UNO

Hoy son perros y pájaros acariciados por utopías de parques y parqué, quiltros proverbiales de nuestras urbes mestizas, devenires que gatean o reptan desde las aulas de Humanidades hacia un mundo posthumano, pero es posible que todo comenzara bien lejos de la gran ciudad, con una loica, un chingue, un choroy, una tuta. Fue hace más de cien años y el responsable –de acuerdo con versiones diversas– pudo haber sido un escritor de Cobquecura (Mariano Latorre Court) o uno de Angol (Diego Dublé Urrutia). Los animales, a partir de aquel instante demiúrgico, pasaron a ser animales endémicos, dejaron de escribirse con los mismos nombres que en México, Perú o Colombia, se convirtieron en signos típicos de acá. Alguien dijo «güiña» y la luz se hizo. Nació así, manual de zoología en mano, la literatura chilena, pretendidamente genuina, autónoma, de cepa, cuyos objetos emplumados o lanudos adquirirían creciente dignidad sólo en la medida en que lograsen contribuir al tesoro de imágenes de la nación.

DOS

Antes de don Diego y don Mariano por cierto que hubo hienas, y osos, y ardillas, y pitones, y tigres, y simios amaestrados, incluso todos juntos, unidos en la jungla promiscua y heteróclita del poeta Manuel Magallanes Moure. Aún faltaba, sin embargo, el acento originario, y de allí brotaría el primer cacareo generacional a este respecto, el motivo por el que habrían de caducar Rafael Maluenda y otros autores: hablaban esos caballeros –en opinión de la crítica más joven– como si vivieran en China; su fauna resultaba demasiado genérica; no eran ni suficientemente criollos ni suficientemente contemporáneos; estaban, por ende, perdidos en el tiempo y en el espacio. Lo que se necesitaba mostrar en cambio era la «epopeya del hombre» doblegando los bosques y las pampas, el modo impetuoso en que un terrateniente del sur masacraba planteles bovinos, se mimetizaba con la astucia del culpeo o acababa devorado por una pandilla de jotes. Medio siglo se estuvo describiendo el parecido físico y espiritual de huasos y «alimañas zahareñas», de doncellas nativas y tórtolas serranas, aunque las reacciones no se hicieron esperar ni siquiera a la sazón. Para los imaginistas, ya era hora de salir de la fomedad campesina e internarse mar adentro, donde aguardaban monstruos y aventuras. Para los realistas sociales, urgía politizar el agro conforme a las contradicciones de capital y trabajo. Unos consagraron la aleta relampagueante de un escualo en El matador de tiburones, de Salvador Reyes. Los demás, por obra de Edesio Alvarado, terminaron poniendo su foco en las costillas famélicas, antaño tan viriles, intracoloniales y poderosas, de El caballo que tosía.

TRES

Salvajes o domésticos, temibles o venerables, los animales igual fueron un arma permanente en la querella de antiguos versus modernos. Lo fueron desde la época en que ganaban su derecho de existencia libresca por aportar sin mayores encabritamientos a la patria; lo fueron a través de ocasionales guerrillas estelarizadas por vates omnívoros o novelistas ecocidas; y lo siguen siendo gracias a su actual reconversión en aras de Gaia, la biósfera y el repudio al discurso antropocéntrico. Cada generación, como afirmara la zoóloga Lucy Cooke a propósito de orgías de paquidermos y testículos de anguilas, ha tenido la patética creencia de saber más de animales que la precedente, mientras que el arte poco sustentable de bestializar al enemigo no ha sido aquí sino la base para cualquier otra forma de exclusión: el binarismo primario, según proclamó alguna vez la filósofa feminista Kelly Oliver. A los émulos nacionales de Émile Zola se los fustigó por incurrir en «lubricidades de mono»; a los tardorrománticos, por querer volar como águilas cuando apenas les alcanzaba para dar «saltitos de chincol»; a los editores de Selva lírica, por exhibir en una misma jaula a depredadores y presas. Si el modernismo dariano, ya majadero, había sido compelido a torcerle cuanto antes el cuello al cisne, en Chile no pareció requerirse de tanta saña: Antonio Bórquez Solar, uno de los principales epígonos del movimiento, no pasó de «colibrí decadente», y los cisnes del lago Budi (hastiados de la caza indiscriminada) se alejaron motu proprio del panorama poético, a juzgar por los clásicos versos del ovallino Augusto Winter.

CUATRO

Un intercambio incesante de zooinsultos definió más tarde a la belle époque de Neruda, De Rokha y Huidobro, empeñados, como se sabe, en tratarse a cada rato de gallipavos, macacos, pollinos, sapos, arácnidos, marranos y gatos escupidos. Por «vaca sagrada» y «toro furioso», Nicanor Parra se encargaría de jubilar a los dos pablos, el primero de los cuales venía siendo comparado por la Mandrágora (todavía al amparo de su padrino creacionista) con las oscuras viscosidades de un bacalao. Difícil concebir, en todo caso, un proyecto de animalización más extremo que el de Huidobro, capaz de cuestionar en retrospectiva hasta la forma en que Homero presentaba a sus ovejas, y de postular a la vez el relevo de la madre naturaleza por un método de parir criaturas completamente inédito, puesto en marcha –es de suponer– mediante los rosolñoles, las golonliras y golonbrisas de Altazor.

