El veneno y su antídoto
Presentación de Alia Trabucco Zerán

Leer es un gesto no exento de riesgos. A veces los lectores, por fuerzas peligrosas –reseñas, recomendaciones, fajas y premios—, escogemos, sin querer, el libro equivocado. Otras veces el libro no es el problema, sino el propio lector o lectora, nuestros referentes, nuestras resistencias e incluso nuestros prejuicios. Hay una tercera posibilidad: que lector y libro formen una gran dupla pero que el contexto se inmiscuya. O puede que el autor sea un problema, pues por más que se declare su muerte reiterada está más vivo que nunca. Existe, por suerte, una última alternativa: encontrarse con un libro excepcional, en el momento preciso, y que ese libro abra una inesperada ruta al interior, vinculándose con nuestra propia cartografía literaria, y al exterior, arrojando una nueva luz sobre la realidad. Esto es lo que describe mi lectura de Calle Este Oeste, de Philippe Sands. Un tejido de memoria, ensayo, historia intelectual, crónica, biografía, arqueología lingüística y hasta novela policial, que leí con fascinación y urgencia, subrayando párrafos completos, pero que luego, al llegar al final, provocó en mí un gran desconcierto. Cuando cerré el libro y quise guardarlo en alguna de mis repisas, no supe qué lugar le correspondía dentro de mi biblioteca personal, dónde ubicarlo y quiénes serían buenos compañeros de casa.

Philippe Sands nació en Inglaterra pero es también francés, así que su libro bien podía vivir en territorio europeo. La nacionalidad del autor, sin embargo, me pareció un criterio casi ofensivo dado el tenor del libro, así que de inmediato probé una nueva estrategia: abrí un espacio en la zona reservada a la teoría, pero tras intentarlo un par de veces, tampoco quedé conforme con ese lugar. El libro regresó entonces a mi velador y tras un tiempo (porque el tiempo es un excelente aliado de los grandes libros) encontré una pista sobre el lugar de Calle Este-Oeste no solo en mi biblioteca sino en la historia reciente, en la literatura, e incluso en la política contemporánea.  Calle Este-Oeste es un libro inusual, que hace del archivo su fuente primaria y de la memoria,  de la pregunta por el legado, su compás moral e intelectual. El escenario es una pequeña y melancólica ciudad, Lviv (llamada Lemberg, Lwów o Lvov, según el país que la hubiera invadido) y donde coinciden cuatro personajes que jugarán un rol determinante en la vida de Sands, en la historia del siglo veinte y, curiosamente, en la de nuestro país. Uno de los protagonistas es Leon Buchholz, el abuelo de Philippe, un hombre misterioso y entrañable, cuyos silencios motivan a nuestro autor-detective a indagar en una compleja trama de secretos y de dolores propios y heredados. Los otros dos son Rafael Lemkin y Hersh Lauterpacht, juristas y profesores universitarios como el propio Sands, quien hoy ejerce como académico en University College London y que ha participado, además, en algunos de los juicios internacionales más importantes de las últimas décadas. Pero mejor no me desvío en la vida de Philippe, aunque de paso les cuento que es también creador del documental My Nazy Legacy y de la performance A Song of Good and Evil, y vuelvo, ahora, a concentrarme en la trama del libro. Lauterpacht y Lemkin pueden ser leídos como eslabones fundamentales en la formación de Sands, alter egos que habitaron la misma ciudad que primero albergó y luego expulsó a su abuelo, y que encontraron en el derecho, al igual que Philippe, una herramienta para enfrentar la barbarie. Por último, además del abuelo y los dos juristas, aparece en escena otro personaje: Hans Frank, patrono de las artes, gobernador general de la Polonia ocupada, y mano derecha de Hitler, y con él, su hijo, Niklas, heredero de un apellido y de una historia despreciable y vergonzosa, y que permite a Sands formular difíciles preguntas sobre el peso de la herencia y la genealogía. ¿De qué modos se entrecruzan las vidas de estos personajes? De maneras que solo la realidad y no la ficción parece admitir. A partir de pistas que Sands desentraña con ojo detectivesco, asistimos a una narración conmovedora de sus vidas cotidianas, una historia de persecución y violencia, de resistencia y lucidez. Pero esta descripción, y aquí les debo pedir disculpas, no le hace justicia al libro que hoy nos convoca. Es cierto que Calle Este-Oeste narra magistralmente biografías singulares y anécdotas inolvidables, pero su brillantez, su hazaña, es que su impulso narrativo converge con una inquietud intelectual igualmente apasionante: la pregunta por el rol del derecho y de la justicia de cara al horror. Philippe Sands, en este libro singularísimo en su doble impulso literario y teórico, nos invita a rastrear el origen de dos conceptos clave, dos ideas que recuerdo haber estudiado juiciosamente cuando era estudiante de Derecho, que nos marcaron a todos quienes seguimos en vivo y en directo la extradición de Pinochet, que permitieron, de hecho, su detención en el extranjero, y que, finalmente, me ofrecieron una respuesta a la pregunta que tanto me desconcertaba: dónde debía vivir este libro.

