La periodista y editora argentina responde aquí una pregunta que le han hecho cientos de veces: para escribir un perfil o una crónica excepcional, ¿qué hace falta?

 

 

 

 

UNO

Empecemos por decir que la candidez es importante. Semanas atrás recibí el correo electrónico de un colega al que no conozco. El colega había hecho una entrevista con alguien a quien consideraba interesante. La entrevista había durado dos horas. A partir de esa única entrevista había escrito un perfil. En el correo, además de contarme quién era el perfilado, adjuntaba el texto. El trabajo de un editor –eso soy, además de periodista– es buscar nuevos autores, nuevas miradas. Pero una entrevista de dos horas equivale al primer carraspeo de una larguísima bronquitis, que es como podríamos definir la instancia de reporteo: una larguísima bronquitis, una enfermedad que reclama, se hace presente, nos ocupa el cuerpo durante semanas o meses. De modo que, en principio, un perfil montado sobre una sola entrevista podría haberme hecho descartar el asunto, responder amablemente y, quizás, cosa que nunca hago, no leer el adjunto. Pero este colega agregaba una línea extraordinaria. Decía: “Se me ocurrió mandarte la nota, porque me gustaría publicarla en la revista que editás. Usé un tono que se me ocurre cercano a la norma para una publicación de ese tipo. Tampoco es que me salgan tantos tonos diferentes”. El corazón me latió rápido: “Tampoco es que me salgan tantos tonos diferentes”. Una línea cándida, humilde, hermosa, que decía: “Me quedo acá desnudo ante vos con las pocas herramientas de las que dispongo, pero son las mías, no tengo otras; me quedo acá con lo único que tengo: ganas”. Por supuesto, leí el texto –lo hubiera leído de todos modos, aunque ahora lo leí con muchos deseos de que me gustara– y no estaba mal, tampoco bien, pero más allá de eso el protagonista del perfil no era alguien cuya singularidad alcanzara para llegar a las páginas de la revista que edito, que se llama Gatopardo y es mexicana. Conservé el correo, lo releí muchas veces, y cada vez que llegué a esa línea –“tampoco es que me salgan tantos tonos diferentes”– pensé lo que pienso ahora: hay un mundo en esa oración de apariencia simple. Y hoy lo primero que se me ocurre es que, para escribir un perfil o una crónica, lo que hace falta es tener la candidez de las ganas: creer, de verdad, que pueden acumularse todas las instancias de una vida, o de varias, en un montón de páginas, y que ese montón de páginas serán el reflejo más o menos cabal de esa vida o de esas vidas, y que en algún momento esas páginas llegarán a las manos de un editor que se interesará por ellas y que luego llegarán a los ojos de unos cuantos lectores y que, aunque no tengamos tantos tonos diferentes, ahí estamos, intentándolo.  

 

 

DOS  

Claro que se puede tener ganas, como tuvo el colega, y aun así errarle al tiro. Hay varias maneras de errarle al tiro, pero la primera es elegir un tema que no tenga la suficiente singularidad. ¿Qué es la singularidad? Aquello que hace que una historia no sea intercambiable: hay muchas bailarinas de tango en la Argentina, pero sólo hay una, y se llama María Nieves, que logró junto a Juan Carlos Copes, su pareja de baile y de varias cosas más, sacar el tango que se bailaba en las milongas barriales y llevarlo a los escenarios del mundo; hay muchos músicos en la Argentina, pero sólo Fito Páez grabó en 1992 un disco llamado El amor después del amor que es el más vendido de la música popular argentina; hay muchos casos de violencia policial en Latinoamérica, pero fue en Chile, durante el estallido social de octubre de 2019, donde la policía disparó contra la población civil y produjo cuatrocientas víctimas con mutilaciones en el rostro y traumas oculares, y fue también allí donde más del cuarenta y seis por ciento de las causas abiertas por violación de los derechos humanos se cerraron por falta de pruebas. La singularidad es la cola del cometa que ilumina el cielo como no puede hacerlo ninguna luz artificial, es un acontecimiento que transforma la vida de una persona o de un grupo de personas en algo único, que hará que su historia viaje en el tiempo y en el espacio y pueda leerse ahora, o dentro de veinte años, y pueda leerse aquí, o en Mozambique, como si fuera siempre lo que fue en su momento: una especie de ocurrencia trágica o creativa, algo del orden de la novedad, jamás de la noticia.  

