Yo no sabía que el homicidio había ocurrido a  las 5:45 de la mañana; que la camioneta había parado en un semáforo en rojo de una esquina solitaria de Bogotá; que dos hombres en motocicleta se habían detenido junto a la ventana del conductor y le habían disparado cinco veces, todas al cráneo; que los sicarios eran miembros de La Terraza, la banda delincuencial más poderosa de Medellín, bajo el mando de un narcotraficante conocido como Don Berna; que La Terraza prestaba servicios a Carlos Castaño, jefe fundador de las Autodefensas Unidas de Colombia, la organización paramilitar de extrema derecha conformada en 1997 con fines contrainsurgentes; que Carlos Castaño había ordenado el asesinato; que lo había ordenado por sugerencia del oficial de la reserva José Miguel Narváez, al que consideraba un hombre respetado  en  las Fuerzas Armadas, que solía pasarle información sobre posibles guerrilleros encubiertos; que José Miguel Narváez era asesor de militares e instructor político de paramilitares, a los que dictaba la cátedra «Por qué es lícito matar comunistas»; que estaba convencido de que la guerra contra la insurgencia se ganaba enfrentando a sus simpatizantes; que para él todos eran guerrilleros.

El 13 de agosto de 1999 yo solo sabía que Jaime Garzón había muerto.

¡Quac!

Probablemente la primera vez que vi a Jaime Garzón fue en Zoociedad, un programa de humor político que le gustaba a mis padres, emitido por la televisión colombiana entre 1990 y 1993. En 1990 yo tenía cinco años, vivíamos en Neiva, una ciudad a trescientos kilómetros de Bogotá donde el calor jamás permitiría vestirse como los presentadores: Emerson de Francisco, interpretado por Garzón, y La Pili. Ambos eran elegantísimos. Él usaba saco, corbata y mocasines a juego, el pelo negro y engominado; ella sacos de cuello alto, a veces estampados con flores, medias veladas, tacones, joyas y fijador en el pelo rubio. Se sentaban contra una pared gris y entre ellos había una jaula con un canario que a mí me parecía rara. No entendía de qué hablaban, pero, como ocurre cuando se escucha un chiste en un idioma desconocido, mis padres se reían y yo advertía la gracia. No era igual a El show de Benny Hill, que me encantaba; en Zoociedad se burlaban de la gente importante.

En YouTube hay algunos episodios. Reconozco el piano de comedia muda del inicio. En una escena aparece César Gaviria, Presidente de Colombia entre 1990 y 1994, y sobre su imagen una voz que imita la de él, aflautada y aparatosa: «Este país está muy orgulloso de ti», le dice Gaviria a Emerson de Francisco, el presentador, que responde: «Yo también, Presidente, a pesar de la inflación, la recesión, la inseguridad, el apagón, la corrupción, los senadores, el narcotráfico, la guerra total, la guerrilla, yo también estoy muy orgulloso». Imagino a mis padres riéndose y me imagino a mí con la intuición leve de que el narcotráfico y la corrupción eran cosas malas que por algún misterio daban risa.

En un documental de la televisión pública sobre Garzón cuentan que fue maestro de escuela, que quiso ser piloto a pesar de su miopía, que estudió Derecho en la Universidad Nacional, pero nunca terminó; que fue alcalde de Sumapaz, una localidad al sur de Bogotá, que inauguró el humor político en Colombia, aunque no era un humorista clásico. Cuentan también que Zoociedad se emitió durante la caída de la Unión Soviética, la apertura sin restricciones de Colombia al mercado mundial y la firma de una nueva Constitución. En 1995, cuando se estre- nó el siguiente programa de Garzón, ¡Quac! El noticero, el país estaba atento al proceso contra Ernesto Samper, Presidente entre 1994 y 1998, por haber recibido financiación del narcotráfico en su campaña.

Yo tenía diez años. En mi familia no éramos muy unidos. A veces almorzábamos juntos o íbamos al supermercado o a un pueblo vecino a comprar bizcochos de achira. Pero los domingos por la noche pedíamos pizza y la comíamos en  el cuarto de mis padres mientras veíamos ¡Quac!, un ritual que se repetiría los dos años que duró: mis padres en la cama, mi hermano y yo en el piso, todos con nuestras servilletas grasosas, trozos de pizza y vasos de Coca-Cola.