En el medio del auge del nazismo, intentando proteger los acotados espacios donde el pensamiento crítico y la libertad eran todavía posibles, Lauterpacht y Lemkin, sin conocerse, sin saber que los movería el mismo impulso, se quedaron sin palabras ante el descalabro que se desataba frente a sus ojos. Decir asesinato o matanza, homicidio o persecución, dolo o culpa, parecía un absoluto sinsentido. Esas palabras, de pronto, ya no eran capaces de nombrar la realidad. El lenguaje había alcanzado su límite y, con él, había llegado también a su límite la herramienta que Lauterpacht y Lemkin conocían a la perfección: el derecho. Sin embargo, y aquí surgen la perseverancia y la rebeldía, Lauterpacht y Lemkin no se dieron por vencidos. Volvieron una y otra vez a sus apuntes, a sus libros e incluso a su imaginación, para buscar allí algo que los protegiera frente al abuso y la violencia; una herramienta tardía, acaso definida por su destiempo, que no serviría para salvar a sus propias familias, pero que les permitiría arrojar una bengala hacia el futuro, hacia nosotros, con la esperanza de que si volvía a caer otra noche así de larga, así de honda, su luz nos iluminara e impidiera la repetición de un horror semejante o, al menos, lo castigara severamente. Esa bengala no fue más que una idea o, en realidad, dos. Para Lauterpacht se llamó crímenes contra la humanidad, un concepto que pretendía proteger al individuo frente a abusos de gran escala, y para Lemkin se llamó genocidio, un delito centrado en la protección de los grupos frente a persecuciones selectivas. Dos conceptos que hoy parecen inmemoriales pero que hasta entonces no existían (o no como tales) y que estos abogados consiguieron introducir en los grandes salones del tribunal de Nuremberg, permitiendo, entre otras condenas, la del propio Hans Frank, el hombre que, sin que ellos lo supieran, había sido uno de los responsables del exterminio de sus propias familias. Un gesto doloroso y valiente, un acto de osadía intelectual en medio del descalabro, una suerte de fuga hacia un futuro incierto que de algún modo les salvó la vida, tal como el imperativo testimonial tal vez le haya salvado la vida a Primo Levi o como la obsesión por el lenguaje, por dejar un registro discursivo del totalitarismo alemán, le dio una razón para sobrevivir al filólogo Victor Klemperer.

Y es que mientras Lauterpacht y Lemkin se quedaban sin palabras, sin delitos apropiados, sin legislación ni precedentes que les permitieran resistir a la violencia desatada en Europa, Victor Klemperer, a su vez, se obsesionó con las palabras. Expulsado de su trabajo y proscrito de impartir clases en la universidad, sufriendo en carne propia los campos de trabajo forzado, Klemperer se abocó secretamente a construir una poderosa máquina de desmontaje que le permitió examinar, sílaba a sílaba, el entramado lingüístico nazi.

Klemperer, en La lengua del Tercer Reich y en sus monumentales diarios, se dedicó a lo que sabía hacer mejor: coleccionar palabras. En medio del hostigamiento cotidiano y de la sistemática destrucción de una vida vivible, el filólogo se dedicó a estudiar el lenguaje del nazismo. Se enfocó en las abreviaciones y siglas, en la adopción indiscriminada de ciertos prefijos y, sobre todo, en cómo desde el aparato propagandístico se le daba un nuevo uso a viejas palabras. Términos comunes y corrientes que al no cargar de manera explícita con insinuaciones violentas, actuaron, en sus palabras y aquí cito: “como dosis ínfimas de arsénico”. Un veneno que la sociedad alemana habría tragado sin darse cuenta pero que al cabo de un tiempo produjo “el efecto tóxico”. Entre estas palabras, algunas fueron empleadas para escritura que, en su hibridez, parece inaugurar un nuevo género) y arrojó, además, una luz muy clara sobre un presente donde se ha instalado un discurso que debería encender nuestras alarmas. Se trata de una obra que retoma el impulso lingüístico de Victor Klemperer (y me atrevo a agregar aquí a la brillante escritora Herta Müller, cuya obra también encarna estrategias de resistencia poética y literaria frente a los embates del totalitarismo) y donde Philippe Sands ya no solo rastrea el veneno y sus consecuencias sino que, y aquí está la contribución, se pregunta por su antídoto con espíritu crítico, lucidez y algo que hoy en día hace muchísima falta: una necesaria y tal vez vital dosis de optimismo.

Calle Este-Oeste puede ser leído como una arqueología lingüística de esos dos conceptos que cambiaron la cara de la justicia internacional. Puede ser leído, también, como un libro que reúne ejemplos de cómo pequeñas acciones e ideas pueden derivar en hechos terribles y cómo otras, igualmente pequeñas, pueden ponerles fin (o al menos intentarlo). Es, asimismo, un libro que a partir del rescate de biografías olvidadas, formula preguntas centrales para el presente: ¿qué es la identidad? ¿quiénes somos individual y colectivamente? ¿qué es la memoria? ¿es posible heredarla? ¿y es posible escapar de ella? Y es, por último, un homenaje a aquellos que encontraron en el lenguaje su tabla de salvación y también a tantos otros, tantos miles, que no pudieron salir de un pavoroso silencio. Calle Este-Oeste, como La Lengua del Tercer Reich, rastrea ciertas palabras y las detona en el presente con la esperanza de que esa recuperación y relectura sea una bengala en este contexto donde el lenguaje, una vez más, parece cargarse de veneno.

