Si comenzáramos a acusarnos, pidiendo
perdón, de todos los crímenes del pasado contra
la humanidad, no quedaría ni un inocente sobre
la tierra —y por lo tanto nadie en posición de
juez o de árbitro. Todos somos los herederos,
al menos, de personas o de acontecimientos
marcados, de modo esencial, interior, imborrable,
por crímenes contra la humanidad.

Jacques Derrida

All, all my friends, they say love, love is hard.
So I hold onto the soft parts.

Rose Polenzani

Padres. Hijas.

En Estados Unidos conocí a un padre y una hija a quienes jamás podré olvidar. El hombre abusó sexualmente de su niña cuando esta tenía entre siete y ocho años de edad. Siempre por las noches; casi todas las noches de un año.

La secuencia incluía la lectura de un cuento, compartir las anécdotas del día, y luego un in crescendo de caricias sexuales que iban del padre a la hija, primero, y luego de la niña (que no sabía de adjetivos, solo de caricias) al padre.

No medió intimidación; tampoco hubo instrucciones o siquiera sugerencias sobre secretos y silencios. Estos solo fueron. Quizás porque lo inenarrable les corría a padre e hija por la sangre. A él, por lo inconfesable de sus actos; a ella, por la juventud de voz y escasez de nombres para traducir lo vivido: el tránsito de la ternura hacia una relación sexual entre dos cuerpos improbables, indebidos. Como solo pueden ser cuando uno de ellos ha nacido del otro.

Concedo que es difícil aceptar que el buen cariño haya existido alguna vez. Pero ese padre acunó, entibió mamaderas, consoló llantos, llevó a su niña de meses al pediatra. Ternura hubo. Luego ya no.

En alguna parte de la trama es como si hubiesen pasado veinte o más años. Los acercamientos del hombre a la niña eran propios del galanteo adulto en muchas especies; también en la humana. Los regalos que debieron ser para mujeres grandes los recibió la hija en versión pequeña: flores, chocolates, joyas de juguete, lindos vestidos. Hija «especial», «única»; princesa de una comarca donde ella jamás habría reconocido fracturas ni perversión. Solo cariño por un hombre esencial para su supervivencia. El más importante de su mundo a los siete u ocho años.

La seducción afectiva envolvió completamente a la hija (una niña con la capacidad de consentimiento que podría tenerse ante una camisa de fuerza o una anaconda). Poco a poco, la emboscada sería además corporal, sexual. A pulso de gestos insidiosos y cotidianos, el padre tejería la red de una complicidad imposible de traducir en palabras, aunque sí en urgencias de latidos: agitación en la hija que se sentía «querida» y preferida; agitación también, pero corrosiva y destemplada, en el hombre que alguna vez juró cuidarla.

Contra la urdiembre de cariños confusos y oscuros, eran obscenamente nítidos los cuerpos del adulto y de la niña. En las psiquis, el límite era mucho menos claro.

El padre se comportaba, en muchas esferas, como un ser humano de edad inferior. Sus formas de relación –de sustraerse del mundo, más bien– y de enfrentar conflictos –o las mínimas exigencias propias de su edad– eran poco sofisticadas, pueriles. Tímido y frágil de apariencia, su autoestima no se dejaba sentir, ni su peso sobre la tierra. Contar con un empleo y actuar como el proveedor principal de su familia eran las únicas señas evocadoras de adultez. Víctima él mismo de abuso sexual en la infancia (por parte de su padre), es como si se hubiese quedado congelado entre los seis y los nueve años.

La hija, que sí era una niña de pleno derecho, entendía de gratificaciones y recompensas. Nadie más las disfrutaba en ese hogar: ni la madre, ni el hermano cuatro años menor. Cuando el padre fallaba en llegar con los regalos que la hija había pedido, la frustración se expresaba sin tregua. Negativas a comer, estallidos emocionales o agresiones contra quien se le cruzara en el camino. La madre llegaría a preguntarse, demasiado tarde, ¿qué le pasa a esta niñita? Silencio del padre, y reclamos de la hija por la interrupción de ese diario carnaval de objetos que por último, solo en virtud de argumentos relativos a la crianza, la madre –o alguien más– podría haber cuestionado, o al menos notado.