¡Quac! era la parodia del noticiero QAP. Jaime Garzón y María Leona Santodomingo (el actor Diego León Hoyos) leían los titulares y presentaban a los periodistas, todos interpretados por Garzón. La de entretenimiento era Inti de la Hoz, ligeramente asquienta, y el de judiciales un hombre largo y ojeroso llamado Frankenstein Fonseca. Otros personajes tenían un espacio de opinión: Néstor Elí, portero del edificio Colombia; Dioselina Tibaná, empleada doméstica del palacio presidencial; Quemando Central, oficial del Ejército; John Lenin, estudiante, y Godofredo Cínico Caspa, abogado. Y había políticos a los que Garzón imitaba.

A mí me gustaba Garzón como él mismo, presentando. Lo veía tímido y risueño, con unas gafas de pasta como las que mi padre usaba y los dientes grandes y torcidos, intentando calmar a María Leona cuando se enfurecía por la parrafada de Godofredo Cínico Caspa. Nuestros personajes favoritos eran Godofredo y Dioselina. Él era un viejo de saco y moño, piel cenicienta y bigote de Hitler que salía en su oficina detrás de una máquina de escribir, rodeado de libros y expedientes. Se presentaba escandaloso y chillón, alargando las erres, como «el último bastión de la moralidad y la pulcritud de este país», y luego, durante dos o tres minutos, ascendía en indignación, manoteando, con la cara voraz y los labios pastosos. Gritaba: «¡¿De dónde acá las mujeres pueden votar?! ¡Que dejen en paz las urnas y vuelvan a la cocina! ¡No hay derecho a que los comunistas y los opositores voten! Seremos la gente de bien quienes elijamos a la gente de bien».

Estallábamos de risa. A mí aún se me escapaban varias referencias, pero entendía algo importante: en casa nadie pensaba como Godofredo.

Yo no sabía –tampoco hoy lo sé bien– qué había pasado con Garzón, pero supe entonces que alguien había decidido, que alguien tenía el poder de ordenar una muerte en Colombia, y que esa orden se cumplía.

Recuerdo sin volver a YouTube una escena de Dioselina Tibaná. Está en la cocina del Palacio de Nariño, la sede del gobierno en Colombia. La cocina tiene un horno de piedra y canastos y utensilios en las paredes como las cocinas en el campo. Dioselina, de cofia y uniforme, se precipita sobre las ollas hablando con el acento arrastrado de los tolimenses, y mientras prepara un banquete para el Presidente Samper aparecen dólares, evidentemente ilegales, por todos lados. Billetes en los platos, billetes en los cubiertos, billetes en la bandeja del pato a la naranja. Ella los aparta, impávida o acostumbrada, y sigue.

Dioselina y también el portero Néstor Elí y Heriberto de la Calle, el lustrabotas que Garzón interpretaría después, su personaje más famoso, eran un antídoto del poder. Si los poderosos en Colombia mentían, ellos decían la verdad, no porque fueran héroes, sino porque no tenían nada que perder. Conocían las maniobras de  la política nacional no porque hicieran parte de ella, sino porque servían a los políticos: les cocinaban, abrían las puertas de sus casas, lustraban sus zapatos. Compartían la vida con ellos, aunque en realidad estaban en el mismo lugar donde estábamos nosotros, el resto.

Lo que más nos hacía reír de ¡Quac! era una sección sin nombre que María Leona presentaba así: «Y como siempre en ¡Quac!, también hay espacio para el humor». Ella y Garzón miraban una pantalla con imágenes reales de políticos y escuchaban al Presidente Samper decir con su voz fatigada y nasal: «Yo creo que la crisis política ya está superada». Entonces soltaban la risa, se desparramaban sobre el escritorio, y golpeaban con los puños en un arrebato histriónico que nos contagiaba en casa y que yo, a los once o doce años, ya entendía bien. Esa carcajada era la respuesta al verdadero sinsentido.