Y cierro con esa palabra tan peligrosa: veneno, y una última reflexión. Hace algún tiempo leí que en algunos bosques, cerca de las plantas y los hongos venenosos, se puede encontrar, oculto, el antídoto preciso. Ignoro si esto será verdad y me temo que no lo sea. Lo que sí creo es que hay algo en esa posibilidad, en ese extraño punto de contacto entre muerte y sobrevivencia, que, al menos como metáfora, puede servirnos. Y el mensaje es el siguiente: debemos aprender dónde buscar, dónde mirar, dónde leer. Ahí está Calle Este-Oeste, cerca de tantos libros que nos advierten sobre los peligros del autoritarismo y del lenguaje que lo nutre y fortalece. En mi pequeña biblioteca se encuentra cerca de La Lengua del Tercer Reich, próximo a Primo Levi, junto a Hannah Arendt y a Herta Müller, y ciertamente cerca, muy cerca, de nuestra historia reciente, me refiero a la dictadura chilena y a su bibliografía de horrores, ignominias y también de resistencias. Calle Este-Oeste nos recuerda que el autoritarismo ha existido más de una vez y en más de un territorio, nos advierte que las palabras más comunes pueden volverse tóxicas, que incluso hoy pueden reaparecer, pero que hay una historia no tan lejana a la que acudir cuando necesitemos escudos, antídotos o al menos una luz, una bengala, en tiempos de oscuridad. Olvidar esa historia, nuestra historia, no es ni puede ser una alternativa. Y ahí está este libro importante y necesario, para recordarnos dónde buscar en tiempos confusos como estos.

Muchas gracias.

 

Más allá de la calle Este-Oeste

Philippe Sands

Siento una especial conexión con Chile. Me hace feliz estar aquí y tener la oportunidad de dirigirme a ustedes. Hace un tiempo atrás vine a entender que mis propias actividades- enseñar, escribir, litigar- están fundadas en mi origen. No era una pizarra en blanco, como tampoco ninguno de ustedes lo es. En su gran autobiografía Interesting Times, el historiador Eric Hobsbawm reconoció la compleja relación entre lo que somos y lo que hacemos observando la “forma profunda en que se entreteje la vida y la época de una persona; la observación de ambos contribuye a moldear el análisis histórico” (p. xiii). No soy un historiador sino un abogado, me ocupo de materias internacionales, mi interés profesional y académico se guían por el deseo de entender cómo opera la ley: cómo las reglas se convierten en lo que son; cómo son interpretadas y aplicadas y cómo afectan el comportamiento. Mi curiosidad sobre la vida y la época de las personas tiene que ver con la forma en que estas moldean el mundo. Las experiencias del último cuarto de siglo, especialmente en mi trabajo –principalmente el que desarrollo en la corte- me han permitido llegar a una conclusión bastante clara: las vidas individuales, las memorias e historias personales importan y hacen la diferencia.

Me tomó casi siete años escribir  East West Street. No es sobre la vida de una persona sino de cuatro. Supongo que busca entender cómo las circunstancias particulares de cada hombre influyen en los caminos que escogió y cómo los diferentes caminos recorridos, cambiaron el sistema de leyes internacionales que es mi trabajo diario.

Como muchos de ustedes sabrán, el libro también toca un tema más personal: el cómo estas cuatro vidas entretejidas influencian mi camino. Para ello se formulan grandes interrogantes que abordan temáticas sobre la identidad: ¿quién soy yo? ¿cómo me gustaría ser definido en tanto individuo o como miembro de una o más colectividades?, ¿Cómo debiera la ley protegerme, como individuo o como miembro de una o más colectividades?  Hoy en día esas preguntas son pertinentes así como cuando fueron los conceptos legales de los términos “crímenes de lesa humanidad” y “genocidio” al momento de ser acuñados allá en 1945.

East West Street apareció de la nada. En la primavera de 2010 estaba inmerso en mi mundo, salas de clases en UCL (University College London), artículos académicos, casos en La Haya. Una invitación llegó desde Ucrania, un mail de la facultad de leyes de la Univerisdad de una ciudad llamada Lemberg durante el imperio austrohúngaro hasta 1918, luego Lwów durante los años polacos hasta 1939 y después de 1945, Lviv: «¿Le gustaría visitar la ciudad y ofrecer una conferencia pública de su trabajo sobre “crímenes de lesa humanidad” y “genocidio”, sobre sus casos y su trabajo académico y el juicio de Nuremberg y las consecuencias que tuvo para nuestro mundo moderno?».  Sí, me gustaría, respondí. Por largo tiempo he estado fascinado con los mitos de Nuremberg, las palabras, imágenes, sonidos. Fui capturado por pequeños aspectos,  detalles en las transcripciones, la nefasta evidencia, los libros, memorias y diarios, el testimonio, los juicios, los romances que ocurrieron detrás de escena. Amaba la película El juicio de Nuremberg, ganadora del Oscar en 1961, memorable por el pasajero e inesperado coqueteo de Spencer Tracy con Marlene Dietrich y por la simpleza de la frase final del juicio: “Nos levantamos por la verdad, justicia y el valor de cada vida humana”. El juicio de Nuremberg hizo volar un viento poderoso sobre las velas de los movimientos germinales de los derechos civiles. No se puede negar que había un fuerte olor a «justicia de los victoriosos», aún así el caso fue un catalizador. Por primera vez en la historia los líderes de un gobierno podrían ser llevados frente a una corte internacional. Eso abrió la puerta a hechos acontecidos en Londres hace veinte años que tuvieron gran trascendencia en Chile.

Mi trabajo como abogado, más que mis escritos, causó la invitación para ir a Lviv. En el verano de 1998 estaba tangencialmente involucrado en las negociaciones en Roma que propiciaron la creación de la Corte Internacional Criminal (ICC) que tiene jurisdicción sobre el «genocidio» y los «crímenes de lesa humanidad». La diferencia esencial entre estos dos conceptos está en quién es protegido y por qué. ¿Si tres mil personas fueran sistemáticamente asesinadas sería indiscutiblemente un crimen de lesa humanidad,  sin embargo sería acaso un genocidio? Eso depende de la intención de los asesinos y en la capacidad de probar esa intención. Para establecer genocidio debes probar que el móvil del asesinato es motivado por un intención especial de destruir una colectividad, ya sea una parte o su totalidad. Los dos crímenes operan de igual modo y se  sobreponen: cada genocidio es también un crimen de lesa humanidad, pero no todos los crímenes de lesa humanidad son genocidios.

