Exijo al máximo mi memoria pero no logro recordar el nombre del perro. En su lugar vuelven postales nítidas del invierno de 2005 en Puerto Williams: ropa húmeda colgando sobre la estufa, el canal Beagle en calma, los veleros y los petreles, mis manos cubiertas de pequeñas quemaduras mientras aprendo a hacer el fuego, silencio, nieve y ventisca. El perro cuyo nombre no recuerdo -¿Rocky?, ¿Adam?– fue un compañero impuesto en aquella aventura. Era la mascota de un velerista norteamericano llamado Ben Garrett, personaje típico de un pueblo extrañamente cosmopolita en el que la gente se mira, se cala y clasifica, y pasa de inmediato a otro tema. Ben era el gringo dueño de la Victory, una belleza de tres palos pintada de rojo oscuro y crema que hibernaba en el muelle Micalvi hasta que el verano la volvía activa gracias al turismo. La Victory llegaba hasta el Cabo de Hornos y daba la vuelta.

Ben, además, estaba a cargo de la conexión de banda ancha del poblado. Su casa, en el punto más alto de la urbanización, tenía la ventana bow window tan apreciada en el sur más austral: desde ahí presencié todos los días puestas y salidas de sol de colores escandalosos, así como una colección de porrazos sobre la escarcha de los pocos transeúntes que se animaban a ir por las calles congeladas. Desde ahí noté, por ejemplo, que los niños cubrían sus zapatos con calcetines con clavos (sí, como suena: calcetines gruesos con clavos atravesados). La ventana también me mostraba que sobre el Beagle siempre había barcos y que en las calles había perros.

Ben, su mujer y sus dos hijas estaban en Estados Unidos: la casa había quedado a solas, con una enorme provisión de leña seca guardada en un cobertizo, dos estufas, una cocina bien surtida de no perecibles y la mejor señal de internet de Puerto Williams. Y yo, en uno de los oficios improvisados que ejercí ese invierno, era la cuidadora de todo aquello, incluyendo al perro cuyo nombre no recuerdo.

Lo veo con claridad: un ejemplar juvenil de samoiedo, blanco reluciente, con ojitos negros como pedruscos; un perro precioso, mullido, grande, que despertaba ganas inmediatas de acariciar y apretar. El detalle es que era un incordio, no al modo humano sino a la manera de un perro: gruñía, tiraba mordiscos y no obedecía instrucción alguna. Ignoraba su plato de agua y comida junto a la puerta y prefería merodear el refrigerador. No se dejaba alcanzar, y qué hablar  de acariciar. Su respuesta a los «lindo perrito» y a los «¡fuera de aquí!» era la misma: mostrar unos dientes fieros y algo amarillentos en contraste con su pelo albo. Además, masticaba sillones, zapatos y calcetines y hacía desaparecer objetos pequeños y relucientes que llamaran su atención. Como mi teléfono, el que ocupaba solo de despertador y que no se movía del velador de la pieza de las niñitas donde yo dormía, arropada por un cubrecama de Barbie. Un día no estuvo más. Consciente en todo momento de lo absurdo de mi acto reflejo de ir a pedirle explicaciones, salí a buscar al perro. Me senté en un tronco de leña a mirarlo y él me devolvió la mirada. ¿Enterró mi celular? ¿Se lo comió? Imposible saber. Al rato dio media vuelta y se marchó, con la cola erguida.

El perro entraba y salía. Yo me preocupaba por él porque estaba a mi cargo igual que las plantas, la provisión de leña, la responsabilidad de mantener la casa tibia. No me pidan, entonces ni ahora, afecto por un animal tan odioso. En la noche, que caía a las cuatro de la tarde, salía al patio a llamarlo, a vocear ese nombre olvidado. Nada. En la mañana, en cuanto abría la puerta, irrumpía desde cualquier parte y entraba a los empellones, arrasando conmigo y con la limpieza del piso de linóleo de la entrada. Se plantaba en la mitad de la cocina a gruñirme.

