GUARDA MIS CARTAS, CHINO. VAN A SERVIR después cuando la Titina quiera conocer los secretos de su abuela. Porque en este mundo ni los muertos están tranquilos”.

Es París, 1962, y Violeta Parra redacta en manuscrito una de las muchas órdenes (y una de las pocas disposiciones de orden póstumo) que pueblan su correspondencia con Gilbert Favre, su compañero durante seis años. Las líneas perentorias se cruzan desde el inicio de la relación epistolar con su amante suizo. “Trae todo papel con décimas, todas las cintas, diapositivas de todos mis trabajos”, le ordena desde Buenos Aires, al año siguiente de conocerlo en su casa de La Reina; “Chinito, tienes que quitar el hielo de la ropa que hay en la olla. No la pongas afuera, por favor”, le recuerda desde Ginebra; “… toda la semana esperé tu respuesta, pero me parece que tú estás economizando letras y tinta”, se resiente desde París. Previo a un gran concierto en Buenos Aires, en 1961, le detalla: “Bueno, ahora se trata de que tú llegues a tiempo con el tejido a bolillo, los santos, mi cuaderno de cantos, ése con tapas negras, arpilleras y algunas telas de óleo. El recital es el 27 de abril a las 9.30 de la noche, con gran propaganda y asistencia de críticos, periodistas y el mejor grupo de artistas de Buenos Aires. Los vestidos campesinos también los necesito. Quiero que hables con Sergio y le pidas Mimbre. Enrique Araya está en Chile, es el agregado cultural. Él puede traerlas en su valija diplomática… Hay que apurarse, hay que volar. Por el momento, que vaya Chabelita a cobrar a Odeón. El dinero es sagrado para los pasajes, solamente para los pasajes. Ellos pueden viajar unos tres días antes del recital. Tú tienes que venirte al tiro, porque yo no puedo más sin ti”.

Conocemos parte importante de la correspondencia entre Violeta Parra y Gilbert Favre gracias a la edición que hizo la hija mayor de la artista, Isabel, durante su exilio europeo. En El libro mayor de Violeta Parra (Ed. Michay, 1985) se acomodan cartas amorosas, a amigos y a parientes, además de testimonios y recuerdos de cercanos. El tono imperativo es frecuente, pero no dominante. Si las Décimas que la autora chillaneja escribió en 1958 (y que se publicaron por primera vez en 1970) son lo más parecido a una autobiografía, estas cartas reemplazan adecuadamente al diario de vida que Violeta jamás quiso ni pensó en redactar, ni siquiera durante los años creativos, ocupados y vivísimos que pasó entre Chile, Argentina, Suiza y Francia durante la década de 1960. Son cartas reveladoras de sus logros (“qué pena que tú no viste la fiesta [de aniversario del diario francés L’Humanité]. Había un poquito de gente, fíjate: 600 mil personas”), desazones y decepciones (“este cementerio que es la vida, a cada momento me muestra sus nichos y sus cruces. Y como tengo mucho miedo, te llamo para que me tomes de la mano y me ayudes a pasar por este puente peligroso”), y también de un hambre infinito por concretar una difusión folclórica que en muchas líneas se redacta como una misión de trascendencia épica. La ambición de Violeta Parra parece en estas cartas menos vinculada a un apremio autoral de difusión que a un trabajo sincero de revelación de su universo. Incluso el concepto de “embajaduría cultural” parece tibio junto a estas líneas de responsabilidad profunda frente a una labor ideada, desarrollada y gestionada por ella, sin ayuda oficial alguna. En 1963, le escribe a Gilbert desde París: “Si se tratara sólo de problemas caseros todo sería muy simple, pero hay un país que espera mi trabajo y el tuyo. Tú también has de tener esta conciencia, porque has despertado a la vida a mi lado y yo tengo fe y confianza en ti, a pesar de lo celosa que soy. Soy celosa porque, si te pierdo a ti, no soy yo quien va a perder, es Chile; ese paisito que tú tanto quieres y por el cual tú vas a realizar un trabajo. La vida de los campesinos y de los obreros, la Nati y don Graviel, te están esperando en Malloa y en Puente Alto. Tú has escogido el sacrificio de tu vida por amor a esta gente, gente que yo también amo, por eso también tenemos que seguir unidos…”

