El día que Enrique Lihn debía llegar a Austin como profesor visitante de mi Departamento nevó inmisericordemente. Yo no recordaba una nevada de tal calibre en Austin, y temí que el vuelo de Lihn no pudiese aterrizar. Pero en medio de la peor tormenta, aunque tarde, llegó. Me habló de un teléfono público del aeropuerto; yo le había pedido tomar un taxi y encaminarse a su piso, cerca del campus, pero debido a la tormenta no había taxis disponibles. Llamé a una aguerrida estudiante chilena y le pedí recoger a Enrique y traerlo a mi casa. Sólo una chilena capaz de vencer a la tormenta de nieve para rescatar al poeta podría haberse atrevido a tanto. Enrique llegó muerto de frío, se tomó una sopa casera y durmió quince horas. Lucía aterido, desvelado, fuera de lugar, y a punto de irse. Pero  cuando le ofrecí llevarlo a su piso, para que se instalara y estuviera cerca del campus para su primera clase, muy serio dijo él que prefería no mudarse, que estaba cómodo en mi casa, le bastaba con un cuarto y no sería una carga. Acordamos que se quedaría hasta que se repusiese, pero tenía que ocupar su propio piso para organizar una rutina, dormir de noche y aprovechar el seguro y hacerse un chequeo médico.

Rodrigo Cánovas, que había sido estudiante suyo en Santiago, y a quien él había recomen- dado con convicción para su ingreso a Brown, quedó a cargo de despertarlo por teléfono las dos mañanas de sus clases, acompañarlo para que no se perdiera y llevarlo de vuelta a su piso. Enrique tenía un humor farsesco, se presentaba a sí mismo como el arlequín del exilio, estaba siempre de luto amoroso por el abandono de una dama  de altanería, y a la vez tenía amigas maternales que le calentaban una sopa doméstica. Pero ignoraba la vida cotidiana, que él había trocado en una comedia ligeramente histriónica, burlesca y antiburguesa. No era un bohemio, estaba inventando otra versión de la bohemia, definida por su sabotaje de la vida literaria, de las artes oficiales y patrióticas. Era, quizá, un dadaísta que frecuentaba a Foucault y amaba el anarquismo. Su tiempo fue un destiempo. Pasaba de la patafísica satírica a la comedia del arte bufa. Y a todo ello le daba una ferocidad irónica, más que teatral, farsesca. Era su modo sesgadísimo de convocarlo a uno al ring de la poesía nacional.

Su álter ego, Gerardo de Pompier, me escribió alguna vez alertándome de la aparición objetable de una antología (¿antrología?) de la poesía chi(le)na, perpetuada por un poeta que se incluía licenciosamente en el tomote. Lo peor, decía, es que in-consulta-mente incluye poemas de nues- tro amigo E.L., una vez más saqueado por estos antrólogos que meten mano en los textos sacros de la poesía secreta y arrancan de raíz unas flores negras del panteón de la lírica chilena para matarlas de sed en la susodicha anti-antología. «Su lector devoto M. de Pompier lo invita a Ud. a la rebelión sacra o complicidad secreta de escribir una reseña mortal que acabe con ese libraco donde aúllan, secuestrados, los pobres poemas de su compañero de ruta: E.L.» Para ahorrarme la lectura del engendro, Enrique me envió una reseña de ferocidad feliz, pero al día siguiente cambió de tema.

Se me ocurrió celebrar su pausa en Austin, y convoqué a algunos amigos a una jornada sobre nuevas escrituras chilenas. Mi colega George Schade, traductor diligente de Neruda, hizo de moderador. Vinieron, plenos de noticias, Jorge Edwards y Pedro Lastra. Pero esa noche descendía desde Santiago su novia, la periodista Claudia Donoso, y Enrique nos pidió no dejarlo solo. Jorge, que lo conocía bien, sabía que ese era su modo de estar enamorado y creía que el único remedio contra los males de amor es otro vaso de whisky, con mucho hielo, eso sí. Lastra, que era más reservado y discreto, le recomendaba la terapia del matrimonio. Las demandas que Lihn solía imponerle, sin nada pedir, a la amistad nos había convertido en una Brigada de Fieles de Amor, pero habría que empezar por poner algún orden en el piso del enamorado irredimible que no saca la basura y no usa la lavadora de platos. Tal vez tendríamos que hacer una pancarta de bienvenida, que dijera la Donoso es nuestra. Pero Enrique se hundía cada vez más hondo en su vaso de hielo, y pasamos de Brigada a Guardaespaldas Sentimentales. Lo convencimos de que la esperara, solo, en el aeropuerto y nosotros aguardaríamos en el bar de la esquina por cualquier señal de asesinato o suicidio. En efecto, se dejó convencer y lo abandonamos en el aeropuerto, no sin prometerle que en dos horas le hablaríamos a casa para saber si había que llamar a la policía o a los bomberos… Pasadas las dos horas, que aprovechamos para cenar algo y descorchar un buen vino, elegido con autoridad por Jorge, decidimos que era hora de llamar a lo que quedara vivo de nuestro payaso del amor.

