La magallánica, colaboradora de Dossier y autora de Chile en los ojos de Darwin, cuenta la firme acerca de ese territorio mítico. 

 

UNO
Aunque el territorio de Magallanes se haya conquistado por el mar y su capital le debe gran parte de sus años dorados a una intensa actividad comercial marítima, se tiende a olvidar que Punta Arenas es una ciudad puerto. A principios del siglo pasado (sí, el siglo pasado) no había otra ruta más que el Estrecho de Magallanes para circunnavegar el mundo. La instalación de la Aduana chilena, en 1912, y la apertura del canal de Panamá dos años después se recuerdan con encono como dos golpes bajos del Estado chileno en pleno estómago de la comunidad. Quizás por eso no siempre se piensa en Punta Arenas como en un puerto, pero la céntrica calle Errázuriz es la guardiana de esa identidad con su indisimulada oferta de night clubs y boliches distribuidos en las dos veredas que se empinan hasta el cerro. Tienen una clientela fiel en la que sigue habiendo pescadores y otros desembarcados, pero también oficinistas y profesionales, algunos conspicuos. Otros recintos de mayor categoría se ubican en barrios residenciales, pintados totalmente de negro y con una limusina estacionada afuera. Se producen crossovers: antes de la pandemia, mediante un papel escrito a mano y pegado en la puerta del local,“Las Casitas (del centro) desafiaba a Nano’s (de la limusina) con dejarse caer por allá. Después, Nano’s devolvió la mano. Uno de los primeros locales que reabrió después de la pandemia fue una cervecería: a mediodía, ignorando el viento, pusieron dos mesas con sillas en la misma calle, que no alcanzaron a pasar desocupadas diez minutos, o lo que me demoré en dar la vuelta en auto.

 

DOS
Por vivir tan lejos y soportar frío y viento, un habitante promedio de estas tierras considera un derecho inalienable tener una casa calentita. Corriendo por las tuberías, sin dejar olor ni resecar el aire, el gas natural lo permite a un precio mínimo. Al otro lado de la puerta quedan el temporal, la nieve y la lluvia odiosa. Adentro, la calidez envuelve como un abrazo o una frazada de cachemira y la piel arde unos segundos mientras se acostumbra al cambio de temperatura.

El acceso al gas natural no implica buenos hábitos. Se tiende a tener la calefacción al máximo y aumentarla con los cuatro platos de la cocina encendidos Los visitantes inadvertidos sufren con el calor de incendio de los interiores de Magallanes. El frío es pobreza y miseria. No se vio una muerte por congelamiento en Punta Arenas hasta los últimos años, en que la ciudad creció tanto y en forma tan desprolija que ni la electricidad ni el agua ni el gas han logrado llegar a los suburbios.

Antes que bajar la “calefa”, un magallánico abrirá una puerta o una ventana y disfrutará de lo mejor del calor y del frío, sin lógica termodinámica ni economía doméstica que lo convenza de renunciar a uno de los dos.

 

TRES
Abigeato (del latín tardío abigeātus, “robar ganado”) no es sólo una palabra impresionante. Lleva la mente a la imagen extemporánea de cuatreros a caballo con lazos y boleadoras que atrapan animales mientras galopan a todo dar. Parece de siglos pasados pero está completamente vigente en Magallanes y en otras zonas ganaderas del país. En la Patagonia, los cuerpos del delito suelen ser ovejas de diferentes edades que son robadas cuando ya se acerca el buen tiempo y empiezan los asados con animales de temporada y no más de capón congelado.

A un cuatrero moderno lo puede detener Carabineros durante una fiscalización aleatoria por alguna de las solitarias rutas de la pampa fueguina o porque lo denunció un propietario asaltado. El delito se constituye con animales vivos, sean uno o miles, cuyo marcaje no coincide o no se tiene cómo justificar su existencia sobre un vehículo, pero se da también (y es más dramática) la versión in fraganti: el carneo en pleno campo y a cuchillo para vender después las piezas faenadas. En enero de 2023, un empresario ovino de la comuna de Río Verde llamó al retén de Villa Tehuelches para acusar el robo de un corderito y dio las señas de un auto sospechoso con dos ocupantes. Era una pareja de adultos mayores a los que los carabineros encontraron faenando en una playa del seno Skyring, tranquilos y solos.