Suele recordarse a Violeta Parra en los exabruptos de su mal genio. Los puntuales enojos de nuestros escasos rockeros de fuste han sido mucho menos graciosos que las anécdotas infinitas sobre el humor explosivo de una mujer a la que cada amigo, pariente o seguidor le registra al menos un episodio de furia. “¡Ay, qué manera de caer hacia arriba y de ser sempiterna, esta mujer!”, fue como lo sintetizó Neruda en su “Elegía para cantar”. Está el hombre que asegura haber recibido un guitarrazo sobre la cabeza, la mujer que vio cómo la cantante se desanudaba con furia un moño que ella le había peinado cuidadosamente, el joven reprendido por no aplaudir con el debido entusiasmo la música que luego sería canción clásica.

No cuesta casi nada reunir una colección de estallidos. No muchos, sin embargo, han tendido un puente lógico entre esa obstinación de ánimo y la rígida dirección existencial que Violeta evidencia en sus cartas, elocuentísima si se desea comprender su carácter y su legado. La que escribe esas misivas no es tanto una mujer porfiada, como suelen simplificárnosla, sino que una artista apremiada por el tiempo, la edad y una diversidad de intereses y habilidades de las que tiene plena conciencia y hacia las cuales siente una inesquivable responsabilidad. Hay entre esas líneas rasgos de carácter que serían muy cotizados en una gran empresa teatral, museológica o cinematográfica, por los modos enfáticos (sobrehumanos, casi) de trabajo profesional. Hablamos de una mujer sin estudios académicos ni preparación artística formal, que se autoimpuso una tarea que nadie le encargó y que trabajó siempre a contracorriente de los círculos entonces supuestamente abocados a la difusión folclórica chilena. Una mujer que captó con rapidez lo que debía hacer, y que se ocupó en hacerlo con la máxima celeridad, cuando la adultez, los hijos y la pobreza parecían estupendas excusas para desistir. No hubo más de 14 años entre la primera composición propia de Violeta Parra y su muerte. Entremedio, una obra incalculable de gloria universal: discos, arpilleras, poesías, pinturas, esculturas, estudios.

Violeta puede ser “lo más chileno que yo tengo la posibilidad de sentir”, en las palabras elogiosas del peruano José María Arguedas, pero no parece haber cargado jamás durante su trayecto creativo con el típico mal local de la proyección infinita en ideas inconclusas ni con el descuido de su propio talento. Lo que dice, Violeta lo hace: la arpillera que comienza la termina, la canción que esboza la cierra, la carta que inicia no la concluye hasta no volcar en ella los modales intensos de una mujer de generosidad evidente

hacia sus afectos, su país y sus referentes culturales. Ya en sus décimas autobiográficas se manifiesta una suerte de predestino artístico que la guió desde pequeña (“mejor ni hablar de la escuela / la odié con todas mis ganas […] / Y empiezo a amar la guitarra / y donde siento una farra, / allí aprendo una canción”), pero en estas cartas lo que encontramos es a una Violeta Parra a cargo de su historia y de su deber con ella. Que así como cumple, exige; y que así como ama, evidencia sin pudores el golpe bajo de la ingratitud.

