Alguna de las treinta mil veces que en estos últimos diez años volví a ver E.T. junto a mis hijas me di cuenta de que esa película era la obra narrativa fundamental para toda mi generación, la de los criados en los años 80. Que, si hubiera que elegir una sola obra para comprender la subjetividad de los que fuimos niños en esa época, habría que elegir la obra maestra de Spielberg de 1982. Tratando de descubrir dónde reside su magia, el por qué de su relevancia histórica (fue la película más taquillera de la historia del cine hasta 1993), E.T. se me apareció como el centro de un canon en el que también brillan otras películas fundamentales de esos años como Los Goonies (1985) o Karate Kid (1984). ¿Qué tienen en común? ¿Dónde está su encanto especial, su marca de época?

Como todo el mundo sabe, los hijos de padres separados son más listos que los demás niños. Sí, parecen más inteligentes, pero también más tristes. O no exactamente. Quizás transmiten, justamente, una extraña e irresistible mezcla de inteligencia y tristeza: la tristeza propia de saber demasiado y de cargar con la astucia que se necesita para moverse en un mundo en inevitable tensión. Con ese encanto singular los hijos de padres separados se convirtieron en los protagonistas de las narraciones más influyentes de la segunda mitad del siglo xx. Esa sensibilidad melancólica es lo que las películas de los 80 pusieron en el centro de nuestra formación, convirtiendo al hijo de padres separados en nuestro héroe, en el héroe infantil que nos formaba.

No es difícil ensayar una fundamentación filosófica para este fenómeno: los hijos de padres separados adquieren antes que los demás niños algo que podríamos llamar «el aprendizaje de la negatividad», el saber que las cosas pueden no funcionar y que a menudo no funcionan. Que las promesas pueden romperse y que están solos, porque solos van de la casa de la madre a la del padre y viceversa. Esa soledad es también una forma de independencia y de ahí la capacidad de vivir aventuras que explotaron todas esas películas. Este «ser más listos e independientes» no supone ser más felices, ni mejores, sino, so- lamente, saber más, con todo lo que eso puede tener de malo y fragilizador. Así los retratan los clásicos de la década: tímidos, con una mirada tangencial, nunca son «el niño más popular», pero tienen un gran sentido de la lealtad y cultivan la amistad como alternativa a la familia; buscan y encuentran la aventura justo fuera del hogar, aunque no muy lejos, en esas fallas que el estatus de hijos de separados les provee: los adultos tienen menos control sobre ellos porque esos adultos suelen ser madres solas y desbordadas y padres de «vínculo telefónico». En esos intersticios de soledad y libertad pueden experimentar.1 No digo que todos los niños de esa época fueran hijos de separados, ni que quisieran serlo, pero sí que como espectadores todos abrazamos a hijos de separados como nuestros héroes. Y que era la mirada del hijo de separados, su forma de estar en el mundo, la que nos interpeló de forma masiva.

Quizás la primera oda popular a esta figura fuera «Hey Jude», de los Beatles. Esa canción, del año 1968, está compuesta y dedicada por Paul McCartney a Julian, el hijo de John Lennon y su primera mujer, Cynthia, cuando estos se acababan de separar. Era en realidad «Hey Jules» y debía servir para consolar al niño, a quien Paul veía muy triste. Es un himno a esa sensibilidad herida y tierna que constituiría nuestra subjetividad: «Hey Jude, don’t  make  it bad, take a sad song and make it better». Toma una canción triste y hazla mejor. Eso es lo que hacen todos los niños nacidos en las familias (más o menos) falladas del mundo posterior a la segunda guerra mundial. «Don’t carry the world upon your shoulders.» No cargues con la culpa, no te hagas cargo de la tristeza de la canción que recibiste, busca la amistad y la aventura; Take a sad song and make it better.

¿Revelará alguna clave de la historia social, económica, política de la época esta centralidad cultural del hijo de separados?

El héroe huérfano

Sólo podemos entender la particular épica de estas narraciones de aventuras juveniles cuyo protagonista es hijo de padres separados si la pensamos en perspectiva histórica, en comparación con una épica infantil anterior, de la cual es heredera y, en cierto sentido, una evolución. El hijo de padres separados no tiene  relevancia alguna en la gran literatura de finales  de la segunda mitad del siglo XIX, que nutrió la imaginación de los niños hasta por lo menos mediados del siglo XX. En las obras de Dickens o Twain, en Las aventuras de Oliver Twist o en Las aventuras de Tom Sawyer, por fijar unos paradigmas, el héroe es el niño huérfano, la mirada y la épica que atraía la atención y emocionaba a los niños lectores de esas épocas era la del niño sin familia, la del niño que no tiene nada y lucha por sobrevivir y por ser alguien. Es notable cómo, a partir ya del primer libro de Twain con sus famosos protagonistas niños –Tom Sawyer y Huckleberry Finn–, el que no estaba destinado a ser protagonista, Huck, se acabó convirtiendo en el personaje más popular, y Tom, el menos desamparado de los dos, termina siendo poco más que una representación del propio lector de los libros de Twain, que admiraba sobre todo a Huck, al niño huérfano.2 Y lo que Tom admiraba en Huck (lo que nosotros admiramos) era su fuerza, su valentía, su libertad.

