Yo entré a un lugar al que no sé dar nombre 

                        Gabriela Mistral, mayo de 1944

 

Angustiado, tolerando muy mal el horror y la tristeza, le digo a mi mejor amigo: «Nacho, ayúdame a sacar a Yin Yin del infierno». Él me mira a los ojos y me dice: «Primero hay que saber si existe algo así como el infierno».

Tenemos que entender que Gabriela Mistral sí creía en un lugar como ese.

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Yo no sé si esté bien decir esto, pero quizás haya que haber criado a un niño para comprender la magnitud del horror que se siente cuando muere a temprana edad. No importa si fue hijo de uno o no. Más honda y perdurable es la herida cuando se ha suicidado. Peor cuando uno llega a sentir que se tiene responsabilidad en el hecho. Creo que nadie puede sanar del todo de algo así. Esto es importante: es casi imposible dimensionar el agujero oscuro en que se vive después de una experiencia como esa. Por favor intenten ponerse en sus zapatos: esa precisamente fue la puerta de entrada de Gabriela Mistral a su infierno privado.

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Hoy Yin Yin tendría noventa y dos años. Si hubiese sido un ser menos visible, y hubiese muerto un par de décadas atrás, posiblemente estaría en proceso de difuminarse en la niebla para siempre.

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Pero no. Por una serie de circunstancias algo difíciles de explicar, quizás nunca lo dejemos en paz. En una de esas, porque jamás lleguemos a saber quién fue en realidad.

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A gente prominente como Gabriela Mistral se le suele retratar en historias inevitablemente deformadas, que varían, se hacen movedizas y cambian de acuerdo a los contextos y sobre todo a los observadores, a lo que están buscando, a lo que quieren ver u oír.

En su caso, hubo un momento en que todo parecía un cuento de hadas. Una humilde campesina, víctima de horribles ofensas e insuperables obstáculos, se convierte en reina. Siempre circuló también esa otra versión, folletinesca, de una sufrida protagonista entre humillada y enaltecida que triunfa ante la adversidad. A mí, a partir de la noche del viernes 13 de agosto de 1943, cuando Yin Yin –su hijo– toma arsénico, no me cuesta nada pensar en su vida como una novela negra. El centro gravitacional de esta novela es un misterio sórdido, un hecho de sangre y locura, marcado por un mundo abyecto, corrupto y cruel. En esa novela yo soy el detective, cínico y descreído, y tanto Gabriela como su sobrino son víctimas de un horrible crimen, que en una de esas ambos cometieron. También es una novela fantástica, donde el desconcierto, la duda, la fisura en la realidad se impone: ¿qué diablos pasó en realidad? ¿Qué es lo que debo terminar creyendo? ¿Es esta una historia de fantasmas? ¿La mujer estaba loca? ¿O el mundo tiene engranajes secretos y la respuesta se encuentra en un lugar al que no podemos acceder?

Como sea, es una trama casi absurda que nos lleva a los límites y nos hace dudar de las fronteras de lo real. Yo incluso he llegado a leerla como una larga narración de horror cósmico. Y por supuesto es también una tragedia. Se vive así, sobre todo mediante la novela epistolar que nos quedó en las cartas entre Gabriela Mistral y Palma Guillén, durante los años y días previos a la muerte del muchacho. Avanzamos por ellas sabiendo cuál es su final, sin embargo, no podemos dejar de sobrecogernos, de desear que todo acabe de otra manera; a la larga no podemos sino terminar con el corazón partido frente a lo inexorable que se despliega ante nosotros: se ha destruido un alma mejor que la nuestra, dejándola mutilada, hecha mil pedazos. Para mí, finalmente, la historia de Gabriela Mistral y su hijo Yin Yin es todo esto, pero quizás más: posiblemente sea –al igual que los extraordinarios textos que son documentos y monumentos acá– un género limítrofe, híbrido, que desdibuja los límites de la ficción y la realidad, que uno finalmente duda qué es: ¿novela o vida real?