 

 

TRES  

Para establecer la singularidad de un asunto hace falta tener un radar propio, ser un trabajador contra el ruido y la furia del tiempo en que se vive pero, a la vez, alguien profundamente conectado con ese tiempo. Es un trabajo difícil, porque no hay nada más ruidoso ni confuso que el presente, y no sólo este sino el presente de cada uno de los años y los siglos. Ese radar no se afina permaneciendo encerrado en una torre, sin conexión con lo que sucede, y es un animal delicado que necesita de lubricación y alimento: leer, ver, pensar, caminar, no permanecer sumergidos en la virtualidad mentirosa que sólo regurgita las cosas con las que estamos de acuerdo para hacernos creer que tenemos razón. Hace falta dudar, esforzarse, establecer una disciplina de funcionamiento, aun cuando la palabra disciplina parece sacada de un manual neonazi y no del método de trabajo de alguien que escribe. Pero yo aprendí que a mí no me sirven, para pensar, y por tanto para escribir, ni el desorden, ni la improvisación, ni las largas parcelas de ocio, ni eso que llaman “relajarse”, una idea tan sobrevalorada como la eficacia de la ropa deportiva inteligente que, puedo decirlo por experiencia, no es más inteligente que mis viejas camisetas de algodón gastado que huelen mucho mejor después de haber corrido durante una hora. Hace poco regresé de un viaje largo, unos cuarenta y cinco días. Me di cuenta de que, a medida que transcurrían las semanas, me iba volviendo más idiota, sumergida en preocupaciones banales del tipo “¿Dónde cenamos hoy?”, o “¿Será mejor ir desde Roma hasta Trani por la carretera principal o por la secundaria?”. Ese ruido permanente de la banalidad, y el susurro odioso de la chica del navegador de Google con la que tuve pesadillas –su voz maquínica repitiendo: “En quinientos metros, en la rotonda, toma la segunda salida en dirección a Génova”–, me contaminaron al punto que me resultaba difícil hilar una idea, hacer nexos, llevar un razonamiento hasta el final. Empezaba a pensar en los libros fabulosos que estaba leyendo o que había leído –Los destrozos, de Bret Easton Ellis; Amor sin fin, de Scott Spencer; La conejera, de Tess Gunty–, intentando establecer alguna frase más interesante que “Muy lindos, me gustaron mucho”, pero siempre, en algún momento, me topaba con la imagen del atún rojo que había comido en un restaurante de Menorca, o con la de la playa del mar Jónico en la que el día anterior había visto un cielo tenso como un salvapantallas atravesado por kitesurfers violentos como pterodáctilos, o con la tediosa búsqueda en Booking.com de la nueva massería en medio de la nada con piscina y parking gratis en la que iba a pasar la noche siguiente. No es una condición, y cada uno piensa como quiere o como puede, pero yo no puedo pensar en esas condiciones. Necesito grandes dosis de soledad, de rumia. Necesito, quiero decir, estar entre mis cosas. Allí donde “mis cosas” debe leerse como mi estudio, que funciona como un cerebro aparte, y mi computadora. Con el tiempo he aprendido que, si tengo mi computadora, puedo montar eso que llamo “mi estudio” en casi cualquier sitio: una habitación de hotel, una casa ajena. Pero jamás puedo hacerlo en compañía de alguien y sin un grado mínimo de tensión. Eso que los periodistas tenemos y que se llama deadline es, para mí, un bien preciado: si tuviera todo el tiempo del mundo para escribir es posible que no hubiera escrito nunca, en toda mi vida, más de dos páginas.  

 

 

CUATRO  

Una vez establecida la singularidad del asunto, hay dos caminos posibles: hacer lo que hizo el colega –creer en un tema, lanzarse a escribirlo, enviarlo a un editor– o describir el tema en unas veinte líneas concisas, que destaquen justamente la singularidad del asunto, y enviarlas a un editor antes de hacer cualquier otro movimiento. Incluso, antes de hacer el movimiento de pedir una entrevista con el o los sujetos protagonistas de la historia. Yo casi siempre tomo este segundo camino, excepto cuando escribo libros y entonces me comporto como un sujeto completamente cerril, que va hacia las historias que cree interesantes sin compromiso de entrega ni contrato editorial, como si los libros fueran el espacio de la libertad absoluta, de “lo hago porque se me canta”. Hasta ahora ha salido bien y, supongo, si ha salido bien es porque a lo mejor ese radar que sabe percibir la singularidad de las cosas ha estado debidamente afilado, despierto y, sobre todo, confiado en sí mismo.  

Sea como fuere, una vez elegido el asunto que vamos a tratar es cuando, realmente, empiezan los problemas.  

 

 