Un poco después que ambos crímenes fueran inscritos en el Estatuto de la ICC, el Senador Pinochet fue arrestado en Londres bajo los cargos de genocidio y crímenes de lesa humanidad interpuestos en su contra por un abogado español. La cámara de los Lores dictaminó que no tenía derecho a inmunidad frente a las cortes inglesas aunque fuera ex presidente de Chile. Esto fue novedoso, un juicio revolucionario.

En los siguientes años, las puertas de la justicia internacional crujieron al abrirse. Siguieron décadas de relativa inactividad durante la guerra fría, pero pronto casos de la ex Yugoslavia y Ruanda aterrizaron en mi escritorio. Les siguieron otros relacionados con acusaciones en el Congo, Libia, Afganistán, Chechenia, Irán, Siria y el Líbano, Sierra Leona, Guantánamo e Irak. Estaban basados en las nuevas reglas que regían después de 1945, un momento revolucionario que reconocía que la soberanía sobre los derechos de las personas ya no era ilimitada. Terminé involucrado en demasiados casos de matanzas masivas. Algunos bajo la figura de crímenes de lesa humanidad, muertes individuales en gran escala; otros alegaron genocidio, la destrucción de colectividades.

Estos dos crímenes distintos, con sus distintos énfasis en lo individual y lo colectivo, crecen lado a lado, aunque con el tiempo «genocidio» parezca haberse establecido como el crimen de crímenes, una jerarquía que permite dejar a la interpretación si las matanzas de altos números de individuos son de alguna forma, menos terribles. Ocasionalmente recopilo pistas sobre los orígenes y propósitos de los dos términos, así como la conexión con los argumentos creados en la sala 600 de la corte de Nuremberg.

Nunca pregunté exactamente qué había pasado en Nuremberg. Conocía algunas historias personales del otro lado del juicio. La invitación a Lviv me dio la oportunidad de explorar la historia.

Podría decir que hice el viaje para ofrecer una conferencia, pero no sería verdad. Fui porque mi bisabuelo, León Buchholz, nació en la ciudad en 1904. La llamaba Lemberg cuando hablaba alemán, Lwow en polaco. En su maravilloso y delgado título Moy Lwow, escrito en 1946, el gran poeta polaco Josef Wittlin describe la «esencia de ser un Lovenio» como «una extraordinaria mezcla de nobleza, pillería, sabiduría, imbecilidad, poesía y vulgaridad/ incluso a los sabores le gusta falsificar la nostalgia, diciéndonos que no probaremos nada tan dulce como Lwow hoy en día». Wittlin escribe, «pero sé de genta para quienes Lwow fue un trago de hiel»

Fue un trago de hiel para mi abuelo León, enterrado en los trasmuros de una tierra de la que nunca habló. Su silencio apenas cubría las heridas de la familia a la que dejó en 1914 cuando se mudó a Viena. Después de 1939, perdería esa familia para siempre. Desde el primer momento en que puse un pie en la ciudad, en el otoño de 2010, la sentí familiar, como cuando se conoce a un pariente lejano perdido.

El por qué de esa reacción me llevó a explorar escritos sobre las relaciones entre abuelos y nietos. Fui directo a la obra de Maria Torok y Nicolás Abraham, dos psicoanalistas húngaros.

«Lo que se persigue son…los susurros que dejan los secretos de los demás entre nosotros» afirmaron y justamente son las palabras con las que comienza Calle Este Oeste. El secreto de León era que él venía de una gran familia, una asentada en Lemberg y sus alrededores. Literalmente docenas de tíos, tías, primos, sobrinos y parientes lejanos. La familia creció hasta que llegó la guerra. Para la primavera de 1945 él era el único miembro sobreviviente de la familia en Galicia. En 1939, huyó de Viena a París. Preparando la conferencia para Lviv encontré la orden de expulsión. Traducida al inglés decía:  “El judío Maurice León está obligado a abandonar el territorio del Reich Alemán el 25 de diciembre, 1938”. Fue expulsado porque se convirtió en un apátrida.

Siempre asumí que Léon había dejado Viena con Rita, su esposa, mi abuela y con Ruth, su hija de 1 año, mi madre. Ahora supe que no fue el caso, que se fue solo, que su hija viajó unos meses después a París y que su esposa permaneció tres años más en Viena. Algo más debe haber intervenido en sus vidas para causar la separación.

¿Porque Léon se fue solo de Viena? ¿Cómo hizo Ruth, mi madre, para llegar a París, una infante que aún no cumplía un año? ¿Por qué Rita se quedó en Viena, permitiéndose estar separada de su única hija? Eran grandes preguntas. Persiguiendo pistas encontré más documentos en los papeles de León. Como abogado litigante- y en menor escala, historiador y psiquiatra amateur, aprendes que cada pedazo de papel o cada fotografía son capaces de esconder información que puede no ser inmediatamente reconocible. Este es el tipo de pista-evidencia que amo. Miren atentamente, mantengan la mente abierta, atentos a lo inesperado, encuentren los puntos, traten de unirlos, persistan. Nada es nunca sólo lo que parece. Dos cosas aparecieron.

