Cuando salió del mutismo que lo atrapó los últimos veinte años de su vida, Valéry Larbaud solo dijo: “Buenas tardes a las cosas de aquí abajo”.

Cuando desapareció en el golfo de México, Hart Crane se había negado a responder la pregunta de un comerciante de Nebraska: “¿Le gusta el pasado?”

Cuando desapareció, Antoine de Saint-Exupéry volaba un Lightning P-38. Una vidente checa le había dicho: “Evite el mar a partir de los cuarenta años”.

Cuando Roberto Arlt murió, el féretro con sus restos salió con grúa del departamento donde el escritor vivía. Buenos Aires dejó de respirar.

Cuando Antón Chéjov murió, su cadáver fue etiquetado erróneamente en el tren que lo transportó. “Ostras frescas”, se podía leer en su ataúd.

Cuando Dylan Thomas murió, su editor identificó el cuerpo y tuvo que explicar qué es un poeta. “Escribía poesía”, reza el acta de defunción.

Cuando Robert Walser murió, unos niños hallaron su cuerpo congelado en la nieve. El bombín caído era el punto que cerraba su biografía.

Cuando murió, Peter Altenberg tenía una vasta colección de fotos y dibujos de muchachas. Las sombras le brindaron suaves caricias juveniles.

Cuando murió, Sherwood Anderson bebía martinis en un crucero. El estruendo del mar no logró imponerse a la quietud de Winesburg, Ohio.

Cuando murió, Wystan Hugh Auden recordaba la lágrima que derramó por Chester Kallman en Venecia. Ya es hora de detener los relojes, caviló.

Cuando murió, Isaak Bábel imaginó que se enfrentaba a una caballería roja. Encabezaba la lista de fusilamientos del 27 de enero de 1940.

Cuando murió, Ingeborg Bachmann sufría quemaduras causadas por el incendio de su dormitorio. A lo lejos vio una llama que se extinguía con la silueta de Max Frisch.

Cuando murió, Charles Baudelaire llevaba más de un año sin hablar. Guardó sus últimas palabras para que lo acompañaran en el silencio.

Cuando murió, Samuel Beckett había reducido el decir a tonos esenciales. Su lápida, dijo, podía ser de cualquier color mientras fuera gris.

Cuando murió, Thomas Bernhard supo que apenas escribiría su obra más furibunda. Hasta que estuvo enterrado Austria se enteró de su deceso.

Cuando murió, Henri-Marie Beyle alias Stendhal había sido fulminado en la calle por la apoplejía. Segundos antes del ataque volvió a ver el fulgor de Santa Croce.

Cuando murió, Ambrose Bierce estaba en un cementerio de Coahuila. Morir en el hogar de los muertos, pensó al ser ejecutado, vaya pleonasmo.

Cuando murió, Karen Blixen alias Isak Dinesen había perdido sensibilidad en las piernas por el arsénico. Se levantó y echó a andar por las praderas de África.

Cuando murió, Jorge Luis Borges tenía graves dificultades para leer. Sonrió al entrever la biblioteca diáfana que le brindaba la eternidad.

Cuando murió, Jane Bowles olía licores en la tibieza de Málaga. El mechón de pelo que le arrancó su bruja marroquí no había vuelto a crecer.

Cuando murió, Paul Bowles atendía el canto del almuecín. La voz inscribía arabescos en el cielo protector que se curvaba encima de Tánger.

Cuando murió, Joseph Brodsky se había sometido a dos bypass. La sangre que bombeaba su corazón fluía al ritmo del agua memoriosa de Venecia.

Cuando murió, Charles Bukowski oía un temblor de hipódromos remotos. Apuró el trago amargo de la leucemia y apostó por el siguiente caballo.

Cuando murió, William Burroughs sintió que un disparo le abría el pecho. La bala destruyó el vaso que le llevaba la sombra de Joan Vollmer.

Cuando murió, Dino Buzzati captó el galope de caballos tártaros. Al fin conocería al enemigo por el que edificó una fortaleza inexpugnable.

Cuando murió, George Gordon Byron alias Lord Byron había aceptado las sangrías hechas por sus médicos. Dos litros de su sangre se coagulaban en la primavera griega.

Cuando murió, Italo Calvino diseñaba propuestas para el milenio venidero. Dejó la pluma y entró en una ciudad con nombre de mujer sigilosa.

Cuando murió, Albert Camus se había rehusado a utilizar el cinturón de seguridad. El reloj del Facel Vega Sport marcaba las 13:55 horas.

Cuando murió, Rosario Castellanos intentaba conectar una lámpara. Su electrocución sumió a Tel Aviv en una momentánea oscuridad medieval.

Cuando murió, Constantino Cavafis alistaba una cesta con sus versos nutricios. No quería pasar hambre: el viaje a Ítaca sería largo.

