Todo viaje es un tránsito a la muerte. Jorge Manrique lo pone de manifiesto en su poema más exacto: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”.

Desde una arista menos dramática quiero recordar un viaje grupal que realicé a partir de una serie de viajes que fueron fracasando uno a uno. Estudié en un colegio subvencionado del barrio Avenida Matta. Un colegio mixto donde todos nos conocíamos desde siempre. Éramos alrededor de veinte alumnos que iríamos en nuestra gira de estudios a Argentina, Uruguay y Brasil siguiendo el modelo del viaje escolar de la época.

De manera febril, no sé en cuál momento o en qué curso exactamente empezamos a juntar los fondos. Sepúlveda, nuestro genial tesorero, se abocó a generar un programa económico que se fundaba en rifas (pobres), arriendos de nuestras revistas y libros al resto de los alumnos del colegio y, desde luego, fiestas semanales donde vendíamos no sólo la entrada sino todo el consumo.

Después de una reunión de padres y apoderados nos enteramos que nuestros recursos eran insuficientes y que los apoderados no estaban en condiciones de completar los costos del viaje programado.

Sólo viajaríamos a Argentina.

Pero a pesar del importante cambio de ruta, Sepúlveda declaró que debíamos profundizar nuestros esfuerzos: juntar y juntar, rifar, arrendar y vender sin tregua alguna. Era una épica.

Los sábados las fiestas se sucedían, a tal punto que después de meses ya no teníamos adherentes externos y sólo participaba parte del curso vigilados por Sepúlveda que sabiamente bajaba el precio de las piscolas cuando se daba cuenta que poco o nada se había vendido. En esas noches y después de una considerable cantidad de piscolas a precio de liquidación, empezaban las confesiones de los dramas familiares y personales que nos atravesaban.

Esas noches se parecían a un tango actuado por un conjunto de adolescentes que en una casa de algún compañero del barrio Matta (como le decíamos) y bajo los efectos del pisco (nunca demasiado porque Sepúlveda vigilaba obsesivamente las porciones) íbamos develando uno a uno los secretos que por años angustiosamente nos recorrían. El viaje a Argentina abría una compuerta inesperada y sensible. Pero Sepúlveda nunca se dejaba arrastrar por las emociones y cuando alguno de nosotros se levantaba a buscar un sándwich sobrante, en los momentos en que hasta la música había cesado, él se oponía. Sepúlveda recordaba el problema de los recursos y nos recordaba también que era necesario vender esos panes (ya muy añejos) el lunes a la hora del recreo a un precio conmovedor.

Lo lograba. Sepúlveda se sentaba en el patio con la bandeja de panes demasiado crespos y en menos de cinco minutos no quedaba nada.

Mi madre era –como diría Vattimo- una catocomunista, una comunista católica (más comunista que católica para ser sincera) y en mi infancia y adolescencia siempre me atendieron gratuitamente los médicos del partido. Pero los contactos de mi mamá se multiplicaron y consiguió gracias a importantes autoridades del partido un destino nuevo y asombroso para nuestro viaje de estudios: Cuba. Nos llevarían a Cuba gratuitamente, viaje y estadía. Mi madre volvió furiosa a la casa después de la reunión de padres y apoderados y me dijo que cuando ella comunicó la buena noticia, varios apoderados y la Directora se pusieron lívidos y dijeron que sus hijos JA-MÁS visitarían un país CO-MU-NIS-TA. El papá de Sepúlveda era carabinero. Raso.

El mismo Sepúlveda en una reunión inolvidable para mí, nos explicó más adelante, con una honestidad verdaderamente heroica, que el monto de nuestros fondos no nos iba a alcanzar para viajar a Argentina, ni siquiera a Mendoza (que era la última alternativa que secretamente barajábamos) sino que por sus investigaciones económicas sólo podríamos realizar una gira de estudios a un balneario del Litoral Central, para ser muy claro, dijo Sepúlveda, iríamos a una residencial en Cartagena.

Tres días en Cartagena y el precio de la residencial incluía todas las comidas.

Tres días sin noches en Cartagena, porque prácticamente los veinte no dormimos conversando las horas en esa residencial. Hablando el último tiempo que restaba antes de la inevitable separación que nos iba a dispersar –para siempre– por distintas, inciertas y alucinantes rutas.