El nido que se hace solo
La obstinación de Violeta Parra es una indudable ventaja cuando la siembra, por ejemplo, en la tierra fértil del circuito cultural europeo de los años 60, al que agitó principalmente entre 1962 y 1965 (hubo una estadía previa, más breve, en la década de 1950). Grabaciones en Londres para la BBC; conciertos regulares en la casa ginebrina de madame Grampert, amiga suiza; incontables presentaciones como solista, o junto a sus hijos y Gilbert; registro de sobre una veintena de canciones (entre composiciones propias y recopiladas en el campo chileno) en los estudios del sello francés Chante du Monde, en París. La agenda profesional de Violeta Parra en Europa es la de un talento que parece florecer aún más ante un público curioso y receptivo, frente al que Violeta despliega los frutos de su inventiva y para el que ningún esfuerzo le parece excesivo, sino la justa parte del trato de trabajo que ha elegido darle a su existencia. Es cierto que la perspectiva de desplegar sus arpilleras, óleos y esculturas en un pabellón del Louvre le provoca en algún momento un asombro incrédulo (“¿Cómo iba a exponer yo en el Louvre? ¿Yo, que soy la mujer más fea del planeta y que venía de un país pequeño, de Chillán, del último confín del mundo?”), pero existen decenas de pistas de que Violeta se sentía perfectamente digna del reconocimiento; que el pabellón Marsan del más famoso museo de Europa era, cómo no, parte de su destino. “Te prometo que pronto verás ahí dentro una exposición de mis obras”, le comentó a Alejandro Jodorowski cuando llegó por segunda vez a París, en 1962. “A mí, que soy tan pequeña, ese enorme edificio no me asusta. El Louvre es un cementerio y nosotros estamos vivos. La vida es más poderosa que la muerte”. La cita aparece en el prólogo del libro El Maestro y las magas, del creador iquiqueño, y, ya todos sabemos, se cumplió tan sólo dos años más tarde de anunciarse.

Esa misma ambición es, en cambio, el músculo que se acalambra con dolor en sus infinitos proyectos frustrados en Chile. El paso de Violeta Parra por Santiago, Concepción, Valparaíso y el Norte Grande es, muchas veces, el registro humillante de portazos, compromisos incumplidos y desprecio por su arte. Si bien hay logros puntuales y exitosos en iniciativas como su fundación del Museo Nacional del Arte Folclórico Chileno, dependiente de la Universidad de Concepción (1958), su programa “Canta Violeta Parra” para radio Chilena (junto a Ricardo García, 1954), sus charlas en universidades o sus exposiciones en las ferias de arte del Parque Forestal, también esos mismos espacios son escenario de punzantes ninguneos. “¿Dónde te robaste ‘La jardinera’? Esa canción no es tuya”, recuerda Isabel Parra en El libro mayor… que fue el emplazamiento de un músico con el que se topó en un estudio radial. Por esa misma época, la aplaudida Esther Soré (“La negra linda” de la canción chilena) se manifestó “entre sorprendida y contrariada” por el canto “a lo divino” que Violeta decidió mostrar en una función de gala.

Mucho antes de que “lo popular” fuese materia de estudio o de rescate, Violeta llevaba al salón y al auditorio académico un mundo desconocido, no creado por ella –es un error frecuente describir a la artista chillaneja como una “campesina”, siendo que su ambiente natural fue mayoritariamente el de la ciudad–, sino que descubierto en caminatas por campos de Barrancas y pobres casas de adobe de Pirque, en fiestas religiosas del pueblo nortino de Salamanca y en exploraciones por parajes casi inaccesibles de Chiloé. Consideremos que muchos de los álbumes de Violeta Parra fueron publicándose en paralelo al temprano auge del llamado neofolklore. Para el año 1963 ya estaban formados Los Cuatro Cuartos y Las Cuatro Brujas, y Chile se acomodaba con entusiasmo a esa estilización de la canción chilena coordinada por el productor Camilo Fernández desde el sello Arena. Violeta, sin embargo, insistía en la exploración lo más “in situ” posible, resistiendo porfiadamente los códigos de armonización y disposición escénica aún impuestos a las mujeres dedicadas a la música tradicional. Es probable que ella haya sido la primera mujer en tocar guitarrón, un instrumento no sólo complejo sino que rodeado de una serie de exigencias rituales en su fabricación e interpretación y que por décadas se asoció de modo excluyente a los campesinos hombres. Patuda, claro, y también estricta. Incluso a su gran amiga Margot Loyola podía recriminarle su afición por el maquillaje y por los trajes típicos con los que la investigadora “se disfrazaba”, según Violeta.

