Tu historia de librero tiene algo muy arltiano. La novela de aprendizaje y la ambición romántica del pibe de provincia que sueña con algo grande. Tu fascinación de adolescente por los libros antiguos en el negocio de Armando Vites, una especie de iniciador en tu aventura de librero, tu librería rosarina Ascasubi, el puesto de libros en Plaza Francia, la reventa de usados, la fundación de tu propia librería, La Internacional Argentina, casi al mismo tiempo que organizabas la editorial Mansalva. ¿Qué justificó tu destino de librero?

Haber descubierto que en los libros yacían dormidas un sinfín de historias y que con solo leerlas uno podía también así vivirlas. El deseo de comunicar y compartir esa experiencia. Para ser un príncipe hay que haber sido un mendigo. La poesía que a mí me interesa es la poesía de la aventura. Y esta no nace adentro de una oficina o en un gabinete.

¿O sea que admirás más el relato de vida, algo que tenga calle, que el texto de salón, bien escrito a la manera en la que en un momento determinado se puede imponer que algo está bien escrito?

No entiendo cuando dicen que algo está bien escrito. ¿A qué se refieren con que escriben bien? ¿A que no tienen faltas de ortografía? ¿A que construyen bien las frases? A mí las frases me interesan en cuanto me hagan vivir lo que no soy y me hagan sentir una experiencia diferente. Me gusta que la literatura sea una ventana que abrís y estás en Marte, no en un día martes.

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–Muchas veces fui a La Internacional Argentina y te vi trabajando en algún libro, en medio de un gran bullicio. ¿No necesitás silencio para trabajar?

No. Para nada. Todo lo que hice en mi vida, cientos de canciones, los poemas que escribí, fue con mis hijas al lado, gritando, haciéndoles la comida, con miles de problemas económicos. Así que me acostumbré a ese ritmo. Al ritmo del quilombo. Puedo hablar con alguien mientras trabajo. La idea del escritor que se aparta para poder escribir, seguramente a muchos le funcione. Pero todo lo que hice fue en un ambiente familiar, con amigos.

¿Tu ocupación de editor modificó tu percepción de escritor?

Al principio sí. Los primeros años que me dediqué a la edición escribía muy poco. Escribía siete u ocho poemas al año. Me dedicaba a pleno a la escritura de los otros. Hasta pensé en un momento que iba a dejar de escribir. Y eso curiosamente me daba tranquilidad. ¿Por que querer escribir algo que nos imponemos? Habría que escribir como si se sacara agua de un río, no como queriendo sacar la mejor agua del río. Querer escribir es una manera de querer negar el mundo. El mundo que se afirma en los libros niega el mundo que se afirma en el mundo. Es un deseo bastante antivital. La escritura es antivital. Es la muerte de la vida. Incluso la escritura que más evoca la vida. Escribimos para que perdure algo. Y esa idea de que las cosas perduren lastima la espontaneidad.

¿Cuáles pensás que son los libros más singulares que editaste en Mansalva?

El de Lorenzo García Vega, por su rarismo; los de Raúl Escari, por su sencillez; los libros de Fernanda Laguna, los de Marcelo Matthey. Todo el catálogo es medio outsider de vanguardia.

¿Qué libros de los que editaste definen tu gusto personal?

Héctor Libertella decía que todo el catálogo de una editorial termina siendo el libro del editor. Todo catálogo tiene que conformarse con libros disímiles. No puede conformarse con editar solo los libros que le gustan. Hay que abrir. Hay que publicar incluso lo que a uno no le gusta pero le parece que tiene valor.

Sos editor, librero y coleccionista, ¿cuál es tu relación con los objetos?

Una relación intensa. Siempre me gustó coleccionar. Cuando era chico dibujaba figuritas de Titanes en el ring y las cambiaba por figuritas reales. Después de coleccionar figuritas coleccioné monedas, marquillas de cigarrillos, marcas de auto que arrancaba. Después empecé a coleccionar libros. Después obras de arte. Después, primeras ediciones. Después manuscritos. Un coleccionista siempre coleccionó, es una tendencia de la personalidad a completar series. Coleccionaba discos cuando era adolescente.

¿Qué diferencia a un coleccionista de un
acumulador?

El orden. Si vos tenés ochocientas botellas tiradas en el fondo de tu casa, es basura. Pero si las tenés una al lado de otra en un estante, es una colección.