Sus malos modales llegaron a su fin cuando se encontró con Amanda Glickman, una bióloga canadiense que había llegado navegando a Puerto Williams con su marido. Amanda era intrépida y decidida; además de ser la capitana de la Darwin’s Passage, su velero, adiestraba perros. Al conocerse se miraron de hito en hito. Amanda tenía un gesto divertido y suave. El perro estaba incómodo, gemía. Ella le acercó la mano, él trató de morderla. En dos segundos estaba en el suelo, con el antebrazo de Amanda cruzado entre las fauces para inmovilizarle la mandíbula y una de sus rodillas conteniéndolo en el suelo. Mi oído histórico recuerda los alaridos del animal, que perforaron el silencio de la mañana y a mí el cráneo. Gritaba por su vida o su vergüenza, y Amanda resistía sobre él sin pestañear. Cuando la batalla concluyó, ella se incorporó con calma; el perro dominado se puso de pie, la miró con las orejas caídas y la cola entre las piernas, y se fue. La próxima vez que la vio se puso de espaldas contra el suelo y le mostró su blanca panza en completa sumisión.

Sin embargo, ese samoiedo hermoso y díscolo, que ya pasaba largas horas en el campo, no iba a ser nunca un adecuado animal doméstico. Era tarde para él. Se le veía vagar por el pueblo y correr por los campos, mancha fantasmal e inconfundible que volvió muy pocas veces a la casa de los Garrett, incluso cuando sus verdaderos dueños regresaron y ya no quedaba huella de su desmotivada cuidadora y de la recia humana que lo había domado.

A Amanda Glickman, que tampoco retuvo su nombre, no le extraña que se haya vuelto salvaje. «Era un buen animal, pero sus dueños le permitieron que los dominara. Como le temían, fue cada vez menos bienvenido en la casa. Es triste, pero pocas personas se toman la molestia de entregarles a sus perros la estabilidad psicológica que necesitan para ser buena compañía. Se olvidan de que sus dulces cachorritos crecerán», explica años después, desde Canadá, probablemente con la cabeza de Salty, su golden retriever, apoyada en sus rodillas mientras escribe en el computador. Porque Amanda es una persona de perros. Salty es la luz de sus ojos. Simplemente, no se pierde en lo que como dueña y responsable le toca hacer para que tanto su vida como la del perro sean buenas y armónicas: primero, educarlo; después, nunca dejarlo solo. Es pragmática. ¿Mencioné que es canadiense?

Ojos en el bosque

Regreso a Puerto Williams casi diez años después. Es un terruño que apenas cambia y que mantiene a los perros como parte del paisaje: tumbados en la mitad de la calle, orillados en los escalones de las puertas, por jaurías en el basurero municipal, correteando aves en la playa. Abunda el espécimen lanudo, bien aperado contra el frío, de mirada hosca bajo la chasca de pelo apelmazado. Son, según el censo de mascotas realizado en 2013 por el programa veterinario de la Municipalidad de Cabo de Hornos, 138 perros pertenecientes a 127 domicilios (hay 267 viviendas en total el poblado). Para la misma población auscultada se contabilizan 75 gatos que, siendo igualmente grandes y algo chuscos, tienen poco que hacer entre tantos perros, casi la mitad de los cuales vive permanentemente en la calle. Sus propietarios –pues alguna vez todos los tuvieron– los dejan hacer: ir, volver, vagar (roam es el término que usa la ciencia en inglés). En Puerto Williams, por lo demás, la frontera entre las casas de los humanos y el llamado de la selva es endeble: hay bosque tupido a doscientos metros del centro de la población. Es tierra de baguales o perros asilvestrados, es decir, antiguos perros domésticos que han vuelto al estado silvestre y ya no dependen directamente del ser humano para alimentarse o ser protegidos.