En el otro extremo de esta postal, el juicio por “megabigeato” contra los tres hermanos Gallardo Poll, uno de sus hijos y un ayudante duró dos semanas, tuvo ochenta testigos, ocho peritos y cientos de pruebas documentales. Se acusó al clan de arrear a caballo y con dos camionetas a tres mil ovejas robadas a distintos ganaderos de Tierra del Fuego, pero al final se condenó por 407 y sólo al hermano mayor.

Reubicar a las ovejas fue más complejo, porque tenían hasta cincuenta marcajes distintos e incluso una contramarca. No se sabía a quién pertenecían ni había donde guardar tantas. Cuando dejé de seguir el caso, seguían pastando en el predio de los ladrones mientras los servicios públicos pertinentes se lanzaban la pelota de un lado a otro.

 

CUATRO
Si a mí me preguntaran cuál es la fuerza de la naturaleza más temible de esta región, diría sin dudar: el viento. La nieve se disfruta al menos un día y la lluvia se tolera con sopaipillas chilotas y picarones, pero al viento no hay cómo ignorarlo ni hacerlo llevadero. Sólo soportarlo, con la boca y los ojos entrecerrados para que no se llenen de tierra si es que te pilló en la calle, y afirmarse en las famosas barras de las dos peores esquinas del centro de Punta Arenas, que alguna vez fueron cuerdas. Igual como en Santiago nadie arranca con un temblor de menos de 7 de magnitud, aquí con 80 kilómetros por hora todavía se puede andar de peatón, aunque ya tambalean las señaléticas, incluso los semáforos. Pero si aumenta, es para esconderse. Los autos livianos se mueven, las banderas se deshilachan, los tiuques y los gorriones tratan de ir en contra, se caen árboles centenarios, la autoridad marítima cierra todos los puertos, se activa la alerta amarilla, se corta la luz, se cae internet. El temporal de 2021 fue para ponerse a rezar. Una racha especialmente violenta desgajó la techumbre de uno de los edificios de un condominio recién inaugurado. Y los viejos murmuran que no se construye como antes, que nadie pone cinco clavos gruesos por plancha y que las constructoras afuerinas no respetan el clima de Magallanes.

 

CINCO
Un alambre en la mitad de la pampa, una línea divisoria imaginaria en las aguas. Así es la frontera entre Chile y Argentina en el territorio por estos lares, tan etérea que basta pasarse por debajo de las púas para tomarse una foto en tierra extranjera. Salvo por sus pasos fronterizos –Dorotea, Casas Viejas, Río Don Guillermo, San Sebastián e Integración Austral–, parece limitar con Argentina y con la pampa inmensa hasta donde la vista alcanza.

El trazado no es un representante fidedigno de todos los trastornos que han existido en la vecindad desde que existen tratados limítrofes. Todos los años es noticia en Punta Arenas alguna apropiación o intervención indebida de los vecinos que genera movimientos diplomáticos y hasta vocerías presidenciales. Un mapa mal dibujado, un monumento, una mina antipersonal, supuestos errores en cuya inocencia nadie cree. El último se debió a unos paneles mal instalados en la ribera sur de la boca oriental del Estrecho de Magallanes, que conecta con el Atlántico y limita con la provincia argentina de Santa Cruz. Se exigió su retiro en forma rotunda, supongo que se realizó. La cuestión geopolítica es candente acá. Los latidos patrióticos se aceleran cuando los camioneros argentinos deciden bloquear el paso de sus colegas chilenos y se empieza a murmurar con temor la palabra “desabastecimiento”. Que no llegue el camión es una minicatástrofe que significa estantería vacía en el sector de la verduras, entre otros malos ratos. “Llevamos medio siglo dependiendo del estado de ánimo argentino”, dijo el máximo dirigente transportista en Coyhaique, donde sufren de lo mismo.