Cuando murió, Raymond Chandler había intentado suicidarse cuatro veces. Su largo adiós fue acompañado por la soledad de Philip Marlowe.

Cuando murió, Bruce Chatwin tenía preparada una flamante libreta Moleskine. Quería llevar la bitácora puntual de su viaje más extenso.

Cuando murió, Emil Mihai Cioran escalaba la demencia como si se tratara de una montaña. Las cimas de la desesperación habían quedado muy atrás.

Cuando murió, Arthur Conan Doyle dijo: “Eres maravillosa”. No se supo si veía a su mujer o la turba de hadas y espíritus que lo aguardaba.

Cuando murió, Joseph Conrad dominaba cuatro idiomas. Al momento de grabar su nombre en la lápida, sin embargo, se cometieron tres errores.

Cuando murió, Honoré de Balzac tenía los ojos abiertos. Cincuenta mil tazas de café bebidas a lo largo de su vida le impidieron cerrarlos.

Cuando murió, Eliseo Alberto de Diego supo que la eternidad por fin comenzaría un domingo. El riñón que le habían trasplantado tenía forma de isla.

Cuando murió, Daniel Defoe se había disfrazado con doscientos seudónimos. Su nombre verdadero cayó como máscara en la arena de una isla desierta.

Cuando murió, Antonio Di Benedetto aún no se reponía de cuatro simulacros de fusilamiento. Con letra microscópica escribió cuentos en forma de sueños para que la dictadura no los destruyera.

Cuando murió, Philip Kindred Dick veía la divinidad como un rayo de láser rosa. Su hermana gemela lo esperaba en la tumba reservada para ambos.

Cuando murió, Emily Dickinson era más conocida por sus vestidos blancos que por sus poemas. Dejó huérfano al silencio que había alimentado.

Cuando murió, Fiódor Mijáilovich Dostoievski hinchó los pulmones hasta reventar. En Siberia el hielo se agrietó en medio de un sismo epiléptico.

Cuando murió, John Fante había sido vencido por la ceguera. Abrió de pronto los ojos: al otro lado aguardaba un Los Ángeles resplandeciente.

Cuando murió, Gustave Flaubert seguía buscando la palabra exacta. La hemorragia cerebral arrasó con las frases pensadas para su despedida.

Cuando murió, Janet Frame recordaba la laguna que la salvó de la lobotomía. En la penumbra distinguió las luciérnagas de los electrochoques.

Cuando murió, Federico García Lorca vio cómo la madrugada española se rompía en mil pedazos. Sus restos continúan vagando de fosa en fosa.

Cuando murió, Nikolái Gógol caminaba por el filo de la locura. Al fondo del precipicio se agitaban almas muertas envueltas en sus capotes.

Cuando murió, Graham Greene sufría los trastornos de la bipolaridad. Dudó entre dedicar su último pensamiento a su esposa o a su amante.

Cuando murió, Lafcadio Hearn gritó: “¡Ah, por culpa de la enfermedad!”. Dijo la frase en japonés para que su alma, rebautizada como Koizumi Yakumo, también vistiera kimono.

Cuando murió, Patricia Highsmith se hallaba acompañada por trescientos caracoles. Un rastro viscoso la conectaba directamente con Tom Ripley.

Cuando murió, Vladimir Holan cumplía veinticinco años de encierro en la isla de Kampa. Su ventana quedó encendida como cirio en la noche praguense.

Cuando murió, Friedrich Hölderlin festejaba sus bodas de coral con la demencia. Creyó emprender un nuevo paseo hacia la torre de Tubinga.

Cuando murió, Bohumil Hrabal alimentaba palomas en la ventana de un quinto piso. Su caída no pudo ser aligerada por las alas de los pájaros.

Cuando murió, Ted Hughes vivía en carne propia las metamorfosis de Ovidio. Con todo, las sombras de dos mujeres y una niña lo reconocieron.

Cuando murió, Henry James veía a las mujeres de sus libros. Una institutriz espectral llegó a su lecho de agonía para mirarlo a los ojos.

Cuando murió, James Joyce esperaba que llegaran su esposa e hijo. Lo distrajeron los rugidos de leones que se iban a oír desde su tumba.

Cuando murió, Franz Kafka había encargado a Max Brod que destruyera sus manuscritos. Ignoraba que hay insectos, castillos y pesadillas indestructibles.

Cuando murió, John Keats pensaba en los dedos de Fanny Brawne. Imaginó su epitafio: “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”.

Cuando murió, Karl Kraus veía las grietas del mundo en las fallas del lenguaje. Se aprestó a detectar erratas en la escritura del éter.

Cuando murió, Tommaso Landolfi repasaba los casinos de su juventud. Decidió hacer su última apuesta en el salón que le abría las puertas.