Charlar con el man

¡Quac! salió del aire en 1997 y de inmediato Garzón creó a Heriberto de la Calle, el lustrabotas, que hacía entrevistas a políticos y personalidades en el noticiero CM&. A Heriberto lo seguimos viendo juntos, aunque para entonces me había instalado en una adolescencia taciturna y no me interesaba la vida familiar. Igual lo veíamos con devoción, atentos como buscadores de tesoros, enojándonos con el que interrumpiera. Heriberto no tenía gafas ni dientes, pero sí la piel cuarteada del altiplano y el pelo adherido a la cabeza como caucho ardiente. Se sentaba en una silla bajita con la caja de lustrar entre las piernas y lustraba los zapatos de su invitado mientras le hacía preguntas con voz zumbona, entornaba los ojos y lo golpeaba en la pierna con el cepillo de brillar.

Antes, en Zoociedad ¡Quac!, Garzón imitaba, pero Heriberto hablaba con políticos de verdad, algunos investigados por corrupción, homicidio y alianzas con paramilitares. Dicen que una lustrada suya terminó siendo más importante que un debate en el Congreso, que solo él se atrevía a decir la verdad, que era la conciencia del país. Hubo un momento impreciso en el que me costó reírme; la risa se convirtió en un secreto punzón de angustia.

Al sociólogo Alfredo Molano, amenazado por Carlos Castaño, el jefe paramilitar que ordenaría el asesinato de Garzón,  Heriberto le pregunta: «¿Pero por qué Castaño se la monta a unos y no a otros? ¿Por qué a usted se la montó y se la montó y se la montó?» (¿por qué lo fastidia tanto?, ¿por qué lo tiene entre ojos?) Molano le responde: «Cuando a uno le cogen tirria, qué se hace». Y Heriberto dice: «A mí me gustaría charlar con ese man. Hablar a lo decente, a lo bien. Aquí lo máximo es un cepillazo, pero no más».

Asesinado

Cuando mataron a Jaime Garzón, el 13 de agosto de 1999, yo tenía catorce años. No recuerdo cómo me enteré de su muerte, pero sí que estábamos en Bogotá de vacaciones. El 14 de agosto, un sábado, almorzamos y salimos con mi padre  y mi hermano en auto rumbo al centro sin saber muy bien a qué. Yo iba al lado de mi padre, pero no sintonicé la emisora de rock que escuchaba siempre, dejé el casete con canciones de Mercedes Sosa y abrí la ventana en busca de aire frío.

Había visto en televisión la esquina donde ocurrió el homicidio, una esquina por la que probablemente había pasado y de la que me quedó la imagen de una panadería de nombre Gioconda. Íbamos en silencio; no era un silencio solemne, sino uno atolondrado como el que sobreviene a un rayo fuerte. Llegamos a la Plaza de Bolívar, llena de gente esperando, velando en un enorme cortejo fúnebre. Mi padre dice que entramos a la Casa del Florero, a un lado de la plaza, donde en 1810 ocurrió la pelea por un florero que culminó en el grito de independencia nacional.

Yo no sabía –tampoco hoy lo sé bien– qué había pasado con Garzón, pero supe entonces que alguien había decidido, que alguien tenía el poder de ordenar una muerte en Colombia, y que esa orden se cumplía. Solo entonces me di cuenta de que lo que un comediante había hecho todos esos años era un motivo para asesinarlo.

En 2004 un juez condenó a Carlos Castaño a treinta y ocho años de cárcel como coautor, pero la pena no se ejecutó porque fue asesinado.

En 2018 el mismo juzgado condenó a José Miguel Narváez a treinta años como determinador del homicidio: fue él quien le sugirió a Castaño que lo ordenara. Al proceso están vinculados altos oficiales del Ejército que habrían seguido y vigilado a Garzón y recibido a los sicarios en Bogotá.

Poco después de su muerte empecé a escribir cartas a Jaime Garzón, en un cuaderno que debe estar en algún cajón del departamento en Bogotá donde ahora vive mi madre. Le contaba cosas sin importancia, como a un querido diario, pero teñidas de una melancolía difusa, de hartazgo, de descreimiento. En esas cartas le hablo a un hombre que nos había hecho reír. Pero ahora ya nada era gracioso.