Quizás lo que el extranjero viera como novedad, en Chile se interpretara como amenaza, y esto es un juicio suave a la luz del conocido conservadurismo estético de nuestro engranaje cultural. Es más duro, pero necesario, pensar en estigmatizaciones de género o de clase. Hubo en Violeta Parra un desafío constante y feroz a las convenciones no tan sólo estéticas del purismo folclórico, sino al andamiaje discriminador, intolerante y acomodaticio que sostiene a la burguesía chilena. El amplio abanico de amigos de Violeta Parra (de igual a igual entre campesinos y académicos) puede interpretarse como un manifiesto concreto a favor de su sentido de la tolerancia. No hay ni una credencial social que exigirle a una mujer pobre que llega a Santiago a casas de parientes (1932) y se ve obligada a trabajar antes de terminar el colegio, y que desde entonces forja amistades tan cómodamente en El Tordo Azul, boliche del barrio Mapocho, como en el café Sao Paulo, algo así como el Tavelli de la época. Javiera Parra, su nieta, me recordó una vez que Violeta y sus hermanos consideraron siempre como algo natural “que la aristocracia de la ciudad congeniara con la aristocracia de la tierra”, frase que le escuchó quizás a los elegantes Roberto o a Eduardo, dos cantores a los que jamás se vio sobre el escenario sin chaqueta.

Violeta Parra fue una artista apremiada por el tiempo, la edad y una diversidad de intereses y habilidades de las que tenía plena conciencia y hacia las cuales sentía una inesquivable responsabilidad. Hay en sus cartas rasgos de carácter que serían muy cotizados en una gran empresa teatral, museológica o cinematográfica, por los modos enfáticos de trabajo profesional. Hablamos de una mujer sin estudios académicos ni preparación artística formal, que trabajó siempre a contracorriente de los círculos entonces supuestamente abocados a la difusión folclórica chilena.

Esa soltura en el trato social tiene una innegable correspondencia con la desprejuiciada vida sentimental que Violeta eligió darse a ella y también a sus afectos más cercanos. Dos matrimonios, amores con extranjeros, una pareja estable trece años menor (Gilbert Favre) y la adopción con su apellido de un hijo previo de su primer marido (el trabajador ferroviario Luis Cereceda) son signos de una liberación auténtica de las convenciones alrededor de lo femenino y lo familiar. En Violeta se fue a los cielos, biografía de su madre, el músico Ángel Parra recuerda el contraste evidente entre sus modos autorales y de intérprete, y lo que se les exigía a las mujeres creadoras de la época: “En las radioemisoras se transmitía un tipo de música llamada chilena que mi madre aborrecía. Música de autores que no conocían la auténtica expresión campesina […]. Canciones dulzonas, en general de gran servilismo respecto de los patrones, y donde la mujer campesina aparece como decorado inútil, sirviendo sólo para avivar la cueca y cerrar un ojo mostrando un pedazo de muslo […]. Mi madre sufría, y sola se daba coraje sabiendo que en esta lucha no tendría aliados”.

Un periodista francés le preguntó una vez por el padre de sus hijos: “Estoy separada de él. No apreciaba mi trabajo y no hacía nada cuando estaba con él. Quería una mujer que le limpiara y le cocinara”. La queja no es original, pero sí el modo de resolverla. Cada vez que la música entró en conflicto con su estabilidad doméstica, Violeta no tuvo dudas sobre por cuál de las dos optar. Sus dos separaciones matrimoniales son decidoras de su sorprendente confianza en los resultados que le traería saltarse la seguridad que entonces simbolizaba la vida con un marido. En nombre de la música, Violeta corrió riesgos afectivos y, cómo negarlo, también financieros. Lalo, el cantor, es graciosamente indiscreto en su libro de décimas Mi hermana Violeta Parra (1998, Lom):

Al campo fue a investigar
el origen de la cueca;
parece gallina clueca
cuando vuelve pa’l hogar.
Disimula el malestar
que demuestra su mari’o:
“No te gusta mi vesti’o
porque viene un poco sucio…
le daré su desahucio:
¡cambia tu genio, queri’o!”.