Los niños son niños: se crean expectativas, disfrutan de los mimos. Para asegurarlos, la pequeña esbozaría una modalidad de intercambio, ahora en sus términos: solo si traes lo que te pedí me puedes leer el cuento, te hablo, me tocas. Ya no era un salto de veinte años sino de siglos. Para la hija –y el padre se dio cuenta– la rotura de límites había sido flagrante. No hubo violación, pero como si la hubiese habido. La dinámica condicionada del acceso corporal, propia de ciertas parejas adultas. Lo erógeno emplazado fuera del hogar. La niña de casi ocho años, apenas reconocible en el parque, el colegio o las casas vecinas, donde el tono sexual de sus acercamientos a otros niños y otros adultos se hizo evidente.

«Erbarme dich, mein Gott.» Ten piedad, Dios mío. El universo sonoro de la infancia de su hija, de su cuerpo alterado, se revelaba al padre como a Bach debe habérsele revelado la Pasión de san Mateo. Lleno de remordimientos, algunos dirían hasta de amor (exánime, pero todavía capaz de algún sacrificio), fue él quien develó la verdad. Primero a su esposa, luego a la policía, los abogados, el juez.

El incesto terminó y con él todos los calendarios compartidos: emocional, familiar, social. Se sucedieron exclusiones, arresto, condena y restricciones que no ameritan mayor deliberación cuando se trata de separar a un victimario de su víctima, y de restituir alguna semblanza de protección sobre un hogar, o un mundo. Porque algo suma y cruza el corazón de completos extraños (que jamás rozarán las vidas de las víctimas) cuando hay escarmiento para un padre incestuoso u otros responsables de abuso sexual infantil. Una ráfaga de alivio que puedo entender, y sentir también. Aunque no me resulta tan sencillo asimilar esa satisfacción colectiva que parece desbordar la cota de lo justo y queda con el aliento en suspenso, no sé si deseando algo cercano a la barbarie (contra el abusador, donde sea que esta pueda asolarlo): algo que no puedo precisar bien, pero que nos arriesga a perder ese sentimiento de humanidad que haría difícil, sino imposible, llegar a justificar nuevos saqueos. Contra quien sea.

Pasaron doce años. Doce años de silencio; de padre e hija en lugares distantes de un país inmenso. También fueron años de terapia: para la niña, de reparación del abuso, y para el padre, de rehabilitación obligada por el Estado, y luego, de psicoanálisis por cuenta propia.

Cuando la hija cumplió la mayoría de edad, restableció contacto con él. Además de las indemnizaciones vigentes y mandatarias por ley–que fueron muy superiores a la realidad patrimonial y salarial del padre–, la hija necesitaba dinero para un emprendimiento junto a socias igual de jóvenes que ella. En menos de un día recibió el depósito por la suma requerida.

A esa primera llamada siguieron otras, con una demanda económica siempre mayor. En un país donde la capacidad de endeudamiento es enorme, no fue difícil para el padre conseguir una tarjeta de crédito, dos, y más, para apoyar a la muchacha en el financiamiento de un nuevo automóvil, viajes, mudanzas y cambios completos de mobiliario y decorado, luego para tecnologías de última generación: computador, equipo de música, cámaras, televisión. El déjà vu en el carnaval de objetos y las exigencias de otrora.

Ante cualquier mínima demora en conseguir el dinero, la hija le recordaría al padre su deuda moral imprescriptible y la posibilidad, siempre latente, de sumar a otros a la extorsión. Porque ese era el pulso: un intercambio sombrío que nada tenía que ver con pedir ayuda, o incluso exigirla, para calibrar una balanza que, por lo demás, siempre se sentiría defectuosa e injusta.