CINCO  

Porque el primero de todos los pasos para establecer un texto musculoso es, precisamente, desarrollar sus músculos, y sus músculos se desarrollan durante la instancia de eso para lo cual todavía no encontramos un nombre cómodo –reporteo, investigación, trabajo de campo–, que podría resumirse en una frase: levantarse de la silla y salir a ver. Sólo que para levantarse de la silla hace falta vencer la inercia, la inevitable tentación de permanecer con el mate a mano, el sanguchito disponible, la tele, la calefacción o el aire acondicionado. Salir a ver implica ponerse incómodo. Incluso en situaciones que en apariencia no presentarían una gran incomodidad como, por ejemplo, estar en una sala de ensayos escuchando a una banda. Yo he permanecido en esa situación, sentada en un sitio estratégico desde el que pudiera escuchar bien, equipada con una botella de Coca-Cola y un alfajor. Después de estar allí cinco horas puedo decir que hubiera preferido estar metida en el barro de una trinchera. El arte de salir a ver consiste más en mirar que en preguntar, y de las decenas de cosas que suceden a nuestro alrededor sólo unas pocas servirán para resumir, en un gesto o un diálogo, toda una situación. Por supuesto que conversar con los protagonistas de la historia es fundamental, pero también lo es establecer un sistema de observación que permita insertar el relato que hace la gente de su propia vida en el marco de su vida tal como la ejecuta. Es como leer la partitura y escuchar la partitura interpretada: el reporteo bien hecho debe abarcar las dos cosas y, para eso, es necesaria la permanencia. Es por ese motivo que la entrevista de dos horas que mencionaba el colega sonaba a tan poquito: porque en dos horas uno puede irse con el grabador repleto de anécdotas y revelaciones e historias –la partitura escrita–, pero de ninguna manera puede ser testigo de cómo esas anécdotas y revelaciones e historias gravitan en la vida viva de una persona: la partitura ejecutada.  

Lo he dicho antes, y me siento repitiendo mi propia partitura, pero la forma en que una persona se dirige a un taxista o a sus empleados, la manera en la que alguien conversa con sus hijos o se prepara para salir al escenario, dicen, de esa persona, mucho más de lo que esa persona está dispuesta a decir.  

No es la duración del reporteo lo que garantiza su calidad. Podemos estar tres meses junto a una persona, y ser incapaces de verla. Podemos estar una semana junto a esa misma persona, y verla hasta los huesos. Lo único que garantiza la calidad del reporteo es la mirada: saber ver. Que implica también, por supuesto, saber escuchar.  

 

 

SEIS 

Lo que nos lleva a las preguntas que hacemos cuando buscamos información para escribir una crónica o un perfil. Hace un tiempo escribí una columna que, al menos al momento de escribir esto, todavía no publiqué. Habla de las entrevistas que a veces me hacen, por diversos motivos, y dice:  

 

Preguntan: “¿Qué opina de la calidad del periodismo latinoamericano?”. Preguntan: “¿Cree que los medios están en crisis?”. Preguntan: “¿Qué diarios lee?”. Preguntan: “¿Qué piensa de la cobertura que se está haciendo de la guerra en Ucrania?”. Preguntan: “¿Cómo elige sus temas?”. Preguntan: “¿Cuánto tiempo le lleva escribir una crónica?”. Preguntan: “¿Utiliza grabadora o anotador?”. Preguntan: “¿Transcribe usted misma sus propias entrevistas?”. Preguntan: “¿Por qué se ha llegado a la polarización extrema en la política?”. Preguntan: “¿Cómo es vivir con inflación en la Argentina?”. Preguntan: “¿A quién le gustaría entrevistar que aún no haya entrevistado?”. Preguntan: “¿Cuál de todos sus textos le dio más trabajo?”. Preguntan: “¿Quiénes son sus referentes en el periodismo?”. Preguntan: “¿Qué piensa del lenguaje inclusivo?”. Preguntan: “¿Podría dar algún consejo a los colegas que recién comienzan?”. Preguntan: “¿Trabaja en varios proyectos a la vez?”. Preguntan: “¿Qué significó para usted la publicación de este libro?”. Preguntan: “¿Por qué no tiene redes sociales?”. Pero nunca hacen las preguntas que podrían producir respuestas peligrosas. Respuestas como: soledad, miedo absoluto, poco, nunca o una sola vez, hace demasiado que ya no me sucede, no tengo esperanzas de que vuelva a pasar, furia, pánico, vacío, fastidio, aburrimiento, ira, todavía lo extraño, no me habitúo a la idea de no poder llamarlo para que me diga “Va a estar todo bien”, en realidad me echaron, rencor, rencor, rencor, envidia, sin ilusiones al respecto, hastiada, casi nunca lo logro, lo hago pero no me gusta, fue una mala decisión, llegué hasta allí debido a una larga cadena de casualidades y azares unida a terrores espantosos que paso a enumerar. Benditos sean quienes no preguntan. Permiten seguir fingiendo, dejar la máscara en su sitio. 

