Los escritores fantasmas –a veces conocidos como negros– son comunes en el mundo editorial. De alguna manera, ser uno de ellos es un escalón para ascender a la categoría de editor. En los sellos editoriales, son sujetos conocidos, de confianza, y piezas fundamentales para sacar adelante ciertos proyectos. Nadie que trabaje en el mundo de los libros encuentra inmoral que existan autores a los que se les escriban los libros; tampoco es escandaloso que famosas celebridades de las letras ocupen en ocasiones a escritores menores y pagados para que los ayuden a salir de los compromisos que los tienen neuróticos y en sequía. Yo, por lo menos, admiro a los escritores fantasmas que hacen su trabajo con solvencia y que respetan la regla esencial del silencio (no contar a quién suplantan). En el medio chileno, según mi experiencia, son pocos los que valen la pena y muchos los que ofrecen estos servicios sin demasiados conocimientos gramaticales, lo cual es una vergüenza, y lo que es peor aún, sin lealtad hacia sus clientes. Algunos, incluso, terminan confundiendo el trabajo de escribir por otro con una hazaña personal que cuentan a sus amigos para congraciarse. Por supuesto que también hay clientes abusadores. Pero nadie que se dedica a este asunto lo hace por obligación. La única razón para trabajar como escritor fantasma es la necesidad de dinero y, en los casos más retorcidos, por el minúsculo poder que da hacerse pasar por otro, imitarlo o darle una voz.

El primer trabajo individual que me tocó realizar como escritor de este tipo fue arreglar un cuento de un autor de alguna fama. El tipo tenía problemas con un relato y quería enviarlo a un concurso. Le quedaban dos días y no sabía cómo salir del embrollo. Nos reunimos en un café en Providencia, medio escondido, y me ofreció la mísera suma de catorce mil pesos por darle un hilo coherente a su relato. La verdad es que en esos años no estaba en condiciones de negociar nada, así que acepté. Venía saliendo de una casa editorial en la que había estado haciendo cosas similares aunque por un sueldo fijo. Pronto entendí que la suma de dinero que me habían prometido estaba relacionada con las páginas del cuento, que eran catorce. O sea, a luca la página. Era poco y el tiempo era escaso. Escribí varias versiones del mismo cuento durante el día siguiente hasta quedar agotado. Necesitaba mucho más que una mejora, ya que la voz del personaje principal no funcionaba como verosímil. Hasta que di con la expresión que buscaba. El personaje central

era un delincuente y la entonación y el lenguaje tenían que corresponder y debía evitar caer en un naturalismo extremo. No fue fácil. Durante horas me sentí angustiado por la tarea, pero cuando alcancé el tono deseado todo se me hizo fácil. Entregué en la fecha acordada la versión que creía indicada y esperé que mi cliente-escritor la leyera ante mí para ver si estaba de acuerdo con el trabajo. Después de mirar al escritor cómo leía su cuento escrito por mí en una tensa espera de novato, recibí un seco gracias y la plata en billetes, lo que me alivió. A los dos meses supe que con el cuento el autor se había ganado el premio que consistía en varios millones. Me sentí orgulloso y pensé que me iba a llamar mi ex cliente para comentar, pero ni siquiera me invitó a la ceremonia donde le otorgaron el reconocimiento por su elogiado relato.

Con el tiempo me doy cuenta que esta experiencia fue reveladora y crucial para mí. Me mostró sin romanticismo la realidad que implica el trabajo del escritor fantasma. Suspender el ego y no involucrarse con el material que se manipula son reglas que nunca deben perderse de vista si uno está dispuesto a suplantar a otro. Si uno logra esta disciplina y conoce su oficio, obtendrá la confianza de los necesitados de esta clase de ayudas especializadas. Tiempo después me llamó un amigo de mi primer cliente y me encargó una novela. Esta vez era harto más dinero. Aprendí que se pasan el dato con suma prudencia los menesterosos del lenguaje. El silencio es oro en estos casos.