UNO
Vamos a empezar bombeando. El que habla es Jaime. Jaime tiene un club de nado y kayak. El club se llama Mundo Marino. El nadador lleva cinco meses y poco más practicando el nado en aguas abiertas junto a su amiga Patricia. Las aguas abiertas en este caso son las aguas del río Calle-Calle. La casa de Jaime, ubicada en el sector de Las Ánimas, tiene un pequeño muelle que baja al río y se abre hacia el oriente. Antes de entrar al agua, el nadador puede descansar la mirada en 1) una zona residencial que probablemente fue construida sobre hualve –antes todo esto era hualve, dicen acá, a diferencia del valle central, donde dicen todo esto era potrero–; 2) el puente Santa Elvira, que a veces, bajo ciertas condiciones lumínicas, puede verse un gigantesco resto óseo que el último terremoto arrastró desde el mar, y 3) una cantera de áridos con sus respectivas embarcaciones y cerros de piedra triturada: una ciudad construida a la orilla de un río es el esfuerzo permanente por llenar de tierra los numerosos pantanos que la anteceden. Esos pantanos –dicen los antiguos– tarde o temprano volverán a recuperar lo suyo, sea por la acción nada infrecuente a escala geológica del violento ajuste de placas tectónicas o por alguna lluvia de características antediluvianas.
Diez bombeos y luego a calentar, dice Jaime, y el nadador se hunde en el agua. Por espacio de cinco minutos sufre y se pregunta qué demonios hace metido en el río en pleno invierno. Esa inmersión ocurre en condiciones manejables, todo sea dicho: traje de agua, lentes, dos gorros si es necesario, calcetines especiales. Aun así siente un intenso dolor en la frente. Sus manos –la única extensión desnuda de su cuerpo en el río– comienzan a colocarse rojas. El agua es fría y duele. El agua es absolutamente real.
DOS
A propósito de hualves, el nadador lee un pequeño volumen de prosas que Leonardo Videla publicó en 2021. El libro se llama justamente así: Hualve. Aunque en alguna extinta revista digital apareció un adelanto con el rótulo de “cuento”, una rápida lectura permite aseverar sin miedo a pasarse veinte pueblos que son crónicas tout court: postales de una ciudad –Valdivia– que vista con el lente opaco del yo del cronista aparece con las justas deformidades y recovecos que hasta el rincón más gentrificado del mundo tiene, muy a su pesar.
El nadador se detiene en una de esas piezas breves titulada “Atlas”. El hablante Videla está en cama con fiebre y recuerda proustianamente las horas de infancia que pasó en cama, enfermo como ahora –la crónica, como el poema, suele estar escrito en presente: es un texto que está siempre aconteciendo–, absorto con un atlas en las manos. “El paisaje –escribe refiriéndose a Valdivia– está verificablemente lleno de partes de cuerpos”. El encuentro casual entre un atlas geográfico y un atlas médico en la mesa de disección le permite descubrir que una ciudad está llena de brazos de río, pulmones verdes, ojos de agua, y así.
Pero también partes-de-cuerpos en su acepción más literal: “… en las entrañas de los peces del estuario hay restos humanos. Ahí van, en las barrigas de esos angurrientos, las uñas de aquel obrero que, después de payasear como gimnasta por sobre la baranda del puente Calle-Calle, se perdió en el río. Allí se fue, también, un tímpano, una falange, de algunos de los cuerpos lanzados al río el año 73, y que el hervidero de camarones que pulula en el Islote Haverbeck no terminó de devorar camino al mar. Allí fue mordisqueado Jorge Emmott. Allí fue saboreada María Carolina Hidalgo. Allí viajarán, algún día, mis células, despedazadas al límite molecular, irreconocibles en su pixelación, en el non plus ultra de las posibles aproximaciones que es la desintegración final”.
Habría que preguntarse cuántos zooms aguanta este río antes que aparezca –Blue Velvet mediante– una oreja sola, merced de los gusanos o, por qué no, una tagua buscando comida para sus crías.
TRES
Esta es la tabla de mareas, le dice Jaime al nadador. La tabla muestra las cuatro subidas y bajadas diarias del río. Todo esto conforme a los ciclos lunares y la variación de las mareas, cuerpo superior de agua donde casi todos los ríos y su complejísimo sistema de cuencas terminan por llegar. Con la tabla de mareas Jaime puede conocer las corrientes y saber qué tan apropiado es entrar al agua en condiciones seguras.
Para el que nada en el río, la corriente funciona como la fuerza de gravedad: coloca los cuerpos en su lugar, los desplaza y, en el peor de los casos, los hunde. Empuja silenciosamente y ahí está su fatalidad. Los borrachos que caen por accidente o nadan temerariamente sin ninguna ortopedia son víctimas preferenciales: el río los traga de un zuácate y no hay salvavidas que alcance a rescatarlo.