No sé de dónde salió la idea de que una buena entrevista debe ser una “conversación natural”. No hay nada más antinatural que una entrevista para hacer una crónica o un perfil. Para empezar, es una situación completamente dispar: si hicimos bien nuestro trabajo de investigación previo, sabremos muchas cosas de la persona a la cual entrevistamos, y es muy posible que la persona a la que entrevistamos no sepa absolutamente nada, o muy poco, de nosotros. Y es de esperar que esa situación se mantenga así: el entrevistado no es nuestro amigo –aun cuando lo sea: mi trabajo es dejar esa característica de lado, sumirla en el olvido–, ni está ahí para saber si vivimos solos o en pareja, si nos gusta el apio o somos alérgicos al tomate. De modo que, de partida, estamos haciendo algo raro: un sujeto que no sabe nada de quien pregunta le confiará, a esa persona, cosas que posiblemente no le haya confiado siquiera a su pareja. Para seguir con la antinaturalidad del asunto, yo, una completa desconocida, le haré a una persona preguntas que intentarán llegar tan a fondo como esa persona lo permita en las entretelas de su vida, los pliegues de sus secretos, los rayos gamma de su dolor, el láser de sus alegrías. Todo eso tendrá un costo para esa persona, y el pacto tácito es que está dispuesta a pagarlo puesto que aceptó recibirme, pero no debería tener un gran costo para mí. Me refiero a un costo emocional: la pena, la perturbación, la tristeza (que de todo eso hay en una entrevista que pudiéramos denominar “exitosa”), deberán quedar en el texto, no en mí, porque si quedan en mí no sólo habrá daño sino que sucederá algo peor: no habrá transmisión posible. Muchas veces me han preguntado por qué la gente parece decirme cosas que no le dice a nadie más. Por qué Julieta Venegas me habla de todos los problemas que se generaron con su expareja en relación a la hija que tuvieron. Por qué María Nieves me habla de Juan Carlos Copes cuando juró que en toda su vida no iba a hablar de Juan Carlos Copes. Por qué los familiares de los soldados caídos en las islas Malvinas, que ya no quieren hablar con ningún periodista más, me cuentan sus historias. Por qué gente esquiva –Fito Páez, Ricardo Darín–, poco dada a las entrevistas largas y a mostrar su intimidad, me recibe en su casa una y otra vez. Mi única respuesta es que los escucho. Y que no establezco acerca de lo que escucho un juicio moral. Los escucho demostrándoles que estoy profundamente interesada en ellos. Los escucho lanzándoles mensajes –con el cuerpo, con las pocas palabras que pronuncio, con las pocas preguntas que les hago–, que dicen “Estoy acá, completamente con vos, no hay nada ni nadie más importante para mí en este momento, estoy haciendo mi mejor esfuerzo para tratar de entender cómo deviniste lo que sos, cómo fuiste cuando eras lo que eras, qué cantidad de amor quedó por el camino, cuántas veces la frustración casi te mata, y quiero ver tus momentos de intensa felicidad extendidos sobre esta mesa que nos separa para poder contarlos bien, para hacer honor a la historia que me estás contando, así que no te inhibas, sólo soy alguien que quiere saber”. No es una posición fácil porque, para ser ese alguien que quiere saber, hay que lograr que el otro olvide que todo ser que quiere saber puede ser, también, un ser que hace mal.  

Lo que nos lleva a lo que quería decirles desde el principio en este apartado, y que aún no les he dicho.  

 

 

SIETE  

¿Qué clase de preguntas se deberían hacer durante una entrevista de este tipo? Las preguntas que podría hacer un niño de doce años pero con la información de una persona de más de cincuenta. No se trata de fingir inocencia, sino de aplicar curiosidad genuina que, además, esté respaldada por información. No puedo sentarme ante Fito Páez y preguntarle si en el año 1992 editó algún disco, porque inmediatamente pensaría que está tratando con una imbécil, pero sí puedo preguntarle en qué estado del alma compuso ese disco, El amor después del amor, y puedo preguntarle cómo sigue la vida de alguien luego de un éxito semejante y él puede contestarme, como me contestó, que siguió a eso una crisis de creatividad que duró años. Las preguntas no deben notarse, no deben ser fuegos de artificio atravesando el cielo nocturno. Son pequeños empujones, partículas ácidas que horadan de a poco la superficie para llegar suavemente al corazón del daño o de la felicidad o de la ilusión del otro y que, una vez allí, saben extraer, también con suavidad, a base de pequeñas embestidas, avances y retrocesos, algo que no es la verdad, que no es una revelación, pero que está profundamente vivo.  

 

 

OCHO  

En algún momento hay que parar. Hay que decir “ya está”. Para mí ese momento llega en cuotas, y tiene que ver con dos sensaciones. La primera es la sensación de que todas las preguntas acerca del otro o de los otros, esas fosas oscuras donde no había luz al comienzo del reporteo, están bastante respondidas. Cuando ya no quedan etapas de la vida del otro o de los otros que no se hayan recorrido, cuando está claro de qué manera el otro o los otros llegaron de A a B y de ahí a Z, hay una nítida certeza de final de camino y el The End se instala de manera poderosa: es imposible seguir. La segunda es una sensación pesada, de desgaste, que podría describirse como “Si lo veo una vez más me voy a poner a gritar”. Después de meses o años de entrevistas, uno termina colmado del otro, casi colonizado, tóxico. Y, como en los matrimonios que han sido felices pero ya no lo son, en honor a esa felicidad pasada hay que retirarse. Y, para retirarse, hay que dar aviso. No desaparecer intempestivamente sino decir, por ejemplo: “Creo que ya tengo todo. Podemos encontrarnos la semana que viene para una última entrevista, pero ya estamos”. Esa despedida puede ser tomada por el otro con alivio o con tristeza. Ambas cosas son síntoma de que hemos hecho las cosas bien: nos hemos retirado a tiempo, hemos sido algo importante, la conversación ha dejado huella –lo que garantiza que el texto también la dejará–, y alguien en el mundo nos va a extrañar. Quizás para siempre. A veces pasa.  