¡Vengan –exclamó–, estoy solo! Salimos pitando.

¡Claudia Donoso no había llegado! Doblado, devastado, Enrique nos confirmó que no estaba en el vuelo anunciado, y nadie sabía de ella en la línea aérea y no cogía el fono. Naturalmente, Enrique le echó la culpa a la burguesía.

–¡Uno morirá como un perro abandonado en la calle! –repetía, paseándose alucinado en la sala–. ¡Sólo los burgueses morirán en sus camas!

De pronto sonó el teléfono. Era ella.

Estaba en el aeropuerto hacía una hora esperando que la recogiera como habían quedado.

Lo llevamos pitando.

Temblaba, más desolado aun, y nos pidió llamarlo a casa dentro de dos horas para asegu- rarnos de que todo estaba bien.

Ella estaba sentadita junto a su maleta, y nos estrechó la mano con una sonrisa resignada.

Nos fuimos, contentos, relajados, con la emoción fraterna de la complicidad masculina ante un camarada herido en las batallas de amor perdidas; aunque, con coraje heroico, vueltas a ensayar. Ahora entendía yo la cara de boxeador retirado que llevaba Enrique entonces.

Pero al día siguiente, cuando nos reunimos en el campus para la primera jornada, Enrique nos informó que Claudia Donoso había tenido que irse. La esperaba su hija en Nueva York, y sólo había pasado por Austin para terminar con Enrique de modo amistoso y sin drama. «Una escala técnica», comentó Jorge. Para alarma nuestra, Enrique estaba relajado, casi aliviado, y con ganas de empezar el coloquio. Era un experto en rupturas amorosas, pero esta había sido impecable, hasta afectuosa. La inminencia de una crisis se cernía sobre nosotros.

No era un bohemio, estaba inventando otra versión de la bohemia, definida por su sabotaje de la vida literaria, de las artes oficiales y patrióticas.

Animado por el entusiasmo confesional, alguien del grupo nos contó, supongo que para consolar al desenamorado, que había pecado con una estudiante de la universidad donde estaba dando unas charlas. Cambiamos miradas de resignación, porque ya se sabía que este amigo era cazador de altura pero carecía de puntería. Había confirmado esa robusta reputación en un congreso en el que persiguió abiertamente a una damisela sin percatarse de lo que todo mundo sabía: que ella competía con los galanes. Divertida, públicamente, ella le llevó la cuerda. Alguien citó a Óscar Hahn, cuya fama de temerario era proverbial. En los exámenes orales introdujo, según él mismo explicó, un ejercicio de trapecio sin red: le pedía a la examinada contar su vida amorosa en español. Ella contaba todo, con entusiasmo y máxima nota.

Las clases de Lihn fueron memorables. Se enfrentaba a los textos a pulso, y luego de un rodeo didáctico, de orden lingüístico, pasaba a un análisis poético de elocuente agudeza. Vivía con pasión la lectura crítica y era capaz de comunicarla con fruición. Además, el profesor cambiaba de pinta cada semana, un día era alto y delgado y se llamaba Alonso Cueto y otro día era paciente y reposado y se llamaba Cánovas. Eso sí, nunca perdía una clase. Por entonces el poeta chileno más descollante era Raúl Zurita y, por uno de esos misterios de la república literaria (¿hay otra en Chile?), para mi sorpresa, Lihn no estimaba la poesía de quien bien podría haber sido su mejor discípulo, no por sus mundos, que eran dispares (él afincado en una cotidianidad sin fondo, Zurita en el paisaje cósmico de un Chile primordial), sino por la centralidad de la poesía en la vida civil, en el habla recuperada luego del salmo de Neruda y el teorema de Parra. No le perdonaba haber sido ensalzado por el cura Valente, el crítico literario más visible en Chile, quien tuvo una función didáctica y divulgadora bastante consistente en el diario conservador, El Mercurio, que había sido heraldo de la dictadura de Pinochet y del mercado irrestricto. Pero, siendo la cultura chilena radical en sus prácticas y de izquierda en sus opciones, esa vecindad con el diario se hacía sospechosa o, por lo menos, aprovechada. Hasta Gonzalo Rojas, que también fue profesor visitante en la Universidad de Texas, me dijo, para definir a Zurita: «Ya Neruda ha movido la cordillera de los Andes en un poema». O sea, el paisaje cósmico de Zurita no era Chile sino la poesía de Neruda.