 

SEIS
El Kiosko Roca fue elegido la mejor picada de Chile en 2012. Es un local muy pequeño que no ha cambiado su decoración más que en aumentar el branding del equipo de la Universidad de Chile, del que son devotos. Con la fama que tienen, cuesta entender por qué todavía hay que explicar que su preparación estrella no es el choripán del resto del país, de Puerto Montt hacia arriba, lleno de grasa sabrosa y crujiente y pebre, en pan de marraqueta fresco como el que acá escasea. No lo voy a explicar acá, porque por más que uno lo cuente es de esas cosas que hay que probar para creer. Yo voy desde los años 80, regularmente los viernes, porque salía del colegio a la 1.30. Era parte de una bandada de chiquillas de abrigo azul con insignia y jumper hasta la rodilla que ocupaba los pisos altos atornillados frente al mesón. Era una colación pre-almuerzo compuesta de tres pancitos blancos, perfectos, rellenos con la preparación misteriosa, más un vaso grande de leche con plátano que jamás (repito, jamás) nos cayó mal al estómago. En la temporada turística, los visitantes nacionales y extranjeros llegan escépticos a probar eso que parece tan asqueroso, de pie ante las mesitas de afuera acompañados de las palomas. No dudo que a más de alguno no le haya gustado, pero lo que más oigo, mientras voy pasando por ahí, son exclamaciones de agrado y felicitaciones. El resto del año, cuando sólo habemos residentes en las calles, aparecen muy temprano los compañeros solidarios que compran de a veinte o treinta pancitos que se llevan bien envueltos en alusa para el desayuno de la oficina. No es raro ver en el aeropuerto una transaca de paquetes de cincuenta o más que algún nostálgico pidió desde el norte. Hace unos años hubo locales con franquicia en Santiago y Viña del Mar, pero nada se pudo comparar al sabor original condimentado con la experiencia de comerlo ahí, en el boliche donde empezó su historia.

 

SIETE
Iba a ser uno de los grandes eventos de las clasificatorias de la Copa Chile de fútbol amateur de 2024, pero mientras al campeón local Presidente Ibáñez le daba totalmente lo mismo que el día del partido estuviera nevando o cayéndose el mundo (porque en Magallanes nada detiene un partido ni un asado ni un desfile al aire libre), el visitante Huachipato no estaba seguro de las condiciones de la cancha del Estadio Fiscal, donde se iban a enfrentar. Justo unos días antes del encuentro pactado para el 15 de junio la ciudad amaneció con siete centímetros de nieve. La cancha era un espectáculo precioso de ver. El presidente regional de la asociación de clubes afirmó que se podía jugar igual porque “iba a despejar” y se harían esfuerzos por limpiar la cancha. Los “acereros” dudaban.

Se propuso cambiar la disputa a Talcahuano pero el club puntarenense se negó, con el apoyo de la autoridad regional. Se ha jugado en peores condiciones, dijo el delegado presidencial. Como no se ponían de acuerdo, el nivel central decidió darle el triunfo por secretaría a Huachipato, lo que implicaba la eliminación de Presidente Ibáñez. La hinchada local estalló de furia, igual que los que seguimos el caso en la prensa regional aunque no entendiéramos de fútbol. La polémica siguió escalando: Presidente Ibáñez presentó un recurso de protección ante la Corte de Punta Arenas, que lo acogió y ordenó que se dejara la decisión sin efecto y se reprogramara el partido. Ya era septiembre. A fin de mes terminó la teleserie. Masacre total, 12-0 a favor de Huachipato. Cosas del fútbol, que se aceptan igual que el clima.

 

OCHO
Ese mismo 2024 hubo un invierno a la antigua como no pasaba desde hacía décadas. Cayeron unos copos gordos que cubrieron a la ciudad de la nieve más maravillosa de todas, blanda, brillante, como polvo de azúcar. Es linda la nieve, sí, pero cuando se empieza a transformar en sopa de escarcha y deja cerritos de hielo duro mezclado con tierra uno ya no tiene ganas de dejar la huella de un ángel sobre el suelo. Varios días de temperaturas bajo cero hicieron colapsar a la ciudad: niños sin clases, casas sin agua ni calefacción, personas aisladas. Se volvieron a cotizar como nunca los consejos de padres o abuelos que traían los aprendizajes de los tiempos pasados: abrigar el medidor de agua con plumavit o lana, dejar un hilito de agua goteando en la noche y nunca jamás descongelar las cañerías con agua hirviendo porque es así como explotan. No: antes que eso, tape el medidor, póngale encima paños tibios o pásele muy suavemente el secador de pelo. Y a esperar. Salieron los consejos para la escarcha matutina (dejar el motor andando cinco minutos antes, mantener una botella de agua y una escobilla de borde rígido para barrer el hielo de los vidrios) y para conducir por las calles espejeantes (si el auto patina no frenes, llévalo hacia una vereda). Y no olvides los trabajos de la nieve. Si no barres tu vereda, serás el primero en resbalar y caer sentado, si no de espaldas, cuando la nieve se convierta en escarcha.