El samoiedo de los Garrett es uno más de los perros que no volvieron, como en esas historias de terror que involucran las desapariciones misteriosas y posteriores retornos terroríficos de algún tipo de ser vivo. Pero en el caso de los perros la realidad es prosaica: se devuelven a los campos por causa de las personas, por negligencia, maltrato, muerte o interdicción del cuidador. En bosques y cañadones han concebido y parido cachorros que, lejos del humano, hacen lo que saben hacer: cazar, acechar y reproducirse. Y se reproducen mucho. La doctora en Biología Elke Schüttler, que los estudia en Puerto Williams, cita diversas investigaciones científicas para enumerar los daños causados por la sobrepoblación de baguales: ataques directos a personas, depredación del ganado doméstico y especies silvestres, y transmisión de enfermedades, especialmente la rabia. En 2005 se recogieron testimonios de pescadores que habían visto jaurías atacando y depredando guanacos en la isla Navarino; un año después, otro equipo de investigadores estableció el «primer registro oportunista de perros y gatos asilvestrados en diferentes islas» de la Reserva de la Biósfera del Cabo de Hornos.1 En 2009, la propia Elke Schüttler constató que los perros vagabundos podrían destruir nidos de gansos silvestres y patos.

José Germán González, pescador y descendiente yagán, explica el problema: «Se dice que cruzan nadando desde las islas. A veces solo muerden a las ovejas, sin matarlas. La gente empezó a matar a los baguales, cansada de que se echen a los terneros y a los potrillos». Eso es lo que ha oído; lo que ha visto es la performance espantosa de una cría de guanaco muerta a dentelladas, que resiste el ataque de pie y así queda, con las patas abiertas como una escuadra ensangrentada y los huesos expuestos. A fines de los setenta, había presenciado el cuadro perturbador de un centenar de ovejas a medio comer en un corral de la isla Nueva. «Fueron los perros, los de la casa y los del monte», recuerda. Con los suyos ha tenido suertes diferentes: está el Bugui, grande y amarillo, que reconoce domicilio donde su tía abuela Cristina Calderón, la última yagana, pero se lo pasa en el bosque, porque le gusta cazar castores que lo devuelven todo mordido; la Fea-fea, que empezó a desaparecer de a poco y que un día volvió con una camada de crías, para luego perderse de nuevo y definitivamente; y los dos que son su sombra, Feo-feo y Caiche. «Esos no se mueven del calentador», los denuncia.

González es uno de los informantes de la doctora Schüttler. Cuando la conocí, Elke estudiaba la dieta del visón, introducido desde Norteamérica en 2001. Estuve con ella en la costa de la isla ayudándola a instalar trampas y luego a recoger el artefacto con el irritable animal adentro, del que había que registrar peso y estatura y calcular su edad. Son bestezuelas larguiruchas, de dientes afilados que devoran pequeñas aves, roedores y pececillos. Esta información la proporcionaban las fecas que la doctora recogía en los diversos hábitat del visón, siempre cerca del agua. En el invierno de 2005, antes de mi aventura con el perro, compartí casa con ella, el living, para ser exacta, que era donde estaba la estufa a leña, pues las tres habitaciones interiores estaban imposibles de frío y humedad. Así que dormíamos al lado de la cocina y frente a la puerta de entrada.

En Puerto Williams, la frontera entre las casas de los humanos y el llamado de la selva es endeble: hay bosque tupido a doscientos metros del centro de la población.

La planificación de Elke era intransable: con una nevada de medio metro salía igual a verificar sus trampas y animales. Hoy, después de un breve periplo en la Araucanía monitoreando al gato güiña, está de regreso en Puerto Williams. Los perros son lo suyo ahora, pero antes de proponer qué hacer con los baguales, y como científica que es, necesita contarlos e incluso entender «la causa primaria del problema, es decir, las actitudes y percepciones de los humanos respecto de los sistemas de tenencia de mascotas».

«Aquí la mayoría de los animales domésticos andan sueltos: vaca, caballo, chancho, de los que incluso hay asilvestrados, y perros, por supuesto. Debe haber algunos perros problemáticos y habría que confirmar la existencia de perros asilvestrados, tal vez perras con crías o las mismas crías que fueron abandonadas por personas y que luego se reproducen en el monte», dice, con distancia académica. Y cita estudios de investigadores que han visto esas crías. Con lo que no está de acuerdo es con la maledicencia pueblerina que acusa a los funcionarios de la Armada de dejar botados a los bonitos perros de raza que se traen a vivir con ellos una vez que cumplen su período de servicio. «No, no. Es un mito.» La Armada, consciente de que existe esa percepción, empezó a registrar hace dos años las mascotas de su personal. ¿Y antes? ¿Qué pasó antes? ¿Quién da fe de los siberianos que, afirman los lugareños, todavía rondan por ahí, o de los rottweilers abandonados por los trabajadores de las pesqueras, otro grupo de población flotante? La ciencia no es retroactiva.