En 1985, Luis Vargas Saavedra, especialista en la poeta chilena, ya tenía una intuición parecida, cuando señalaba: «A estas alturas Yin Yin se ha vuelto un ente legendario, una criatura toda de ficción: se ha hecho los poemas que gm le hiciera». Yo, a pesar de todo lo dicho, pienso que es fundamental para entender y dimensionar correctamente lo sucedido recordar que Yin Yin fue alguien de carne y hueso, y que caminó entre nosotros antes de arruinarlo todo para siempre.

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Yin Yin entró con fuerza en mi vida cuando supe que había tomado veneno justo el 13 de agosto de 1943 (murió el 14 de agosto, después de una horrible agonía, pero lo había tomado el 13). El día y el mes coinciden con mi propio nacimiento. Y en un gesto que hoy me parece banal y ligero, lo conecté conmigo mismo. Me comencé a considerar un hijo suicida de la poeta, y escribí un libro llamado así mismo: Los hijos suicidas de Gabriela Mistral. Es una antología apócrifa de poetas del Valle de Elqui que se suicidan literariamente. Hay uno que se llama exactamente como se llamaba Yin: Juan Miguel Godoy, y es una especie de gólem textual que todavía anda por ahí. Sin embargo, a diferencia suya, yo le ordeno que sea feliz. Ya presentía entonces –hoy lo sé con total certeza– que mi conocimiento del drama de Yin era demasiado superficial. Y siempre había tenido la esperanza de hacer un estudio más serio y profundo. La oportunidad de escribir este artículo hizo mi esperanza realidad. Pero, como dice un filósofo chileno: toda esperanza tiene su infierno.

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Antes de adentrarme en un estudio más acabado y riguroso de los hechos, tenía una hipótesis que hoy me parece ya algo lejana. Yo quería que la trama de su novela fuese más o menos así: en 1924, estando en Italia o en Francia, Gabriela Mistral, deseosa de ser madre, una madre biológica, carnal y no metafórica, se hizo embarazar por un trabajador de alguna de las fincas donde vivía. En el máximo secreto, y acompañada por gente leal y discreta que la amaba mucho, dio a luz al niño de sus entrañas. Luego inventó toda esa trama incierta e imprecisa que le permitía explicar de dónde había salido: un medio hermano se lo había entregado en Barcelona y ella lo aceptó con tal de que jamás nunca lo volviese a reclamar. Luego el padre simplemente desaparecería para siempre y nadie sabría nada más de él. Realizar algo así no era imposible para alguien con su imaginación y su capacidad. Y de esa forma habría podido compartir un hijo con su amor de entonces, Palma Guillén. Tanto ese secreto sagrado como el mismo hecho del suicidio explicarían el dolor gigante que la partió en mil pedazos y que en suma la enloqueció. Me gustaba esa trama turbia y quizás algo morbosa, porque abría perspectivas sobre ella, porque le daba cierta pátina de humanidad y la hacía exponencialmente un personaje más complejo e interesante de lo que ya me parecía. A estas alturas una versión así se me hace algo ramplona. Posiblemente la realidad de los hechos sea incluso más humana, más compleja e interesante aun.

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Todo en el caso es turbio e inexacto, lleno de imprecisiones. Hablo tanto de las circunstancias de su nacimiento y adopción como de su suicidio. Considerando que todas las personas que podrían haber ayudado a dilucidarlo han muerto, el asunto se vuelve más complicado.

Empiezo refiriéndome a los enrarecidos acontecimientos relacionados con la llegada de Yin a la vida de Gabriela. Si bien la polémica se desata en Chile durante 1974 con la publicación de un artículo en El Mercurio, por supuesto es posible que los chismes malintencionados hayan existido siempre. La idea puede haber sido rebajar o humanizar a esta suerte de ser mitológico, la madre universal que parecía desear con increíble fuerza ser una madre real. Corren entonces rumores difíciles de creer: que el padre de Yin podría ser el escritor Eugenio d’Ors; según Enrique Lafourcade esa era la teoría de Ricardo Latcham y Mariano Latorre, gente cercana a Gabriela. Escuché hace poco en el museo de Vicuña la teoría de que José Vasconcelos podría haber sido también el padre. Sinceramente estas teorías faranduleras me dan mucha risa, aunque por lo que he podido comprobar hay gente que no las descarta del todo.