 

NUEVE
De la colección “Colectivos y colectiveros”. El hombre parece salido de un cuento de Francisco Coloane: moreno, cada arruga como una grieta sobre la piel, con un pañuelo atado en la cabeza sobre pelo escaso que muestra canas. Puede tener treinta u ochenta años. Lleva un buzo de mecánico tieso de barro seco y bototos gastadísimos. Se nota que la ciudad no es lo suyo, menos un colectivo donde va apretado entre dos pasajeros, pero no parece incómodo, no se remueve en el asiento tratando de ganar espacio ni suspira ni se hunde en la contemplación del celular. Me cuenta que ha trabajado en todos lados, la última vez en una pesquería donde le tocaba acarrear baldes de agua para las operarias que estaban desconchando. El agua helada le quemaba las manos sin guantes, pero no pidió. “No, no, le mandé no más”. También estuvo en el campo. Me explica que para echar a andar un tractor hay que subirlo a una lomita y después empujarlo cuesta abajo porque con el vuelo el motor se enciende. Pero un día al patrón se le olvidó y lo dejó en el plano. “Todos los viejos tratando de moverlo pero estaba crúo, al final lo dejamos tirado y el patrón se privó”. A Punta Arenas vino porque lo llamó una mujer a la que le hace trabajos de jardinería y otras “changuitas”. Me mira con una chispa traviesa en los ojos. Se baja en el paradero de Chiloé con Fagnano, se echa el bolso al hombro y enfila al sur.

 

DIEZ
En Punta Arenas no hay pingüinos en la calle ni los tenemos de mascotas. La primera vez que vi uno fue en Cartagena, región de Valparaíso: un pingüino de Humboldt que se distribuye desde el norte del país hasta Chiloé, aguachado por un pescador. Para ver pingüinos en Magallanes hay que cruzar a Tierra del Fuego o tener la discutible suerte de toparse con un ejemplar desorientado en la Costanera del Estrecho.

No comemos cordero todos los fines de semana. El cordero se disfruta en temporada de verano, al aire libre. No hay centolla todo el año. Tiene una veda estricta de seis meses.

El recinto donde se puede comprar productos importados liberados de impuesto no se llama Zofri. Esa es la de Iquique. Acá se llama Zona Franca. En realidad, desde hace algunos años es Zona Austral, pero el cambio de nombre no pudo con décadas de tradición.

El territorio de Magallanes y de la Antártica Chile tiene una superficie de 132.297 kilómetros cuadrados, lo que equivale al 18% de la superficie de Chile. Aunque se agradece la preocupación, se ruega considerar el dato la próxima vez que se registre un sismo en Magallanes, porque estos suelen darse en el fondo del mar y a kilómetros de cualquier centro poblado.

 

ONCE
He ido al parque nacional Torres del Paine toda mi vida y no he hecho ningún sendero. Ni la O ni la W, ni siquiera la base de las Torres, aquel donde, después de hacer cumbre, todo el mundo se toma una foto. Pero mi caso no es atípico entre los magallánicos. Uno no va a hacer turismo al patio de su casa, y esa es la forma en que acá se concibe el territorio, apreciándolo en todas sus formas pero sin hacer una procesión para reverenciarlo. Uno está envuelto en él desde el día en que se descubren, por nacimiento o por adopción, los cielos pintados a mano, los árboles peinados por el viento, el estrecho, el guanaco, el carancho. Quinientos kilómetros de ida y quinientos kilómetros de vuelta no son nada para los coterráneos acostumbrados a tragar ripio por los caminos durante horas y horas, sin prisa pero sin pausa.

Yo fui uno de esos cabros chicos aburridos a los que subían al auto sin preguntarles nada porque mis papás, que no tenían pasta de aventureros, habían decidido llevar a unos amigos a las Torres del Paine por el día. Salíamos a las ocho de la mañana, tres horas hasta Puerto Natales, una parada para comer algo y cargar bencina, dos horas al parque, una vez allá, frente a la hermosa postal de la octava maravilla del mundo, hacer el único paseo posible: los saltos Chico y Grande, el lago Pehoé con sus aguas turquesa, el ventisquero Grey. Unos sándwiches y de vuelta a Punta Arenas. Llegábamos de noche. Yo me recostaba contra el vidrio del auto para ver la Cruz del Sur. La luz del faro de la isla Magdalena me avisaba que estábamos cerca.