[…]

Continúan los disgustos
entre marido y mujer;
él jamás podrá entender,
no le daban ni un segundo;
que parece moribundo
abandonando su casa…
“No cuajarán nuestras raza’,
tú te tendrás que marchar,
yo me quiero separar:
calabaza, calabaza”.

Para hablar de su fiereza es más fácil, claro, detenerse en su militancia comunista o en su aversión al maquillaje, pero la biografía de Violeta Parra entrega signos mucho más profundos de su rigor espiritual hacia valores que hoy resultan anacrónicos, como la necesaria austeridad de un artista popular o la indignación inclaudicable con la injusticia circundante, incluso cuando se la mira desde un privilegio temporal. Muchas de las canciones más punzantes de Violeta salieron en el extranjero, recordando “el hervidero de vigilantes”, “los candidatos sonrientes”, las penas del araucano y “el escudo más arrogante” de su patria lejana. En Europa no está a salvo del desprecio connacional. Sucesivas autoridades consulares intentan aplacar su entusiasmo. Las representaciones culturales chilenas exigen expresiones depuradas. Violeta, en cambio, toca la guitarra apoyando los pies en un cajón de madera en el que se lee: “Refinería de Azúcar de Viña del Mar”.

La famosa Carpa de La Reina, el lugar que emplazó a su regreso de Europa en avenida Larraín, soñando con un imposible Centro de Arte Popular –allí vivió desde fines de 1965 y allí eligió morir–, era un espacio precario, en el que Violeta se reservó un sector con piso de tierra para levantarse una casa de madera de extrema sencillez. Vivía junto a Gilbert (hasta que él partió a Bolivia, en 1966) y su hija menor, Carmen Luisa. Cuando llovía, todo podía convertirse en un barrial.

«Nicanor, perdóname tú, que yo vengo del Louvre y me voy al Zanjón de la Aguada, pero es que de ahí yo saco mis energías», le dijo a su regreso de Europa a su hermano mayor, según lo relata el poeta en Conversaciones con Nicanor Parra, de Leonidas Morales. Respondió el hermano: «Violeta, hay que preocuparse también del nido. Yo tenía mi casita aquí ya. Entonces ella me dijo: El nido se hace solo, guachito culebra. El nido se hace solo…».

Por estos y otros signos de existencia radical, se entiende que varios de sus seguidores jóvenes describan hoy a Violeta Parra como “nuestra primera rockera” o “una punk antes del punk” (“¡Te juro que envidio a Violeta Parra por haber hecho ‘Volver a los 17’!”, comentó una vez en Argentina Charly García). Pero incluso las categorías más contestatarias de la cultura pop son convenciones tibias para una mujer que prefirió la integridad silenciosa y de puntuales fogonazos de denuncia, a una irreverencia cacareada pero de acomodo en la pose de quien elige ir de rebelde. Con todo respeto, el rock le queda muy corto a Violeta.

Maldigo muerto por muerto
La última carta de Violeta Parra fue escrita sin dirección, y es probable que no aparezca jamás en libro alguno. La escribió en su carpa de La Reina la mañana del domingo 5 de febrero de 1967, poco antes de que un balazo en la sien hiciera volar “los pájaros azules y rojos de su cabeza”, como escribió más tarde Atahualpa Yupanqui sobre su suicidio. Estaba dirigida a su hermano Nicanor, quien muy pocas veces se ha referido públicamente a su contenido. En el citado libro de conversaciones con Leonidas Morales, el poeta describe que “la parte familiar creo que es muy brusca. Quién no queda por las cuerdas. Si el único que se salva soy yo […]. Son juicios ya, cómo te dijera yo, desde la tumba”.

