Dos personas parecidas pueden ser al mismo tiempo muy diferentes. Como si uno fuera la imagen del otro, pero proyectada en un espejo deformante. Un reflejo en el agua movido por el viento, oscurecido por la luz de la tarde. Negativo y foto, cara y sello de una misma moneda: José Lezama carnívoro, Virgilio Piñera vegetariano. Lezama fumador de puros, Piñera de cigarros. Lezama de terno y corbata, Piñera camisa de manga corta. Lezama barroco, Piñera marginal. Lezama gordo, fofo, resoplante y desorbitado, el pelo negro, brillante, como un viejo y usado paño. Piñera no, era tan flaco que no dejaba huellas en la arena de la playa, y cuando se levantaba el fuerte viento del trópico se sentía amenazado como una hoja seca.

Lezama acumulaba en su casa centenares de libros, ordenados en vitrinas y en estanterías, amontonados en su mesa de trabajo.

Piñera no. Los leía y después los regalaba, o los prestaba sabiendo que no se los iban a devolver (tampoco le importaba mucho), y nada en su casa de turno hacía pensar que se trataba del cliché de un escritor, con la escenografía ad hoc del oficio.

Lezama vivió siempre en la misma casa amarilla de la calle Trocadero 162, un viejo inmueble de fachada continua con una puerta de dos hojas flanqueada por pilastras en espiral, una embajada de sí mismo, el lugar donde recibía a los jóvenes escritores –Guillermo, Heberto, Reynaldo– que le llamaban maestro y a los escritores extranjeros que llegaban a La Habana.

Piñera, en cambio, vivió en decenas de casas, que más que casas eran en realidad piezas, cuchitriles, cuartos de alto cielo raso y piso de madera de los que se cambiaba de un día para otro, arrastrando un escaso atado de ropa, una maletita mínima, unos cuantos papeles y una vieja máquina de escribir que luego daba vueltas por los rincones, a la espera.

* * *

No. Evidentemente no se parecían. Lezama era Lezama para todos, una autoridad, menos para su madre que siempre lo llamó Joselín (él escribió: «Deseoso es aquel que huye de su madre»). A Piñera todo el mundo lo llamaba Virgilio (menos la policía, que lo llamaba de cualquier forma), sin ninguna solemnidad, sin la verticalidad del mando literario, sin el báculo del escritor oficial ni el título nobiliario de la casta letrada.

Hasta su común homosexualidad los hacía diferentes: uno prefería los amores angelicales –Lezama–, los imberbes Adonis habaneros. Y el otro –Virgilio–, los rudos campesinos de la cosecha, los cargadores de espaldas doradas de sol y sudor, que duraban en su cama el soplo efímero del placer.

Una tarde iba Piñera junto al músico Natalio Galán por el Callejón del Chorro de La Habana y frente a un prostíbulo masculino se encontraron de frente con Lezama, que los miró con desprecio. Galán fue el primero en contar el incidente, escrito posteriormente de esta forma por Guillermo Cabrera Infante: «Apacible [iba Lezama], con un puro recién encendido en la boca, en la cara un aire de satisfacción que tal vez se la produjera el tabaco o pensar un poema. Lezama notó a los dos artistas, pero no se inmutó y en alta voz, con su acento asmático, dijo: “¿Qué, Virgilio, también en busca del unicornio oculto en espesura?”».

Y así acumularon reproches –políticos, estéticos–, miradas suspicaces, lealtades subjetivas, adjetivos punzantes, gestos mal interpretados, y un día se pelearon.

Se cruzaron en alguna reunión social, o literaria (que es lo mismo), y saltó la chispa de la desavenencia, la conminación a zanjar el asunto en plena calle. El enorme Lezama y el flacuchento Virgilio, como David y Goliat, amenazándose con partirse la cara, con ponerse un ojo morado, romperse un brazo o molerse a patadas.

Virgilio saltó un pequeño cerco y se introdujo en un jardín, escapando de Lezama que lo señalaba amenazante con su dedo grueso, anillado y tembloroso de ira y que disparaba una ráfaga de amenazas: «Virgilio, voy a golpearte…».

Virgilio lanzaba pequeñas piedras que rebotaban en la acera o se estrellaban en la panza enorme de Lezama, que las esquivaba dando saltitos. Unos niños miraban la escena, la musicalizaban batiendo palmas al grito de «¡gordo! ¡gordo! ¡gordo!» (palabra que detestaba escuchar).

Dejaron de hablar. Uno se volvió rojo de ira a su casa, y el otro, tal vez arrepentido, dejó el ambiente habanero y se fue a Argentina.1

Lezama siguió trabajando («como la verdadera naturaleza se ha perdido, hay que inventar una sobrenaturaleza»). Y escribió una inmensa novela como un océano: la inmersión en ella se debe realizar con botella de oxígeno, como en el golfo de Batabanó. Una fiesta de palabras que surgen en torrente, enganchándose unas a otras (y en ella, otra vez la madre benévola que custodia la obediencia al dictado de un destino: «Serían las cuatro y media de la mañana cuando volvió a su cuarto de estudio. Las palabras que le había oído a su madre le habían comunicado un alegre orgullo. El orgullo consistente en seguir el misterio de una vocación, la humildad dichosa de seguir en un laberinto como si oyéramos una cantata de gracia, no la voluntad haciendo un ejercicio de soga»).