 

DOCE
De la colección “Colectivos y colectiveros”. Esquina de Maipú con España. Nos detenemos frente a un semáforo, el tiempo suficiente para que el conductor y los tres pasajeros –soy la única mujer– claven los ojos en el auto que tienen al lado. Yo, en mi ignorancia, veo un sedán de dos puertas, bajo, trompudo, con una capa de tierra debajo de la cual asoma un color rojo anaranjado. Parece antiguo como el pañuelo de un abuelito. “Un Opala del 88”, dictamina el conductor, que también parece de esos años. “Ese auto es de un gásfiter”, comenta el copiloto, a quien sólo le veo el pelo entrecano y chuzo debajo del jockey. “El viejo lo deja amarrado con cadenas a un poste o a lo que sea que esté firme para que no se lo roben los cabros de mierda que quieren un auto para ir a carretear”. Nos reímos todos porque el código tuerca es parte del puntarenense, incluso mío, que no conduzco pero tengo toda una vida de experiencia como copiloto. Cuando me bajo en Chiloé con Errázuriz ya están hablando de motores y litros que gasta cada uno, de lo buenos y sólidos que son los autos antiguos versus lo livianos y chantas de los nuevos.

 

TRECE
De la colección “Colectivos y colectiveros”. Esquina de Avenida España con Enrique Abello. Sólo el conductor y yo, en silencio. Pero cuando él lo rompió y le vi la cara me di cuenta de que lo suyo no había sido respeto a mi espacio sino conmoción.

“Es que no sabe lo que me pasó. Por acá cerca del mall tomé a una pasajera, una mujer que iba tan perdida de borracha que se sentó y se quedó dormida. Se fueron bajando los pasajeros, llegué al final del destino y no se despertaba. Me puse a dar vueltas esperando que se despertara. De repente como que reaccionó, se sentó, me miró y me pidió que le hiciera de taxi porque tenía que ir al consultorio. Así que puse taxímetro y la llevé al Mateo Bencur, donde me dijo. A todo esto, no me había pagado ni el pasaje del colectivo. Entró, salió, me pidió que la llevara a otro consultorio, el Thomas Fenton. Caminaba dos pasos para adelante y para atrás, raja. Cuando salió me pidió que la llevara a una casa en una población. Se bajó y se puso a aporrear la puerta. Ábreme, tal por cual, desgraciado, cosas que no le puedo repetir. Se asomó un tipo con cara de susto, le cerró la puerta en la cara. Yo ahí esperando mientras ella estaba que echaba la puerta abajo. Al final dije ‘me voy’ y eché a andar el auto, pero a mitad de cuadra me di cuenta de que había dejado su cartera en el asiento de atrás. Me devolví, bajé la ventanilla y le dije ‘oiga, su cartera’. No le pedí que me pagara ni nada, quería puro irme, si ya llevaba un montón de rato en esto. ‘¡Llévatela, no me importa!’, gritaba ella. ‘¡No la quiero!’, le gritaba yo. Al final se la boté por la ventana y arranqué. Y usted es la primera pasajera que tomo”.

“Yo no he tomado nada”, le digo y recién, por fin, se ríe.

 

CATORCE
“Los días se están acortando”, me dice una amiga. Estamos en la Costanera mirando el Estrecho, ese día muy plácido y muy bello. “Sí, se viene el otoño”, coincido. “Hay frío de nieve”, comenta la mujer que atiende el almacén a la vuelta de mi casa, mientras pesa una palta y dos tomates. “Sí”, asiento. Durante la noche caen los copos. “Se viene la lluvia”, dice el colectivero, apuntando hacia el sur, envuelto en una nube negra. “Así parece”, respondo. Y en la tarde se larga la lluvia fina y mojadora. “Se fue el invierno, llegaron los canquenes colorados”, me comenta un amigo ornitólogo. “Sí”, sonrío. “Escuché gritar al primer queltehue y el zumbido de la cola de la becacina en el humedal cerca de mi casa”. Quién necesita el pronóstico oficial del tiempo, que además no acierta nunca.

