La ciudad que según la canción nunca duerme siempre está muriendo. O eso nos dicen. Su muerte fue anunciada cuando se derrumbaron las Torres Gemelas. Había sido declarada muerta en los 70, cuando muchos huyeron a los suburbios vaciando sus arcas fiscales, la delincuencia era incontenible y los edificios del Bronx ardían a diario para cobrar el seguro. La habían declarado moribunda en las recesiones de 1929 y 2008, crisis financieras globales que, por cierto, habían tenido su infarto inicial en Manhattan.

La última muerte se declaró este marzo, apenas Nueva York se convirtió en foco mundial del Covid-19, una enfermedad que no había inventado pero parecía no poder evitar apropiarse. El anuncio de esta nueva muerte nos recordó que el deseo de vivir siempre viene acompañado de pulsión de muerte; que los mismos que ansían venir a mirar sus edificios para sentirse vivos en ese reflejo desean con tanta o mayor pasión ver esos pedazos de cemento arder.

Muerte y renacimiento siempre han dormido en la misma cama en Nueva York. Como explicara Will Hermes en Loves Goes to Buildings on Fire (2011), los edificios en llamas del Bronx y la crisis de los 70 dieron pie a una revolución artística que aún es parte del embrujo de la ciudad: el punk rock, el disco, la salsa, el hiphop y cierto jazz experimental nacieron en ese momento peligroso. Y varios de los grandes rascacielos de Manhattan –el Empire State Building, el Chrysler Building, 30 Rockefeller Plaza– se terminaron o construyeron durante la recesión de los 30, consolidando la estética Art Déco de la ciudad y poniendo una piedra angular en su mito de urbe moderna.

Esos rascacielos (la idea de apilar trabajadores unos encima de otros con la mayor eficiencia posible) son, ahora que las aglomeraciones se volvieron riesgosas para la sobrevivencia, el talón de Aquiles de la ciudad. Lo mismo con otra pieza fundamental de la economía y mito neoyorquinos: los shows de Broadway (la idea de concentrar la mayor cantidad posible de espectadores y talento en una sala cerrada).

El anuncio de muerte no necesitaba palabras: las imágenes mostraban un Times Square desierto de gente y taxis amarillos. Las palabras las ponían amigos y familiares que llamaban y escribían desde lejos para preguntarnos qué sucedía, como si ellos mismos no estuvieran viviendo, también, encierro y calles vacías. Pero sucede que el mito desproporcionado y egomaníaco de Nueva York se lo traga todo, incluida una pandemia planetaria. Y así, todo lo que ocurre en sus esquinas parece ocurrir dos veces: primero en la vida de los 8 millones de personas que habitamos este puñado de islas, y luego en el escenario mental del mundo, en el eco distorsionado que esas acciones generan en otras partes.

En el Nueva York real, el que no hace noticia, la vida en pandemia no fue hasta ahora tan distinta. De hecho, en algunos casos fue mejor en el verano zombie de 2020. Bebimos y brindamos (con la venia del alcalde) en cualquier lugar mientras los viejos mafosos nos miraban vagar escuchando sus radios a pila en las esquinas, para luego anclar en un parque desnudos de toda pretensión. Hacia el final del verano, la concha acústica del mayor parque de Brooklyn amaneció cubierta con unos versos de Lucille Clifton:

VEN A CELEBRAR CONMIGO
QUE DÍA TRAS DÍA ALGO HA
INTENTADO MATARME Y HA
FRACASADO

Y los neoyorquinos que pasamos por ahí sonreímos cómplices, pero el mundo no escucha, no quiere ver nuestras vidas reales, y sigue preguntándonos si el virus está acabando con nosotros. Nuestras vidas insignificantes a veces parecen no tener otro objeto que llevar el peso del mito sobre los hombros. Y por eso, cuando nadie nos mira y nos protegen las paredes de nuestros departamentos, nos miramos al espejo para discurrir si en verdad estamos vivos o habitamos en una ciudad que el resto imagina.