La primera es un pequeño trozo de un delgado papel amarillo. Estaba doblado a la mitad. Un lado estaba en blanco el otro tenía un nombre y una dirección escritas a mano muy marcadas en lápiz a mina. La escritura era angular y firme. «Señorita E. M. Tilney, Norwich, Inglaterra».

La segunda cosa era una pequeña foto en blanco y negro tomada en 1949. Mostraba a un hombre de mediana edad mirando directamente a la cámara. Una leve sonrisa sobre los labios, usaba un traje a rayas, un pañuelo blanco en el bolsillo del pecho, una camisa blanca y una corbata de humita de puntos blancos y negros, que enfatizaba su sentido de picardía. La fotografía tenía una inscripción en tinta azul que escribía: «Herzlichste Grüsse aus Wien, September 1949». Cariños desde Viena y luego hay una firma pero es indescifrable.

Le pregunté a mi madre quién era la señorita Tilney y el hombre con la corbata de humita. Me dijo, no sé. No le creí. Colgué los pedazos en la pared arriba de mi escritorio y me concentré en la conferencia que tenía que escribir.

Los he llevado por un desvío personal, déjenme traerlos de vuelta a la conferencia y las varias coincidencias que encontré. Me sorprendió saber que ese verano, el hombre que incluyó la figura de crímenes de lesa humanidad a las leyes internacionales, era un estudiante de la universidad de Lviv, pero quienes me invitaron no lo sabían. Hersch Lauterpacht nació en un pequeño pueblo de Zolkiew, cerca de 15 millas al norte de Lviv. Ingresó a la facultad de leyes y en 1919 se mudó a Viena. Ahí estuvo por cuatro años, obtuvo un doctorado en leyes, luego se mudó a Londres con su reciente esposa. Se convirtió en un renombrado académico, primero en la London School of Economics y luego en Cambridge. En 1945 publicó un libro que permitió la fundación del sistema moderno de derechos humanos,  titulado An International Bill of the Rights of Man, que ofrece una nueva idea: reconocer que cada ser humano tiene derechos como individuo bajo la ley internacional. Preparó el borrador de una conferencia donde daba forma a su credo: «el ser humano individual es la unidad última de toda ley»

En abril de 1945, mientras se acaba la guerra en Europa, Churchill, Roosevelt y Stalin acuerdan que los superiores nazi deben ser llevados ante un tribunal. Los británicos contrataron a Lauterpacht para presentar las acusaciones y trabajar en conjunto con Robert Jackson, abogado a cargo. Jackson viaja a Londres a preparar el borrador de la normativa del tribunal. Los cuatro poderes- Norteamérica, Reino Unido, Francia y la Unión Soviética- estuvieron en desacuerdo sobre los crímenes sobre los cuales tendría jurisdicción el tribunal. Jackson es llevado a Cambridge a conocer a Lauterpacht. Tomaron té en el jardín de Lauterpacht. Los dos hombres discutieron el problema de los crímenes. Lauterpacht sugiere que podría ser buena idea incluir títulos en la normativa  para ayudar al entendimiento público. Jackson reaccionó positivamente, Lauterpacht ofreció otra idea para los casos de atrocidades en contra de civiles, sobre los que los soviéticos y los norteamericanos estaban profundamente divididos. Lauterpacht tenía una larga trayectoria académica en el tema y también un interés personal, no tenía noticias de su familia en Lemberg, un asunto sobre el que no le diría nada a Jackson. Por qué no referirse a las atrocidades en contra de civiles como «crímenes de lesa humanidad» sugirió Lauterpacht. En una foto de sus apuntes es posible ver las palabras escritas de su propio puño y letra. El término aplicará a las atrocidades en contra de individuos- tortura, asesinato, desaparición- e introduce un nuevo concepto a la ley internacional. A Jackson le gusta la idea y la lleva a Londres. Unos días después «Crímenes de lesa humanidad» es incorporado a la normativa. Lauterpacht le explica al Ministerio de Relaciones Exteriores que aunque sea «claramente una innovación» es absolutamente necesaria para detener a aquellos que violan la ley internacional pudiendo refugiarse detrás de las leyes de sus propios estados.

Mientras preparaba la conferencia de Lviv también se me pidió referirme a «genocidio», lo que me llevó a una segunda sorpresa: el hombre que inventó la palabra también pasó por Lviv y estudió en la misma escuela de leyes que Lauterpacht. Rafael Lemkin llegó a la universidad de Lviv un par de años después que Lauterpacht y permaneció hasta 1926 tras obtener su título doctoral en ley criminal. Quienes me invitaron a Lviv tampoco estaban al tanto de su conexión con la universidad. Se convirtió en defensor público en Varsovia y en 1933, para una convención de la Liga de las Naciones, propuso nuevos crímenes internacionales para combatir la «barbaridad» y el «vandalismo» en contra de las personas. Su foco estaba en la protección de colectividades, no de individuos. Los tiempos no eran ideales con Hitler recién tomando el poder de Alemania. En 1939, cuando Alemania invade Polonia, Lemkin escapa de Varsovia para vivir en Suiza. Después se fue a Norteamérica, a Durham en Carolina del Norte, donde le ofrecieron un puesto académico de refugiado. Viajó con muy poco dinero, sin pertenencias y con un gran número de maletas. Están llenas de papeles, miles de decretos promulgados por los nazis en países ocupados. Recopiló material en Suiza, lo acarreo por el mundo y ahora lo analizaba. En noviembre de 1944 publicó un libro con el título Axis Rule of Occupied Europe. En él analiza las acciones nazis.

El capítulo IX está titulado Genocidio, una nueva palabra inventada por Lemkin para describir la destrucción de colectividades, una amalgama entre la palabra griega genos (tribu o raza) y la palabra latina cide (matanza).