En una de las grandes controversias de lo que llevamos de centuria, Héctor Hernández Montecinos irrumpió junto a sus coetáneos, la novísima promoción, oponiéndose con un deje programático a los «distinguidos perros de la poesía». Atrás quedaban el miedo despolitizador y la solemnidad académica que habrían campeado en los noventa. Perrunos serían, no obstante, varios de los mejores frutos que la academia prodigó en las décadas sucesivas. Ciudad quiltra, de Magda Sepúlveda, agrupó a los predecesores de la novísima y a la propia novísima bajo el símbolo compartido de un can: un can andariego, fiestero y de «mala raza», claro está, desde luego convergente con los designios princiseculares de Hernández y con las gloriosas arremetidas del Negro Matapacos.

La recurrencia de perros distinguidos o no distinguidos, románticos y no románticos en todos los registros textuales y extratextuales se iría haciendo tan notoria que Bernardo Subercaseaux –vicedecano de Filosofía en la Universidad de Chile– decidió torcer el rumbo de sus investigaciones humanistas sobre historia de las ideas y aceptar el desafío epistemológico de la condición animal.1 La Cholita, el Capucha y el Heidegger habían invadido el campus que Subercaseaux administraba por entonces, de manera que este, previo paso por Agamben y Haraway, aprendió a leerlos «como si fuesen libros» y a problematizar sus mordiscos y garrapatas con arreglo a los formularios de Fondecyt. Ante la magnitud de un corpus que no paraba de crecer con las páginas de Cristian Geisse, Amanda Teillery, Jordi Lloret, Constanza Gutiérrez, Arelis Uribe y tantos más, cundió por doquier la pregunta acerca de si nos encontrábamos de veras en el último estadio del proceso: el de la eco-conciencia simbiótica y doglover, el de la mascotización postnacionalista, acaso el de un Chile literario transformado finalmente en canil.

SEIS

A los veinte años, en 1935, presto a carbonizar la pradera poética, Eduardo Anguita escribió uno de los prólogos de su combativa Antología de la poesía chilena nueva. En música, dijo, lo que otrora se consideraba desafinación hoy es aceptado plenamente por el oído. Pero el tiempo, añadió, jamás borra lo primario, «salvo que nuestros antepasados hubiesen compuesto una categoría de animal muy diferente de nosotros».

Podría seguirse todo este proceso a partir de la tensión ininterrumpida entre nación y región, o entre domesticidad y fiereza, o entre novela de la tierra y aeroliteratura, casi siempre con victoria por paliza para la alternativa A: el hundimiento en el que se ha apagado tantas veces nuestro deseo de salir volando, tal como lo advirtieron –rugidos en tabla– Lihn y Bolaño, dos reconocidos patricidas y filicidas del gremio. Desde el tiburón de Salvador Reyes, instrumentalizado por la hombría imaginista, a las pleuras equinas ideologizadas por Edesio Alvarado, nunca se detuvieron los ataques al modo chilenizante de apropiación. «Hasta cuándo con los galopes, hasta cuándo con los bueyes, hasta cuándo con las loicas», protestaron en sus respectivas trincheras los cosmopolitas, los láricos y los latinoamericanistas del boom. En ello se jugó mucho más que el argumento ad hóminem, mucho más que el ordinario impulso de deshacerse de un colega visto como dinosaurio, gato de campo o cerdo burgués, pues entraban en discusión estéticas incompatibles y cosmovisiones enteras. Por un lado, los planteos del lar redujeron al mínimo la población de especies

«Hasta cuándo con los galopes, hasta cuándo con los bueyes, hasta cuándo con las loicas», protestaron en sus respectivas trincheras los cosmopolitas, los láricos y los latinoamericanistas del boom.

autóctonas y, con la excepción de Jorge Jobet, prefirieron hacer uso de criaturas inespecíficas, a menudo evanescentes. En el bando opuesto, los narradores del cincuenta y sus hijos y nietos con walkman optaron por centrarse en el animal humano, quizá demasiado humano, seguro que demasiado santiaguino. Ambas manadas recibirían su merecido: esta última, a juicio de Juan de Luigi, por haber engendrado una pulga en lugar del mamut del que se ufanaban; aquella, a decir de Enrique Lihn, por haber hecho de su falsa metafísica una plaga de gallinas y gansos a los que a esas alturas sólo cabía estrangular.