CUATRO
A los suicidas también se los traga el río cuando nadie logra detenerlos. Tres de los cinco puentes que hay en la ciudad y sus alrededores tienen mensajes que invitan a pedir ayuda psicológica o religiosa. Mientras algunas pegatinas sugieren llamar a una línea para la prevención del suicidio, mensajes escritos con plumón u hojas impresas en casa conminan a mirar al cielo e invocar la infinita gracia de Dios. El cielo –lamentablemente– está cubierto de nubes durante una porción importante del año. Y las nubes, escribió alguna vez Armando Rubio, no dejan ver a Dios.
CINCO
Una escena que, a falta de una cámara fotográfica oportuna, el nadador intenta recuperar con la escritura: es verano y está con un grupo de amigos en la playa de Collico. Hace calor. Hay familias, parlantes con reguetón intenso, chicos tomando cerveza –hay por lo menos tres botillerías cercanas–, parejas jugando a las paletas. El nadador y un amigo deciden caminar en busca de un baño público habilitado –son parte de la masa de bebedores compulsivos de cerveza en lata– y los ven ahí, como unas criaturas sagradas: sentados en el tronco de un sauce, descalzos, dos misioneros mormones toman el fresco en un día pegajoso de enero.
SEIS
Aves que el nadador ha podido ver de cerca en su condición de criatura temporalmente acuática: un martín pescador parado en la rama de un árbol, cerca del pequeño muelle en ruinas que está –dice Jaime– a casi cien metros de su muelle –y entonces bastan diez idas y vueltas para completar un kilómetro de nado–. Un cormorán detenido en una de las ramas de un tronco hundido cerca del puente Santa Elvira. Una garza cuca, blanca y delgadísima, que a veces aparece volando entre los junquillos. Seguro que hay alguna antigua leyenda china que explique la buena o mala fortuna que su presencia significa.
SIETE
El verso aparece ocho veces en total. Dice: “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”. El poema da nombre al libro: se llama Crawl. Su autor es el poeta argentino Héctor Viel Temperley. Hacia el final del poema, el nadador lee lo siguiente: “Crawl fue compuesto, en alabanza a la presencia misericordiosa de Cristo Nuestro Señor, entre el 1.ero de febrero de 1980 y el 24 de junio (Natividad de San Juan Bautista) de 1982”. Según consta en un ensayo de Carolina Esses, Viel Temperley quería que la diagramación del poema imitara los movimientos que nadar ejecuta cuando nada en crawl. Al nadador le parece, quizá sugestionado por la lectura de Esses, que Viel Temperley lo logra. Pero además recuerda que otros poetas encontraron en el agua una figura religiosa. Germán Carrasco, por ejemplo, escribe en uno de los poemas de Clavados: “Abajo el agua es el espejo de dios”. Joseph Brodsky, de sus viajes por Venecia: “Siempre compartí la idea de que Dios es tiempo, o, al menos, de que Su espíritu lo es. Quizás esta idea sea de mi propia factura, pero ahora no lo recuerdo. En todo caso, siempre pensé que si el Espíritu de Dios aleaba sobre la superficie de las aguas, las aguas debían de reflejarlo”.
Y aunque al nadador la idea de Dios le parece interesante solo por cuestiones de orden estético –o porque, de tener que escoger, diría que cree en el dios de Spinoza–, ha visto cómo llega a su cabeza, desde ningún lugar, cada vez que sale corriendo muelle arriba para quitarse el traje en el camerino, el estribillo: Vengo de comulgar y estoy en éxtasis.
OCHO
La extensión de un río permite que haya muchos ríos en un río. Pasa acá también: está el muelle de segunda vivienda con su lancha, signo grosero de ostentación –es la posibilidad de decir: esta orilla me pertenece–. También está el río popular: los chicos que en verano toman cerveza y se tiran piqueros desde los fierros y restos de muelles que hay en la parte oriente de la costanera, cerca de la antigua estación de trenes, desde cuya orilla pueden verse, prominentes, los silos de harinas Collico. Está el río de los remeros, que es una larga pista de competición que atraviesan tan livianamente que se diría que flotan. El río de los kayakistas. El río que conecta hitos para los catamaranes turísticos. El río de los lobos de mar.
Y el río donde el nadador se zambulle una o dos veces a la semana.
NUEVE
El nadador bombea bajo el agua y mira su propio aire subiendo en forma de burbujas cristalinas que se revientan en la superficie espejeante del agua. A sus pies, arenilla, piedras, restos de una botella, el luchecillo con sus finas patas de araña vegetal y subacuática. El luchecillo, le explica otro nadador, sirve de alimento a los cisnes de cuello negro y a veces puede funcionar como depurador del agua. El nadador, que a veces cree que deslizarse por el agua es lo más parecido a volar, ha mirado con deleite los matorrales de luchecillo que atraviesa cuando nada desde un punto a otro: la vista cenital que le permite su posición de nado en crawl es similar a la que tendría si viajara en una avioneta con la escotilla abierta. A veces, cuando se aleja de la orilla, el luchecillo desaparece en el espeso verdeazulado del agua.