Lamentablemente no pude rastrear ese artículo de 1974. Pero es claro que provocó una reacción casi inmediata y rotunda de Isolina Barraza, quien escribe un libro con antecedentes «en respuesta de un insidioso artículo aparecido en un diario santiaguino». Tanto ella como Marta Elena Samatán fueron sus amigas cercanas, y ambas son de la opinión de que una afirmación así «podía sorprender a quienes no conocieran detalles de la vida y el carácter de la escritora, pero no a quienes habían podido valorar su entereza y no dudaban de que, si hubiera tenido un hijo, ante el mundo entero lo hubiera reconocido como tal». Los que dudan, por supuesto, prevalecen. En 1999, Doris Dana declara en la televisión chilena que Gabriela Mistral le habría confesado que Yin Yin era su hijo biológico. Luis Vargas Saavedra lo desmiente categóricamente: «En el otro platillo, la credibilidad y autoridad de Doris Dana puede parecer formidablemente poderosa, pero la ejerce tardíamente y con beneficio. Demasiado aguardar 42 años para noticiar algo que pudo decirse hace 40 años», dice en un artículo de 1999. «De manera que la balanza se inclina a favor de las evidencias escritas por Gabriela Mistral y no hacia el confieso-que-me-confesó de Doris Dana, a quien bien pudo habérselo dicho tal cual, pero se lo decía con la mente estragada por arteriosclerosis sobre mitomanía. Pudo incluso ya habérselo ella misma creído, tal como se creía el reajuste imaginario que constantemente efectuaba de su vida. Por ejemplo, a Alfonso Reyes le dice que el Premio Nobel se lo dieron antes de irse a Brasil». Ha sido clave para mí entender, no sólo a partir de lo que dice Vargas Saavedra, sino de muchas otras fuentes, que no se le puede creer mucho a Gabriela a partir de 1950, o quizás desde antes.

Lafourcade, una semana después de ese desmentido, trata de dilucidar todo en una crónica del 28 de noviembre de 1999. Y si bien deja en el aire una serie de dudas muy razonables, parece inclinarse por creer que no era su hijo, sin dejar de todos modos una posibilidad incierta de que así fuese: «¿Y no es de novela el que el padre de Yin Yin haya desaparecido en el Sahara, en la Legión Extranjera, como en una película de Gary Cooper? ¿Que nunca más supiera de su hijo? ¿Que se ignore dónde murió ese padre? ¿Que la presunta madre tenga dos apellidos distintos? ¿Que –según una versión de la Mistral– ya estaba muerta cuando ella recibe al niño? ¿Y –según otra– hospitalizada en un sanatorio en Suiza?».

Para él, como para muchos, el certificado de nacimiento lo dilucidaría todo. Ese certificado fue encontrado efectivamente en los famosos siete baúles de Santa Bárbara que fueron donados a Chile por Doris Atkinson después de su muerte el año 2006. Publicado en el libro Yin Yin de Pedro Pablo Zegers, ese certificado dice claramente que el niño habría nacido el uno de abril de 1925. Lamentablemente el certificado es de 1928, tres años después de su nacimiento. Y lo que constata el documento es que Yin fue inscrito ese mismo año, no el de su nacimiento. Además dice que la madre tiene por nombre Marta Muñoz Mendoza. Y el niño es llamado «Juan Miguel y Pablo Godoy Muñoz». Lo que vuelve a complicar todo, pues el muchacho aparece en distintos certificados como Juan Miguel Godoy Mendoza y no Juan Miguel Godoy Muñoz. De esta manera, el nombre y la identidad de la madre son también parte de este acertijo.

