Siempre me impresionó la actitud que mi abuela tenía hacia los gatos.

No era que simplemente no le gustaran, que fueran una molestia o que dejaran pelos por todas partes. Era una indignación moral: esos animalejos, a los que siempre se refería con un eufemismo («bestias» era su favorito) y en tercera persona, tenían el desparpajo de estarse ahí echados junto a la estufa a gas sin aportar absolutamente nada. Sin siquiera preocuparse por los demás. Era increíble.

Esa aversión la heredó mi padre, pero no mi tía. Mi abuelo, en cambio, tenía prácticamente un criadero de gatos en el jardín.

Los gatos son animales polémicos. Junto a su contingente considerable de admiradores razonables, su agotadora legión de fans y unos pocos indiferentes, debe ser una de las especies animales −junto con las ratas o las palomas, que por lo demás no se domestican− con un mayor número de detractores. Yo me conté entre ellos por muchos años. Mi padre, con su hipocondría de hombre demasiado serio, me enseñó que pertenecía a una familia de alérgicos crónicos. Bastaba la mención de un animal, incluso uno hace tiempo muerto, para que mi papá empezara a carraspear y a proclamar que las manos se le estaban poniendo rojas. «¡Dejó pelos el bicho ese!» Llevaba en el bolsillo un jabón hipoalergénico de esos que no necesitan agua. Debo confesar que yo también sentía la picazón y me lavaba las manos.

Para mi abuela, en cambio, ese tipo de exhibiciones eran vulgares. ¿Para qué inventar excusas? Los gatos eran detestables en sí mismos. No te das cuenta de cómo viene, te pide cariño, se lo pasa bomba y luego si te he visto no me acuerdo. Tú crees que un coso así te ayudaría en un incendio, un terremoto o si te están atacando. El tipo come de tu comida y se cree con el derecho a ir y volver a sus anchas. Hubiese sido un lugar común que continuara con una breve elegía a los perros. Pero no: los detestaba igualmente, aunque por razones opuestas. En eso con mi abuelo estaban totalmente de acuerdo.

Creo que ella no detestaba a los gatos, sino su independencia. Esa misma independencia que la angustiaba en mi abuelo. Esa capacidad de ser completamente autocentrado, regalón y reacio al mismo tiempo, por momentos malicioso o sutil. Y, como no podía desquitarse con él, lo hacía, en su lugar, con sus gatos. Pero cuando él murió, y ella vendió la casa y se fue a un departamento, se llevó a la gata vieja, la última que quedaba. Y, aunque se quejaba de sus acrobacias, de los riesgos innecesarios que tomaba (recorriendo el departamento por fuera, caminando por la cornisa y por la baranda o saltando arriba de la mesa para agarrar un pedazo de jamón después del desayuno), se le veía, también, como orgullosa de su gata, que parecía estar contenta con su nueva ama y no echaba de menos a mi abuelo.

Una vez, mientras tomábamos once, me contó una historia a la que no puse mucha atención, pero a la que pongo atención ahora. Cuando llevaban unos pocos años de casados, mi abuela volvía a la casa sosteniendo un cajón con uvas. Cuando cruzaba el umbral, un gato chiquitito, el Coronel, intentó pasar raudo por la puerta. Mi abuela no lo vio; el pisotón lo dejó agonizando tres meses. El mismo tiempo en que mi abuelo no le dirigió la palabra. No le di más vueltas en ese momento porque creía tenerlo todo muy claro, pero ahora entiendo que ella odiaba a los gatos porque temía que el hombre que la acompañó durante sesenta años los quisiera más que a ella; hoy le gustan porque se lo recuerdan.