, éticos, biológicos, filosóficos, económicos, religiosos y, cada vez más, subjetivos, emocionales y mediáticos.

¿Alguna vez ha matado un chancho? Yo sí. Si piensa que el proceso de las grandes faenadoras industriales –a lo Freirina– es cruel porque hace de la muerte un gesto mecánico, ciego y repetitivo, le cuento que una matanza tradicional es aun más cruel: como conducir a un inocente al patíbulo. La muerte a escala humana no tiene nada de piadosa.

Al mismo tiempo, para muchos en el campo de las ciencias sociales y del activismo social, sería uno de los debates más inútiles, elitistas y egoístas que la modernidad pueda llegar a ofrecer1. En el campo del trabajo humanitario en África del Este, en el que tangencialmente laboro, la frase «no tengo tiempo para preocuparme de los animales» la he escuchado una y otra vez con desprecio y cierto aire de superioridad. Cuentan que a Romeo Dallaire, el general canadiense que durante el genocidio ruandés decidió, junto a un pequeño grupo de soldados leales, desobedecer las instrucciones de retirada de la ONU y así salvar a cientos de víctimas, no había nada que lo irritara más, en medio de las operaciones para evitar la matanza, que recibir llamadas de periodistas europeos preocupados por la suerte de los gorilas de montaña.

Por lo mismo no deja de ser paradójico que la aparición del animalismo como doctrina que cuestiona la existencia de una frontera nítida entre seres humanos y animales surja a la sombra de los movimientos de derechos civiles de los años sesenta en adelante.2 Después de todo, si algo distinguió a dichos movimientos fue su humanismo, la idea de una común condición de especie, que nadie, de cualquier género, raza, condición económica, religión o identificación política, merecía ser tratado, precisamente, «como un animal».

Llamativo y paradójico, es cierto, pero no sorprendente si tenemos en cuenta que la pregunta por la naturaleza de lo humano, que es por extensión una cuestión sobre la naturaleza de lo animal, es un punto de tensión mayor que desde Descartes (bestia negra, y con razón, del animalismo) y Rousseau resurge cada tanto en el campo de las humanidades.

Esos debates pueden ser tediosos y formalistas, y reconozco no estar intelectualmente equipado para presentarlos acá de manera justa y sintética, así que me ahorraré el bochorno e intentaré ir al grano sin demasiados matices académicos. Por lo demás, la discusión sobre los derechos de los animales –lejos de ser una exclusiva elucubración teórica– trata de cuestiones muy concretas:¿qué comemos? ¿Qué vestimos? ¿Cómo nos entretenemos? ¿Qué tenemos derecho a hacer y qué no para sanarnos?

Consecuencialismo y especismo
El movimiento animalista tiene dos momentos fundantes. El primero es la promulgación en 1822, en Inglaterra, de la Martin’s Act, una ley humanitaria que buscaba impedir el tratamiento cruel e inusual de los animales domésticos. En otros términos, prohibía que el dueño enrabiado las emprendiera a palos contra sus vacas porque se le había helado la cosecha. Fue el punto de partida de las Humane Societies3 y de un incipiente movimiento opuesto a prácticas de diseminación comunes al surgimiento de la ciencia moderna como los espectáculos de vivisección, donde se estimulaban los terminales nerviosos de un perro hasta hacerlo aullar de dolor para demostrar al público cómo funciona el sistema nervioso central. Los fundamentos de esta ley inglesa eran esencialmente religiosos: Dios –el dios cristiano se entiende– había otorgado a los humanos el dominio sobre los animales, pero tenían la obligación de ser compasivos con ellos. La compasión, esa cualidad inherentemente humana de percibir y entender el sufrimiento del otro, sería a la larga uno de los pilares del movimiento que buscaría limitar el sufrimiento animal, con cierto éxito en la industria farmacéutica al menos.

El segundo momento se iniciaría un siglo y medio después, también en Inglaterra, y más precisamente en Oxford, de la mano del filósofo australiano de veintiséis años Peter Singer. Hace exactos cuarenta años, Singer publicaba Animal Liberation,4 una mezcla de ensayo filosófico, investigación de campo y manual de activismo que se transformaría en superventas y piedra angular  de un nuevo movimiento centrado ya no en la compasión cristiana hacia esos «seres inferiores», sino en el reconocimiento de los animales como sujetos de derecho.