¿Y el padre? ¿Quién fue realmente? ¿Qué pasó con él? Marta Elena Samatán, en Los días y los años de Gabriela Mistral, dice que ella apareció por Fontainebleu sin saber que Gabriela en realidad era Lucila Godoy, que cuando en su papel de cónsul vio sus papeles entendió que era su medio hermano. Se dice que por un tiempo el hombre fue cercano a Gabriela Mistral, que así conoció a la futura madre de Yin, una joven profesora admiradora de Gabriela. Ella misma dice que desaconsejó el matrimonio entre ambos, porque en el fondo había comprendido que él era un tiro al aire. Pero en 1932 un certificado

Son jaculatorias, letanías, preces, antífonas, himnos, invocaciones y ruegos que buscan comunicarse con entidades divinas, conseguir cosas precisas, como el bienestar de Yin en el Más Allá, que las personas divinas de la Santísima Trinidad lo llamen hacia ellas, que el Espíritu Santo lo guíe, que Dios Padre lo libere de todos los peligros del infierno, que Cristo lo redima, que la Virgen lo recoja y acompañe, que toda clase de ángeles (ángeles, arcángeles, tronos y dominaciones, principados y potencia, virtudes, querubines y serafines) rueguen por él, que los santos (san Juan Bautista, san Juan Evangelista, san Francisco de Asís, san Francisco de Sales, san Antonio de Padua, santa Juana de Arco, santa Teresa de Ávila, que las Almas de Santas Mujeres y de Santos Niños) lo arranquen de la tiniebla y logren una segunda vida para él, que los muertos (padres, deudos y amigos de la familia) lo busquen y le den alegría y paz. Que Yin mismo la mire, la busque, la bendiga.

donde se le entrega la tutoría del niño a Palma Guillén, firmado por el cónsul chileno de Nápoles, testifica: «Hoy, veintiocho de Setiembre de mil novecientos treinta y dos, se presenta el ciudadano chileno don Carlos Miguel Godoy Vallejo, ingeniero de Minas  a quien conozco y doy fe, con los testigos que firman…».

A mí todo esto me provoca muchas sospechas. ¿No es posible que la influencia diplomática de Gabriela haya facilitado la extensión de un documento así? ¿Fue entonces en 1932 cuando vieron a Carlos Godoy por última vez? ¿Estuvo efectivamente ahí? ¿Por qué nadie más dice haberlo conocido? ¿Por qué Palma Guillén en sus cartas publicadas no cuenta que estuvo con él? ¿Por qué se produjo la confusión de nombres en los certificados si el padre estaba presente? ¿Qué pasó finalmente con él? Por esto difiero humildemente de Vargas Saavedra y de Zegers cuando asumen que todos estos documentos son una prueba indesmentible de que no era su hijo biológico. Sin embargo, quiero coincidir con el categórico cierre que Vargas Saavedra le da al caso en un artículo del año 2007: «Gabriela Mistral no era una mentirosa, ni una marrullera ni una hipócrita. Toda su obra es una prueba de moralidad cristiana y, como maestra y diplomática, cumplió con la ética profesional».

A estas alturas, y después de haber entendido la magnitud del impacto que el suicidio de Yin provocó en la vida de Gabriela, sencillamente me empieza a dar lo mismo si fue su hijo biológico o no.

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Esto es sólo una muestra. Más enrarecidos aún son los hechos relacionados con aquello que se consumó en Petrópolis entre el viernes 13 de agosto y el sábado 14 de 1943. De hecho, creo que sólo sabemos con certeza que Yin Yin respiraba y que dejó de respirar.

Las hipótesis que se esbozan son muchas. Vargas Saavedra, la fuente más autorizada, las recopila todas en un trabajo notable y las plantea largamente en El otro suicida de Gabriela Mistral. Acá va una síntesis un poco torpe.