Al comienzo, la tensión se estableció sutilmente. Luego seguirían insinuaciones más hostiles, amenazas veladas: «Si quieres llamo a tu jefe y le explico para quién es el préstamo. Seguro entenderá». Siempre en el subtexto, la acusación posible. El circuito sin fin donde la sola sospecha justifica una condena, y la condena una sospecha mayor, y así.

Más adelante, con pulso firme, la humillación pública y a viva voz; gritos del otro lado del teléfono, insultos, amedrentamiento: «Es lo menos que me debes. Deberías agradecer que no vaya y le cuente a medio mundo lo que hacías doce años atrás, viejo degenerado, fucking loser. Más te vale que me ayudes». El argumento de gracia sería la convocatoria de terceros al registro de una violencia que, por tenue o merecida (como algunos podrían pensar), no deja de ser violencia. Aunque venga de parte de la víctima. Y quizás sea más grave por venir de ella. ¿Cómo infligir a otro los mismos daños que se han sufrido en carne propia; cómo? Me cuesta imaginar la más mínima cercanía con el mismo arsenal que alguna vez nos desintegró. Sexual o no, el abuso es abuso.

Al comienzo, la tensión se estableció sutilmente. Luego seguirían insinuaciones más hostiles, amenazas veladas: «Si quieres llamo a tu jefe y le explico para quién es el préstamo. Seguro entenderá». Siempre en el subtexto, la acusación posible. El circuito sin fin donde la sola sospecha justifica una condena.

La hija, piedad. Por ella, por su genética forzada al estupor, a no tener dónde guarecerse en un silencio lleno de gritos. Y ese alarido único y desgarrador, siempre ahogado, de la no pertenencia que una bien conoce (porque también, alguna vez, fui hija de alguien).

El padre, piedad. Por el humano que vino a ser y no pudo, por su falta inexpiable, y por los dos extremos de su sometimiento: él, que también fue hijo de alguien; él, ahora, víctima de su víctima.

No sé, nunca sabré, cómo es que cuerpos solamente humanos pueden sostener, convivir, o llegar a asimilar tanto abandono de Dios, tanto amor malversado. Pero pasaría por el incesto de nuevo, me clavaría yo misma a sus uñas, a cambio de absolverme de la crueldad de ejercer o invertir la supremacía y el daño; de transmutar en victimario. No querría jamás estar en el lugar del padre.

En algún momento el padre intenta establecer, por primera vez en años, una relación de pareja. Es una mujer de su edad, no tiene rasgos juveniles ni infantiles, su cuerpo es maduro, y también su devenir. Todo un logro para un hombre que siempre tuvo miedo de su inadecuación e incompetencia para vincularse con adultos. La hija, molesta por la demora de un depósito, llama a la mujer y comparte su historia con ella. Abandono inmediato del hombre a quien llegó a considerar como un buen compañero o un aliado, al menos, en la proximidad de la vejez.

«Yo te lo advertí. Tú te lo buscaste, papá.»

Los límites pueden eludirnos, y podríamos debatir si constituyen o no violencia: la denigración, el hostigamiento, las amenazas, la demolición pública de un prójimo o la exigencia inclemente que supera toda capacidad de respuesta del otro (material, psíquica, moral). Pero cualquiera sea la localización de dos humanos en una relación, me parecen acciones violentas las que de forma explícita o soterrada, y en razón de la debilidad o la indefensión de un prójimo, lo fuerzan al sometimiento.

«De violencias tuvimos más que suficiente», dijo una sobreviviente de incesto, violación y abuso sexual infantil a quien conocí en Chile, no hace mucho. Lo dijo con solemnidad y también con miedo, reflexionando sobre aquellas personas–algunas en posición de autoridad moral o material, y otras, queriendo hacer como que la tienen– que alimentan, deliberadamente o no, la turba del alma, de las opiniones, o de puntos ciegos para nuevos abusos, ahora sobre el victimario.

