La muerte de Jorge Teillier fue una noticia triste, pero no inesperada; de hecho, se venía avisando desde hacía un buen tiempo, por lo menos desde el año 92, cuando estuvo a un pelo de adelantarse. En agosto de ese año hubo un encuentro latinoamericano de escritores, cuya actividad de cierre era una lectura de poesía irrepetible. El auditorium estaba lleno hasta el último rincón, mil personas por lo bajo. Leyeron Claribel Alegría, Ernesto Cardenal, Gonzalo Rojas, Humberto DíazCasanueva y Nicanor Parra. En el programa también figuraba Jorge Teillier, pero no llegó. Durante el cóctel escuché que había sido internado de urgencia en una clínica de Santiago. Más exactamente: escuché que los médicos lo habían desahuciado y que lo habían mandado a morir a su casa.

Según un amigo que lo había visitado, Teillier sostenía que el cura Valente lo había ido a ver a la clínica en helicóptero. La escena era tragicómica, a medio camino entre el delirium tremens y un thriller de exorcismos, todo visto a través de unas persianas nebulosas: el cura agachado bajo las aspas, el sombrero alón afi mado con la mano, el viento que hacía la sotana sobre el césped imaginario de una clínica real y llena de fantasmas y muerte.

Hacía dos semanas había muerto horriblemente Eduardo Anguita, además, así que el olor a cementerio andaba en el aire por partida doble. Quizás por eso resaltaba tanto el detalle del helicóptero: no por lo imposible, sino porque lo dramático del contexto se disolvía en una atmósfera muy teillieriana de apocalipsis, de operación secreta, como si el cura, justo antes del fin de los tiempos, se hubiera acordado del poeta que iba a quedarse a tomar la última cerveza cuando todos se fueran a otros planetas.

Pero Teillier no murió aquella vez. El que sí murió, dos meses más tarde, fue Humberto DíazCasanueva. Ahora veo que ese año estuvo cargado: Anguita, Díaz-Casanueva. Y en mayo se había suicidado Alfonso Alcalde. Yo tenía dieciocho años, aún no había escrito mi primer poema. Esos muertos que iban pasando uno tras otro eran como chispazos de la biblioteca, ampolletas que se quemaban con solo encenderlas: eran poetas que yo estaba descubriendo y que, tan pronto como me enteraba con asombro de que estaban vivos y no pertenecían del todo a una bruma de nombres incorpóreos, súbitamente se morían.

Pero Teillier no murió, decía, aunque de ahí en adelante parecía estar despidiéndose cada vez que leía sus poemas en público, las pocas lecturas que alcanzó a hacer en sus cuatro años de sobrevida. En realidad, más que despedirse, parecía alejarse cada vez más de su época y del curso de las cosas, profundizando hacia otros rumbos la imagen de outsider que solían colgarle. Poco a poco Teillier desaparecía del mundo promisorio y abrillantado de los noventa, consciente quizás de que el “nuevo Chile” no reservaba un espacio para él ni para su poesía.

El día del funeral la iglesia de La Ligua estaba llena por dentro y también por fuera. Después de la misa, el cortejo multitudinario se dirigió lentamente hasta las puertas del cementerio, donde tuvieron lugar algunos discursos. Ahora no logro recordar más que a uno de los oradores: Miguel Serrano, cuya vestimenta parecía sacada de una película sobre la Gestapo. Serrano era un repentista fúnebre de viejo cuño y sus temas e imágenes predilectas le dieron al entierro un carácter ritual, pomposo, apoteósico. Todo me sonó fuera de órbita, demasiado esotérico para un poeta cuyas oscuridades eran más bien noches lluviosas o espejos quebrados. Pero algo tenía el discurso que lo hacía pertinente: sucedía fuera del tiempo o, mejor dicho, en el tiempo sin tiempo de los mitos.

Y no era lo único que iba a suceder afuera. El féretro avanzó por el camposanto. Avanzó, siguió avanzando, hasta que lo cruzó completamente. Entonces, a través de una abertura provisional de la tapia, salió hacia un sitio eriazo o cancha de fútbol, donde estaba cavada la tumba, afuera del cementerio. Con los años eso cambió, no sé si porque trasladaron el cuerpo o porque extendieron los lindes, pero el día del entierro la tumba de Teillier estaba afuera, solo unos metros más allá de la tapia, pero afuera, sin nada que hacer en aquella ciudad de lápidas y monumentos.