DIEZ
Algunas mañanas –el nadador ha observado esto solo por la mañana– el río parece estar completamente quieto. En esas condiciones la superficie parece un cristal bruñido en el que toda la ciudad podría multiplicarse. Si esto tuviera la ocasión de ocurrir en una noche despejada de verano, todo el río podría contener una imagen exacta de las estrellas con sus constelaciones. El río podría ser un atlas de la galaxia. Contener parcialmente su imagen –y el nadador sabe que solo vivimos de imágenes parciales.
ONCE
Desde hace cincuenta años, un grupo numeroso de nadadores se lanza al río para realizar una travesía entre puente y puente: desde el puente Calle-Calle –que es el puente que recibe a los nortinos en la ciudad– hasta el Pedro de Valdivia, que conecta la ciudad con la Isla Teja. La distancia total son dos kilómetros. El nadador sabe que, tarde o temprano, terminará allí, entre una masa de cuerpos que, si pudieran ser grabados por un dron, lucirían como una ola que avanza corriente abajo dejando una estela de espuma y remolinos.
DOCE
Charly García –piensa a veces el nadador– podría haberse tirado un chapuzón desde cualquiera de estos puentes sin ningún problema.
TRECE
El color del agua después de un temporal es de un café lechoso. A veces, cuando el viento y la lluvia intensa se han extendido por espacio de días, es posible ver troncos completos que pasan flotando en dirección al mar. El nadador los ha visto desde la orilla y sospecha que nadar en esas condiciones sería riesgoso y atractivo: circundar un trozo mutilado de árbol proveniente quién sabe de qué orilla sería, para él, lo más cercano a nadar con un cetáceo en el mar.
CATORCE
“No”, escribe Verónica Zondek, “no es su belleza ni sus ríos ni su gente mezclada. / Es su daño reiterado que transita las arterias / su brillo que nace del desastre / su vocación de Señora Condenada pero airosa / su destrucción vital / su incendio / su asedio hasta el hambre declarada / su saber que todo es humo”. Los versos son del poema que cierra La ciudad que habito, libro que dedica a Valdivia, donde vive hace veinte años. Algunos de los poetas de Valdivia que el nadador ha leído evocan el terremoto y el desastre que late debajo de toda la capa de verde-turista que llena los parques. El “Río de la Catástrofe” lo llama Cristina Bravo en un poema que empieza así: “Sabía que lentamente el sur iba a desaparecer”. Quizá por eso el pintor Samy Lizama imagina un Godzilla de acuarela que destruye la ciudad y sus puentes: Godzilla puede estar dormido debajo del Calle-Calle, acunado por lobos marinos y espinas de pescado. El agua, filmada bajo ciertas condiciones, es material de pesadillas. Entre más grande el río, más grande la pesadilla.
QUINCE
“¿No le tienes miedo a los lobos marinos?”, le preguntan, y el nadador imagina que pasar río abajo junto a uno sería lo más cercano a estar cerca de un delfín.
DIECISÉIS
El nadador ha visto, en los días de niebla espesa, cómo el río desaparece: la bruma desdibuja la figura de los árboles, el puente; es un brochazo color plata que iguala suelo y cielo, agua y puente, lo concreto con lo etéreo. Si nadara en un día así, piensa, quizá podría experimentar lo más cercano a la Nada: la Nada fría que imagina que es morir.
DIECISIETE
El traje, le dice Jaime, te da flotabilidad.
El nadador entiende que difícilmente se ahogará en esas condiciones.
El nadador piensa que podría meterse al agua y nadar hasta la fatiga sin problemas. Nadar, nadar y nadar.
DIECIOCHO
A veces el nadador se pregunta por qué no sueña con el río. Ha soñado con el mar, pero nunca con el río. Porque el agua del río es demasiado real, se dice. Más real que los sueños. Más real que los mapas. Es la imagen de lo que no está fijo nunca.
DIECINUEVE
En sus sueños sobre el mar jamás se ha visto nadando. Jaime le dice: En verano habrá una salida desde Niebla hasta Corral. Esa porción de río, supone, es la más ancha y la más cercana a la desembocadura. El nadador imagina la extensión del horizonte, el cielo abierto inmenso y celeste claro del verano y siente vértigo.
Pero nadar –se recuerda– tiene mucho de vértigo.
VEINTE
El nadador recuerda un cuento de Juan Forn. En ese cuento, el protagonista habla con su padre muerto en una noche calurosa de verano. El protagonista le pregunta a su padre “cómo es”. Sabemos que habla de la muerte. “Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse”. El nadador recuerda que su padre también nadaba y lo llevaba de chico a la piscina municipal en verano. Su padre no lo ha visitado, pero sabe que si eso ocurriera podría decirle, él, desde el mundo de los vivos, cómo es nadar en el río, de noche, sin cansarse.
1990. Es sociólogo y escritor. Ha publicado Ruina (2021), Cian (2019), Baja fidelidad (2017), Cangrejos (2017) y Junkopia (2016). Vive en Las Ánimas, Valdivia, y cursa estudios de posgrado en la Universidad Austral de Chile.