El utilitarismo de Jeremy Bentham y John Stuart Mill rompió con una larga tradición de filosofía moral al plantear las cosas en términos muy concretos, para algunos demasiado: una escala en que lo bueno es lo que provoca el mayor placer a la mayor cantidad de personas, mientras que lo malo es lo que provoca el mayor dolor. La cualidad moral de los seres –humanos y no humanos– no era ya la posesión de conciencia o lenguaje, como en la filosofía continental, sino la capacidad de experimentar el placer y el dolor. Los animales, seres sintientes, pueden experimentar ambos estados y por lo tanto son inherentemente sujetos de consideración moral. Ese es el trampolín desde el que Singer se lanzaría a lo que hasta ese momento era un vacío filosófico: la extensión de la titularidad de derechos basada en un principio de idéntica consideración moral.

Aunque el concepto de especismo fue acuñado en 1970 por el psicólogo y activista Richard D. Ryder, es a partir de la publicación de Liberación animal que se popularizaría para referirse al antropocentrismo moral –discriminatorio y prejuicioso, dirá Singer– que ejercemos en favor del homo sapiens por sobre los animales no humanos. El razonamiento se basa en lo que se conoce como «argumento de casos marginales» o «argumento de la superposición de especies», y sostiene que si concedemos un estatus moral particular a los humanos incapaces cognitivos, como los niños, las personas seniles, los comatosos o los dementes, los animales no humanos deberían tener un estatus moral similar.

Al construir una ética basada en la premisa de que humanos y animales merecen tener sus intereses igualmente considerados, se abriría una caja de Pandora. Áreas clave del quehacer humano, hasta entonces ajenas al escrutinio moral, comenzarían a verse cuestionadas. Las ciencias básicas, la industria farmacéutica y cosmética (por la experimentación en animales con fines más o menos científicos), la industria alimentaria (las condiciones de crianza y sacrificio de los animales destinados a la alimentación), la industrias de la entretención (corridas de toros, rodeos, caza deportiva, tráfico de animales de colección, circos, delfinarios) y la industria de la moda y el lujo  (pieles, marfil, carey y todo aquello que nos suene a 101 dálmatas), cayeron bajo la lupa.

En pocas palabras, la obra de Singer, aunque asociada principalmente a la cuestión animal, de lo que trata verdaderamente es de la naturaleza y obligaciones de lo humano. Pero su apego al consecuencialismo (los fines de una acción suponen la base de cualquier apreciación moral que se haga sobre dicha acción) lo lleva por terrenos extraños y contradictorios. Singer ha sido una de las voces más duras y consistentes en la condena del hambre y la pobreza en el tercer mundo (término que me desagrada pero que prefiero al eufemismo aquel de «países en vías de desarrollo»), y de la responsabilidad moral de las sociedades ricas hacia el sufrimiento distante. Pero al mismo tiempo, y extremando el argumento de casos marginales, ha sostenido posturas que le han valido fuertes cuestionamientos de sus pares. Por ejemplo, equipara el especismo al fanatismo, el racismo y el nazismo, a la vez que defiende como moralmente aceptable la eugenesia, el infanticidio de niños con daño cerebral y el dar muerte (no dejar morir en el sentido de la eutanasia) a ancianos con demencia terminal. En ese espacio sobre los bordes de la vida que obliga a una de las discusiones filosóficas y éticas más complejas y cuidadosas de la actualidad, Singer entra a matacaballo, con argumentos formalistas que para un público no experto parecen simplemente repugnantes. El filósofo australiano ha decidido jugársela en una categoría de ideas que, parafraseando a Orwell, «son tan absurdas que solo un intelectual las podría tomar en serio».

