Fotografía: Mariella Agois

El centenario de la poeta peruana la encuentra convertida en una figura magnética para las nuevas generaciones  

 

Una familia peruana, tres poetas: abuela, madre e hija. La primera, Delia Castro, le escribe en 1923 un poema a su hija (“… alumbras todo lo que miras / con el fulgor que guardas tú”), y esa hija, Serafina Quinteras, le dedica un poema a su hija en 1940: “Tiene un algo de misterio. / Al mirarla se diría / que ella sabe / lo que nadie ha descubierto todavía”. Y ella, la nieta, Blanca Varela, que efectivamente parecía saber lo que nadie descubre todavía, con ese saber salvaje y el filo de un decir que da la impresión de estar siempre estirándose, pero jamás alargándose, escribirá con los años ocho libros que harán de ella una de las grandes poetas peruanas de todos los tiempos.   

Lo que es mucho decir si se considera que la de Perú es una de las tradiciones poéticas más generosas y radicales de la lengua. Autora de una poesía concisa, mezcla alucinante de imaginación surrealista, concentración filosófica y precisión casi matemática, toda su obra –que ella, maestra del despojamiento, con los años se esmeró en ir reduciendo, tanto en sus nuevos poemas como en la reedición cada vez más abreviada de los anteriores– no supera las doscientas cincuenta páginas, con libros como Ese puerto existe, Luz de día, Ejercicios materiales o el sombrío Concierto animal, escrito tras la muerte de su hijo en un accidente de avión (“Si me escucharas / tú muerto y yo muerta de ti”). Canto villano es el título de uno de sus poemas, de uno de sus libros y también de su poesía reunida, pero es sobre todo la descripción de un estado de la lengua en que el cantar y la villanía se arriman y se observan con fiereza. 

¿Qué hace que su obra, con tan pocas páginas, signifique tantas y a veces tan opuestas cosas? Que a punto de cumplirse cien años de su nacimiento tenga cada vez más lectores y ediciones, antologías y traducciones. Que, por ejemplo, en Chile se la edite con esmero (en los últimos años, Komorebi ha reeditado dos libros suyos, y la Editorial Universitaria, una amplia antología) y que su obra reunida tenga tantas ediciones recientes: en México (UNAM), en Argentina (Gog y Magog), en España (Galaxia Gutenberg, Visor) y por supuesto en Perú (FCE, Casa de Cuervos). Que Carlos Martínez Rivas, leyenda de la poesía americana, le haya dedicado, como antes a Eunice Odio, un poema en el que, poniéndola en diálogo con Breton, la aluda como “la pequeña / peruana oscura” que hace fosforescer el ojo del capo surrealista. Y qué hace que, en fin, un escritor de inteligencia tan avanzada como Mario Montalbetti haya dedicado nada menos que un libro entero a indagar en un poema suyo de apenas once versos.

La respuesta, como no podía ser de otra manera, está en la singularidad de su decir. En la parquedad intensa, por llamarle de algún modo, que en sus páginas se despliega. La violencia en sus poemas siempre se muestra sin alardes tipo Dalí ni ademanes malditos —como diría René Char, el poeta deja indicios, no pruebas. La ferocidad de sus imágenes se lleva bien con el despojamiento radical al que fue tendiendo, y con cierta ironía que suele maniobrar. “Sus versos son como un gran bisturí que hurga en un cuerpo doloroso, en una superficie árida y seca”, dijo Carmen Ollé. Es, en cierto sentido, una escritura de avanzada, lo que explica su especial llegada a nuevos poetas. Se podría advertir, por ejemplo, que el uso que en unas contadas pero decisivas ocasiones hace del más sencillo inglés (en versos como “tea for two en la inmensidad del silencio”) anticipa un recurso que la poeta chilena Malú Urriola usaría extensamente como un modo de salir al paso cuando la lengua se traba. 

Ese estilo cortante, quirúrgico, cercano en ocasiones a lo despiadado, aunque nunca a la crueldad (como de repente se dice por ahí), le permitió sondear en rincones humanos y exhibir, para sus lectores, “la oscura charca abierta por la luz”. Su poesía podría pensarse así, como una luz que no alumbra sino que remarca el fondo oscuro de los hechos. La tiniebla que subyace a toda claridad. Quizás por eso otro verso suyo dice que “el suplicio comienza con la luz”. No nos saca de la caverna ni del charco de los días y noches, Blanca Varela, ni viene a rescatar a nadie de nada, pero arroja destellos que permiten entrever cuánta cerrazón, penumbra o vacío puede haber alrededor, también cuánta maravilla o goce, de repente. 