OCHO

Pero la verdad es que al menos las vacas y los caballos pueden alardear esta vez de una virtud que uno pensaría privativa de las mulas: la porfía. Junto a los lobos hematófagos que proliferaron en dictadura y postdictadura, la vanguardia ganadera se manifestó ingrávida en los pastos infinitos de Raúl Zurita, en los cortes conceptuales de Sybil Brintrup, en la esplendorosa inversión sígnica de las Yeguas del Apocalipsis cabalgando como ladys godivas sobre su tordilla Parecía. Fueron, por supuesto, operaciones de relectura que afectaron la visión del bestiario tradicional, incidentes temáticos de la clase que suele conformar un quebradero de cabeza para el generacionismo antaño propagado por el maestro Cedomil Goic. Con frecuencia escurridizos ante toda iniciativa de periodización, los textos literarios en general y también los del canon chileno han tendido a propiciar la existencia de raras avis y a dejar botando la pelota paródica. Ni Latorre –que mandó a On Panta a cazar pumas cuando los pumas ya brillaban por su ausencia– se apartó de tal faena autoflagelante, y si algo perduraba del viejo folclor civilizatorio su repaso correría por cuenta del patricida Bolaño, uno de cuyos insignes relatos volvió a la pampa para mostrar que la única amenaza eran ahora los conejos, y que dárselas ahí de huaso –o de gaucho, lo mismo da– comenzaba a equivaler a esquizofrenia y ridículo. Pese a todo, aún quedaría trecho por recorrer en el muy hollado camino que va de Zurzulita a Zurita. Las «alimañas zahareñas» se resignaban a su cancelación bajo cargos de machismo y patriotería cuando la «crítica verde» salió a su rescate: aburrían por momentos, sí, pero vaya que revelaban el oikos; se desbarrancaban con sus maltratadores como en The Revenant; calificaban, quién lo hubiese presagiado, como «protoecológicas».

NUEVE

De niño, antes de la fantasía pesquera y los monstruos selacimorfos, Salvador Reyes escribió sobre el naufragio de una tortuga. De joven, antes de la violencia y el éxtasis, Ramón Griffero sometió el envejecimiento del macho al criterio silente de una tortuga. ¿Qué haría usted –testeaban a un replicante subhumano en Blade Runner– si de pronto se topa con una tortuga patas arriba?

DIEZ

Apostillas al curso Literatura y Territorio, Universidad del Talca, 2011: «No, Pablo De Rokha no es ditirámbico; lo que hace es escribir con la sangre de unos corderos decapitados. No, Arúspice no es buen nombre para una agrupación de poetas; alude a esos curas que veían el futuro en las vísceras de un novillo. No, Francisco Coloane no es ficción náutica ni cuento mundonovista; es matanza de cetáceos, es ungulados castrados a diente por el propio autor. No, la herramienta que ocupan es una pluma. No, no es divertido matar a una gaviota para salvar a miles de cangrejos, como afirma usted que dijo ese francés sesentón y especista. No, David Foster Wallace no bromea con las langostas, Luis Oyarzún no pontifica con las aves, Peter Singer no exagera con las ratas. No, no sacrificaremos a los quiltros del campus para que sobrevivan los faisanes del Jardín Botánico. No, no merecen ellos la muerte por su ineptitud para lo que usted llama poesía».

ONCE

En Chile abundan los gusanos y son más bien escasos los mamíferos, anotó Juan Ignacio Molina en su famoso Saggio, abriendo así la puerta al tipo de humorismo que con justificada razón descorazona al mentado Singer. Los ciento diecisiete seres que escrutó el abate marcaron una divisoria temporal con la ciencia previa, europeizada a ultranza, y no serían literariamente superados en número hasta el arribo de Gabriela Mistral. Desprovista eso sí de chilenidad reivindicativa, la faunística de Gabriela tampoco descolló por sus iluminaciones avant la lettre (fuera el devenir transedípico o la dieta vegana), pero tuvo el valor de reorganizar poema tras poema al único colectivo subalterno que por ahora no ha conseguido proveerse de autoorganización.

Fueron en total ciento veintitrés los animales que el filólogo Rodolfo Oroz cuantificó desde Desolación a Lagar, poquísimos oriundos del Norte Chico, uno que otro atribuible a los hábitats de América, ninguno identificable con el cisne característico de la escuela retórica en retirada. Naturalmente que había allí una manera de situarse en la historia y en el mapa, y por si hacía falta aclararlo, Mistral escogería hacerlo en prosa. Dentro de la heráldica ejercida a la fuerza por sus «hermanos mudos», y con perdón del cóndor que sustituyera al caimán continental del antiguo emblema, era preferible el huemul. Los cóndores resaltaban como buitres hermosos, para qué discutirlo, pero el país ya no precisaba de más picos ganchudos ni de garras metálicas, sino de una bestezuela sensible, rápida, ágil, alistándose para el combate nada más que con los espolones inefables de su espíritu.