En el verano de 1945, Lemkin es contratado por el gobierno de EE.UU. para trabajar en crímenes de guerra junto a Robert Jackson pero separados de Lauterpacht. Querían que los superiores nazis fueran imputados por genocidio, por la destrucción de colectividades. Estuvo tremendamente decepcionado cuando las actas de Nuremberg incluyeron crímenes de lesa humanidad pero no hacen mención de genocidio como destrucción de colectividades. Voló a Londres para preparar su caso en contra de los acusados y persevera en su idea. Hay una fuerte oposición al concepto de genocidio de parte de la oficina de Jackson, que recibe presión por parte de algunos senadores del sur preocupados por la discriminación en contra de los afroamericanos y por el legado del colonialismo inglés.

A pesar de las disidencias, la palabra de Lemkin se incluye en la acusación como uno de los crímenes de guerra, el que incluye la tortura y los asesinatos de civiles en territorios ocupados, como las ciudades de Lemberg y Wolkowyski, donde sus padres vivieron (al igual que Lauterpacht, no tuvo noticias del destino de su familia). Esta es la primera vez que el término es usado como instrumento de ley internacional con una definición acordada, la exterminación de grupos religiosos o raciales y menciona «polacos judíos, gitanos y otros».

El juicio de Nuremberg se abrió el 20 de noviembre de 1945. Lauterpacht es presentado en la corte con el equipo británico, apelando por la protección de los individuos. Lemkin permaneció en Washington, apelando a distancia por la protección de colectividades.

Hans Frank es el cuarto personaje más importante en East west street. El también era abogado, defensor de Hitler desde los inicios, quien lo nombraría Gobernador general de la Polonia nazi ocupada en octubre de 1939. Tres años después Frank visita las recientemente conquistadas Lemberg y Galicia de los Cárpatos. Se queda con Otto Watcher, su asistente, que es el sujeto de mi próximo libro, The Ratline y la esposa de Watcher, Charlotte, que está enamorada de Frank.

Frank es anfitrión de un concierto de la novena sinfonía de Beethoven y da una serie de discursos para anunciar la eliminación de medio millón de judíos en la ciudad y los alrededores. Entre quienes fueron sumidos en los horrores que siguieron a las visitas y palabras de Frank, fueron los familiares, amigos y profesores de Lauterpacht y Lemkin, como también la familia de mi abuelo. Por cada familia sólo habrá un sobreviviente.

Tres años más tarde, en mayo de 1945, Frank es encontrado por los norteamericanos cerca de su hogar en Bavaria. Consigo están sus diarios, cuarenta y dos volúmenes y una fantástica colección de arte, que incluía el retrato de Cecilia Gallerini, la mujer con el armiño pintada por Leonardo da Vinci cerca de 1489. Él sustrajo la pintura desde su oficina instalada durante la guerra en el castillo de Wavel en Cracovia, que es el lugar donde hoy vuelve a estar colgada. El hijo de Frank, Niklas, me cuenta que siendo un niño su padre lo hizo pararse frente a la pintura y peinarse hacia abajo como Cecilia Gallerini. Ahora Frank estaba en el banquillo acusado de «crímenes de lesa humanidad» y «genocidio».

En el primer día del juicio, los abogados soviéticos presentaron los terribles hechos ocurridos en Lemberg después de la visita de Frank. Describieron el asesinato de ciento treinta mil personas en solo unos pocos meses, incluyendo miles de niños, en el corazón de la ciudad. A medida que los hechos se relatan ante la corte, Lauterpacht y Lemkin desconocen que sus propias familias estaban entre las víctimas; tampoco estaban al tanto que el hombre demandando, Hans Frank, estaba directamente implicado con el incierto destino de sus propias familias.

En este día, por primera vez, «genocidio» y «crímenes de lesa humanidad» se usan en la corte. Sé que Lauterpacht y Frank estuvieron en la sala de corte 600 y me pregunto si existirá una fotografía. El hijo de Lauterpacht me cuenta que no hay ninguna, pero no le creo. Persevero y eventualmente en un oscuro archivo en Londres encuentro lo que estoy buscando. Encontré á imagen con Lauterpacht al final de la mesa británica, en la cabecera de la esquina izquierda, con las manos cruzadas, escuchando a un abogado soviético. En la esquina derecha, cerca de Goering, en un traje color claro y demasiado grande, está Frank, con la cabeza semi inclinada. Separados por no más que unas pocas mesas y sillas, Lauterpacht y Frank juntos en la misma sala.

El juicio duró un año y el veredicto fue retrasado para el 30 de septiembre y el 1 octubre de 1946.

Ahora no hay tiempo suficiente como para entrar en detalle sobre lo que sucedió o de identificar cuándo las vidas de los tres hombres empezaron a entrelazarse de una forma «en que ninguna novela podría tramar», como el historiador Anthony Beevor lo expresó. Vida como literatura y más allá. El punto que señalo es que estos viajes personales coinciden con el cambio del curso de la historia legal y de ahí la historia misma. Las ideas y palabras de Lauterpacht y las influencias políticas de Lemkin, historia, cultura, mi vida y la de ustedes.

Los conceptos de crímenes de lesa humanidad y genocidio no existen desde tiempos inmemoriales como muchos imaginan. Son producto de la inventiva de dos hombres, forjada en la experiencia del yugo de una sola ciudad. Por qué Lauterpacht optó por la protección del individuo y qué hizo que Lemkin abrazara la protección de colectividades, es tema de especulación. Sus antecedentes son similares, estudiaron en la misma universidad, tuvieron los mismos profesores. Puedes rastrear los orígenes de estos crímenes en Lemberg, después de la gran guerra, en la facultad de leyes, de un profesor que estos dos hombres tuvieron en común- Julius Makarewicz, un profesor polaco de ley criminal. Incluso puedes seguir el camino a un edificio y a una sala donde Makarewicz enseñó.