Sin embargo, más allá de las críticas, la contribución de Singer al debate de la filosofía moral contemporánea ha sido importante y disruptiva. Como lo ha sido también su capacidad de interpelar a través de su literatura divulgativa no solo a una camarilla de académicos, sino a personas comunes y corrientes. Por cierto, en torno de su trabajo se ha desatado lo que a veces parece más un culto que una reflexión filosófica. Preparando este ensayo partí a la biblioteca central de mi ciudad, Ottawa, a conseguir algo de bibliografía. Leyendo Liberación animal noté algo perturbador: en el margen superior de cada página del libro alguien se había dado el trabajo de escribir con una caligrafía adolescente una serie de frases basadas en su comprensión –por cierto limitada– de las teorías del autor. Cosas como «¡Imagina que ese animal que cazas fuese tu  hijo!» o «¡Humanos y animales sufren por igual y merecen el mismo trato!».

No es extraño: en general, la bibliografía académica acerca de los derechos de los animales es mucho más escueta que la bibliografía militante. Por cada libro que revisa críticamente el debate hay veinte o treinta manuales que preparan al lector a entregar respuestas tajantes, formateadas y absolutas. El animalismo es, antes que nada, una cuestión de convicción política, una toma de posición. Por eso es que un concepto originalmente destinado a dar cuenta de una tensión filosófica con el tiempo se ha convertido en un insulto de iniciados: hoy en día, si alguien te trata de «especista», debes saber que te está mentando la madre.

Animalismo asilvestrado
Hasta hace no mucho, los animales eran prácticamente invisibles en el debate público chileno. No existían o, lo que para algunos es peor, existían simplemente en tanto que propiedad. Los animales eran vecinos próximos del reino de las cosas: se «tenían» o no, se les consideraba capital fijo si eran para trabajar o capital circulante si eran para engordar y vender. Perros, ballenas y guanacos no eran parte del paisaje político ni por asomo. Ni siquiera el huemul y el cóndor, que tenían su espacio republicano ganado en el escudo, asomaron el pico en los debates del último par de siglos. La política en Chile era estrictamente acerca de personas.

Cuentan que a Romeo Dallaire, el general canadiense que durante el genocidio ruandés decidió, junto a un pequeño grupo de soldados leales, desobedecer las instrucciones de retirada de la ONU y así salvar a cientos de víctimas, no había nada que lo irritara más que recibir llamadas de periodistas europeos preocupados por la suerte de los gorilas de montaña.

Según mis registros (posiblemente limitados), fue recién en octubre del 2004 que los animales chilenos ingresaron en la política como actores, ya no como apéndices, propiedad o anécdota. Los protagonistas serían cadáveres de aves, para ser más preciso. Los cadáveres de un montón de cisnes de cuello negro (Cygnus melancoryphus), muertos por la contaminación derivada de las operaciones de Celulosa Arauco en el humedal del río Cruces, en las afueras de Valdivia, redefinieron las relaciones de una comunidad indignada con una empresa y un gobierno perplejos. Por primera vez no estábamos viendo a los animales como proxys del bienestar humano, sino que directamente eran ellos los vulnerados.

Poco después, el 2006, un incipiente movimiento animalista denunciaba la matanza de treinta perros vagos aguachados hacía años en la Plaza de la Constitución, en Santiago. Era el día del cambio de mando, salía Lagos, entraba   Bachelet, y algún proactivo inquilino de palacio decidió que una razzia canina contribuiría a dar realce a la ceremonia. No fuera a ser que mientras la flamante Presidenta saludara a la guardia presidencial un quiltro desconocedor de los protocolos republicanos se cruzara dejándonos en vergüenza frente al mundo. Pero los perros exterminados no eran unos cualquiera; eran perros con contactos en las ocho cuadras del poder.

Recuerdo a mi padre, respetable funcionario público que habitó una oficina en Agustinas frente a La Moneda durante años, echar puteadas contra los «conchadesumadres pretenciosos y serviles» (así habla mi padre cuando es presa de la indignación moral) que habían matado a los perros en pro del espectáculo.

Unos días más tarde, cuando el gobierno no había terminado de procesar el inesperado gaffe de relaciones públicas, un grupo de cuarenta manifestantes irrumpiría en la Medialuna de Rancagua, durante el tradicional campeonato nacional de rodeo, para protestar por la crueldad ejercida sobre los novillos. Una segunda manifestación del mismo tipo, en 2012, terminaría con una manifestante laceada y arrastrada de la Medialuna entre los aplausos e insultos del público corralero.