Para hacer un catastro de los perros de la isla que ayude a clasificarlos según grado de dependencia del ser humano, Elke hará encuestas a los dueños –residentes temporales o permanentes– para saber desde cuándo los tienen, cómo los cuidan, qué tan patiperros son, y así. Y para contar a los supuestos asilvestrados usará cámaras-trampa que se fijan a árboles o a palos con alguna carnada interesante. Basta que un animal pase a una distancia aproximada de un metro para que el dispositivo se active y dispare. De noche, dispone de luz infrarroja y no usa flash.

El biólogo Ramiro Crego, estudiante de doctorado de la Universidad de North Texas, ocupa cámaras-trampa para estudiar los visones: son sus ojos en el bosque, que observan y registran información en las horas hostiles. Si bien su objetivo es otra criatura, el azar le ha proporcionado una buena colección de fotos de perros. «Es común que salgan mirando a la cámara, porque los alerta el pequeño sonido que esta hace cuando se activa», explica. Y ahí están: orejas alzadas y ojos incandescentes, más cerca del lobo que del tierno cachupín humanizado, haciendo de las suyas en la oscuridad. Muchas veces es una única foto y no se vuelve a saber del animal, pero a veces comienza a armarse una historia: a las 4.47 de la madrugada del 3 de marzo de 2015, la cámara captó una secuencia de imágenes de siete perros; horas después, al momento de ir a retirar los dispositivos para analizar los resultados, el grupo de Crego se topó con los mismos perros, sin saberlo en ese momento. «Anduvieron por la zona durante un mes, ya que obtuve varias fotos de distintas cámaras del mismo grupo. Todos son animales vagabundos que deambulan por la isla, que si te ven suelen salir corriendo. O sea, no son amistosos con los humanos. No sabemos qué comen o por dónde andan». Todo eso es, precisamente, lo que la doctora Schüttler quiere saber.

La crueldad bienintencionada

Mientras la ciencia se toma sus tiempos –Elke Schüttler tiene tres años para completar su investigación–, el problema sigue aquí, mostrando los dientes, pues el dato objetivo es que en Chile hay un perro por cada tres personas, cuando lo recomendable es una relación de uno a diez. Nuestro país tiene el récord vergonzoso de la tasa de mordida per cápita más alta del mundo; se estiman entre setenta mil y ciento cincuenta mil las personas que sufren anualmente un ataque de perro en la vía pública.

En los campos el problema es igual de grave pero quizás algo lejano de la pauta mediática. Solo en la Región de Magallanes, a cuya jurisdicción pertenece Puerto Williams, el Servicio Agrícola y Ganadero cuenta cincuenta mil muertes de ovejas al año, el cuarenta por ciento a causa de los perros, que ya desplazaron al puma –e incluso hay evidencias de cómo arrinconan al gran gato– en peligrosidad. En las zonas lecheras del sur, la tercera causa de mortandad de los bovinos son las enfermedades que transmite la mordedura de los perros, infecciones que también son mortales para distintos tipos de zorros. Hay datos de pudúes mordidos en la profundidad del bosque, que ahora aprendieron a temer a los perros abandonados, igual que a los pumas. Se sabe de jaurías en el Parque Nacional Pan de Azúcar, en Atacama, que amenazan a los guanacos. Cánidos a lo largo del país, hambrientos, abandonados y asalvajados, con la sombra traicionera del ser humano sobre ellos.