 

QUINCE
En 2001 murió Chocolate, un perro de pelaje café claro con hocico de barbucho que se hizo conocido en la ciudad porque aparecía en la mitad de todos los eventos que se hacían en la Plaza de Armas: desfiles, protestas, inauguraciones, actos de honor a visitas ilustres, maratones. Le encantaban el podio de las autoridades y el pedestal de la bandera nacional. Salía en todas las fotos de portada del diario local. Los turistas extranjeros lo conocían y se tomaban fotos con él.

Su origen es desconocido como el de tanto perro callejero. En Punta Arenas, al igual que en otras ciudades donde todavía no se ejerce en serio la tenencia responsable, la mayoría de los perros andan libres. Cómo lo voy a tener encerrado, cómo no va a correr por los campos o por la playa, si es tan feliz asustando a los pajaritos, cómo se le ocurre que le voy a cortar sus bolitas, etc. Chocolate aceptaba la comida que le daban y, a veces, consentía en pasar unas horas bajo techo, pero al rato estaba rascando la puerta para que lo dejaran ir.

Su muerte fue cruel. Alguien lo encontró en el basurero municipal, apuñalado. La leyenda urbana dice que los autores fueron un par de borrachos que empezaron a molestarlo y a patearlo fuera de una discoteque, donde Chocolate estaba durmiendo hecho un ovillo. La Unión de Defensa de los Derechos de los Animales rescató su cuerpo y organizó su funeral en la Plaza de Armas, el lugar en el que se hizo conocido. Llegaron unas trescientas personas que dejaron flores, cantaron e improvisaron discursos ante el pequeño ataúd blanco. La leyenda también dice que algunos deudos se le fueron encima a un santiaguino que pasaba por ahí y se burló de la situación. El alcalde de la época, que estaba en un viaje, ordenó que por motivos sanitarios lo sacaran de la Plaza de Armas. Desde entonces, Chocolate está enterrado en alguna parte del Parque María Behety, que es propiedad municipal.

 

DIECISÉIS
El concepto de meme apareció por primera vez en El gen egoísta, de Richard Dawkins, no en Tik Tok, y fue su intento de explicar por qué algunos comportamientos que parecían no tener sentido eran comunes en las sociedades humanas. En su aplicación linguística, un meme es un rasgo, una conducta o un concepto que se transmite por imitación, pero no se sabe cómo ni por qué. Es tan inexplicable pero al mismo tiempo absolutamente coherente con el hecho de llamar “Puq”, por el código del aeropuerto, a Punta Arenas. Un día alguien lo ocupó de hashtag en el exTwitter y ahí quedó, como un chiste interno del que sólo nos reímos nosotros y que conversa bien con la satisfacción histórica de hacer grupo aparte.

 

DIECISIETE
Para conocer una de las expresiones máximas de felicidad al estilo magallánico hay que ir un domingo después del almuerzo al Club Andino, del que se dice con orgullo que es la única cancha de esquí del mundo que mira al mar. Pero no a esquiar, obviamente, sino a eludir con alegría una alambrada con su cartel No Pasar para tirarse en trineo por una loma resbalosa ni siquiera muy pronunciada pero suficiente. Las tablas plásticas de colores encendidos no tienen nada que ver con el trineo de palo de mi infancia, pero la algarabía es la misma. Se tiran de a uno, de a dos, chocan, se cruzan los perros ladrando, se van contra la orilla, por ahí vuela un zapato, se frena a mano pelada para no dar con la alambrada y el que no alcanza se estrella nomás. Cuando veo a las adolescentes con peto, a los chicos con los pantalones a la cadera, a sus papás con zapatillas deportivas y a los niños sin gorro, a las abuelas viéndolos pasar, pienso en una sobremesa del almuerzo, ociosa, divertida y seguramente bien regada, en la que alguien dice “¿Y si vamos a tirarnos en trineo?” y se levantan todos y salen tal como están, ya muertos de la risa.

 

DIECIOCHO
Cuesta deshacerte de esta tierra cuando naciste en ella y te criaste con los ojos llenos de sus cielos, pero cuando no eres de acá y te tocó instalarte por razones de trabajo, de amor o la que sea, hay poco espacio para la gama de grises. O te gusta o no. A los puntarenenses nos gusta preguntarles a los afuerinos si están cómodos en nuestro reino, nos inflamos de orgullo cuando la respuesta es que sí y compadecemos al que se queja por el frío, por la distancia o por el ritmo de la vida. Si no le gustó desde el principio, el día uno, el primer invierno, no le va a gustar nunca.