A mediados de 2010 vendría la polémica por la instalación de la central Barrancones en Punta de Choros. El proyecto, aprobado por la autoridad ambiental, amenazaba reservas naturales únicas. Y los pingüinos de Humboldt pillaron a los analistas de la actualidad papando moscas al transformarse de pronto en «sujeto histórico» de la primera manifestación social masiva de la era Piñera. Luego los analistas tendieron a coincidir  en que fue esa manifestación, y el hecho de que el Presidente, haciendo gala de su estilo empresarial, tomara el teléfono e intentara desactivar el conflicto por encima de los conductos legales, lo que abrió el dique para todo lo que vendría más adelante.

Así es: antes que Camila y Giorgio estuvo el pingüino de Humboldt.

El 2014 ocurrió el incendio de Valparaíso y, de nuevo de manera sorpresiva para muchos, la atención se deslizó desde los cientos de familias a la intemperie a la suerte de los perros y gatos víctimas del incendio. Grupos de activistas llamaban entusiasmados a colaborar con alimentación y reclamaban por la ausencia de planes de evacuación para mascotas. Un escritor chileno con buen olfato para el comentario épatant se mofaría de la iniciativa en Twitter, y la respuesta se saldría de cauce: condenas a muerte y otras amenazas a su persona y su familia, en ese espacio a veces absurdo –pero de todos modos intimidante– que pueden llegar a ser las redes sociales. Empezaba a quedar claro que el animalismo no solo estaba presente en el debate público nacional, sino que más expandido de lo que se creía.

Cuando a principios de 2015 el Servicio Agrícola y Ganadero anunció una modificación de la ley de caza que permitía el control de especies invasoras y peligrosas para los ecosistemas locales, incluidas las jaurías de perros «asilvestrados» en sectores rurales, la reacción airada de las organizaciones animalistas no se hizo esperar. El decreto, acusaron, resolvía el problema a escopetazos, una medida impopular que a la larga iba a generar un nuevo «deporte nacional flaite»: salir a cazar perros. La solución, según la  vocera de una de esas organizaciones, era promover la tenencia responsable, la adopción y los programas de esterilización. (Nunca me quedó claro cómo se promueve la tenencia responsable de perros en jaurías, muchos de ellos nacidos ya fuera del contacto con humanos.) Pese a que grupos ambientalistas moderados y escuelas veterinarias presentaron evidencia en favor de la medida, el gobierno retiró el decreto, dejando intacto el problema.

Para un número creciente de personas, incluso entre aquellas férreamente comprometidas con la vida silvestre, lo sucedido fue un triunfo del mascotismo miope. A mí, más allá de parecerme de Perogrullo que una jauría de perros salvajes que representa un peligro para las personas y el ecosistema debe eliminarse, me llamó la atención otra cosa. El decreto, junto con prohibir la caza de cientos de especies, la autorizaba para animales no autóctonos introducidos recientemente y convertidos en plaga. Pero ni el castor, ni el jabalí, ni el tiernísimo coatí u osito de Juan Fernández fueron capaces de despertar la empatía de los animalistas nacionales, aun cuando me temo que un jabalí sea más domesticable que un perro salvaje. En definitiva, no hay nada más especista que un animalista chileno, signado por un amor arbitrario e irresponsable por los perros.

Ver animales
De niño, la felicidad para mí tenía un nombre claro y preciso: Zoológico de Santiago. Ir al Zoológico no era un juego –no era Fantasilandia o Mampato– sino un ritual que debía ser ejecutado con atención y sin mayores variaciones. Una ceremonia que requería ir adelantándome unos pasos a mis padres, marcando el camino, para luego devolverme e ir anunciando con solemnidad de experto: «Ahora viene el pudú», «Cambiaron la jaula del bisonte».