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¿Cuáles son tus miedos más recurrentes?

Ser muy pobre.

¿La ruina económica es un fantasma para vos?

No es un fantasma pero a la vez lo es.

¿Qué valor ocupa el dinero en tu vida?

No es el dinero en sí mismo, es la falta de dinero. No soy una persona de dinero ni mucho menos pero entiendo que el dinero facilita las cosas.

¿Tenés un tren de vida elevado o austero?

Soy muy derrochador.

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Sos un editor que interviene bastante en los manuscritos de muchos autores. ¿Por qué?

Porque me parece que un editor es un estilista. Si vos vas a salir esta noche a querer enamorarte y yo soy tu estilista, te voy a tratar de poner lo mejor posible, ¿no? Es que se ha desvirtuado tanto la cosa del editor. Pero creo que todos los editores, o los editores literarios, al menos, intervenimos para que el libro sea mejor. Lo que uno considera mejor que quizás esté equivocado. Me parece que en la literatura, desde que el escritor escribe su texto, hasta que eso se convierte en libro, pasa por un montón de transformaciones y de estados en que si uno puede colaborar para que sea más efectivo o más sugerente o más directo, si lo puede hacer, mejor. Igual, es todo tan subjetivo que nunca se sabe.

Pero entonces, ¿por qué no escribís narrativa si tenés tanto oficio de escuchar y leer narraciones y una oreja trabajada en el fraseo de la prosa y en el ritmo de los párrafos, en textos de largo aliento?

Me parece que esa división de prosa y poesía…

Es absurda esa división, sí. O sirve para que los libreros acomoden los libros en las estanterías. ¿Pero pensás que todo ese saber de la narrativa que tenés lo llevás a tu poesía?

Es que me aburren las novelas. Como diría Paul Valery, el que escribe una novela en algún momento siempre va a tener que decir: “El café con leche llegó frío”. Me parece que la narrativa, que me encanta, es un trabajo más municipal.

¿Qué es el ritmo en poesía?

Es cómo caen los sonidos y las palabras. Es algo intuitivo y a la vez es algo definitivo. No te lo podría explicar. El ritmo es la música.

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¿Cómo hiciste para que tu experiencia en la venta de libros se volviera una fuente de recursos para armar un catálogo y vender literatura contemporánea?

Hay fanáticos religiosos que tienen una vida que puede devenir de cualquier forma. Siento que me aferré a la idea del libro como un fanático religioso, como un menonita. El libro es una tabla, una balsa. Es de quien lo desea. En Rosario, en la librería de Armando Vites empecé a aprender. Era en el living de una casa de altos. Un living todo oscuro que tenía salamandra y un entrepiso. Ahí entendí que podía haber librerías totalmente exquisitas. Cuando era chico era tan inocente que pensaba que en las librerías de usados vendían libros para gente pobre que no podía pagar libros nuevos. A la semana volví y, juntando lo más común de mi biblioteca, las llevé para cambiar. Vites no estaba, sino su hija Lisa que estaba con la abuela. Miré esos libros con más detenimiento y observé que eran rarezas geniales. Y yo llevaba mi bolsa con diez libros ordinarios para cambiar. Me quedé un ratito. Y cuando me fui, me senté delante de la fuente que estaba enfrente y vacié la bolsa en el agua. Ahí entendí que existía otro mundo que era el de los libros buenos. Un tiempo después, cuando empecé a vender libros era la persona más tímida e insegura del mundo. Vendía libros por catálogo cuando tenía dieciséis años. No sabía vender. Era tan tímido que la gente pensaba que yo se los prestaba. Los quería vender por catálogo. Años después, me terminé transformando en un vendedor profesional.

¿Cómo era esa timidez?

No sabía comunicarme. Tuve una educación de venta directa. En mi vida hay una bisagra que es cuando hice un curso de ventas y empecé a vender libros y enciclopedias. Tomé un curso con mi cuñado y otros vendedores. Gente que se había formado en el Círculo de lectores.

¿Pero cómo pasaste de sentir esa timidez a entender la voracidad del vendedor?