Nunca mencioné la diferencia de edad que tenían este padre y esta hija. Veintisiete años. A los cuarenta y ocho, él no tiene las ventajas de otrora: en tamaño, poder, ni tiempo. El pasado para un responsable de incesto es siempre presente (lo dice su hoja de antecedentes, además). La hija lo sabe y el padre también: aunque haya transcurrido más de una década, aunque la condena se haya cumplido, aunque los terapeutas testificaran la conclusión exitosa de la rehabilitación, y aunque el índice de reincidencia correspondiente al incesto sea el menor en el territorio del abuso sexual infantil: cercano a cero.

Soledad y rendición del padre. Es hospitalizado por un intento de suicidio. La terapeuta del Estado insiste en el arrepentimiento del hombre, sus esfuerzos de restitución, sus logros, y el castigo mayor de vivir en la autoacusación y en el duelo, también, por un hijo menor al que jamás volvió a ver. Como padre, nunca se permitiría perdón. De olvido, ni hablar. La hija escucha, pero no se rinde. Tampoco reduce el acoso, aun en días de hospital.

«Erbarme dich, mein Gott.» Ten piedad, Dios mío. Habrá quienes pensarán que ante el incesto, cualquier penitencia es siempre de tono menor. Más de alguien aventurará que el suicidio, o la muerte, es una salida quizás lamentable pero efectiva para resolver el problema sobre el destino de los abusadores sexuales. Unas pocas personas llamarán a la reflexión ética; y a alguna compasión. Entre tantas vertientes, acaso el único cauce donde todos podemos encontrarnos sea el desconcierto. Las decenas de preguntas que, frente a una experiencia superlativa, no sabemos cómo, o no nos atrevemos a responder.

Sigue siendo lacerante, cualquier día, aceptar la posibilidad de perversión en vínculos esenciales para la vida, y la más elemental supervivencia. ¿Cómo llegar a sentirnos seguros sin ser capaces de reconocer peligros inequívocamente; sin poder discernir dónde y con quiénes estamos a salvo, y dónde y con quiénes no?

Distinciones que son orgánicas se vuelven éticas. Como si en nuestros siglos de historia humana, la búsqueda –reverente o tiránica– de respuestas sobre el bien y el mal, lo justo e injusto, lo recto o desviado, no fuera sino hija de un impulso vital, mamífero, por orientarnos sin error hacia el refugio donde podamos evitar el descampado y la muerte. Al fin y al cabo, son las distinciones del amparo y el desamparo, irrecusables para conservar y entender la integridad, o su pérdida.

Enfermedad perversa del desamparo, el incesto. Fracaso del padre; descuido de su progenie, y abandono elegido, sabido, consciente, vejatorio, cargado de miedo, confusiones, mentiras. El padre victimario se dibuja contra cualquier historia de incesto, en trazos gruesos e indelebles. La víctima también. Pero esa unanimidad moral no nos inmuniza, no debería. No, cuando los límites entre victimario y víctima se vuelven difusos, o se invierten sus lugares.

De las víctimas de incesto poco se habla y poco se pregunta. Existe solidaridad, compasión, por supuesto, pero se tiende a olvidar que no por ser víctimas dejan de ser humanas, y responsables de sus vidas en la adultez. Como si en la experiencia terrible de desamparo hubiesen heredado una suerte de superioridad o inmunidad ética que a lo menos dificulta reconocer en cada una, como en todo ser humano, la coexistencia de benevolencias, mezquindades, esfuerzos nobles y abyectos también.

Es abyecto el exterminio del otro. Y también lo es no hacer nada por evitar su autoaniquilación. Después del segundo intento de suicidio, la hija todavía no puede, o no quiere, reaccionar. Lo que pase con el padre poco o nada importa: a ella no, ¿por qué debería?

Pero importa. Me juego la vida a que importa, a riesgo de ser ingenua o elemental. No puedo disociar la condición humana que, queramos o no, nos es común a todos; también a víctimas y victimarios. Recordar esa condición no exonera al perpetrador de un crimen, ni equivale a amnistía o complicidad moral con su persona. Pero sí es una forma de resguardo, incluso interesada y hasta egoísta (aunque prefiero confiar en impulsos más generosos), ante la desesperanza más grave y letal: cuando dejamos de ver personas, y cuando la crueldad se permite o avala en nuestra convivencia.