Aún ahora, treinta años después, puedo recordar con detalles el itinerario que comenzaba tras cruzar la boletería, en esa plaza central con la piscina de la foca, las jaulas de los tigres y los leones a la derecha, la elefanta Fresia y una serie de jaulas chicas con nutrias, coipos, mapaches y otros animales «menores» pero extraños, de esos que mi abuela hubiese prohibido cazar. Hacia la izquierda partía un primer corredor que llevaba al oso polar eternamente sofocado, pasando por una misteriosa sala donde un caimán yació inmóvil durante décadas. Luego subías por  entre pájaros de colores y monos araña, dabas la vuelta en un sector hediondísimo con zorros hasta llegar a las jirafas, los osos, el foso con los monos de poto colorado (años después supe que se llamaban babuinos), para terminar en una jaula común para cóndores, águilas y otras aves de rapiña. Luego te devolvías y terminabas por la izquierda, llegando a la parada del funicular entre camellos, llamas y cebras.

Con el tiempo, afortunadamente mejoraron en algo las condiciones de los animales: los leones tuvieron una jaula más grande, prohibieron alimentar al elefante con manzanas confitadas y ya no se pudo tirar guagüitas de sustancia a los monos. Supongo que por la culpa institucional de no haberlas oído –no tienen cuerdas vocales–, tras el horroroso incendio que mató a las jirafas se construyó un sector especial para ellas.

Al Zoológico de Santiago volví innumerables veces durante mi adolescencia y juventud, y hubo un tiempo en que incluso solía arrancarme de la universidad para pasar ahí la mañana, volado, dibujando animales. Hace años que no voy. Me dicen que está cambiado, que han mejorado la infraestructura, que los animales mayores ya no están encerrados en jaulas de tres por tres, que la competencia del Buin Zoo ha obligado a renovar las instalaciones. Luego empecé a viajar, y visitar zoológicos se transformó en parada obligatoria de cualquier ciudad que tuviera uno que valiera la pena. Buenos Aires, Ciudad de México, Nueva York, Berlín, París, Barcelona, Dresde, Bangkok, Singapur. Vi «en persona» animales que hasta entonces no conocía: rinocerontes, pandas, anacondas, suricatas, alces.

En uno de esos viajes me arranqué al venerable London Zoo, la más emblemática y antigua institución científica de este tipo (el de Viena es más antiguo, pero con fines puramente recreacionales). Fui con un objetivo claro: visitar la célebre sección de los gorilas. Había visto chimpancés y orangutanes, pero a la distancia, como espectador fascinado por la agilidad para colgarse de las cuerdas de sus jaulas o la atención que les dedicaban a sus cachorros.

La sección de los gorilas del zoológico de Londres, en esos años (hablo de 1997, antes de que una completa renovación cambiara la distribución del sector) consistía en dos espacios visibles al público: una parte exterior que era como un gran jardín con juegos y otra interior, una enorme habitación parecida a un gimnasio.

Fue ahí, por primera vez, que miré a un gran simio a los ojos, con la seguridad cobarde de la pared vidriada que hace que uno pueda sostenerle la vista, desafiarlo, sin temor a que te desnuque de un mangazo. Sentada sobre un fardo de paja, a menos de un metro, una gorila adulta jugaba de manera reiterativa con una rueda de goma. Me miró. No sé si los gorilas intentan efectivamente comunicar algo con los ojos, pero yo vi ahí un enorme desgano, la mirada impertérrita del que aprendió hace rato a no esperar nada del que está al otro lado del vidrio. La escena tenía algo de esas visitas carcelarias de las películas gringas en que las personas se quedan viendo a través del vidrio con el auricular en la mano. Finalmente, avergonzado, bajé la vista.