Posiblemente la explicación más compleja sea la de la misma Mistral. Desesperada tratando de entender lo que sucedió, esboza diferentes versiones. Habla de bandas de muchachos que hostigaban a Yin Yin por razones raciales, políticas y de clase. Culpa al temperamento Godoy. También al hecho de que hubiese nacido con fórceps y que en una reacomodación del sistema nervioso propia de este tipo de casos habría colapsado sicológicamente. Culpa a la imposición que ella le hizo de su vida errante. Hace notar su desarraigo por no haber «embonado» nunca con lo latinoamericano. Vale la pena mencionar que efectivamente Juan Miguel tenía acento francés y esa parece haber sido su primera lengua; de hecho, la literatura que intentó desarrollar la hizo en ese idioma. Gabriela Mistral explica también que tanto su idolatría por el muchacho como el karma de sus vidas pasadas la habrían hecho merecedora de un castigo tan atroz. Postula también un complot en su contra por parte de facciones fascistas. Finalmente termina sus días asegurando que no se había suicidado, que lo habrían obligado a hacerlo, quizás mediante una droga tropical que minó su voluntad y lo enloqueció.

Palma Guillén, por su parte, asegura que Yin se suicidó «por no matar a uno de sus compañeros de escuela», también por evitar un chantaje o tortura, para que no delatase a uno de ellos. Juan Uribe Echeverría, que estuvo en Petrópolis poco después de la muerte de Yin, escuchó que Juan Miguel sólo quería simular un suicidio para impresionar a una muchacha de la que estaba enamorado, pero la persona encargada de avisarle no alcanzó a hacerlo y el veneno hizo efecto. Se habla también de que hubiese estado enamorado de Consuelo Saleva, la joven secretaria puertorriqueña que trabajaba con Gabriela en Petrópolis y que había abandonado la casa durante esos días. Por lo que se entiende, «Connie» habría dado posteriormente continuas muestras de colapsos nerviosos.

Pero posiblemente la más dura de todas esas hipótesis es la de Vargas Saavedra: «La personalidad egocéntrica, mitómana, avasalladora y empecinada de gm tenía que estrellarse contra la de Juan Miguel, cuya suma hipersensibilidad + inteligencia + timidez no lo ayudarían a independizarse de aquella potencia síquica. El enfrentamiento culminó en su adolescencia: cuando Yin quiso ir a pelear en Europa y cuando Yin quiso casarse con una alemana. (…) El hecho de que gm le eche la culpa a una mafia o banda suicidadora prueba que ella rehusaba aceptar su tremenda responsabilidad en el repudio mortal que le asestaba Yin Yin. En sus oraciones trabaja por consolidarse el autoperdón. Pero el esfuerzo por sostener una postura falsa y de sostenerla hasta llegar a creer que es verdadera la dañarán síquicamente, puesto que mintiéndose para no enloquecer llega a enloquecer, mintiendo».

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La descarnada lucha que Gabriela Mistral emprendió para tratar de salvar a su hijo en el Más Allá es, sin duda, una de las partes más conmovedoras de esta novela. El golpe sicológico que sufrió la dejó fracturada para siempre. Pasó la noche junto a él mientras agonizaba. Cuando murió, parece haber caído en comportamientos erráticos e histéricos. Envía dinero a México a la hermana de Palma Guillén sin dar absolutamente ninguna explicación. Luego, el 15 de agosto, manda un telegrama de sólo dos palabras: «Vente inmediatamente».

Yo no puedo evitar imaginármela con los ojos llenos de lágrimas y las manos temblando. Pasan nueve días en que no puede andar. Cuando puede rehacerse un poco, solo quedan escombros de quien fue alguna vez. Esa es la palabra que usa continuamente, «escombros». En sus cuadernos observamos frecuentemente una planificación de su batalla por librar a su hijo y por sanarse ella misma. «No es consuelo lo que busco, es verlo», dice en una carta. Sus cuadernos de anotaciones revelan un detallado procedimiento para conseguirlo: realizar meditaciones visuales, hablarle en voz alta, contemplar objetos hermosos, hacer acciones de gracia, visualizarlo en oración con los brazos abiertos, rezar el padrenuestro sintiéndolo a su lado derecho, decir palabras de amor para él siempre, crear oraciones para rezarlas diariamente, concentrarse mentalmente en él «porque debo defender su imagen en mí».