Enrique tenía una formación conspiradora, típica de su «minuto chileno», como dicen ellos, y se complacía en urdir campañas, promociones y polémicas que mantenían vivo y encandilado al medio literario local. Vivió un rato (más de un minuto) en La Habana, y aunque fue feliz, no dejó de encontrarse al medio de una conspiración mayor y poco tolerable: la polémica por el caso Padilla. Yo había seguido de lejos el debate y no tenía demasiada paciencia con los argumentos, sintiéndome más cerca de las ironías contundentes al poder, de cualquier signo, de Nicanor Parra. Enrique escribió un poema, «Un oportunista», donde el oportunista era Heberto Padilla. Sin embargo, una mañana encontró su escritorio en desorden sospechoso; las cajas de archivos habían mal resistido a un huracán. O,  al menos, eso creyó él. Volvió a su piso, hizo la maleta y dejó Cuba.

Acabo de releer sus cartas y la zozobra que comunican me resulta, ahora, más dramática, menos retórica. Todavía escucho su risa pero entiendo que vivía en una suerte de naufragio. Esperaba una segunda beca Guggenheim, la que era improbable; aceptaba un semestre de clases en Chile y postergaba otro en Estados Unidos. Sus trabajos eran periódicos y eventuales. En verdad, una lucha contra el tiempo. Gracias a William Glade, latinoamericanista de larga data, que dirigía el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Texas, contábamos con la Tinker Professorship, que nos permitía invitar a colegas latinoamericanos para dictar un curso relajado durante un semestre. Pude, por ello, invitar a Gonzalo Rojas, Haroldo de Campos, Enrique Lihn, y también a Carlos Delgado, quien enfermó y no pudo venir. Por lo demás, conté siempre con el apoyo de mi Departamento para la serie de

actividades que organizamos desde una plataforma peruanista, gracias a la cual llegaron a Austin, después de laboriosísimos trayectos, Luis Loayza de Ginebra, Alfredo Bryce Echenique de Barcelona, Antonio Cisneros de Lima, José Emilio Pacheco, Enrique Fierro e Ida Vitale de México, Javier Marías y Antonio Sánchez Robayna de España, Joaquín Marco de  Barcelona,  Edgardo Rodríguez Juliá de Puerto Rico, Haroldo de Campos de Brasil, Blanca Varela de Lima, Juan Gustavo Cobo Borda de Colombia, Raúl Zurita (ya entonces de gira) y varios otros escritores de paso, además de no pocos colegas hispanistas a las actividades desplegadas en la deriva latinoamericana de esos atroces años ochenta. Deduzco ahora que nos construimos un espacio hospitalario donde imaginar otros tiempos gracias a la literatura y las disciplinas sociales, a las que nos debíamos. Invitados por la universidad estuvieron también en 1982 Borges y María Kodama, y en 1986, por fin, Octavio Paz. Era como si el tiempo hubiese dado la vuelta y nosotros, los de entonces, no hubiésemos olvidado nada.

Un día más normalito Enrique Lihn recibió una invitación a visitar la India. Estaba como chino en su salsa, iba de sonrisa fija; la que le quedaba muy mal, diría Bryce. Se preguntaba si esa invitación significaba algo más, temía que conllevara el compromiso de escribir en contra del imperio inglés, o al menos contra Kipling. Volvió, claro, conmovido, en primer término por la pobreza india, luego por el Ganges de múltiples usos, y, en fin, por las comidas opíparas que lo tenían en una siesta ardorosa. Escribió unas «Postales de la India». Y finalmente resumió el trance en su estilo bufo: «Fui a la India tras las huellas de Octavio Paz –me dijo–, en un elefante más chico».

Volvió, a poco, al «horroroso Chile», a retomar sus clases y recomenzar proyectos pendientes cuando recibió la noticia de su enfermedad terminal. Tuvo tiempo para volver a enamorarse, esta vez de la narradora y cronista de la marginalidad urbana Guadalupe Santa Cruz, quien me contó que Enrique había convertido su muerte  en un taller literario. Acotó un espacio de escritura para documentar su libertad interior y en esa lucha por el lenguaje lo venció el sueño. Diamela Eltit, que lo visitó días antes, me dijo que Enrique estaba sentado en su cama rodeado de papeles garabateados como un ejército de palabras contra la muerte. Hizo escribir a la muerte, se diría, con su propia mano.

La esperó disfrazado de Groucho.

Años después estaba yo en Santiago y Guadalupe me dijo que el día siguiente era el aniversario de la muerte de nuestro amigo. Le pedí que me acompañara a visitarlo al cementerio, y eso hicimos. Al volver en su coche, insólitamente, la Lupe me pidió no comentarle a su pareja nuestra visita. Se pondría demasiado celoso, me explicó. «¡Pero, Lupe –protesté–, cómo tu pareja puede tener celos de un amigo muerto!»

«Por eso mismo», dijo ella.

Es lo que Enrique habría llamado otra payasada de la muerte.