Según recuerdo esto pasó cerca de 1983. Yo era un niño que estudiaba en un colegio público de Macul, apodado (el colegio) La Ratonera porque no era de lo más fino que digamos, y donde mi compañero con más pedigree era El Pasto Seco, perteneciente al grupo de los llamados rucios de feria. Bueno, mi recuerdo va así: yo era parte del público de niños uniformados en el patio que marcialmente y con frecuencia cantábamos el himno nacional, tomábamos distancia, obedecíamos a los niños de “Disciplina” (con un cinto al brazo con las letras DP) y veíamos cómo la directora de la escuela, con un encumbrado peinado por la abundante laca, réplica de la Primera Dama de ese entonces, y su marido, un representante de las Fuerzas Armadas que desde lejos se veía igual al gobernante de ese entonces en Chile, no movían ni un músculo de sus caras mientras sucedían los actos siempre iguales: arengas de corte espartano sobre el futuro de la patria.

Pero un día un inesperado y subversivo show lo cambió todo. En vez de hacer la típica coreografía de cueca, baile chilote o pascuense o de la Tirana, una de las chicas más inteligentes de la escuela –eso lo deduje con los años, entonces ella para mí solo era una niña rara– hizo un musical con el jingle de margarina Dorina, muy en boga en la tele de los años ochenta, nuestra única vía de diversión, escape y evasión. El comercial era corriente y apestoso, pero con una melodía pegajosa que hablaba de un bello despertar, con la mesa servida y el pan delicioso y con una familia perfecta, rubia o castaña clara, en un desayuno perfecto.

Y lo que hizo esta niña con este material fue invertir su deslavado significado. De hecho, recuerdo poco del comercial original: el cuchillo deslizándose sobre el pan, las tazas con café, muchas risas, mucha felicidad. Solo tengo el vivo recuerdo de esta chica, notable, preciosa, sobre el miserable escenario de La Ratonera: estaba con tubos en el pelo, crema en la cara, ataviada con una roñosa bata de levantarse, una réplica de doña Florinda, una dueña de casa típica chilena, cambiando la letra del jingle mientras se movía, gesticulaba y hacía graciosas muecas de opereta: “Un horrible despertar y la mesa servida, el pan está duro, la leche con nata y mamá derrama el café”, cantaba la niña con tanto encanto y tino, que la cosa seguía así: “Y Dorina, tan aguachenta, tan mala, tan penca con su sabor. Dorina, Dorina la peor margarina que existió”.

Fue tan graciosa esa escena, tan rupturista, que creo que es la mejor instalación de arte que he visto en mi vida, mejor que los tormentos de Las Yeguas del Apocalipsis. La cosa es que esta escena provocó las risas instantáneas entre nosotros, los pequeños soldaditos en cotona y soldaditas en jumper. Fue una especie de liberación, de catarsis, aunque claro, uno como cabro chico no sabía muy bien de qué se estaba liberando en realidad, pero al fin podíamos escuchar y producir risas auténticas.

Si mal no recuerdo, el incidente Dorina fue la cereza de una edad dorada en mi memoria, poblada de jingles de comerciales ochenteros, que cantábamos o entonábamos en las salas de clases o en el patio. “La casa del pie chiquitito, con créditos especiales”, “No se aflija mi negra, es llegar y llevar, donde tú ya lo sabes, La Polar, La Polar”, “Lo podemos lograr, las pequeñas grandes cosas que nos llevar a triunfar” y, claro, el “Déjame uno”; o la fuerza de gravedad ejercida por los jingles de Sábado Gigante, como “Otto Krauss, Otto Krauss, Otto Krauss” y “Winter yaaa, Winter yaaaa, cecinas de gran calidaaaaaaaaaaad”.

En esos comerciales y jingles, los niños de entonces tratábamos de iluminar, en algo que fuera, el apagón cultural en el que estábamos y por eso además nuestros pequeños cerebros absorbían canciones absurdas como las de los monos animados japoneses, “El vengador, que se transforma en un robot”, “El galáctico, cruza el espacio sideral”.

Ya más crecido uno se daba cuenta de toda la chatarra alojada en la memoria. Y ya más crecido y consternado, uno también se da cuenta de que darse cuenta es sin duda un horrible despertar.