Con su voluntad terminal, el padre vende lo poco que tiene, asume la quiebra y se exilia del sistema: muy lejos, en una comunidad que depende de la industria avícola. Un lugar deprimente que hiede día y noche e impregna el contáiner donde él vive (una versión norteamericana de la miseria), aunque se alce en las montañas. Solo la Seguridad Social le reconoce existencia a este hombre mediante un seguro de desempleo y estampillas para comida. Los funcionarios del Estado juzgarán con mayor o menor severidad su vida precaria (quizás, hasta de «ocio») pero el padre no llegará a hacer descargos por su parálisis. ¿Quién le creería, además?

Otros hombres semejantes a él, en su país, suman huestes de mendigos y suicidas cuyas ausencias pocas personas advierten. Las jerarquías en la sensibilidad del sentido común permiten reconocer otras violencias; a otras víctimas, primero. Pero hay quienes son capaces de doblar la mano a lo invisible.

Conozco a mujeres que han gastado años valiosos entre preguntas mudas y palabras que debieron ser suyas, pero que se volvieron imposibles de pronunciar (papá, padre, papito). Mujeres que, para rescatarse, perdonaron. Aunque para muchas personas, y hasta para ellas mismas, fuese un acto incomprensible o casi tan reprochable como el daño que lo hizo necesario.

Será que existen pérdidas de memoria imposibles; que las pieles de las hijas nunca dejan de ser las pieles de sus padres, de sus madres. Desde esa urdimbre primigenia, cómo explicar a otros que a veces el perdón es tan irrenunciable como inescapable. Perdón no como disculpa ni absolución: solo como punto de término de una historia, por horadante que sea o cuesta arriba que se haga, y como acto final de aceptación de la condición humana, una que compartimos más allá de biologías y éticas, al punto de que en cualquier empeño por salvaguardarnos resulta inseparable e inevitable el rescate de otros, incluso de quienes nos han causado los mayores sufrimientos.

Misteriosas elecciones las del sufrimiento. Las palabras que vocalizan su impotencia, su lucidez. El padre lee horas, semanas ininterrumpidas. Poco más puede hacer. Así aprende que «desastre» vendría del italiano disastro (su origen en los 1500): sin estrellas, sin su auspicio; a merced el hombre de la calamidad y el infortunio causados, muchas veces, por su propia mano. Desastre, disastro: la impiedad del incesto y de su itinerario. Sus cuerpos desamparados. Todos ellos.

La resignación no siempre es capitulación. A veces es solo postración, humilde o majestuosa (nunca sabremos), ante la cualidad inapelable de ciertas verdades. Tantas historias de padres e hijas necesitadas de un final; de esa caducidad que el castigo, la justicia, el perdón, juntos o por separado, pueden prodigar.

No la venganza. No el estado de sitio.

Hijas que perdonaron, padres que fueron castigados, jamás volvieron a verse; otros se encontraron en el cuidado de enfermedades o agonías de la vejez (aunque sin exponer a nietos o bisnietos); y solo unos pocos pudieron conservar proximidades, aunque siempre vigilantes. Ejercicios humanos, en ausencia o presencia, sin condiciones ni segundas finalidades. Ajenos a turbas y sometimientos de unos sobre otros. Aquí no será posible. La indigencia del padre no da lugar a armisticios y la hija pide su parte de nadas y vacíos como si estos se guardaran en un cofre, en un antiguo joyero.

El padre cae en la cuenta de que su última invocación a Dios por amparo fue a sus siete, ocho años de edad. Sus heridas de niño eran sólidas. Lo demás, vapor. Antes de partir (a otra comunidad paupérrima, o a la muerte), se obliga a la pregunta sobre su hija y la escribe: si habrá tenido esa misma sensación, a sus años, o si aún la tiene. Y reza por los dos, una última vez, bajo un cielo sin estrellas