 

 

NUEVE  

Si con el reporteo empiezan todos los problemas, después siguen. Haber hecho las cosas bien implica que, posiblemente, tengamos un exceso de material equivalente al sesenta por ciento, o más, de todo lo que hemos recogido en las entrevistas, la observación, los libros, los videos, los documentos. A pesar de que el pacto tácito es que todo lo que se vio o se conversó, excepto por un pedido explícito del entrevistado, va a publicarse, no todo puede publicarse. Si todo es importante, nada es importante. Lo que nos lleva de cabeza al momento más complejo de todo el asunto, que es la selección de la información: ¿qué situaciones incluir y cuáles dejar afuera, qué fragmentos de las decenas de entrevistas incluir y cuáles dejar afuera? Pero, antes de eso, está el trabajo de picapedrero: desgrabar.  

 

 

DIEZ  

No hay superstición que me parezca más tonta que la que dice que el grabador inhibe a los entrevistados. Me da risa el uso de las consabidas tarjetas de tintorería que supuestamente utiliza el periodista norteamericano Gay Talese para tomar notas durante las entrevistas, y siempre he pensado que el hombre es un genio o un mentiroso. No son los grabadores los que inhiben a las personas, sino las personas las que inhiben a las personas. Culpar al grabador, esa cosa noble que hace la tarea de registrar todo de manera impecable mientras nosotros podemos estar absortos en la conversación sin tensiones, me parece absurdo. Yo grabo todas mis entrevistas y, peor aun, las desgrabo. Desgrabar es una tarea aburrida, demoledora, brutal. En enero de 2024 se publicó un libro que escribí y para el que hice unas ochenta y cinco entrevistas, algunas de cinco horas. Empecé a desgrabarlas en septiembre de 2022 y terminé de hacerlo en noviembre de ese año. En los tramos finales, separé dos semanas sólo para desgrabar, lo cual implicó encierros de doce o catorce horas de tecleo puro y duro. Para mí esa inmersión en el material es insustituible. Si estoy meses reporteando un tema, sin dudas habré hecho, en paralelo, otras cosas: habré viajado, habré dado clases, habré escrito alguna conferencia como esta, habré entrevistado a otras personas de manera más breve para textos más breves, habré escrito columnas, algún prólogo. Todas interrupciones, cráteres por los que se escapa la concentración que merece el principal tema que me ocupa. Desgrabar me permite dos cosas: primero, revivir esas conversaciones como si estuvieran sucediendo mientras las desgrabo: el cuerpo se conecta, recibe esa información emocional, la registra, la almacena como un combustible virtuoso que servirá, después, para escribir; segundo, tener una visión global de la historia, una visión de conjunto, sin fragmentaciones. Desgrabo todo, cada frase, cada partícula, no omito ni las toses, ni las risas, ni las exclamaciones banales. Porque no sé, a la hora de escribir, qué carcajada sobrevenida en un momento inadecuado puede servirme de conector para pasar a otra cosa, o qué serie de carcajadas sobrevenidas siempre en los momentos más inadecuados pueden permitirme acceder a un subtexto mudo que revele, por ejemplo, que esa persona, cada vez que dice algo trágico, tiende a desestimarlo con una carcajada.  

 

 

ONCE  

Una vez desgrabado todo el material, lo imprimo y lo leo de principio a fin, con lápiz en mano, y subrayo lo relevante, lo separo del conjunto. En el costado de la página trazo una raya vertical y escribo una palabra sencilla que dé cuenta de lo que se aborda en esa parte. Por ejemplo, la palabra “madre”, o la palabra “infancia”, o las palabras “viaje a Cuba”. Mientras leo ya me he convertido en un animal de sangre caliente, cubierto de hambre, que quiere saber, ahora sí, de qué va la historia, por dónde pasan sus ejes, qué es lo que voy a contar, qué es lo que va a hacer que un perfil de Fito Páez no sea el equivalente a una entrada de Wikipedia sobre Fito Páez. Cuál será, en definitiva, el verdadero tema del asunto. Porque en una buena crónica o un buen perfil la historia que se cuenta siempre es más grande que la historia que se cuenta, así como Romeo y Julieta es, más allá de la historia de Romeo y Julieta, la historia universal de lo indomable, o así como la crónica “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, de David Foster Wallace, no es una crónica sobre un viaje de siete días en un megracrucero por el Caribe sino un viaje angustiante y desasosegado al corazón más negro de los trucos que la raza humana encuentra para no pensar en la insoslayable máquina de aniquilación que es la vida empujando hacia la muerte. Y una vez que tengo claro de qué va la historia, empiezo a pensar en lo que importa: empiezo a pensar en el principio.  

