Fotografía: María Aramburú
La historia que pretendo contarles es tan breve que bastarían cinco líneas, y la editora me pide un mínimo de ocho mil caracteres. El milagro ocurre cuando escribo el título y me doy cuenta del malentendido. Parece ineludible creer que se trata de un o una artista que contempla su obra concluida. Nada más lejos de eso: Izeta, el protagonista de este relato, es panadero, leñador, huertero y unas cuantas cosas más, salvo artista visual, y la obra que contempla no entraría en el canon del arte. Con el malentendido viene entonces mi salvación; ocuparé los ocho mil caracteres –menos las cinco líneas– para explicarles que lo que vi, al detenerme esa tarde de miércoles en la calle del Fondo, fue a un artista contemplando su obra.
UNO
La verosimilitud
La contemplación de la obra fue vista tres veces en días distintos a la misma hora por un total de cuatro personas. Uno de mis testigos fue el escritor K. Estaba de visita en casa, y cuando quiso ir a pasear, a la misma hora en la que vi a Izeta contemplar su obra, le recomendé que a la ida o a la vuelta pasara por la calle del Fondo a la altura de la pileta y de la casa antigua semi en ruinas, y se fijara en lo que ocurría en el terreno de al lado. K volvió exultante. Había visto a Izeta contemplar su obra.
DOS
El punto de vista
Después de la siesta, los vecinos del pueblo acostumbran a sacar sus reposeras a la vereda para tomar el primer mate de la tarde, y mirar la calle. Por ese motivo, no me extrañó ver a Izeta en la reposera afuera de su casa acompañado del vecino hablantín al que todos rehuimos. Antes de proseguir, voy a trazar un mapa para que se ubiquen. A un lado de la calle del Fondo se encuentra la pileta del club. Del otro, a la derecha, el terreno con la casa antigua semi en ruinas y, colindante a ella, el terreno con la casa de Izeta. Pues bien, cuando miré por segunda vez la escena naturalista de estos dos vecinos noté que había algo inusual. Repasé los elementos en busca de una diferencia oculta y me di cuenta de que la reposera no estaba puesta para mirar hacia la calle y los vecinos sino al revés.
Izeta mantenía la postura de quien escucha la charla banal del hablantín cuando en realidad aprovechaba la verborragia del otro para abandonarse por entero a la contemplación de la obra que estaba en su patio. Este cambio de perspectiva me obligó a mí también a girar la vista y, en vez de conversar de la pileta, que el domingo pusieron la música tan alto que se escuchó desde mi casa, o de los avances en la restauración de la casa semi en ruinas que Izeta recibió como herencia y que le vendió al socio del belga, me puse a contemplar su obra. El único que parecía no verla era el hablantín, que desconoce las pausas.
TRES
El efecto tiempo
Eso fue un miércoles. El viernes volví a pasar. Izeta continuaba en la reposera contemplando la obra en estado de gracia y el hablantín, al lado, con su verborragia. Parecía como si no se hubiesen movido desde el miércoles, tampoco el jueves, y, por qué no, el lunes. De hecho, el escritor K. los vio un martes. Esto me dio la idea de que la contemplación de la obra no era casual o improvisada. Izeta estaba esperando a que el tiempo hiciera algo con la obra, y mientras eso no se producía, se mantenía en la reposera contemplando el proceso. En ese sentido, su relación con el tiempo se acerca a la obra situada de la que habla Enrique Lihn y a la experiencia en Walter Benjamin.
CUATRO
El currículum
No reparé en su oficio de panadero, seguramente porque entra y sale de madrugada. Sí me sorprendió que cortara leña para alimentar el horno de la panadería en el jardín delantero de la casa semi en ruinas, la única que queda en pie desde la creación del pueblo, y que colinda con su casa. Me intrigó que no hachara afuera de la panadería para ahorrarse el traslado en la carretilla. Pero fue su huerta lo que me indujo a hablarle. En vez de hacerla delante o al costado de su propia casa, la implementó adelante y al costado de la casa semi en ruinas que heredó de la familia. Creí que no soportaba que el terreno estuviera sin uso. Un día me contó el secreto. El aserrín que desprendía la leña que cortaba para la panadería abonaba la tierra. ¡Ya entonces tenía todo pensado! La huerta en la casa semi en ruinas resultó prolífica; los vecinos nos deteníamos a admirar la belleza de sus zapallos, sus espinacas, sus tomates, la perfección con la que colocaba las cañas guías, la esponjosidad de la tierra… Hasta que un día apareció un cartel de venta delante de la casa semi en ruinas. Era difícil que alguien comprara un terreno tan pequeño (la parte de atrás la heredó el hermano de Izeta), ubicado al frente de la pileta (ruidoso) y con una casa vieja desmoronándose. Izeta continuó plantando allí porotos verdes, repollos, coliflores, papas, zapallos, maíz, tomates. La producción excedía las necesidades de su pequeña familia, como si el acto de cultivar no tuviese relación con el consumo sino con una necesidad espiritual.
(Izeta se negó a que le tomara una foto a la obra o a él. Me dijo que no quería que nadie apareciera a preguntarle por el significado de la obra).