Curiosamente y a pesar de su origen común, de los intereses y viajes y del hecho de haber podido localizarlos en la misma ciudad el mismo día –aparte de en la sala de corte 600 de Nuremberg, donde no alcanzaron a encontrarse, pero solo por un día– parecía como si Lauterpacht y Lemkin nunca se hubieran conocido.

Sus ideas nutrieron mi vida laboral y frecuentemente me pregunté como hubiera sido si hubiese terminado haciendo el trabajo que hago, pasando por alto sus historias. Seguramente mi búsqueda estaba dirigida por una historia personal, por el legado de la memoria y las historias enterradas en una cripta de secretos familiares. La búsqueda implicó llevar a cabo aún más trabajo detectivesco familiar. Descubrí quién era la señorita Tilney y lo que hacía, y entendí porqué mi madre y yo y mi hermano- debemos estar tan agradecidos de esta mujer de gran valentía, una misionaria de la capilla de Surrey en Norwich, que fue motivada por los sermones de su pastor y por la carta de Pablo a Roma: solo una línea del primer versículo del capítulo diez la motivó a viajar a Viena y llevar a mi madre a París y salvar su vida en el verano de 1939.

También descubrí la identidad del hombre con la corbata de humita, un viaje me llevó primero de ida al este y después de vuelta al oeste, a través de los ríos y océanos, con la ayuda de un montón de antiguas guías telefónicas austriacas. Fui un detective privado en Viena y en facebook, para terminar en un ático en Massapequa, Long Island, Nueva York. Allí encontré una fotografía que ofrece una clave para esclarecer otro misterio familiar, una sola imagen tomada en un jardín en Viena en la primavera de 1941. Mi abuela está con dos hombres usando calcetines blancos, uno de ellos era el hombre con la corbata de humita, su amante. Un descubrimiento gatilla el próximo, la identidad del hombre que parece ser el verdadero amor de mi abuelo, su amigo cercano Max. Tales esfuerzos tomaron varios años e involucraron la asistencia de un variedad de individuos excepcionales. Así fueron los requerimientos del ejercicio en una empresa arqueológica personal. Quizás aún más excepcional y enteramente inesperado, me enteré de las más directas conexiones entre mi familia y los Lauterpachts y los Lemkins. Estuve sorprendido de saber que mi abuela, Amalia Buchholz nació y vivió en una pequeña ciudad de Zolkiew, donde Hersch Lauterpacht nació. De hecho ambos nacieron en la misma calle, solo a unas pocas yardas de distancia. Entonces era llamada Lembergsterstrasse. Coincidentemente, o quizás no, el único hijo de Lauterpacht, Eli, fue mi primer profesor de ley internacional en 1982 y mi mentor. Solo después de tres décadas de trabajar juntos supimos que compartíamos una conexión con la misma calle, una que el escritor Joseph Roth llama East West Street.

Después supe que Amalia, cuya vida comenzó en las calles de los Lauterpachts, terminó en septiembre de 1942 en el reino de Hans Frank. La última calle que caminó fue Himmelfahrtstrasse «la calle al paraíso» la cual lleva desde la parada de la línea del tren hasta la cámara de gas de Treblinka. Un mes después, los padres de Lemkin, Bella y Josef, caminaron por la misma calle y murieron en la misma cámara.

La vida de Amalia, podríamos decir,  se desarrolló entre los Lauterpachts y los Lemkins, tal como la mía, aunque de forma muy distinta.

¿Cómo empieza uno a entender estos puntos de conexión? El punto de partida son las ideas de Lauterpacht y de Lemkin y la relevante contingencia de esas ideas hoy. La relación entre individuos y colectividades ha sido discutida a través de los años. Lauterpacht creía que teníamos que concentrarnos en la protección del individuo y argumentaría, incluso hoy en día, que  el concepto de genocidio ideado por Lemkin ha sido prácticamente inutilizado y, de alguna forma, considerado políticamente peligroso, tendiendo a reemplazar la tiranía del estado por la tiranía de una colectividad. De alguna forma mi propia experiencia profesional concuerda con esa visión, habiendo observado que al concentrarse en la protección de una colectividad en contra de otras, tiende a reforzar el sentido de «ellos» y «nosotros», aumentando el poder de la identidad colectiva y su asociatividad, fortaleciendo la victimización del grupo vulnerado y despertando en ellos un odio hacia los perpetradores como masa. Al mismo tiempo entendí qué estaba tratando de hacer Lemkin. Seguro de haber reconocido una realidad, donde la mayoría (sino todos) los casos de atrocidad masiva, estaban dirigidos no en contra individuos sino en contra de aquellos que resultan ser miembros de una colectividad.

Lemkin podría decir, y es un argumento poderoso, que la ley debe reflejar esa realidad, que además debe reconocer y dar legitimidad a ese sentimiento que todos tenemos de asociación con uno o más grupos. Sin embargo, me preocupa la jerarquía que pone al genocidio en lo más alto de la lista de horrores. Llama algo genocidio y aparecerá en portada de los periódicos, llámalo crímenes de lesa humanidad y aparecerá en la página 13. Ese el poder de la palabra inventada por Rafael Lemkin.