 

 

DOCE  

El camino hacia el infierno del cronista está tapizado de ideas muy raras que se imparten en algunas escuelas de periodismo y que dicen que la calidad del comienzo de un texto se mide por su eficacia para atrapar al lector. Eso sería el equivalente literario de los telemarketers que llaman por teléfono y deben enganchar al que responde con una sola línea infalible para pasar, después, a venderle mierda. O el equivalente literario de esos promotores de tiempo compartido que intentan convencer a los turistas de aceptar una charla sobre los beneficios de semejante monstruosidad a cambio de regalarles una botella de tequila. ¿Un buen principio sería, según ese mandato, algo llamativo, no importa si engañoso, con el único fin de que el lector se quede? La única cualidad que yo busco en un principio es la de necesidad: un buen principio es un principio necesario. Donde necesario quiere decir que contenga una simiente de la atmósfera y los temas que luego van a expandirse. No pienso en los principios como un cartel de neón, sino como la piedra sobre la que construiré mi iglesia. Y eso, desde Cristo y hasta ahora, no es algo a lo que uno le pida que, simplemente, llame la atención. Eso, desde Cristo y hasta ahora, es algo a lo que uno le pide todo. Yo le pido todo: que me sostenga y que me guíe en la oscuridad en la que, apenas después, voy a internarme. Casi una religión completa.  

 

 

TRECE  

Y después sólo queda escribir. Porque sólo escribiendo se puede entender qué se quiere escribir, y sólo escribiendo se logra seleccionar la información: incluir algunas cosas, dejar afuera tantas otras. Eso es todo. Ustedes dirán “Sí, pero ¿cómo?”, y yo les diré que no hay fórmulas. Que lo único que garantiza que uno llegue alguna vez a escribir bien es el exceso de escritura: que no hay manera de escribir bien si no se escribe mucho. Que no hay manera de escribir bien si uno no entiende la diferencia entre escribir y redactar. Que no hay manera de escribir bien si uno no entiende la diferencia entre estilo y artificio. Que no hay manera de escribir bien sin llegar al momento en que se pueden sostener, al mismo tiempo, dos sensaciones contradictorias: la certeza soberbia de que nadie va a escribir acerca de un tema determinado como va a hacerlo uno, y la modestia de saber que, esta vez sí, puede ser la vez en la que todo va a salir terriblemente mal.  

 

 

 

PEQUEÑO INSERTO PARA ACLARAR CUÁL ES LA DIFERENCIA ENTRE ESCRIBIR Y REDACTAR 

Operación Masacre, el libro de Rodolfo Walsh, podría haber comenzado con la frase “El 9 de junio de 1956 murió un hombre llamado Nicolás Carranza”. Pero Walsh hace esto: “Nicolás Carranza no era un hombre feliz esa noche de junio de 1956. Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumba de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra”. 

Hay miles de poemas empalagosos acerca de los muy reales peligros del amor, poemas que huelen a chicle de frutilla, repletos de frases de póster. Y entonces viene Marilyn Hacker y hace esto:  

Tengo las pupilas y la entrepierna dilatadas todo el tiempo,
soy brillante y de pronto muy estúpida;
y muy insomne: la cama es un pantano en el que retozar.
Aunque me mojo la bragueta si te toco los pechos,
corazón, no es lujuria; todo lo demás que quiero
con vos es lo que me hace cagar de miedo. 

 

Esa es la diferencia entre escribir y redactar: no consignar burocráticamente lo que sucede sino hacer que la muerte, y los peligros del amor, sucedan en lo que se ha escrito.   

 

 

CATORCE  

He hablado varias veces acerca de mi método de escritura, que consiste en apartar semanas libres de toda ocupación, encerrarme en mi estudio y escribir un promedio de doce horas por día. No tengo ganas de volver a hablar sobre eso que, además, es producto de que mi mente necesita mucho esfuerzo para entrar en estado de escritura y cualquier cosa, desde un café con un amigo hasta la llegada de un plomero, me puede expulsar de ese estado.  

Diré, solamente, que no hay ningún buen periodista que no sea un gran editor de sí mismo. Que no pueda leerse a sí mismo como si fuera un otro. Augusto Monterroso decía que uno es dos: el escritor que escribe, que puede ser malo, y el escritor que corrige, que debe ser bueno. Creo que hay un síntoma claro del momento en que un escritor está acercándose a lo más puro de su potencial, y es cuando empieza a preocuparse por las preposiciones: cuando se convierte en alguien capaz de pasar dos horas modificando lo que ha escrito para no repetir las palabras con, desde, en, entre, diez veces en un solo párrafo. Cuando uno empieza a “perder el tiempo” con esas cosas, que son las que hacen que una voz tenga música propia, suene de forma muy específica y no sea intercambiable con la de ningún otro autor, es cuando cosas buenas empiezan a pasar.  