«La principal razón por la que hay perros entrando en parques nacionales o cazando ganado doméstico en el campo es que las personas de ciudad los van a botar ahí», afirma el doctor Cristian Bonacic, especialista en bienestar animal de la Universidad Católica, elevando un poco la voz para ganarle al estruendo de las cotorras argentinas fuera de su ventana en Santiago. Pero aunque no hubiera ruido también sería enfático para explicar por qué esos animales asilvestrados no tienen ni tendrán una experiencia satisfactoria reencontrándose con un lado salvaje perdido hace siglos a fuerza de domesticación. «Hoy los perros se están muriendo de hambre, de enfermedades y de abandono, porque no están adaptados para vivir sin el cuidado del hombre.»

En los campos, además, los propietarios de ganado doméstico aplican la ley de la selva contra las jaurías, utilizando los crueles métodos de siempre: la trampa hecha de un nudo corredizo de alambre amarrado a un palo (el guachi), el cebo envenenado, el vidrio molido. Deshacerse de un perro no tiene ningún costo. Hacerlo desaparecer mediante cualquier método, tampoco. «A nadie le preocupa, a nadie le importa y nadie fiscaliza», dice Bonacic, que no excluye a los grupos animalistas de tendencia especista (o derechamente perrista) de un desinterés que considera generalizado. Su argumento es simple: «No pueden decir que goce de bienestar animal un perro vago de la calle, expuesto a que  lo atropellen o a morirse de hambre, o un animal recién esterilizado al que se le devuelve a la intemperie sin un adecuado posoperatorio».

La situación en los campos al menos pudo ser de otra manera. De hecho, alcanzó a serlo por el par de semanas que estuvo vigente y publicado en el Diario Oficial el decreto que modificaba el reglamento de la ley de caza del Ministerio de Agricultura, e incluía las jaurías de perros salvajes o bravíos de zonas rurales en el listado de especies que, siendo un peligro para la conservación de la biodiversidad, se autorizaba a cazar. Después de una década de estudio, con todas las comisiones científicas consultadas y una decisión tomada en materia de política pública de salud y medio ambiente, el nuevo reglamento, publicado el 31 de enero de 2015, situaba a los baguales en una lista ya compuesta por conejos, liebres, lauchas, guarenes, castores, visones, ciervos rojos, jabalíes y zorros chilla, entre otros.

Pero cuando ardió Troya solo importaron los perros. Patricia Cocas, de la ONG ProAnimal, dijo a La Tercera que «el perro es un animal de compañía, que dentro del reglamento lo hayan llamado “perro asilvestrado” (…) es ilegítimo». Florencia Trujillo, vocera de la ONG Ecópolis, dijo en la radio Cooperativa: «Es el colmo de la incoherencia porque no puede existir, por una parte, una señal en relación a la tenencia responsable y el plan nacional de esterilización y, por otra, publicar este reglamento que autoriza la caza de perros indicándole a la gente que se rasque con sus propias uñas y que solucione el problema a punta de escopetazos». «Estamos devastados», siguió, e interpeló a la Presidenta para que detuviera la aplicación del reglamento. «Basta su firma», aseguró. También hubo algunas manifestaciones de fuerza: la sede en Punta Arenas del Ministerio de Agricultura fue atacada con bombas mólotov que produjeron un pequeño incendio y dejaron vidrios destrozados. «No al genocidio de nuestros hermanos animales. No a la ley de caza», se leía en los panfletos que quedaron esparcidos en la calle.

La polémica fue breve, cruenta y reemplazó argumentos latos por los escasos pero más efectivos caracteres de las redes sociales. Los funcionarios del SAG, el brazo técnico del Ministerio en estos asuntos, habían empezado a explicar los alcances del reglamento, desde lo que se entendía por asilvestrado hasta los requisitos que debían cumplirse para iniciar actividades de caza, cuando ocurrió lo inesperado: el 10 de febrero, el Gobierno retiró el cuerpo normativo y anunció la constitución de una «mesa de trabajo públicoprivada» que escucharía las posturas de todos losactores sociales para «avanzar en la problemática». Los científicos y especialistas que fueron parte del proceso aún no se recuperan del golpe; hay un sabor a traición y a desgobierno. «Quedamos en fojas cero», sintetiza el doctor Bonacic.

