Era así: una mujer joven preparaba un desayuno en una cocina en la que entraba un sol radiante. Cascaba unos huevos, los batía y los vertía en una sartén. Cada tanto los revolvía mientras iba y venía en una coreografía que los años habían moldeado y pulido hasta dejarla suave como una piedra de río. Se movía con destreza en un vaivén rítmico, sereno, entre poner las tostadas, bajar la palanquita del tostador, agregar una pizca de sal a los huevos, exprimir una naranja, revolver otro poco para que no se pasaran, servir el café humeante y finalmente tomar la sartén y volcar delicadamente su contenido en un plato en el instante exacto en el que su hijo de cinco años se sentaba a la mesa del comedor diario con una sonrisa.

Hasta ahí, todo normal. Salvo que la mujer no tenía brazos.

Durante veinticinco segundos eras testigo de cómo una chica preparaba magistralmente un desayuno haciendo uso solo de su boca y de sus pies.

¿Cómo remataba? Fundido a negro y unas letras blancas de palo seco que te decían: «Y a vos te cuesta mucho hacer un cheque». No era pregunta. No había signos de interrogación. Era una afirmación a quemarropa, un texto que se aferraba a la desnudez de tu inacción.

Dije que era así pero no sé si era así. Lo vi hace siglos, en esos reels de festivales que nos llegaban a las agencias en cinta de tres cuartos cuando todavía no existía este Rappi de información puerta a puerta que llamamos internet y que hoy nos tiene a todos colapsando de inmediatez. Pero lo recuerdo así como se los cuento, y eso es lo que importa. Simple, potente. Capaz de resistir treinta años de sedimentos de otros comerciales que se van al drenaje sin pena ni gloria.

Si hay algo que envejece rápido es la publicidad. Peor que un jean nevado. Hagan la prueba, si no. Elijan un comercial que les haya gustado mucho. No tienen que irse muy atrás, basta con tres o cuatro años apenas; elijan uno y vean cómo se le notan los remaches, la impostura tóxica, la pretensión mal entendida de sumarse a alguna moda del momento, el fósil del paradigma extinto.

El paisaje cambia más rápido que desde la ventanilla del Transiberiano. No muchas décadas atrás, en Estados Unidos, por ejemplo, Los Picapiedras hacían comerciales de cigarrillos Winston. Sí, dibujos animados vendiendo puchos los sábados por la mañana en spots de dos minutos en los que, para más inri, Vilma y Betty trapeaban, aspiraban (con un minimamut) y se dedicaban a todo el trabajo de la casa –césped incluido–, mientras los dos machotes de Pedro y Pablo holgazaneaban fumándose un par de cigarritos en la parte de atrás de la casa «para no verlas trabajar tanto».

Le saco la sal: el ícono publicitario chilensis por antonomasia, el top hit entre los greatest hits de los réclames vernáculos, el cáliz sagrado de Isidora Avenue, hoy devenido en una pila de no-no-nos: mujer, dueña de casa como única ocupación, con delantal de faena estilo fifties, de pie y expectante después de servirle la comida a Él, el hombre proveedor, chalequito a cuadros y corbata, que come solo, sentado en la cabecera leyendo el diario, la sumisión diligente y el llanto desconsolado de ella, la caricatura ramplona del cambio de humor menstrual, la hipérbole salina e imposible, el vozarrón de Solís rematando «para que nada te afecte ni afecte a los demás». Al pajarito de Twitter hoy le daría un patatús.

Cerraba con el logo de una fundación gringa símil Teletón y un teléfono para aterrizar la donación. Y nada más.

La publicidad envejece y se descascara como no envejece un Matta o un movimiento de Mahler o El rey Lear. Ok, puede que los versos yámbicos sean un poco fangosos en estos tiempos de hip-hop, pero ahí está Parra para afilarlos de nuevo con el beat que merecen y sin autotune. El arte es Dorian Gray y la publicidad su retrato en el placard.

Llegué hasta aquí porque había algo que me molestaba y no podía resolver. Hasta que me di cuenta de que esta sección, al tener pie forzado (antes se llamaba El Spot de mi Vida), me obligaba a un ejercicio de nostalgia al que me resistía profundamente. De alguna manera el juego presuponía ubicar un spot en el mapa temporal de mi propia historia y vaciar los cajones a su alrededor. Pero hay un caveat entre líneas, y es que la lente de la memoria difumina demasiado, despixela y maquilla bajo nuestra distraída aprobación. Nos contamos la historia que queremos contarnos. Y cuando, lacanianamente, nos sentimos cómodos en esa historia, somos felices. Como en un comercial.

César Badini, médico y uno de los viejos popes de la publicidad argentina con los que tuve el placer de trabajar (y displacer también, che, César era un capo pero tampoco un lecho de rosas), me decía lo siguiente: «Cuando los creativos tienen una idea me cuentan una idea, y cuando no tienen una idea me cuentan un comercial».

Como la Venus de Milo, la mujer sin brazos es una idea. Hay otras tan buenas como esa, pero no me voy a olvidar nunca lo fuerte que me pegó cuando estaba solo en ese microcine de la vieja J. Walter Thompson de Moreno y Alsina (nostalgia).

Quise guglearlo, pero no lo encontré. A lo mejor ustedes tienen más suerte.