Esta lucha se sostiene por años, con distintos grados de intensidad. De este viaje al infierno surgen los que en estos momentos me parecen algunos de sus textos más notables: casi cien oraciones destinadas a redimirlo y a redimirse. Lo que sucede con las oraciones es que no son textos estrictamente literarios. «Nunca la poesía fue para mí algo tan fuerte como para que me reemplace a este niño precioso» dice. Las oraciones, en cambio, son un género híbrido, más allá del arte y la ficción. Intentan ser operativas en la realidad. No están desprovistas de recursos poéticos, pero su intención es muy otra. La idea de belleza y verdad se mezclan poderosamente en ellas. La idea de que son efectivas, de que sirven en una suerte de otra dimensión que los hombres apenas percibimos y que permitirían a Yin salir del lugar donde estaba.

Son jaculatorias, letanías, preces, antífonas, himnos, invocaciones y ruegos que buscan comunicarse con entidades divinas, conseguir cosas precisas, como el bienestar de Yin en el Más Allá, que las personas divinas de la Santísima Trinidad lo llamen hacia ellas, que el Espíritu Santo lo guíe, que Dios Padre lo libere de todos los peligros del infierno, que Cristo lo redima, que la Virgen lo recoja y acompañe, que toda clase de ángeles (ángeles, arcángeles, tronos y dominaciones, principados y potencia, virtudes, querubines y serafines) rueguen por él, que los santos (san Juan Bautista, san Juan Evangelista, san Francisco de Asís, san Francisco de Sales, san Antonio de Padua, santa Juana de Arco, santa Teresa de Ávila, que las Almas de Santas Mujeres y de Santos Niños) lo arranquen de la tiniebla y logren una segunda vida para él, que los muertos (padres, deudos y amigos de la familia) lo busquen y le den alegría y paz. Que Yin mismo la mire, la busque, la bendiga.

En algún momento se decide por vivir en un permanente culto de los muertos. Aconsejando a una amiga sobre la forma de sobreponerse a la muerte de un ser querido, le dice: «Es crearse una vida con ellos; pero con ellos como si estuvieran en una presencia constante y familiar, sin nada de espantoso, de tremendo. Es aquello un trato inefable y real. (…) Acompáñelo Ud., sin tortura: lea para él trozos bíblicos –búsquelos en David, en sus Salmos. No procure traerlo hacia su lado, procure ir hacia él en el sueño. Desee con fervor –pero sin angustia– ir hacia él. Rece con él allí oraciones suaves y de fe rotunda». Y a otro amigo también le aconseja respecto de la muerte de su madre: «Cultive Ud. la sensación de presencia de ella. (…) Cuesta poco. Es sólo estar atento. No vienen siempre a la solemnidad de nuestra oración. Vienen en cualquier momento, cuando trabajamos o vamos caminando solos. Y en el sueño más claro está. En él tal vez  estamos todo el tiempo con ellos. (…) El creer de veras, 70 veces creerlos vivos y saberlos vivos y convivirlos. Este va y viene nuestro se normaliza, se vuelve naturalísimo».

En esta inmensa necesidad de ver a su hijo, «la segunda vida» que dan los sueños es determinante. De hecho, uno podría establecer una cronología de su batalla onírica, incluyendo sueños previos a la tragedia. También su descenso al infierno y ciertos momentos de consuelo, cuando puede verlo un poco mejor, tranquilo y desprovisto casi de su corporalidad. La transcripción de sus sueños me parece invaluable testimonio de su constitución psíquica, de su manera de vivir «en dos planos de manera peligrosa». Las imágenes son inquietantes, y quizás reafirman la idea de que ella creía, sentía y pensaba que él estaba en algo así como el infierno. Uno de ellos es especialmente chocante. Está fechado en 1944 y lo tiene después de rogar con fervor por ver a Yin: «Y apareció un cielo negro, sin nubes, negro en sí mismo, y unánime en la negrura. Y con una calidad de carne negra y leprosa, mejor, todo él una sola lepra negra. Yo sabía que al centro se había muerto o estaba acabándose el sol. En vez de él había un casi signo –confuso esto– que podía ser el triángulo doble. Era pasmoso ese cielo sin nubes y con aquella especie de piel grasa y negra y densa y casi repugnante; parecido a una piel de hipopótamo, y peor». Los sueños son para ella claros indicadores de su estado en el otro mundo. «Ay, Dios lo ayude y me ayude», dice después de relatar uno relativamente consolador.