Tenía voracidad de subsistencia, no de vendedor. Hasta ese momento había vivido en casas comunitarias. Un grupo medio de delirantes. Vendíamos faso. Yo había armado un laboratorio teatral. Estaba alucinado con Artaud, quería hacer teatro. Al principio me manejaba con un público de artistas. Gente de teatro. Cuando me vine a Buenos Aires empecé a vender libros enciclopédicos. Vendía, tomo por tomo, uno por año. Estaba desesperado por ganar un mango. Eso fue lo que me formó absolutamente en todo. Lo que me hizo ser lo que soy ahora. Un solitario rodeado de gente.

¿De qué manera eso te sirvió para armar un catálogo de literatura contemporánea?

No sé cuál es la voluntad de hacer un catálogo. Al principio empezás con las cosas que tenés más próximas. Mi idea del catálogo es empezar con los libros buenos del presente y con el rescate de textos perdidos. Este curso de venta era un curso de samurái.

¿Más zen?

Zen pero violento, de guerrilla. Era como venta de guerrilla. Entrabas a un banco o municipalidades y les vendías enciclopedias que ellos por supuesto no querían comprar. Y hay un montón de técnicas psicológicas y discursivas para ir destrabando y convenciendo a las personas. Atlas enciclopédicos hermosos, diccionarios, la Divina Comedia, el Martín Fierro. Eso me enseñó a ser un vendedor. Para ser vos un vendedor tenés que comprar eso que estás vendiendo. Para vender hay que comprar. Si no lo comprás vos no lo podés vender. Una vez, en un canal de televisión, estaba Pablo Pérez hablando con María Kodama. Él le decía que estaba escribiendo un libro que se llamaba El mendigo chupapijas y ella se escandalizaba. En ese momento pensé que cuando tuviera una editorial me gustaría sacar ese libro. Y después, años después, cuando lo estábamos corrigiendo, el autor me preguntó: ¿y si cambiamos el título? No, justamente, ese título es el más guarango y border de la literatura mundial. No hay ningún libro que se llame así, tan extremo. Fue uno de los primeros seis libros de Mansalva. Era tan ingenuo que pensé que ese libro iba a ser un bestseller. Después vi que la gente tenía vergüenza de pedirlo. Y cuando leía un anticipo de la biografía de Lamborghini, de Strafacce, soñé con publicarlo incluso mucho antes de que sucediera, porque Lamborghini siempre fue para mí una especie de…

¿Faro?

De faro y de falta. Era un autor inmantado en su época con un montón de mitos y no se lo conocía. Un autor tan particular y tan increíble y tan vanguardista y tan todo. Soñaba con publicar ese libro. En una especie de suplemento cultural de La Nación o de Clarín, salió un número dedicado a Lamborghini. Yo quería publicar ese libro.

¿En qué se parece un poeta a un vendedor?

En que los dos fracasan o triunfan. Y también en el uso de las palabras. Es una especie de chamán fraudulento. Es una especie de ilusionista.

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¿Y de dónde sale la línea del catálogo chileno de Mansalva?

Para mí Chile como Perú, dos países completamente pequeños y hasta incluso coloniales, durante el siglo XX desarrollaron la mejor poesía de vanguardia de la lengua. Yo, como cualquier lector de poesía, claramente vi que ahí había algo completamente magnético que me vuelve loco.

¿Cómo fuiste armando el catálogo de Mansalva?

Como un canon de la época. Porque mi editorial nació de la idea de publicar la nueva literatura argentina y también a los autores con los que crecimos. Mirá, casi que publiqué a todos los grandes autores que leí en mi época de formación literaria. Por suerte. Por lo menos a los argentinos. No pude publicar a Borges porque es carísimo e imposible. Y además refloté algo que es el libro de entrevistas, que acá no se hacía más, que es cuando no podés tener el libro del autor, conseguís todas las entrevistas del autor. No pude publicar a Borges pero me di el gusto de publicar al padre de Borges. Estuve tres años esperando que la obra se hiciera de derecho público. El caudillo es una obra genial.

–¿Es uno de los libros que estás más orgulloso de haber publicado?

No, para nada.

para nada.


Fragmentos de Vida de un sonámbulo (Santiago de Chile, La Calabaza del Diablo, 2020), libro de conversaciones telefónicas entre Javier Fernández Paupy y el poeta, librero y editor argentino Francisco Garamona. En diversas veladas recorren la experiencia vital del también músico y curador de arte porteño, fundador de la editorial Mansalva y de la librería La Internacional Argentina de Buenos Aires.