Escribía a última hora de la tarde, o de madrugada, cuando el asma le impedía dormir y echaba mano de su remedio, los polvos Abisinia Exibar («A los polvos los guarda en un frasquito. / guarda lo acumulado y lo que se disipa lo descuenta. / Vuelve con unas pipas a vaciar el altazor de peltre, / desenreda el crepé para jalar la caspa», dice el poema de Perlongher dedicado a Lezama). Escribía cuando el calor le daba un respiro en su despacho caótico, lleno de libros y diarios y revistas y papeles y fotos y tabaqueras, justo al lado de la cocina, porque le gustaba trabajar con el olor de la comida al alcance de la mano, cada vez más prisionero del tabaco, del cansancio, de la vejez. De sí mismo.

Piñera no. Prefería el descampado, andar. Cuando lo detuvieron, después de volver de Argentina, tras la revolución «del hombre nuevo», iba una tarde por la playa, vestido de verano, pensando en las palabras «belleza», «ira», «carne». Sorprendido, muerto de miedo, les pidió a los policías que lo arrestaron que lo dejaran cambiarse de ropa. Lo acusaron de «atentado contra la moral», entre otras sandeces descritas en el documento oficial.

Él escribió:

Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar.
En la boca las palabras morirán
para que el viento a su deseo pueda ulular.
Después, tendido como suelen hacer las islas,
miraré fjamente al horizonte,
veré salir el sol, la luna,
y lejos ya de la inquietud,
diré muy bajito:
¿así que era verdad?
(«Isla»)

En cada cuadra de la isla surgía un comité de defensa de la revolución, esos cuerpos de vigilancia colectiva como instrumento de represión de la diferencia. Y Virgilio, refugiado, recóndito, asustado y pálido. Un tiempo en que sólo fue una sombra incolora de sí mismo. Un espectro. Hacia el final de sus días, un periodista visitó la casa del amigo que lo había acogido, lo vislumbró deambulando de una habitación a otra. El dueño de casa lo señaló con disimulado afecto y dijo: «Ese fue Virgilio Piñera».

El flaco y el gordo es una obra de teatro escrita por Virgilio meses después del triunfo de la Revolución, y no son pocos los que han leído esa trama como una alegoría de la rivalidad entre los dos escritores. En ella el flaco mata al gordo «mientras dormía la siesta»; las escenas transcurren y la metamorfosis cargada de sarcasmo en la letra de Virgilio ya está operando: el flaco imita al gordo hasta convertirse en él y todo lo que representa: una mecánica del saber estar.


1 Virgilio llegó a Buenos Aires con una beca argentina. Ahí conoció a Witold Gombrowicz, quien vivía hacía unos años en esa ciudad, a la que había llegado por un par de semanas pero donde se arraigó forzadamente por un cuarto de siglo (en el contexto de la Segunda Guerra, su natal Polonia había sido invadida por los alemanes). Los presentó Adolfo de Obieta, hijo del escritor Macedonio Fernández. Trabaron amistad y pronto Piñera comenzó a frecuentar las reuniones organizadas por Gombrowicz en el café Rex de la calle Corrientes, reuniones que en rigor eran el laboratorio al que había convocado el polaco para su proyecto colectivo de traducción de su novela Ferdydurke.

Un desafío mayor para un autor que comenzaba a balbucear el castellano, y para un grupo de hombres que ni siquiera habían oído cómo sonaba el idioma polaco. Pero el grupo edificaría sobre los cimientos del francés un puente entre esos dos paisajes lingüísticos. Durante el día, Gombrowicz iba garabateando partes de la novela en su nuevo idioma y luego los llevaba para la disección y discusión del grupo, lo que terminó en una reescritura total. Un borrador que fue tomando forma entre caballos y alfiles, escrito en un engendro intermedio, sin antecedente, como «una lengua futura».

En el prólogo a la primera edición argentina, publicada en 1947, Witold anotó: «Esta traducción fue efectuada por mí y sólo de lejos se parece al texto original. El lenguaje de Ferdydurke ofrece dificultades muy grandes para el traductor. Yo no domino bastante el castellano. Ni siquiera existe un vocabulario castellano-polaco. En estas condiciones la tarea resultó tan ardua como, digamos, oscura y fue llevada a cabo a ciegas, sólo gracias a la noble y eficaz ayuda de varios hijos de este continente, conmovidos por la parálisis idiomática de un pobre extranjero. Si a pesar de un número tan serio de colaboradores el texto castellano tuviese alguna falla proveniente, no de las insuperables dificultades de la traducción, sino del descuido, esto se debería, creo, al exceso de amenas discusiones que caracterizaba las sesiones, realizadas casi todas en la sala de ajedrez de la confitería Rex. ¡Me alegro que Ferdydurke haya nacido en castellano de tal modo, y no en los tristes talleres del comercio libresco!».

Desde el primer encuentro, Piñera recibió con entusiasmo el desafío y la amistad del polaco, un pacto en el que desplegó toda su habilidad como traductor. Y así lo recordaría: «En el momento que soy presentado a Gombrowicz estos intrépidos traductores trabajaban a toda máquina. Ya tenían traducidos tres capítulos de la novela. Me sumo al grupo, y como dispongo de todo el tiempo para Ferdydurke, Gombrowicz me nombra Presidente del Comité de Traducción. Joyce dispuso de una sola persona para traducir su Ulises, yo dispuse de 20 para traducir Ferdydurke». Entusiasmo que el escritor cubano llevaría hasta el límite de su propio orgullo: al poco tiempo buscó recomponer el vínculo con Lezama y le envió una carta a La Habana ofreciéndole para la naciente revista Orígenes, de la que Lezama era parte esencial, un fragmento de la traducción de Ferdydurke: el mismo extracto que años después Julio Cortázar incluiría en el capítulo 145 de Rayuela.

Felipe Reyes ha publicado Nascimento. Editor de los chilenos y las novelas Migrante y Corte. Este es un extracto de su libro de viñetas sobre escritores Un reflejo en el agua movido por el viento (Lumen, 2019).