La purga silenciosa

Lejos de las ciudades y de sus parientes civilizados, los baguales siguen acechando. ¿Habrá visto un animalista de ciudad la sombra fugitiva de un perro o la expresión pura de su naturaleza mientras devora un ternero a la orilla del camino? ¿Habrán visto los animalistas más jóvenes cómo se muere en pie un bosque centenario de lenga, ahogado por la represa de un castor? Si la defensa es extensiva al mundo animal, ¿merecen morir los castores, con su maravillosa biología a cuestas, solo porque destruyen bosques? ¿Merecen morir los perros? ¿Es adecuado hablar de merecimiento, si en la naturaleza siempre tendrá que morir algo para que otro viva?

En noviembre de 2011, en el camino de ripio, poco más que una huella, que serpentea entre Puerto Williams y Puerto Navarino, se cruza pomposamente el castor, a plena luz del día y arrastrando su cola plana. Jorge Quelín, el chofer de la gobernación que me oficia de guía turístico, detiene el motor, masculla «espérame» y se baja del auto con sigilo de cazador. Un piedrazo y paf, cae el castor; otro piedrazo para rematarlo. Mis manos están sobre mis ojos, siento que la boca se me afloja. Cuando puedo mirar de nuevo, Jorge sostiene de una pata al animal muerto, de cuya cabeza herida cae un chorro preciso de sangre. Lo arroja como a un zapato en la parte trasera de la camioneta, vuelve a su asiento de conductor y me anuncia: «Hoy vas a comer castor». Sé que la caza de ese animal exótico, peligrosísimo para la vida de árboles crecidos y renovales, y sin depredadores naturales, está autorizada hace años. Yo misma llevo escribiendo sobre eso desde 1997, cuando el jefe de Recursos Naturales del SAG de Punta Arenas me habló por primera vez de la plaga del castor. Pero ahora han matado a uno delante de mis ojos y siento, sin poder explicar por qué, que algo se ha modificado en mí de forma irreversible. Cuando Jorge llega en la tarde con la pierna de castor despostada y limpia, listo para preparar un salteado con aceite de oliva, ajo y pimienta, ya tengo plenamente asumida mi naturaleza carnívora. Me como el plato que ha preparado para mí, decido que no es ni tan rico –sabe profundamente a madera–, agradezco el gesto y la comida. Un par de días después me toca despedirme de Jorge Quelín, quien me regala, como último suvenir, un cráneo de castor de color blanco hueso, con el par de dientes rotundos de color zapallo que son su sello. Y vuelvo a pensar que algo está muerto mientras yo sigo viva.

Pero son castores, forasteros en estas tierras, tan silvestres como complejas son sus impresionantes represas. Los perros son otra cosa, pues mueven pasiones milenarias tejidas en nuestro inconsciente colectivo. Si los datos arqueológicos son correctos, detrás de todo can hay un ser humano desde hace al menos doce mil años. Así lo plantea Hernán Neira, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Santiago, autor de varias publicaciones sobre el tema animal. «Humanos y animales hemos vivido en co-sociedad desde siempre, y el perro es fundamental en esa organización. El que repentinamente la sociedad decida eliminar, por la razón que sea, a estos comiembros genera emociones intensas», explica. Hay un estatuto emocional para la construcción de los valores asociados al comportamiento de las personas, y que influye en la menor o mayor adscripción a unos u otros: los humanos tendemos a defender con más convicción, incluso prescindiendo de lo racional, aquello que nos toca profundamente el corazón.

«Cuando tenemos un tema valórico que no podemos resolver, debería imperar la democracia para decidir; por último, para equivocarnos», comenta Eduardo Silva, veterinario y ecólogo, quien propone ubicar el sentido de lo correcto en términos de la integridad del ecosistema. «Que se muera o no un animal no es tan relevante; uno aprecia a todos los seres vivos y por supuesto que molesta el sufrimiento, pero no produce gran lío o debate ver un video de un león cazando a una cabra o a un antílope».