Cuando murió, Primo Levi atravesó tres estratos del aire primaveral de Turín. “Levi falleció cuarenta años antes en Auschwitz”, dijo Elie Wiesel.

Cuando murió, José Lezama Lima se deshizo de la telaraña del asma. Vio así que sus palabras eran las raíces de una enorme ceiba de fuego.

Cuando murió, Clarice Lispector tenía casi inmóvil la mano derecha. Con la izquierda se irguió para seguir el latido de un corazón salvaje.

Cuando murió, Jack London creyó que tendría tiempo de atender el llamado de la selva. La marea de la morfina lo arrastró intempestivamente.

Cuando murió, Howard Phillips Lovecraft estaba seguro de que enfrentaría las huestes de Cthulhu. Lo que vio fue cómo las tinieblas salían de Providence.

Cuando murió, Robert Lowell iba a reunirse con su segunda esposa. Su corazón depresivo lo traicionó en el asiento trasero de un taxi.

Cuando murió, Malcolm Lowry patentó un cóctel a base de ginebra y amital sódico. El ukelele guardó sus notas finales para un réquiem.

Cuando murió, Stéphane Mallarmé había solicitado a su hija que se deshiciera de su obra. “Ahí no hay herencia literaria”, puntualizó.

Cuando murió, Ósip Mándelshtam vivía en un campo de trabajos forzados de Stalin. Su poesía quedó atesorada bajo llave en la memoria de su esposa Nadezhda.

Cuando murió, Katherine Mansfield había corrido por una escalera para demostrar su salud. Al llegar al rellano vio el sol de Nueva Zelanda.

Cuando murió, Carson McCullers tenía paralizado el lado izquierdo del cuerpo. En el derecho pulsaba el corazón solitario de la escritura.

Cuando murió, Herman Melville naufragaba en los mares del olvido. A lo lejos, sin embargo, ardía el brillo salvador de la ballena blanca.

Cuando murió, Vladimir Nabókov exhaló tres gemidos en escala decreciente. Al otro lado del mundo una mariposa había comenzado a aletear.

Cuando murió, Juan Carlos Onetti llevaba cinco años sin dejar su cama. La sirena de un barco al entrar en Santa María lo hizo incorporarse.

Cuando murió, Georges Perec diseñaba unas instrucciones de uso para su defunción. El cáncer llegó con todas sus letras para interrumpirlo.

Cuando murió, Leo Perutz resolvía un problema matemático. Lo dejó inconcluso para descifrar la geometría de un puente de piedra fúnebre.

Cuando murió por causas no aclaradas y con ropas ajenas, Edgar Allan Poe captó el aleteo de un cuervo. Que Dios ayude a mi pobre alma, dijo.

Cuando murió, Marcel Proust miraba fijamente las paredes de su dormitorio. El corcho que las recubría ahogaba el rumor del tiempo perdido.

Cuando murió, Aleksander Pushkin ignoraba que su arma había sido manipulada para que perdiera en el duelo. San Petersburgo desfallecía de frío.

Cuando murió, Rainer Maria Rilke estaba en brazos de su médico. Abiertos de par en par, sus ojos sondeaban la lejanía en busca de castillos.

Cuando murió, Arthur Rimbaud tenía una sola pierna. La otra había decidido amputarla al cumplir los veinte años y se llamaba literatura.

Cuando murió, Joseph Roth dominaba el idioma del delirium tremens. Nunca pudo ser canonizado como santo bebedor bajo los puentes del Sena.

Cuando murió, Raymond Roussel había agotado la herencia paterna. Abordó la nube de barbitúricos que habitaba y huyó de su hotel en Palermo.

Cuando murió, Ernesto Sábato estaba por cumplir cien años. Se deshizo de las gafas y comenzó a escribir un nuevo informe sobre ciegos.

Cuando murió, Arthur Schnitzler había perfeccionado el monólogo interior. Sus personajes se lanzaron a vagar por Viena en mudo desconcierto.

Cuando murió, Bruno Schulz cargaba una hogaza de pan. Su sangre tiñó las tiendas de color canela en el gueto donde resonó el disparo nazi.

Cuando murió, Winfried Georg Sebald conducía un Peugeot 306. La colisión abrió en el aire un hueco por el que se asomaron los fantasmas de Europa.

Cuando murió, Marcel Schwob evocaba su viaje al Pacífico sur a bordo de un vapor. El fantasma de Stevenson le colocó una mano en la frente.

Cuando murió, Leonardo Sciascia divisó la silueta de su hermano suicida. Tras ella había olas que rompían en las costas rojas de Sicilia.

Cuando murió, Mary Shelley guardaba cenizas de Percy y rizos de pelo de sus dos hijos difuntos. Sintió la cercanía de una criatura hecha a partir de esos restos.

Cuando murió, Percy Bysshe Shelley surcaba aguas estremecidas por un viento del oeste. Su cuerpo fue cremado en la costa donde el mar lo exhumó.