 

DIECINUEVE
Lo dice el himno compuesto por el adelantadísimo José Bohr, pionero del cine y de la música, en la década de los 40:

Punta Arenas, Punta Arenas,

eres perla entre las perlas tú del sur,

Punta Arenas, Punta Arenas,

El jardín de ensueño de mi juventud.

Punta Arenas, Punta Arenas,

el que come calafate ha de volver

a tus playas, Punta Arenas,

donde anida mi querer.

Y lo ratifica la hermosa leyenda sobre el amor prohibido entre la joven aónikenk Calafate y su enamorado, un selknam, en el que ella se convierte en un arbusto capaz de producir flores amarillas y un fruto entre espinas temibles para estar siempre cerca de él.

Es el calafate lo que hace volver a Punta Arenas, no el acto antihigiénico de besar el dedo gordo de un indígena patagón que forma parte del famoso monumento a Hernando de Magallanes, obra de Guillermo Córdova, construido con el dinero del pionero José Menéndez e inaugurado para la conmemoración del cuarto centenario de la circunnavegación, en 1920. En este caso, la leyenda dice que un marinero español se tatuó en el pecho la imagen del indio y que parecía viva cada vez que él se movía. Un día, frente al espejo, le preguntó a su tatuaje si le iba a ir bien en un negocio y el dedo gordo del indígena pareció elevarse en señal afirmativa. Muy contento con la respuesta, le dio un beso al dedo de la estatua cuando iba camino al puerto.

 

VEINTE
Técnicamente, los “Mensajes para el campo” son la prehistoria del WhatsApp entre la gente de las ciudades y los trabajadores de estancia. En un sentido profundo e identitario, da en el corazón del habla magallánica y de los vínculos familiares, sociales y laborales campo-ciudad. No podría ocurrir en otro formato que el radial. Empezó en la Radio Austral en los años 20, fue replicado por radioemisoras de toda la región, de Aysén y Los Lagos, y hoy sigue en la Radio Polar, pero con el nombre de “Servicios comunitarios” y un enfoque más ejecutivo: citaciones, solicitudes de empleo, avisos sociales.

En tiempos pasados, el interesado iba a la radio a dejar el mensaje y el nombre de su destinatario. El texto era telegráfico, críptico y dirigido directamente a los oídos que importaban, con un metalenguaje que me intrigaba cuando niña porque no entendía cómo los receptores sabían cuándo les estaban hablando a ellos. Circulaban los asuntos de la vida y la muerte, lo triste y lo alegre, lo cotidiano y lo excepcional, y uno podía imaginar cómo kilómetros de pampa y de viento rugiente se desvanecían en las ondas radiales. En mi casa sintonizábamos el de Radio Tierra del Fuego, que empezaba con el sonido del viento y una fanfarria ejecutada por una trompeta. No teníamos a nadie en el campo pero lo escuchábamos igual, porque era lo que se hacía en las casas de Punta Arenas al mediodía y a las siete de la tarde, cuando iba la repetición. La invencibilidad de la necesidad del contacto humano me dejaba con una sensación de tristeza y ternura. Me calmaba la cadencia de las oraciones, como una letanía.

“Que ponga carneros a las ovejas”.

“El domingo viajamos a la estancia”.

“Javier, vaya hoy a esa”.

“La mamá sigue enferma, te ruego pongas en contacto lo antes posible”.

“No mandes plata ná, vecino me hizo el favor”.

“Mañana viajo a la estancia, espérame en el cruce con la yegua de tu hermana”.

“Faene un consumo, yo pasaré a buscarlo”.

“Voy con visita, habría que faenar el chancho de la tía Puri”.

“No puedo hacer lo acordado y requiero lo que te pedí”.

“Bajar para solucionar un problema urgente de su casa (no le pagaron)”.

Y esta joya:

“Donde se encuentre, para Ulises Fuentes/ Paulina Soto está en Tierra del Fuego, viajó desde Santiago para encontrarlo y pedirle perdón/ el amor de mi vida/ me ubico en el hotel España de Porvenir/ me quedo hasta mañana martes a las 19 horas”.

Claudia Urzúa

Es periodista y magíster en Historia. Es la autora de Chile en los ojos de Darwin (2009).

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