Esto fue antes de escuchar hablar del Proyecto Gran Simio, que desde hace dos décadas –y con el patrocinio de figuras como la primatóloga Jane Goodall, el biólogo Richard Dawkins y el propio Peter Singer– promueve el reconocimiento de derechos morales y legales a orangutanes, chimpancés, gorilas y bonobos (mis favoritos), y aboga por que la ONU adopte una Declaración de los Derechos de los Grandes Simios, al estilo de la de Derechos Humanos, que les garantice el derecho a la vida, la protección de la libertad individual y la prohibición de la tortura. El argumento descansa en la inteligencia de los grandes simios, su capacidad de socializar, razonar, emocionarse, sentir e incluso manejar rudimentos del lenguaje humano. En definitiva, según esta postura, aquellos elementos que constituyen «lo humano» y que no son en absoluto monopolio de nuestra especie. El movimiento ha logrado sus primeros éxitos en Inglaterra, Austria, Holanda y Suecia, donde se ha prohibido toda experimentación en grandes simios; Nueva Zelandia, donde la legislación ha avanzado hasta reconocer «derechos débiles» a estas especies, y Argentina, donde una jueza le concedió un hábeas corpus a la orangutana Sandra, como cuenta María Sonia Cristoff en las páginas que siguen.

Vivir con animales
En el Chile que recuerdo, fuera de los zoológicos la posibilidad de observar algún animal en estado salvaje era una cuestión preciada e inusual. Se vivía en el reino de la escasez. Cruzarse con un zorro o ver volar un cóndor podía transformarse en tema de conversación durante semanas. Pero cuando me mudé a Canadá, la mezquina animalia chilensis se volvió profusa, excesiva, amenazante incluso, en este nuevo territorio. Hace diez años vivo en una batalla constante por recordarle a la madre naturaleza que esta parte del planeta, de la reja de mi casa para acá, ya está conquistada.

Voy perdiendo.

Recién mudados a nuestra casa actual, vimos que algo volaba dentro de la habitación por la noche. Pensé que se trataba de un pájaro, pero cuando prendí la luz me di cuenta de que era un murciélago atrapado en el interior (la casa llevaba algunos meses vacía). El murciélago aparecía y desaparecía sin que se pudiera saber de dónde. Dormíamos completamente tapados, aterrados de que Barnabás –lo bautizamos– fuera a atacarnos durante el sueño. Cuando finalmente llamé a una compañía especializada en eliminar plagas, un negocio muy rentable en Canadá, me explicaron de manera muy amable y profesional que no podían hacer nada: era la época de reproducción y estaba estrictamente prohibido exterminarlos. Cuando pudieran acudir, dentro de cuatro meses, me costaría alrededor de 800 dólares atraparlo y depositarlo a una distancia prudente de mi domicilio. Lo bueno, me explicaron diligentemente, es que no son peligrosos y menos de un 5% acarrea la rabia. Un 5% es un montón, pensé. Por primera vez en años, añoré  mi viejo rifle a postones y la posibilidad de resolver el asunto a la antigua, con un certero disparo en el anonimato del hogar.

Al fondo del jardín, un jardín muy pequeño, bajo una caseta para las bicicletas, vive una marmota que llega por la tarde y se mete ahí rápidamente, sin prestarnos atención, cual vecino hosco y maleducado. Un zorrillo, cuyo hogar aún no tengo identificado, expele su meado lacrimógeno cada cierto tiempo, obligándonos a cerrar ventanas y prender velas aromáticas. Las ardillas –esos ratones de cola vanidosa– se pasean por nuestro entretecho, evadiendo con un gesto aburrido nuestras costosas trampas, rejillas y barreras.

En realidad, no es que vaya perdiendo: ya perdí.

Este es un país extraño –un paisaje más que un país, dice un amigo: lo mismo que dice Parra sobre Chile– en que los hombres viven de prestado, temiendo a los osos y los coyotes que  acechan a pocos kilómetros del área metropolitana. Todo es un atavismo de un territorio que se constituyó primero como un enorme mercado en que indios y colonos se reunían a comerciar pieles. En este país, salir a cazar osos está permitido y en los pueblos más pequeños no es raro ver durante los fines de semana de verano a un par de cazadores paseando por el centro con un ciervo muerto sobre el capó de una enorme camioneta 4 × 4. Las cuotas de cachorros de foca que se sacrifican cada año son enormes, y en particular las comunidades indígenas del norte tienen derechos consuetudinarios que los autorizan a cazar incluso animales en peligro de extinción como ballenas y osos polares. Pero eliminar un murciélago que vive dentro de la casa donde duermen mis hijos está protegido por leyes de última generación.