Todos los argumentos son atendibles, incluso el temor animalista de que cualquier medida implementada sea un enmascaramiento para la matanza de lo que molesta o sea indeseable. Pero el diálogo no avanza, atrapado por una camisa de fuerza similar a la que inmoviliza el debate sobre el aborto o el matrimonio homosexual, como si las políticas públicas fuesen la entrada de males mayores. La discusión sobre el origen de la vida es tan bizantina como la superioridad moral de los humanos para decidir sobre la vida animal. Y pasa con los perros. ¿Por qué los perros? ¿Qué hay en la cabeza de un animalistaespecista- perrista que se niega a atender razones poderosas de salud pública? «Probablemente es una respuesta que habría que buscar en el campo de la psicología», responde delicadamente el filósofo Neira. Su elaboración va por otro lado: en el marco de la antigua instrumentalización teórica que los humanos hemos construido sobre los animales para mirarnos en ellos como espejo, la discusión actual se centra en el estatus de la relación entre los seres vivos o sintientes. Pero es tiempo de asumir el misterio. «No hay forma de ponernos en el lugar de los animales. Podemos medir sus comportamientos, sus pulsaciones e interpretar algunas conductas. Pero no sabremos lo que sienten. Lo único que tenemos es nuestra mirada como observadores», dice. Sí podemos atribuirles alma, pero no al modo cristiano, sino como la plantearon los griegos: la psique o capacidad de sentir.

Vuelvo a Amanda Glickman, la dog lover, bióloga y ambientalista que recuerda sin culpa nuestro episodio con el samoiedo blanco. «Algo realmente útil sería comenzar campañas de educación que impidan que las personas abandonen perros en los campos. Los animalistas deberían encabezar un movimiento de ese tipo y animar a las personas a pasar tiempo con sus mascotas, por ejemplo a entrenar con ellos. Los perros son una buena compañía, pero tú obtienes lo que das. Mientras más esfuerzo pones en tu perro, más diversión tendrán juntos», aconseja, con la energía que recuerdo de ella.

Me cuenta que, durante varios años, en Canadá hubo un problema similar de sobrepoblación animal, pero no de perros sino de conejos, también abandonados fuera de los sitios urbanos por humanos que se habían cansado de ellos. Los animales solo hacían lo que saben hacer: cavar, ramonear jardines y huertas, defecar en regueros de bolitas, mutiplicarse sin ton ni son. La Universidad de Victoria fue uno de los focos de la invasión. Richard Piskor, el director de Seguridad, Medio Ambiente y Salud Ocupacional de esa universidad, enumeraba a la prensa local los daños, que abarcaban a humanos y animales: atletas con esguinces tras caer a un hoyo o tropezar con fecas, conejos atropellados, muertos, heridos, y ciertamente desnutridos. Surgió una polémica parecida entre autoridades y grupos animalistas-conejistas que se oponían a una purga masiva y que tuvieron la oportunidad para implementar planes de captura y adopción. La universidad, de hecho, contrató una compañía para que se ocupara de atrapar a los animales a un costo de 350 dólares por conejo (y había cientos). El plan fracasó, pues no hubo más de cincuenta hogares dispuestos a recibir una mascota de esas características.

Los conejos estaban sentenciados a muerte, hasta los animalistas lo admitieron, pero el manejo fue distinto. «De haber un exterminio, no lo anunciaríamos porque es un tema muy emocional», dijo Piskor a la prensa, como si fuera la actitud más obvia del mundo. Un día simplemente no hubo más conejos. La Universidad de Victoria aprovechó el receso de las fiestas de fin de año para hacer lo que debía hacerse –captura, eutanasia asistida por veterinarios, correcta sepultura– y no se habló más del tema. Dignidad y profesionalismo.

Pero eran conejos, no perros, y nuestro debate aún no se inspira en alcanzar acuerdos basados en supuestos razonables. Ningún perro debe morir, insisten sus defensores. Poco importa que se produzcan purgas bastante menos humanitarias amparadas en el silencio, la lejanía y la indiferencia. Perros cazando ovejas, hombres cazando perros, antiguos aliados convertidos en enemigos a causa de la traición de una especie por otra, y los campos mudos soportando todo aquello.