Cabría decir de Varela lo que a propósito de Hölderlin dice Pablo Oyarzún: “Hay también luces que opacan, que ocultan o queman”. O bien, por qué no, describir el efecto de su poesía con las palabras con las que Gabriela Mistral hablara en su tiempo de ese otro modo de entender la negrura: Tal vez nos engañamos creyendo que la luz multiplica las cosas y que la noche las unifica. La verdad sería que la tiniebla, fruto enorme y vago, se parte en gajos de rumores. Al agrandarlo todo, ella estira el ruido breve y engruesa el bulto pequeño, por lo cual vienen a ser muy ricas las tinieblas”. Lo cierto es que la luz, su pensamiento y también su oposición son centrales en Varela, definen sus visos. Su poema más breve, “Reja”, expone directamente lo movedizo de la materia:  

Cuál es la luz / Cuál la sombra.  

El primer libro de Blanca Varela es de 1959 y se llama Ese puerto existe. La historia, contada por la poeta en más de una ocasión, es que llevaba ya varios años escribiendo poemas que no publicaba, pero sí mostraba a ciertos amigos. A Octavio Paz, por ejemplo, que le insistía cada vez que se veían en que los publicara. Al cabo de varios encuentros, un día va y le dice que ya tiene por fin una cantidad de poemas que podrían ser un libro. Y que se llamaría “Puerto Supe”. Junto con alegrarse con la noticia, Paz le advierte: “Pero, Blanca, ese nombre es horrible”. Y ella, en réplica, puesto que Puerto Supe es una localidad costera en la cual pasó parte de su infancia, le dice: “Pero ese puerto existe”. Paz saltó altiro para decir que ese era el título. Poeta es el que sabe dar, pero también recibir: Varela tomó el título para su primer libro (“se lo agradecí y ahí quedó”), cuyo primer poema, en todo caso, conservó el nombre, “Puerto Supe”. Y en sus versos podemos ya apreciar, de manera contundente, el despliegue temprano de una poética:  

Está mi infancia en esta costa,
bajo el cielo tan alto,
cielo como ninguno, cielo, sombra veloz,
nubes de espanto, oscuro torbellino de alas,
azules casas en el horizonte. 

Junto a la gran morada sin ventanas,
junto a las vacas ciegas,
junto al turbio licor y al pájaro carnívoro. 

¡Oh, mar de todos los días,
mar montaña,
boca lluviosa de la costa fría! 

Allí destruyo con brillantes piedras
la casa de mis padres,
allí destruyo la jaula de las aves pequeñas,
destapo las botellas y un humo negro escapa
y tiñe tiernamente el aire y sus jardines.
(…) 

Ya en estas líneas se deja ver esa convivencia de destrucción (“allí destruyo la jaula de las aves pequeñas”) y calidez (“tiñe tiernamente el aire”) que distinguirá siempre su escritura. Hacia el final del poema, que entre tanto ha rememorado las horas junto al río, un tiempo de “chorreantes dedos y aliento de pescado”, y descrito amores y arrasamientos, noches y frutos muertos, se lee una escena donde origen y final, nacimiento y muerte, ambos contenidos en la ambigüedad de la palabra “lecho”, se reúnen como las puntas de un hilo al cerrarse en círculo:  

Aquí en la costa tengo raíces,
manos imperfectas,
un lecho ardiente en donde lloro a solas. 

Luego vendrían siete libros en medio siglo. El último de ellos, Falso teclado, de 1999 (viviría todavía diez años, pero ya no publicaría más), culmina con un poema que cuestiona abierta y transparentemente por qué “nadie nos dice cómo / voltear la cara contra la pared / y / morirnos sencillamente”. Entre medio, su poesía indaga el tránsito y la pérdida en un mundo arduo, una vida de “carne y peladura”. 

Quizás buscando ejemplo donde los antiguos fabulistas, aunque volteando su quehacer, pues aquí no hay moralejas, es que Varela hace de su escritura una suerte de albergue animal. Esto es significativo (en su primer poema hay unas vacas ciegas, en el último un elefante moribundo), siendo una poesía que por otra parte cada tanto enfrenta —es la palabra— a Dios. Dios por un lado, animales de todo tipo por otro, un bestiario nada encantador, en todo caso, más bien desquiciado, inquietante cuando menos. Es llamativa la presencia de animalejos de baja estofa o estima, arañas, ratas y muy principalmente moscas, “cagadas de mosca”. Si Canetti indagaba el suplicio de las moscas y Sartre echaba mano de ellas para reconstruir la figura de las Erinias clásicas —esas diosas vengadoras—; si Nicanor Parra o Héctor Viel Temperley las fijan en poemas notables como la imagen misma del hastío o la inmundicia (“yo nací y me crie con las moscas / en una casa rodeada de mierda”, escribió el antipoeta, mientras el argentino: “Padre, si es de tu agrado / aparta de mi rostro estas moscas”); si, en fin, no faltan moscas en la literatura, y en especial en la poesía latinoamericana, en la de Blanca Varela, muy notoriamente, revolotean más que en ninguna parte, marcando con su zumbido este canto villano: “… observarme / observarte / o matar una mosca sin malicia / aniquilar la luz / o hacerla”.1  

Pese a su brevedad, es una poesía variada que va, sin perder jamás un fuerte carácter propio, de cierto surrealismo inicial (“Levantaron las piras, estructuras de metales blancos, incandescentes poliedros, orquídeas de sexo desmesurado…”) al laconismo de los últimos libros, pasando (y en ese pasar se siente fuerte “el corcoveo del tiempo”) por valses, diálogos literarios y ejercicios materiales, pensamientos y paradojas (“Estréchame las manos, / la única luz que nos queda, / no me dejes olvidada / en la cima de una ola. / Aléjate”).   