Pero, si tomamos al Elliot de E.T. como centro del canon dominado por el hijo de separados, hay que elegir a Oliver Twist como centro del canon de la época dominada por el héroe huérfano. Dickens no le hace cargar al «pobre» Oliver con el mundo en sus hombros, pero sí que muestra las tragedias sociales que estaba produciendo la revolución industrial. No hay alegato más duro y conmovedor que las primeras cincuenta páginas de Oliver Twist contra la sociedad que se estaba modelando en la fragua del capitalismo industrial salvaje.3 La crueldad sin freno de todos los adultos con los huérfanos marca la quiebra del hogar rural del antiguo régimen y el nacimiento y desamparo material propio de la niñez moderna, urbana.

Los hijos de padres separados adquieren antes que los demás niños algo que podríamos llamar «el aprendizaje de la negatividad», el saber que las cosas pueden no funcionar y que a menudo no funcionan.

Es curioso que muchas de las obras de Dickens protagonizadas parcial o totalmente por niños (Oliver Twist, David Copperfield, Tiempos difíciles, Grandes esperanzas, La señorita Dorrit) al tiempo que critican la ideología utilitaria que pretendía ligar un sistema educativo disciplinario con el sano desarrollo del capitalismo son un canto al «hombre hecho a sí mismo», a la forja de un carácter individual, que desde la situación más precaria logra sobrevivir y crecer, hacerse fuerte y finalmente, incluso, formar un hogar.

En este sentido, se puede decir que el trayecto del héroe huérfano parte del desamparo total y transita hacia la construcción de un hogar, mientras que el héroe hijo de separados nace en «el» hogar y su trayecto es hacia fuera de él. Si los desastres de la revolución industrial dejaron el desafío de la formación del estado de bienestar, y ese es el camino de los héroes huérfanos, una vez que el estado de bienestar funcionó se ampliaron las libertades individuales hasta el punto de aparecer «el lujo» del divorcio como una opción social masiva. Para entender hasta qué punto esto era un lujo sirven las muchas páginas que el propio Dickens dedicó en Tiempos difíciles a explicar por qué a finales del siglo xix divorciarse era un calvario burocrático y económico tan pero tan grande que sólo estaba al alcance de los muy poderosos. Esteban Blackpool, uno de los personajes centrales de Tiempos difíciles, era un obrero que quería separarse de su mujer, y como cruelmente muestra la novela, no podía hacerlo, no había fórmula jurídica ni económica a su alcance. Más allá de las legislaciones y de las trabas burocráticas y dinerarias del siglo xix, la evolución siguió siendo lenta durante la primera mitad del siglo xx, pero desde 1950, con la expansión del estado social de bienestar, las separaciones y los divorcios (donde había leyes) aumentaron sin cesar.

No es extraño que surgiera entonces, a partir de 1950, esta centralización del hijo de separados en el canon cultural, que los Beatles le cantaran y que Spielberg (el único narrador tan importante para el siglo xx como fue Dickens para el xix) lo eligiera como héroe.4 Frente al desamparo material que vivía el héroe huérfano, el héroe hijo de separados tiene más bien un desamparo afectivo, porque el material parece haber sido más o menos «cancelado» por la creación del hogar urbano, cosmopolita  moderno. La libertad individual que se expande gracias al bienestar social permite por primera vez la ma- sificación del divorcio, pero tiene como reverso la falla en la propia comunidad familiar, que facilita la inteligente y triste individualización temprana de los niños y la necesidad de aventura fuera del hogar. La sociedad había cambiado; el niño también; la literatura también.

¿Y hoy? ¿Seguimos bajo el paradigma del hijo de padres separados?

El hijo de inútiles

Diría que desde 1990 aproximadamente, creo que más o menos a la altura del éxito de Los Simpson se inaugura un tercer período que podríamos llamar el del héroe infantil hijo de inútiles. Quizás otro de sus hitos inaugurales sea la famosa película protagonizada por Macaulay Caulkin, Home Alone (Solo en casaMi pobre angelito), donde un niño es abandonado en su casa por la torpeza de sus padres cuando la familia se va de vacaciones, y sin embargo sobrevive y triunfa contra unos ladrones. Aparece ya en esa película una reivindicación sarcástica del héroe infantil cuyos padres son unos idiotas y que resulta ser mucho más hábil que la mayoría de los adultos. El niño está solo en casa no porque sea huérfano, sino porque la estupidez de sus padres lo deja en esa condición.