Cuando murió, Laurence Sterne supo que la tuberculosis había reído al último. Sonriente, preparó su equipaje para un viaje poco sentimental.

Cuando murió, Robert Louis Stevenson respiraba con dificultad. Los tambores del otro mundo se oían claramente en el aire viscoso de Samoa.

Cuando murió, Bram Stoker alcanzó a oír un aleteo que se alejaba. Volteó a un espejo cercano y notó que su reflejo había alzado el vuelo.

Cuando murió, Kurt Erich Suckert alias Curzio Malaparte hizo un último intento por oír su voz. Había grabado su agonía de cuatro meses en una cinta magnetofónica.

Cuando murió, Jonathan Swift era presa favorita del vértigo. El mundo que veía desde las alturas de Gulliver se empequeñeció al máximo.

Cuando murió, León Tolstói se hallaba en la estación de Astápovo. El oscuro tren de la neumonía llegó puntualmente para que él lo abordara.

Cuando murió, Iván Turguéniev pensaba en Tolstói: “Amigo, vuelve a la literatura”. Su cerebro sería récord Guinness: pesaba más de dos kilos.

Cuando murió, Paul Verlaine era un anciano prematuro. La estatua de la Poesía perdió un brazo y su lira al ver la carroza fúnebre del autor.

Cuando murió, Ödön von Horváth caminaba por Campos Elíseos bajo una tormenta. El árbol junto al que se refugió estaba hecho de relámpagos.

Cuando murió, Walt Whitman pensaba que al fin podría oír crecer la hierba. Su ataúd de roble se cubrió de flores que seguían germinando.

Cuando murió, Oscar Wilde nadaba en las aguas procelosas de la indigencia. “La vida no puede escribirse; solo puede vivirse”, había dicho.

Cuando murió, Thomas Lanier Williams III alias Tennessee Williams usaba su colirio de siempre. Con los ojos humectados, pensó, podré reconocer el tranvía que vendrá por mí.

Cuando murió, Richard Yates era devorado por el fuego del enfisema. El incendio que le calcinó la barba se redujo a un cigarro en la sombra.

Cuando se suicidó, Ryūnosuke Akutagawa habitaba un universo de alucinaciones. El veronal pulió sus últimas palabras:“Sombrío desasosiego”.

Cuando se suicidó, Reinaldo Arenas quería huir del exilio antes que anocheciera. “Cuba será libre. Yo ya lo soy”, escribió en su despedida.

Cuando se suicidó, Walter Benjamin olfateaba miedo en el viento de los Pirineos. La morfina fue llevándolo a los brazos de un ángel nuevo.

Cuando se suicidó, Calvert Casey contemplaba el cielo de Roma. Una nube en forma de isla lo fue guiando hacia un Caribe hecho de somníferos.

Cuando se suicidó, Paul Celan permitió que el agua del río se mezclara con su sangre. La leche negra de la noche se derramaba sobre París.

Cuando se suicidó, David Foster Wallace ponía punto final a una broma infinita. La soga al cuello fue su última nota a pie de página.

Cuando se suicidó, Ernest Hemingway cargó su escopeta favorita con dos cartuchos. La detonación liberó su sangre conquistada por el hierro.

Cuando se suicidó, Kimitake Hiraoka alias Yukio Mishima utilizó un sable del siglo dieciséis que le regalaron en 1966. “¡Larga vida a Su Majestad el Emperador!”, gritó.

Cuando se suicidó, Yasunari Kawabata dejó que el gas conquistara su casa. Cuatro años atrás había condenado la muerte por mano propia.

Cuando se suicidó, Cesare Pavese pensaba en la mirada de la actriz Constance Dowling. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió.

Cuando se suicidó, Sylvia Plath selló con toallas las puertas que la separaban de sus hijos dormidos. La tela absorbió el olor a gas.

Cuando se suicidó, Horacio Quiroga supo que huía del cáncer de próstata. El cianuro lo llevó a una oscuridad suave como almohadón de plumas.

Cuando se suicidó, José Antonio Ramos Sucre se entregó por entero al sueño del veronal. El aire de Ginebra vibraba con extraña nitidez.

Cuando se suicidó recurriendo al seppuku, Emilio Salgari había enviado una carta a sus editores. “Los saludo rompiendo la pluma”, concluía.

Cuando se suicidó, Anne Sexton vestía un viejo abrigo de pieles de su madre. El monóxido de carbono le tejió un velo en el rostro.

Cuando se suicidó, Virginia Woolf traía los bolsillos llenos de piedras. Dejó a su marido una carta que concluía así: “No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.”

Al morir, Johann Wolfgang von Göethe gritó: “¡Luz, más luz!” y Fernando Pessoa pidió que le pasaran sus gafas. A saber qué opacidades habrán vislumbrado del otro lado.