El editor Jorge Valverde Oliveros publicó en 2022 un voluminoso libro en el que se recoge la casi totalidad de las entrevistas que Blanca Varela concedió entre 1964 y 2007, dos años antes de morir.2 Destacan algunas que le hicieron otros poetas, como una en sus inicios realizada por Enrique Verástegui, u otra de sus años finales firmada por la poeta venezolana Yolanda Pantin, que más bien escribe una crónica tras pasar un par de jornadas conversando con Varela, dándole voz. Precisa Pantin en un momento algo que en parte quizás explique la pregunta que nos hacemos acerca de su perdurabilidad y creciente influjo: “La mayor deuda que podemos tener con esta poeta es su riguroso ascetismo, su trato ético con las palabras, y la libertad de atreverse a ver más allá de las cosas, de los objetos, de los gestos”.  

No es necesario acceder a lo que un poeta piensa o conoce de los poemas que ha escrito, pero desdeñar ese saber al aproximarse a ellos sería pura religiosidad. Las reflexiones y confesiones de Varela (su amistad con Simone de Beauvoir, su predilección por Paul Celan, su gusto por las “figuras borradas” de Bacon), parca pero asertiva en sus respuestas como en sus poemas, y también como en ellos generosa, son agudas y dan ciertas pistas para merodear en sus poemas, para entrarles. Por ejemplo, de “Casa de cuervos”, de Ejercicios materiales (Komorebi, 2024), donde se lee “y tú mirándome / como si no me conocieras / marchándote / como se va la luz del mundo / sin promesas”, poema que tiene algo de lamento, pero de lamento doblemente eficaz por lo que hay en él de contención y dureza, cuenta en el libro de entrevistas que lo escribió cansada de ver pasar, indolente, desatento, a su hijo chico corriendo por el living de la casa sin tomarla en cuenta.

En una carta que le envío en 1986, el poeta Emilio Adolfo Westphalen le dice a Varela, refiriéndose a su relación con palabras: “Tienes la sangre fría de hacer su juego al borde del precipicio”. Y que practica ese juego peligroso se comprueba al leer y releer su obra y ver cómo, en tan pocas páginas —en esto es comparable con el poeta venezolano de filiación surrealista Juan Sánchez Peláez y, de algún modo menos claro, con Eduardo Anguita, que también escribieron poco y hondísimo—, Varela desplegó una poesía que asombra cada vez que se vuelve a ella, que extraña y desconcierta con la misma fuerza con que atrae y hasta, podría decirse, abruma.   

A veces, en según qué derivas de su escritura, se vuelve cuesta arriba seguirle la pista. El libro de barro, por ejemplo, el sexto que publicó, un libro de poemas en prosa referidos torcidamente a Dios, a ella misma le parecía una rareza. Pero no fueron la facilidad ni la transparencia su apuesta, aunque nunca trafica rebusques ni opacidades porque sí. Más bien, creo, lo que se produce en su poesía tiene el signo no de la invención, ni siquiera del delirio, aunque lo pareciera a veces de tan imprevistas que son sus imágenes, sino del hallazgo. Y eso hallado, eso que se deja ver y oír si se la lee y se la relee con atención y detención, es el viejo fondo humano donde la crueldad, lo animalesco, lo corporal, lo deseante, lo mortuorio y lo enigmático pugnan por alzarse en uno. Por eso, al leerla, antes que comprender ese reflejo difuso, nos sentimos comprendidos. Se cumple, quiero decir, a cabalidad en su obra poética ese prodigio que George Orwell, hablando de Joyce y de Miller, dijera en 1940: si se leen cinco o diez páginas suyas, “se siente ese peculiar alivio que proviene no tanto de entender como de ser entendido”.  

Incluso en sus pasajes más lóbregos, o en ciertos pasos agramaticales que da (y que Montalbetti en El más crudo invierno observa con lupa admirable), Varela no pierde nunca un alto magnetismo que viene no se sabe bien de dónde, en parte del trabajo de sus ancestras, seguro; si recordamos los versos de su abuela, “alumbras todo lo que miras / con el fulgor que guardas tú”, vemos cómo ya estaba ahí la idea de un alumbrar que, guardándose para sí el fulgor, da un nuevo acceso al mundo, a la totalidad de los hechos, oscura charca abierta por la luz.   


1 Canto villano. Poesía reunida. FCE, 2023. 

Vicente Undurraga

Viña del Mar, 1981. Es crítico y editor. Está a cargo de la colección de poesía de Lumen en Chile y en 2022 publicó el libro de ensayos brevesTodo puede ser. 

Fotografía: Macarena García Moggia

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