No me acuerdo con precisión del comercial de mi vida. O sí me acuerdo pero no recuerdo el año, ni la fecha exacta. Para mí es más bien un sueño, un ancla hacia cierta época determinada, la del final de la adolescencia. Lo que importa: el comercial de mi vida es un viejo spot de Escudo que daban en la tele a principios de los 90, donde la cerveza aparecía filmada en blanco y negro en una ciudad que bien podía ser Venecia pero que seguramente era Buenos Aires.

Yo iba a la universidad y deseaba que ese lugar fuera Valparaíso. O más bien dicho, que Valparaíso se pareciese a esos decorados ruinosos de película europea de la guerra fría o post apocalíptica o lo que fuera. Por supuesto, no pasaba mucho en el minuto y medio que duraba la cosa: personas que se perseguían unas a otras con abrigos largos mientras bebían cerveza en los balcones, lanzándole con eso al espectador la sugerencia de una vida misteriosa y extraña. Tenía gracia el spot. Latía en él la intuición de que nuestras ciudades estaban llenas de gente dando vueltas con la mirada torcida intentando estar en otra parte, aunque ese lugar fuera los escasos segundos que duraba un comercial de cerveza. No recuerdo cómo estaba musicalizado. Sólo recuerdo la persecución, los abrigos, el blanco y negro que era como una bruma. Y me parece paradójico: el comercial que más me ha marcado carece de cualquier nitidez y más bien se parece a esos parientes lejanos de los que uno ha olvidado el rostro.

En parte no me explico ese olvido. Recuerdo eso sí que esperaba verlo, que miraba atento las tandas comerciales hasta que saliera. Me pasaba lo mismo que a ciertos conocidos con el spot de los zapatos Calzarte. Ellos que esperaban el trasnoche para reconocer –descontextualizados, perdidos en el éter alucinatorio de la madrugada– los acordes de un viejo hit de Depeche Mode. Pero me desvío. Lo que quiero decir es que ese comercial de Escudo, esos edificios viejísimos, esas terrazas vacías, esas nubes reflejadas en los vidrios, esos abrigos largos, nos sugerían a algunos –o por lo menos me lo sugerían mí– cierta aura que el cine y la televisión chilena jamás tuvieron: la del misterio de una cinta noir.

Así, la cerveza me importaba un rábano pero sí ese misterio adolescente, ese misterio pendejo, esa clase de misterio que te hace ahora sentir avergonzado pero antes te hacía feliz. No era un placer culpable. En esa época costaba atrapar las imágenes, costaba retenerlas. Te agarrabas de lo que fuera porque sabías que podía perderse. Porque así era la vida a principios de los 90: deseabas que todo estuviera filmado en blanco y negro mientras te perdías en los fragmentos de una ciudad que sólo podía prometer cierto esplendor en el centro mismo de la ruina, algún desapego melancólico en medio de la catástrofe.

Quizás era eso lo que cristalizaba ese comercial, como si continuara sin querer algunas líneas de Las alas del deseo de Wim Wenders, sugiriendo la posibilidad de que las sombras de los personajes y los espectadores fueran quizás ángeles idiotas entre el aire helado que separaba los edificios. Por supuesto, no sé quién filmó ese comercial. Siempre me lo he preguntado y he pensado en escribir sobre el director desconocido de aquel spot que resumía a Wenders o la pena de Wenders o la extrañeza que alguna vez tuvo Wenders en pocos segundos. Ese director me parece perfecto como héroe de una ficción tarada, el personaje de una ficción que no le importa a nadie porque luce tan a contrapelo de lo que son los comerciales de cerveza hoy en día, llenos como están de chauvinismo, cánticos de estadio, asados de todo tipo.

Por el contrario, en ese comercial de Escudo, el desencanto y el arte pintan en blanco y negro el glamour terrible de gente perdida en sí misma que exteriorizaba en los decorados grises el laberinto de su propia conciencia, la idea –que me hacía feliz de adolescente– de que todas las ciudades arruinadas debían por fuerza parecerse o conducir a la mía.