Paleando nieve cerca del Museo de la Jalea: 20 momentos de aclimatación a un lenguaje nuevo

 

 

1

Esto pasó en un pueblito rural del estado de Nueva York, cerca de Canadá, donde viví a los diecisiete años. Hubo un tiempo en que LeRoy fue famoso porque a finales del siglo XIX allí se inventó la gelatina en polvo con sabor a fruta. Nadie fuera del pueblo se acordaba de su antigua importancia. Cuando la Jell-O se fue a Delaware, la municipalidad de LeRoy construyó el Museo de la Jalea para que esa gloria no quedara en el olvido.

 

2

Mrs. Innes trabajaba de guía en ese museo, a media jornada. La conocí cuando fuimos con mi curso de historia. Explicó cómo se hervían huesos, pezuñas y cartílagos de vaca o de caballo para transformarlos en gelatina con sabor a naranja, limón o frambuesa. Después nos ofreció una degustación de los distintos sabores en vasitos de papel y repartió recetas para hacer ensaladas con jalea verde, el furor de la temporada en todo el Medio Oeste.

 

3

Mrs. Innes nos contó que estaba preparando una exposición especial sobre el poroto verde, porque en LeRoy se desarrolló, mediante selección genética, el primer poroto verde sin hilo. Mostró unas diapositivas de la granja donde había ocurrido la hazaña: un tractor sin ruedas en medio de un descampado, un invernadero inmenso con todos los vidrios rotos y un silo a medio caerse donde apenas se leía Green Giant. Qué hubiera sido del mundo si LeRoy no nos hubiera dado el poroto verde sin hilo y la gelatina en polvo. Esa es la pregunta, dijo.

 

4

Al despedirnos, Mrs. Innes les dijo a mis compañeros que, ahora que el estudiante de intercambio –es decir, yo– conocía la historia de la jalea en polvo y del poroto verde sin hilo, tenían que llevarme a conocer a Lady Liberty, el tercer orgullo del pueblo. Desde el puente se ve mejor, el puente, sabes, desde el puente, mejor, se ve mejor, me dijo, elevando la voz y modulando cada palabra para que le entendiera. Me preguntó si sabía de qué me estaba hablando. Algunos compañeros no aguantaron la risa cuando traté de contestarle que sí a pesar de que no era cierto.

 

5

La Estatua de la Libertad estaba a orillas del río Oatka, muy cerca del Museo de la Jalea. Medía casi tres metros. Le habían pintado de oro la antorcha, anticipando el bicentenario, tal como habían hecho con la estatua original en el puerto de Nueva York. A sus pies, la corriente se veía tan serena que no se sabía en qué dirección fluía. En el deshielo primaveral, sin embargo, el pacífico Oatka creció hasta dejar a Lady Liberty con el agua al cuello, como en una película apocalíptica. Pero me adelanto.

 

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Tomé la costumbre de detenerme todos los días en ese puente después de pasar por el correo. Ahí leía o releía mis cartas cuando me llegaban, escuchando el susurro del agua. A veces, me apoyaba en la baranda de fierro y achinaba los ojos para imaginar que estaba en una ciudad lejana tapada de humo diésel y que contemplaba otro río, escuálido, con su torrente de barro y de basura. De vez en cuando Mrs. Innes pasaba por ahí de vuelta a su casa y nos hacíamos un leve gesto de saludo.

 

7

Un día, Mrs. Innes se detuvo a hablarme mientras yo contemplaba a Lady Liberty. Me preguntó si me interesaría trabajar recogiendo hojas en el otoño y despejando la nieve en el invierno. Me dijo –creo, todavía me costaba entender su acento– que esos deberes caseros los hacía su marido antes de que lo mandaran a Vietnam. La guerra había terminado hacía varios meses y me surgieron preguntas, pero sabía que mi inglés no estaba a la altura de mi curiosidad y tampoco quería ser impertinente. Acepté, ella me dio su dirección y se despidió con el gesto de costumbre.

 

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Yo no tenía conciencia de la cantidad de hojas que iban a botar los árboles centenarios de quince o veinte metros que rodeaban su inmensa casa. Tampoco sabía que las nevazones de esa región, alimentadas por la humedad de los Grandes Lagos, eran tan abundantes. Empezaban en noviembre y no paraban hasta abril. No tenía cómo saber esas cosas; venía de una ciudad árida y desarbolada en un país que ya era mitad desierto.

 

9

Llegó octubre. Tarde por medio, después de mi entrenamiento de fútbol, me iba donde Mrs. Innes a rastrillar y apilar cordilleras multicolores de hojas muertas. Aprendí a picar la hojarasca seca para meterla en sacos de papel y almacenarla en un granero cavernoso lleno de maquinaria obsoleta. También aprendí a cosechar manzanas de un huerto adyacente y convertirlas en sidra por medio de una prensa que funcionaba con el mismo mecanismo de la imprenta de Gutenberg. Aprendí también a vestirme adecuadamente para ese frío que te mataba al menor descuido.

 

10

A mediados de noviembre cayó la primera gran nevazón. Para entonces me había acostumbrado al viento polar, a la oscuridad de esas regiones y a las vocales difusas de Mrs. Innes. Paleaba nieve como experto y esparcía sal de roca mezclada con arena para impedir que se formara hielo en las veredas y los escalones. Un día le conté que había tenido un sueño en inglés. Ella me dijo que sus sueños eran casi siempre mudos, como las películas antiguas, sueños sin habla y sin cartones explicativos. Fue nuestra primera conversación de verdad.