Al parecer, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca encontró un consuelo real, una certeza de que Yin Yin hubiese salido del infierno y dejado de sufrir. Ya en 1953, en carta a Doris Dana relata otro sueño en el que se observa cómo el asunto se encuentra lejos del alivio y la consolación: «He soñado a Yin de una manera penosa para mí. (…) Había bajado la cara y así me dijo: “Vas a vender todo lo que era mío y te vas a olvidar de mí”. Yo no podía más y le dije con un habla que no parecía de mí: “¿Chiquito, eres tú, por qué me hablas así?”. Quería yo y no podía hablarle claro sino como cuando se balbucea. Yo temblaba y quería y no podía pensar si le respondía o no. Él seguía fijo, fijo, mirándome. Le dije al fin con un habla cortada de puro miedo: “Tú no quieres que yo venda eso”. Siguió: “Buda [así le decía Juan Miguel a Gabriela], has perdido todo lo mío y no tienes nada”. Y aquí, en este punto ya no pude más hablarle. Estuvo fijo no sé cómo y desapareció. (…) Esta es la 4ª vez que me habla, y me queda una impresión tremenda porque es él, solo que no le veo sino la cara, pero le oigo todo. (…) Yo cuento a poca gente estas cosas. Se reirían de mí».

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Creo que esta historia no se cerrará jamás. Pero sé que nadie puede ser el mismo después de un viaje al infierno. Yo ya soy distinto, incluso cuando este infierno que visité no era el mío propio. Ojalá no exista un lugar o un no lugar parecido al infierno en el que creía Gabriela Mistral. Ojalá su hijo no esté ahí.

Hace muy poco estuve con mi amigo Ricardo acá en Vicuña. Me contó que el año 2005, cuando trajeron de vuelta a Yin Yin a Montegrande, él y un par de compañeros pasaron a su velorio en la iglesia. Era la madrugada y venían borrachos. No había nadie, el ataúd en medio de la iglesia daba la impresión de una enorme desolación. Mi amigo me dijo: «Tuvimos la impresión de que esa había sido también su vida, que había sido un niño terriblemente solo, que seguiría solo siempre».

Por mi parte, he llegado a entender que, sobre todo durante la infancia de Yin, él y Gabriela tuvieron momentos intensos y duraderos de felicidad. Aunque eso mismo quizás sea la fuente del dolor espantoso que ella llegó a experimentar con el suicidio de su muchacho. Y pienso que por más que nos esforcemos nunca podremos entender realmente quiénes fueron estas dos personas. Podemos escudriñar en los pocos rastros que quedan de su existencia juntos. Los podemos convertir en personajes. Los podemos moldear un poco a nuestro antojo y hacer nuestras novelas sobre sus vidas. Es casi un consuelo para mí comprender que jamás los entenderemos del todo, que siempre habrá cosas que no estaremos viendo y a las que nunca podremos acceder en último término: esos momentos de intensa alegría y felicidad que sin duda vivieron en algún momento, por ejemplo. Pero me rompe el corazón también comprender que nada de esto fue ficción, que sí hubo una muerte horrible, y que una mujer buena, inteligente, valiente y sensible, quedó en escombros irreparablemente después de que le fuese imposible sacar a su hijo del infierno, quedando ella atrapada ahí, junto a él.