 

 

QUINCE 

No son ni diez, ni cinco, ni veinte puntos. Son quince, una cifra caprichosa devenida de la simple necesidad de organizar el texto y de un hecho todavía más simple: con el tiempo, me he vuelto amiga de la imperfección. Me gustan cada vez menos las cosas revestidas por la piel cromada de la prolijidad, sin lunares que alteren la superficie. Así que aquí, en el punto quince, vamos a detenernos en unas pocas cuestiones que tienen que ver, precisamente, con la escritura. Las primeras versiones de mis textos son gigantescas e impublicables y, al decir de Liliana Heker, sólo males necesarios. Hago muchas versiones, a veces más de veinte, cuando son libros más de veintisiete. A medida que las versiones avanzan, la historia queda más clara, el foco más preciso, la escritura se pule como un madero gastado por el mar. En su libro Mientras escribo, Stephen King dice que “Escribir un libro es pasarse varios días examinando e identificando árboles. Al acabarlo, debes retroceder y mirar el bosque. No es obligatorio que todos los libros rebosen simbolismo, ironía o musicalidad, pero soy de la opinión de que todos los libros (al menos los que vale la pena leer) hablan de algo. Durante la primera versión o justo después de ella, tu obligación es decidir de qué habla el tuyo. Durante la segunda (o tercera o cuarta) tienes otra: dejarlo más claro”.  

En ese movimiento de retroceso, una palabra muy adecuada para esta acción, hay decenas de preguntas que hacerle a un texto. La primera es, por supuesto, si tiene algo para decir o es un grumo de trucos estilosos que terminan por no decir nada. Siguen, a esa, una ráfaga de preguntas, tales como si tiene la información de contexto necesaria, si en la cronología hay saltos inentendibles, si en el caso de que hablen víctimas hablan también los victimarios y viceversa, si la historia está equilibrada en sus partes, si tiene el mejor final posible, si hay rimas internas no buscadas, si hay adjetivos exagerados, si no hay parcelas demasiado monótonas, si el ritmo debería ser más acelerado o más lento en algunas partes, si las concordancias verbales están bien, si hay lugares comunes o frases hechas, si hay buenas descripciones. No es difícil: sólo requiere estar tremendamente despiertos, sobresaltadamente atentos y espantosamente repletos de ganas.  

 

DIECISÉIS  

Porque sí, y porque me gustan las cosas imperfectas, el texto no termina en el apartado quince sino, quizás, aquí, porque quisiera embestir contra una idea extraña que hay en torno a la escritura y es la idea de “diversión”. Hace un tiempo, durante una charla que compartí con una colega en una librería de Uruguay, una señora del público pidió la palabra y dijo algo así como “A vos escribir te divierte”. “No –le dije–, la escritura no tiene nada que ver con la diversión”. La mujer insistió: “Pero si te gusta, te divierte”. “No, señora –le dije, un poco sacada por el hecho de que me obligara a decir cosas que no creo–. También corro, y correr no es divertido. Así que escribo, pero no me divierte”. 

Escribir no es lo único que sé hacer: es lo único que quiero hacer. Pero no me divierte. La definición de divertido es la de “algo que hace pasar el tiempo de manera alegre y entretenida”. La mayor parte del tiempo que paso escribiendo quisiera estar en otra parte y haciendo otra cosa: en el cine, leyendo un libro, mirando vidrieras o arreglando las plantas. Si escribo es porque quiero haber escrito: haber dejado de escribir. Para después, claro, gloria, hosana y aleluya, hacer como Sísifo, al que Albert Camus pedía que imagináramos feliz, y volver a empujar la piedra hasta la cima de la montaña aun cuando sepa que volverá a rodar hasta sus pies. Porque, como dice Atticus Finch, el personaje de Matar al ruiseñor, de Harper Lee: “Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”. Ahora, díganme qué tiene eso de divertido: saber que nunca habrá descanso; saber que, desde el comienzo, la batalla está perdida pero uno va a pelearla igual.  

 

 

DIECISIETE

Lo que nos lleva de regreso, en el final, al correo electrónico del colega. Aquello de “Tampoco es que me salgan tantos tonos diferentes”. Escribir es buscar una voz. Una voz que es una mirada que es un pensamiento que al final es uno. Esa búsqueda puede llevar años, y yo espero que no se termine nunca porque encontrar la voz definitiva suena a paraíso y a pesadilla: “Ya llegué, qué suerte; pero entonces, ¿para qué seguir buscando?”. Hace poco, Rodrigo Fresán me dijo que una vez le preguntó al escritor irlandés John Banville qué era más importante, si la trama o el estilo. Banville le respondió: “El estilo avanza triunfal a grandes zancadas, mientras que la trama va por detrás arrastrando sus piececitos”. A lo que Fresán repreguntó si no estaría bien que el estilo, viendo lo mal que lo pasa la trama, no podría dar media vuelta y subirla en sus hombros. Banville le dijo que eso es lo ideal, pero que no es fácil.  

Y no es fácil. Pero en una crónica o un perfil es todo lo que tiene que suceder: forma y fondo no pueden separarse. Un texto de no ficción no es, como me dijo hace poco alguien en una frase que me hizo mucha gracia, que prometí que iba a robar y aquí lo cumplo, periodismo con firuletes.  