 

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El principal temor de Mrs. Innes era que el cartero se resbalara y muriera desnucado en su propiedad. No le importaba el cartero –un tipo detestable, un constante portador de cuentas y de malas noticias–, pero no quería que una desgracia devaluara el precio de la casa. Tengo que venderla, es demasiado grande, dijo, y la gente de este pueblo es tan supersticiosa y habladora. A fines de enero, el cartero tenía un pasadizo muy seguro, flanqueado por unos murallones de nieve de un metro de alto, perfectamente cortados con el filo de mi pala.

 

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No me acuerdo de cuánto me pagaba Mrs. Innes, pero tiene que haber sido poco, porque un par de veces unos compañeros se burlaron de mi inocencia de estudiante de intercambio. O quizás de qué se burlaban. Mi inglés todavía no alcanzaba para entender todo, pero en un pueblo tan chico todos sabían que después de cada jornada de trabajo Mrs. Innes me invitaba a entrar a su casa.

 

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Rodeada de nieve, la casa era un barco de expedición polar varado en un mar de hielo. Había que entrar por atrás, pasando por un aposento de transición, impuesto por el clima a la arquitectura de esa zona, donde se colgaban los abrigos, gorros, guantes, máscaras, raquetas de nieve y otros aperos de supervivencia invernal. Ahí dejaba yo mis botas de trabajo, embarradas, estriadas de sal, goteando el agua sucia de la nieve pisoteada, antes de entrar descalzo en la tibieza de la cocina.

 

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Mrs. Innes me sentaba en la mesa de avellano y me servía un tazón de chocolate caliente con brownies o unas galletas de cuáquer que ella misma horneaba y por las cuales exigía elogios, a pesar de que siempre le salían quemadas y duras. Si se hacía muy tarde, me pedía que la acompañara a cenar y a fumarse el último cigarrillo del día. A veces yo también fumaba, fingiendo ser experto.

 

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Cuando arreciaba alguna tormenta, me quedaba escribiendo cartas o haciendo las tareas mientras ella lavaba los platos. Una vez, antes de ponerse el delantal y los guantes amarillos, Mrs. Innes, de espaldas a mí, se soltó el pelo para rearmar su denso moño. En ese instante me pareció una chica hippie, con sus jeans desteñidos, sus pies descalzos y una cabellera luminosa que le llegaba casi a la cintura.

 

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Tuve la sensación de que el mundo se ordenaba frente a mis ojos, pero en el lapso que ella demoró en tomarse el pelo entendí que ese orden me era ajeno, tan indescifrable como las fotos repartidas en las paredes y estantes de esa casa en las que aparecía un hombre de facciones espectrales, de uniforme naval, de polera blanca, de camisa a cuadros, al que yo escrutaba cuando creía que ella no me miraba.

 

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Ese hombre de estatura mediana y labios burlones era Mr. Innes, quien presenció conmigo la escena de su mujer levantando los codos bajo la luz mientras se enrollaba el pelo detrás de la nuca, bailando al compás de una música imaginada. Lo daban por muerto, pero él seguía ahí, muy serio y muy vivo, en su mejor foto, la única en que aparecían juntos, adherida al refrigerador con un imán.

 

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Me acuerdo más de esa noche que de las otras porque fue la última vez que trabajé para Mrs. Innes. Un par de días más tarde, nos topamos en el puente y me dijo que de ahí en adelante ella se las arreglaba sola, que me iba a llamar si algo surgía con el deshielo primaveral. Lady Liberty se reflejaba en el río congelado.

 

19

Fui a despedirme, ya entrado el verano, el día que me vine de vuelta a Chile. Entré sin anunciarme, por la puerta de atrás, como siempre. Mrs. Innes no expresó sorpresa. Como si estuviera esperándome, me mostró una caja de latón con el logo del Museo de la Jalea, llena de fichas de biblioteca. Cada ficha era parte de una historia que ella había escrito. Usó la palabra yarn y me explicó que, pasando por “cuerda”, “hilo” y “corazón”, llega a “relato de marineros”.

 

20

Me dijo: Esta es la bitácora de tu expedición al Polo, me cupo en veinte fichas de 5 x 3 pulgadas; no se necesita más que eso, nadie quiere pasarse la vida escribiendo. Las dispuso boca abajo como naipes, se sentó a mi lado y me pidió que se las leyera, primero en inglés y luego en mi idioma, pero más lentamente, para guardar los sonidos. Me escuchó muy atenta, formando algunas de las palabras con los labios, entre bocanadas de humo, mientras con la palma de la mano despejaba las migas y cenizas de la mesa de avellano. En español siempre salen más palabras que en inglés, dijimos al mismo tiempo.

 

 

Roberto Castillo

Es doctor en Literatura y Lenguas Romances de la Universidad de Harvard y  académico en el Haverford College de Pensilvania. Ha publicado Muriendo por la dulce patria míaAntípodasMuertes imaginarias y La novela del corazón, así como su traducción de Bartleby, el escribano. Una historia de Wall Street, de Herman Melville, y de Wakefield, de Nathaniel Hawthorne.

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