Safari
Termino de escribir este relato en África, el continente mágico de mi infancia al que accedía a través de Daktari y los documentales de Canal 13 los domingos por la mañana. Tras varios intentos frustrados por la brevedad de mis visitas, por fin tengo la oportunidad de tarjar algo importante en mi lista de cosas fundamentales que hacer antes de morir: visitar un parque de animales en la sabana. No se trata, como lo hubiese querido, de un gran safari de varios días por los míticos territorios del Krueger (Sudáfrica),el Maasai Mara (Kenia) o el Ngorongoro  (Tanzania), donde cuentan que las migraciones de ñus parecen montañas en movimiento. Por ahora debo conformarme con una visita de una mañana al Nairobi National Park, una reserva keniata relativamente pequeña (117 km2), que parte al borde mismo de la capital y se proyecta por unos 100 kilómetros en dirección de la nada. La imagen es surrealista: cebras y jirafas corriendo por los pastizales, leones al acecho, mientras al fondo se dibuja la silueta de los rascacielos de la populosa Nairobi. Más allá, un rinoceronte pasta a doscientos metros de la reja que divide el parque de un nuevo suburbio en construcción.

Aun en su versión exprés, la experiencia de la sabana es única. Está lejos de la exuberancia de la selva amazónica, un territorio húmedo y agobiante, poblado por miles de criaturas frenéticas que ocupan múltiples capas del territorio y se devoran unas a otras sin piedad. No, la sabana africana es parsimoniosa, sabedora de que la sequía es el enemigo común y de que no conviene gastar demasiadas energías en nada. Los animales viven en una tensa calma disfrazada de pereza: un león puede vigilar durante horas un grupo de cebras que se saben vigiladas y no dejarán por eso de pastar ahí mismo, con gestos nerviosos. En la sabana el tamaño importa, y como son grandes, los animales están a la vista sin mayores misterios. Las jirafas se dibujan como grúas contra las lomas, las manadas de búfalos se adivinan a leguas de distancia, un rinoceronte parece un enorme bloque de cemento depositado en medio de un pastizal. Ese es justamente su problema y lo que lo pone tan fácil para cazadores furtivos y traficantes de animales.

La prensa ha mostrado estos días al último rinoceronte blanco del norte, Sudán, que cuenta  ahora con una guardia militar permanente para evitar que sea asesinado al interior de una reserva keniata. Un exgeneral ugandés me explica que en el mercado negro un cuerno de rinoceronte puede venderse por 50.000 euros. Eso, para los grupos paramilitares que controlan parte de la región, representa unos mil fusiles AK-47 en el mercado negro somalí. Por cierto, el estupendo documental Virunga de Orlando von Einsiedel nos recuerda cómo la reserva de gorilas de montaña de la República Democrática del Congo estuvo en el centro del alzamiento del grupo rebelde M-27, en connivencia con una petrolera inglesa interesada en los yacimientos ubicados bajo la zona protegida.

En Occidente, dicen los escépticos, la atención creciente y desmedida por el bienestar animal es una función del incremento de la capacidad de consumo y la mejoría de los estándares de vida de las personas. La política sobre los animales parte ahí donde la política acerca de los humanos comienza a perder urgencia. En el este africano, región que comprende al menos cinco conflictos armados de proporciones en la actualidad, y algunas de las más espectaculares reservas naturales del planeta, los animales y la política no están unidos en los bordes, sino en el centro. La seguridad humana depende en parte de la protección de los animales. El tráfico y la caza ilegal no constituyen actos de pura supervivencia ante la precariedad, sino que cada vez más son parte integral de los circuitos de financiamiento del crimen organizado, el terrorismo radical o el paramilitarismo.

Pero, más allá de eso, como nos recuerda el filósofo y sociólogo francés Bruno Latour, lo que África parece cuestionar es la idea de «parque natural» como ese espacio prístino, intocado,  marginado de la acción humana. Los parques africanos abarcan pueblos completos, idiomas, historias y culturas: el Área de Conservación Kavango-Zambeze (Botsuana, Namibia, Zambia, Angola y Zimbabue), por ejemplo, tiene una superficie mayor que la de Alemania. La idea romántica de naturaleza y humanidad como universos distintos y claramente delimitados es una fantasía que en esta región tiene poco valor.