 

 

DIECIOCHO 

Ahora, un pequeño momento “nada que ver” pero que me parece importante. Porque uno no escribe en el vacío: si uno se decide a escribir, eso va a comerse de a poco muchas parcelas de la vida y, si la cosa sale bien y se puede vivir de lo que se hace, el asunto puede ponerse peligroso.  

Hace poco escribí una columna para el diario El País que se titulaba “La trampa de la melancolía”. Decía, allí, entre otras cosas: “En las tareas creativas, la melancolía conserva un aura de prestigio (la felicidad no tiene relato), pero si uno se aferra a sus arenas movedizas puede quedar hundido en ellas; creer que, si se pierde ese tembladeral, se pierde todo: el talento, el deseo de escritura. Es combustible de riesgo y debería venir con instrucciones: ‘No usar en exceso, cerrar el frasco con fuerza después de la ingesta’. Confundir melancolía con genialidad, depresión con vida interior, es como enamorarse de lo que hay detrás de la niebla. Y detrás de la niebla no hay nada”.  

En un texto sobre Bruce Springsteen, titulado “Estamos vivos”, el periodista norteamericano David Remnick entrevista a la mujer de Springsteen, Patti Scialfa, que le habla de las grandes dificultades que encontraba su marido, al comienzo del matrimonio, para concentrarse en otra cosa que no fuera su música. Scialfa decía: “Cuando eres tan serio, tan creativo y tan desconfiado a nivel íntimo, y cuando tu arte te ha dado tanto, tu capacidad de crear algo se convierte en tu medicina. Eso es lo único que te ha dado esa estabilidad, esa alegría, esa autoestima. Y te pones en plan ‘Esta parte de mí no la va a tocar nadie’. Cuando eres joven, eso funciona porque te lleva de A a B. Cuando te haces mayor, cuando estás intentando tener una familia e hijos, no funciona. Creo que algunos artistas pueden ser propensos a proteger el pozo del que sacan su inspiración, y lo hacen tan bien que en realidad están protegiendo al mismo tiempo partes malignas de sí mismos”.  

Todo eso, que podría sonar a panfleto, es para decirles que no hace falta aferrarse a la melancolía ni proteger las partes malignas de uno para escribir. Como dijo David Foster Wallace en su discurso para los graduados de la universidad de Kenyon, titulado Esto es agua: “La verdad con V mayúscula tiene que ver con la vida antes de la muerte. Tiene que ver con llegar a los treinta años, e incluso a los cincuenta, sin querer pegarte un tiro en la cabeza”.  

Como todos saben, Foster Wallace se suicidó en 2008. Su máquina de mirar era un artefacto de sensibilidad alienígena, capaz de ver lo más distante y remoto, y transmitirlo a la Tierra con niveles de detalle y belleza asombrosos; capaz de combinar chirridos dispersos repletos de estática y hacer, con ellos, una sinfonía prodigiosa. Sus ojos bien abiertos probablemente le hicieron pagar muy caro el precio de tener que mirarlo todo, siempre, tanto. Pero no hay por qué pagar ese precio.  

En un fragmento de su texto titulado “Sobre escribir”, Lorrie Moore dice: “Escribir es al mismo tiempo una excursión hacia adentro y hacia afuera de la propia vida. Esta es una paradoja de la vida artística que marea. Es algo que, como el amor, te saca de forma dolorosa y deliciosa de los contornos ordinarios de la existencia. Y esto se une a otra paradoja que marea: la vida es un regalo maravilloso, hilarante y bendito, y es también intolerable (…) Uno debe entregarse a su trabajo como a un amante. Entregarse y tratar de no pelear”.  

Lo que quiero decir es que, antes que nada, habría que tener una vida que valga la pena. Para mí, una vida que valga la pena incluye, inevitablemente, la escritura. Pero no tiene por qué ser así para ustedes. No tiene por qué ser así, en verdad, para nadie. Se puede no escribir.  

 

DIECINUEVE 

Y ahora sí, terminamos. No hay secretos, no hay fórmulas, no hay recetas. Sólo hay insistencia y la convicción de que, en caso de que exista talento, si ese talento no se trabaja es como tener una Ferrari acumulando polvo en el garage. Rodrigo Fresán dice que todo gran texto tiene cuatro partes: principio, medio, final, y deslúmbrame. Ese “deslúmbrame” es el grial que todos queremos alcanzar, una promesa, un corazón ardiente latiendo en el fondo de la cueva. Hacia él extendemos nuestras manos torpes sabiendo que no siempre podremos alcanzarlo pero rogando que, alguna vez, nos deje al menos llegar cerca.  

 

Ahora, colegas, lectores, curiosos, vayan y hagan lo único que hay que hacer: vivan para siempre. 

Leila Guerriero

Leila Guerriero es periodista, escritora y editora argentina. Su último libro es La llamada (Anagrama, 2024).