CINCO
Vida y obra
Dos años después, en plena gloria de la huerta, Izeta cerró trato con el socio del belga por la casa semi en ruinas y el terreno. Me extrañó que un hombre de negocios tan próspero (o eso aparentaba) comprara un sitio pequeño, expuesto a la calle y al frente de la ruidosa pileta del club. Supusimos que iba a voltear la casa semi en ruinas para construir una moderna de concreto. La obra que comenzó el socio mostró que no era el terreno lo que valía, sino la casa semi en ruinas, la única que quedaba de las originales del pueblo, y que Izeta prácticamente le regaló con la compra del terreno.
Lo que vino a continuación fue la agonía y muerte de la huerta en el jardín de la casa en ruinas, el nacimiento de una plantación de maíz al fondo del terreno donde vivía Izeta, y la aparición de gallinas. Pensamos que sería la única consecuencia. Una tarde apareció Izeta en la reposera, algo que no debía llamar nuestra atención, salvo que no miraba hacia la calle, sino a la parte delantera de su propio patio vacío.
SEIS
La ejecución
A pesar de que Izeta construyó su obra al aire libre y a la vista de cualquiera, a excepción de las personas que están obligadas a pasar diariamente delante de su casa (no cuento a los automovilistas, por la fugacidad), los demás solo tuvimos de la ejecución de la obra una visión discontinua. Cuando lo vi cortar leña, ahora sí en la parte delantera de SU terreno, no pensé que estuviese construyendo una obra, o habría guardado registro de sus procedimientos. Cuánto lamento haber sido distraída. Qué de maravillas nos perdemos a causa de nuestros prejuicios. La forma de los leños debió alertarme de que no estaban destinados al horno de la panadería. Olmos, pinos, acacias, espinillos, todos tenían exactamente la misma dimensión. Si el tronco era más ancho, lo partía al medio o en cuartos o en octavos. Ya visualizaba las necesidades materiales de su obra. Porque de eso se trataba.
SIETE
La economía
Cuando la obra en formación todavía no alcanzaba las proporciones actuales, pregunté a Izeta a cuánto vendía la leña. El precio era bajo teniendo en cuenta que estaba seca, aunque era leña blanda y la salamandra se la traga como si nada. Carecía de un tráiler o un camioncito para transportarla. La primera vez llegó a mi casa con veinte sacos, la mitad en carretilla y la otra en la camioneta de un amigo. La leña dura estaba tan cara que el contador jubilado le encargó dos toneladas y yo una para el invierno. No se me ocurrió pensar que nuestra petición lo ponía en aprietos. Las toneladas nunca llegaron. Por la dimensión que alcanzó la obra, estoy segura de que no entregó en ninguna casa. Izeta sabía que, como artista, no iba a vivir de su obra. Con ese fin plantaba el trigo al fondo de su terreno, para alimentar a las gallinas y vender los huevos, pero se acercaba el verano y las gallinas dejarían de poner. Todo su ser estaba puesto en la obra que crecía y crecía, mientras en el terreno contiguo la otra obra, de puesta en valor de la ex casa semi en ruinas que prácticamente le regaló al socio con el terreno, avanzaba.
OCHO
El caos
Le pregunté a la carpintera si había visto la obra de Izeta y me dijo que le sorprendía cómo estaba hecha. En rigor, me dijo, aún la está haciendo, porque aunque a ustedes no les llevó las toneladas de leña, como la tiene a la vista del que pasa, está obligado a venderles a los turistas que se paran en la calle del Fondo a preguntarle. El hombre no solo tiene que preocuparse por el equilibrio que planificó en un comienzo, sino por el de las piezas que desaparecen con la venta y las que aparecen producto de su hachado incesante. Está obligado a seguir calculando para que el caos no la derrumbe. Pero tú eres carpintera, debes saber cómo está hecha, le dije. Conozco los cálculos en los que se basó, los encastres más comunes y otros que debió inventar; el secreto para cortar los troncos, cómo equilibrar la diferencia entre el pino, la acacia, el olmo y el espinillo; puedo detectar las nociones de geometría que puso en práctica; el procedimiento para doblar en las esquinas, la manera de articular los troncos. Pero todo ese conocimiento no alcanza a explicar lo que está haciendo, por qué no se derrumba, qué la hace cambiar de forma o cómo el caos no se apodera de todo. ¿Será ese caos lo que Izeta contempla todas las tardes desde su reposera mientras nosotras lo contemplamos a él contemplar su obra? La carpintera sube los hombros: «¿Quién sabe?».
Santiago, 1962. Es periodista y escritora. En su obra destacan las novelas y las crónicas de viaje. Ha publicado, entre otros títulos, Poste restante (2001), Los perplejos (2009), Ramal (2011), La revolución a dedo (2020), En obra (2018) y La vuelta al perro (2022). En 2007 ganó el Premio Municipal de Literatura de Santiago y el MOL por El futuro es un lugar extraño. En 2023 nuevamente obtuvo el MOL por Yomurí, y en 2024 el Premio Herralde de Novela por Clara y confusa.