Uno podría preguntar ¿cuál es el legado de estos dos términos?. Actualmente, una vez más un veneno de xenofobia y nacionalismo se abre paso a través de las venas de Europa y de muchas otras partes del mundo. La figura de un líder como hombre fuerte ha vuelto. Lo veo en viajes a la parte central y este de nuestro continente europeo- a Hungría, a Ucrania, ahí donde aquellos que vieron mi película My Nazi Legacy, pueden verme en un campo lejano mirando gente vestida en sus uniformes de SS, celebrando la creación de la División Waffen de la SS en Galicia de los Cárpatos. Lo he visto también en mis viajes preparando mi nuevo libro The Ratline, que actualmente se puede escuchar como una serie de podcast de la BBC.

Viajando a través de Europa, por Austria, Polonia y otros lugares, es difícil evitar lo que parece estar emergiendo sin preguntarse hacia dónde nos llevará. La generación que experimentó los horrores de 1930, que vivió la Segunda Guerra Mundial, que sabe por qué los estados se juntaron en 1945 para crear las Naciones Unidas y desarrollar el concepto de los derechos humanos, la generación que adoptó la declaración universal de derechos humanos y la convención para prevenir el genocidio, pronto se acabará. Quizás la desaparición de la memoria actual, de la experiencia actual, permita a nuestros políticos dar por concluido lo ocurrido en 1945.

Es imposible no haber tenido que pasar por la experiencia de escribir East West Street, una inmersión al mundo de entre los años 1914 y 1945, y no experimentar un agudo sentimiento de ansiedad por lo que reemerge. No hace mucho quien ahora es presidente de Estados Unidos llamó a «un total y completo bloqueo en la entrada de musulmanes a Estados Unidos».

La idea es categorizar personas no por sus inclinaciones individualidades sino porque resultan ser miembros de una colectividad, una con una larga y oscura historia. El escritor Primo Levi nítidamente señaló su punto en el prefacio de su libro Si esto es un hombre, de 1947. Escribió:

«Mucha gente- muchas naciones- se pueden encontrar a sí mismas sosteniendo, más o menos conscientes, que cada extraño es un enemigo».

Cuando esto ocurre «cuando el dogma no dicho se convierta en la mayor premisa en un silogismo, ahí, al final de la cadena, ahí está (el campo de concentración)».

Una cosa lleva a la otra, cuando empiezas a separar la gente no por lo que podrían haber hecho sino porque resultan ser miembros de un grupo particular, o sino te sientes tú mismo un ciudadano del mundo. Tres años atrás la ex primer ministro británica, Theresa May, parecía no estar al tanto de las implicaciones de lo que verdaderamente estaba diciendo cuando decía: «Si crees que eres un ciudadano del mundo, eres un ciudadano de ninguna parte». Sus palabras me recordaron un pasaje del magnífico libro de Stefan Zweig El mundo de ayer  –lectura obligada para nuestros tiempos– publicada póstumamente en 1942 después de que Zweig se suicidó. «Por casi la mitad de un siglo» escribió, «entrené mi corazón para latir como el corazón de un ciudadano del mundo. El día que perdí mi pasaporte austríaco descubrí que cuando pierdes tu tierra natal estás perdiendo más que un pedazo de tierra sobre los bordes» o como Raúl Zurita escribió, seis décadas después, «Yo lloro una patria enemiga».

Una cosa lleva a la otra a través del tiempo y el espacio.

De esto saben en Chile. Cuán familiar se sintió leer Nocturno de Chile de Roberto Bolaño con el padre Sebastián Urrutia Lacroix llevándonos en un viaje interior que se extiende desde Ernst Jünger hasta este país, por sobre las Colinas de los Héroes. Por supuesto que esta parte del mundo está mucho en mi mente. Argentina es el imaginado destino final de mi próximo libro, The Ratline, una historia de amor y negación, de Nazis y espías y de Roma y una pareja llamada los cuidadores, Charlotte y Otto. Él desaparece en 1945 acusado de un asesinato masivo. Cuatro años después llega al Vaticano donde estuvo secretamente hospedado en el monasterio de la Vigna Pia, ocupando una celda de monje recientemente dejada vacante por un viejo camarada que huyó a Siria y eventualmente llegó acá, a Santiago, donde sea dicho, después de septiembre de 1973 obtuvo un empleo bien remunerado en el servicio de inteligencia de la nueva administración. El antiguo camarada era llamado Walter Rauff; él y otros de su tiempo en Chile, serán los sujetos del tercer libro.

Nunca esperé escribir una novela, mucho menos una trilogía de ellos, una línea ininterrumpida desde el momento del nacimiento de mi abuelo en Lemberg en 1904, a través de Lauterpacht y Lemkin en 1920, a Nuremberg, Roma y eventualmente a Santiago en 1973 y después a Londres en octubre de 1998. Curiosamente, mientras enterraba a mi abuelo en París en el cementerio de Pantin, mi mujer, parada en la puerta de ese lugar, me advirtió de las serias consecuencias para nuestro matrimonio si yo osaba aceptar la invitación a servir de abogado defensor de quien fue presidente de Chile, ahora un hombre acusado de crímenes de lesa humanidad y de genocidio.

Una cosa lleva a la otra. Da vuelta y nosotros también en un estado de constante interconexión,  «reorganizando la carne». Alia Trabucco Zerán escribió que cada uno de nosotros es capturado por «el espacio que dejan los secretos de los demás entre nosotros». Quizás los hechos que nos acechan y nuestra aceptación de estos, junto al interminable legado de la memoria y la experiencia, puedan no destruirnos sino hacernos más fuertes.

Traducción Jimena Cruz