Final
No empecé este texto igual que como lo termino. Como persona, quiero decir. Admito que adentrarme en los debates sobre animalistas y animales ha ido haciéndome cambiar de parecer, confirmar algunas intuiciones y desechar otras que jamás se me había ocurrido cuestionar.

La caza deportiva me parece una práctica desagradable, absolutamente prescindible, pero no necesariamente inmoral en la medida en que se rija por leyes estrictas de protección del medio ambiente.

El sufrimiento gratuito de otras especies, algo que se debe evitar, y la experimentación en animales una práctica que debe estar sometida a una vigilancia ética, condiciones de necesidad estrictas y únicamente cuando la ciencia no sea capaz de ofrecer alternativas. No hay razones para experimentar con cosméticos poniendo gotas irritantes en los ojos de un conejo albino.

No tengo dudas respecto de que los grandes simios requieren una protección especial que incluya la prohibición de maltratarlos, extraerlos de su ecosistema, exhibirlos, e incluso –he empezado a creer– experimentar con ellos aunque sea por buenas causas.

No veo en todo eso, sin embargo, algo que me lleve forzosamente a pensar que proteger se traduzca en abdicar de la especificidad de la especie humana, en sentirse culpable por ello, ni en reconocer derechos modelados según aquellos que operan para los humanos.

Ser acusado de especista es algo que no me hace mella. ¿Tengo una predilección por la especie humana por sobre cualquier otra, incluidos los pandas, las ballenas azules y la gorila del London Zoo? Absolutamente. Si para salvar a mis semejantes fuera de verdad necesario cargarse otras especies sintientes, no tendría objeciones. Creo que los pandas, si fueran capaces de razonar en los términos que me ha sido dado hacerlo, harían lo mismo con nosotros.

La discusión de la etiología y filosofía moral sobre la especificidad de lo humano sigue pareciéndome confusa e inescrutable. En mi enorme egoísmo y miopía de homo sapiens especista, sigo pensando que esa naturaleza no está definida por nuestras capacidades intelectuales o psíquicas «subjetivas», sino por el simple hecho de compartir un pool genético:5 humano es el hijo de otro humano.

¿Exime eso de obligaciones morales respecto del resto de los seres vivos? En absoluto. Hay una obligación moral con el ecosistema y el resto de las especies, sobre todo las que peligran, pero esta no descansa en cualidades morales intrínsecas del ecosistema, sino en las nuestras. El humanismo del que creo formar parte debe saber integrar esos parámetros para construir sociedades más justas.

Pienso que, en su versión sofisticada y dialogante, el animalismo ha hecho aportes importantes para una visión actualizada de nuestra relación con otras especies y para el combate a los abusos de unas industrias alimentaria, farmacéutica y de la entretención que se consideraban al margen de cualquier exigencia moral. El mismo animalismo, sin embargo, en su versión radical, a contrapelo del mejor sentido común, o en su versión pueril y «mascotista», a contrapelo de la evidencia científica, ha terminado por minar la legitimidad de ese esfuerzo.


 

1 Cuando comenté a algunos colegas sociólogos que estaba escribiendo este ensayo, me miraron con compasión y cara de «te perdimos».

2 Incluyendo la versión animalista de la «vía armada», el Animal Liberation Front y la Animal Rights Militia, que en los setentas y ochentas reivindicarían la acción directa y clandestina, irrumpiendo en laboratorios para destruir millones en equipos e investigación acumulada y liberando ratas, cobayas, conejos y uno que otro gato.

3 El inglés posee una palabra interesante que no existe en castellano: humane. No es humano (human), ni humanitario (humanitarian), sino humane, la cualidad de ser compasivo, preocupado y atento con las personas o los animales.

4 La primera traducción al español, Liberación animal, apareció en 1999 (Madrid, Trotta).

5 Curiosamente, la ausencia de un genetista invitado al debate es una de las principales críticas al Proyecto Gran Simio.