Una artista planificada, como lo fue Violeta Parra, fue cerrando uno a uno sus compromisos antes de decidir su partida. Almuerzos de despedida, el regalo de sus pertenencias más queridas, palabras reveladoras sobre la vida y la muerte, todos gestos que casi nadie supo interpretar a cabalidad durante aquel verano. Había dicho: “Uno tiene que decidir su muerte, ¡mandarla! No que la muerte venga a uno”. Sin embargo, hay un signo de despedida mayor que todos ellos, y que supera probablemente en significado a la carta a Nicanor de contenido misterioso. “Las últimas composiciones” es el título de ese adiós extraordinario, un disco trabajado con el espíritu puesto ya en otro mundo, y sin parangón en la música popular chilena. Hay pistas de cada una de sus inquietudes creativas –política, en “Mazúrquica modérnica”; literaria, en “La cueca de los poetas”; de rescate folclórico, en “Cantores que reflexionan” y “El guillatún”, dos saludos respectivos al canto a lo divino y al pueblo mapuche– en el disco más hermoso y personal de Violeta Parra. Es, además, el único álbum en el que se permite menciones de directa relación con sus afectos personales, como la muerte de su hija (que saluda “El rin del angelito”), la ruptura con Gilbert relatada en “Run Run se fue pa’l norte” y la amistad con el uruguayo Alberto Zapicán (“El Albertío”). Su título no deja lugar a dudas sobre su vocación de trascendencia. Editado a fines de 1966, sonó muy pocas veces en vivo, la última de las cuales fue en La Peña de Los Parra, ocho días antes de su muerte. Más tarde, los presentes interpretaron como una descomunal paradoja que entonces haya cantado una “canción nueva” llamada “Gracias a la vida”.

Se insiste en considerar los últimos meses de vida de Violeta Parra como un espiral de angustia y desconsuelo ante la partida de Gilbert Favre a Bolivia. Hay en “Las últimas composiciones” versos indicativos de esa pena, pero lo que más se nos asoma en las canciones más amargas de ese álbum es, de nuevo, la severidad de una mujer de exigencias imposibles, inclaudicable con lo circunstancial pero que a veces hasta parece no querer transar con lo inamovible:

Maldigo luna y paisaje,
los valles y los desiertos,
maldigo muerto por muerto
y el vivo de rey a paje,
el ave con su plumaje
yo la maldigo a porfía,
las aulas, las sacristías
porque me aflige un dolor,
maldigo el vocablo amor
con toda su porquería,
cuánto será mi dolor.

Conocí a Alberto Zapicán hace poco más de un año, en una localidad en las afueras de Montevideo llamada Neptunia, donde vive con su mujer chilena y el hijo de ella en una casa construida con sus manos. De modo intermitente, el uruguayo acompañó los últimos meses de Violeta en la Carpa de La Reina. La ayudó con labores prácticas de construcción y carpintería, y grabó junto a ella (también están Ángel e Isabel) “Las últimas composiciones”, donde su voz y su bombo se escuchan con claridad.

“Como toda persona con una aguda sensibilidad y un caudal muy fuerte de creatividad, ella vio lo que le iba generando el sistema social en el que estaba enclavada, y cómo se iba quedando sola en su pelea”, evaluó entonces frente a mi grabadora. “Hay mínimos detonantes que aparecen y que van rebasando el vaso. El estado emocional se daña, se afecta; la sensibilidad queda muy herida y, bueno, en un momento de quiebre se produce el suicidio. Pero no por buscar la complacencia ni la aceptación del sistema: ella sabía muy bien que el sistema nunca la iba a aceptar”.

¿Qué impide, entonces, la satisfacción final de Violeta? Si no es un amor cerrado, las protestas de sus vecinos por “los ruidos molestos” o el escaso público en la carpa, ¿contra qué maldice Violeta si no contra lo inevitable?

Su nieta Tita la hacía reír cuando le ponía la mano sobre la boca cada vez que ella se excedía en el tiempo prudente para hablar sobre sus proyectos, sus encargos, sus deberes. Quizás sólo entonces se daba cuenta de que la vida familiar merecía la pena. “He estado muerta años de años, esclava del trabajo y del país”, le escribió a Gilbert Favre en 1961, cuando aún quedaban “años de años” de más trabajo y de más país. Quizás Violeta sólo murió cansada, anhelando aquel reposo al que tantas veces se la conminó y que ella relegaba “para cuando esté en el cementerio”. Sabía con urgente claridad qué era lo que debía hacer en su paso por el mundo, y con ese mismo sentido del deber se fue, dando órdenes y tomando radicales decisiones, hasta el final.