Pocos años después de estos primeros ejemplos, ya entrando en el siglo xxi, la nueva representación del protagonista niño como hijo de inútiles se volvió hegemónica. Si nos detenemos en las narraciones infantiles y juveniles más masivas de la época que no son ya ni libros (como Oliver Twist) ni películas (como E.T.), sino series de dibujos animados –Los

Simpson, Peppa Pig, Gumball, South Park, Family Guy, Clarence (y la lista podría crecer)–, vemos que en todas hay un hogar formado por niños que son mucho más inteligentes que sus padres; o de padres que parecen ser tan infantiles como sus hijos. Desde Homero Simpson, pasando por Papa Pig y llegando hasta Peter Griffin, todos los padres de los protagonistas niños son mucho más torpes e inútiles que sus hijos. Como paradigma de este tipo de padre podemos tomar la definición que hace Wikipedia de Richard Watterson, el padre de familia de la serie Gumball:

«Es un conejo rosa gordo y holgazán, tiene 43 años. Su comportamiento es pueril y aparentemente carece de la inteligencia que debería tener al ser un adulto. Por lo general sólo pasa todo su tiempo viendo la televisión, durmiendo, sin ropa y jugando videojuegos. En ocasiones ni siquiera se molesta en vestirse, ya que prefiere estar en ropa interior. Tiene un gran apetito y es un glotón. Odia trabajar y hacer otras tareas».

No son estos padres un apoyo seguro y estable para estar en el mundo ni una guía para aprender cómo funciona. Son unos fracasados, unos perdedores, fuente interminable de una mezcla de comicidad y depresión.5 Pero, otra vez, como en el caso de los hijos de separados del período anterior, sin épica, sin lucha por la supervivencia como la que retratara Dickens. Es como si los padres ya no sirvieran para enseñar nada a los hijos, no como ejemplo, no explícitamente, porque, influidos por la velocidad del cambio tecnológico, los propios hijos manejan con mayor habilidad que los padres el mundo en que viven.6

En el tipo de soledad del héroe niño de hoy frente a sus padres torpes destaca la burla a la meritocracia, o, mejor, un desenmascaramiento de que esta ya no funciona, de que los que supuestamente saben mucho y pueden enseñar a los niños en realidad no saben nada, están a merced de los mecanismos sociales y presos de sus caprichos individuales estúpidos y nada productivos.

Si el huérfano era un héroe luchador, y el hijo de separados un héroe tímido, el hijo de padres inútiles es un héroe irónico. Creo que el extremismo ironista de todas estas series contemporáneas no es casual, ni una moda superficial, sino una respuesta al tipo de familia de la época. La ausencia casi total de ejemplaridad en el mundo adulto, la falta de modelos sólidos a los que aferrarse, produce en los niños un sentimiento de precariedad y desorientación que las series han reflejado convirtiendo a los padres en fuente de comicidad y mofa más que de orden, cuidado y contención. La ironía, como la definió Richard Rorty precisamente a mediados de los años noventa del siglo XX, es la «conciencia de la propia contingencia», y los protagonistas niños de hoy, como buenos héroes irónicos, intentan salvar piadosamente la inoperancia de los padres convirtiéndolos en bromas andantes. Si ya no pueden ser buenos padres, que sean al menos buenos chistes.

Niño que huye

No creo que sea posible encontrar un tema originario de que participen las narraciones infantiles de todas las épocas, pero a veces, releyendo Donde viven los monstruos, el famoso álbum ilustrado de Maurice Sendak de 1963, en que un niño se escapa por un rato a una isla misteriosa donde vive lo salvaje, pienso que toda la historia de la literatura infantil se podría resumir en una línea, en un argumento de una sola línea: un niño que huye. Y, si en la idea de un niño que huye ya está dado todo lo que hace falta para una buena aventura que nos distraiga y nos cure un rato de los males de este mundo, podemos afirmar que el huérfano, el hijo de separados y el hijo de inútiles representan tres formas de crecer, tres formas de irse, tres formas de soledad.

Pero, si el niño huérfano huía hacia un hogar (hacia la construcción de un hogar) y el hijo de separados huía del hogar, ¿hacia dónde está huyendo, ahora mismo, nuestro hijo, el hijo de inútiles?


1 Creo que la serie Stranger things es un intento fallido de evocar la potencia de aquellas películas, justamente porque su recreación de la época es muy superficial: está centrada en el modo de vestir, la ar- quitectura, las bicicletas, los automóviles o el aspecto más o menos freak de los protagonistas. Se han dado otros intentos cinematográficos contemporáneos más profundos (aunque no muy masivos) que sí recuperan la potencia poética del protagonista hijo de separados: des- tacaría sobre todo Boyhood (2014), de Richard Linklater, y La guerra de los mundos (2005) del propio Spielberg.

Es cierto que el más huérfano de los dos es Tom Sawyer: el padre de Huck, el borracho del pueblo, está vivo, mientras que Tom no tiene padres. Pero, como tipo de personaje, el «más huérfano» es Huck, puesto que no tiene un hogar, no tiene quién lo cuide (ni eduque ni discipline), mientras que Tom vive con su tía Polly, que cumple claras funciones maternales. El desarraigado atractivo de Huck, que empezó como personaje secundario en la primera novela de la saga (1878), lo convirtió en el protagonista indiscutible de la segunda entrega, Las aventuras de Huckleberry Finn, de 1884. La importancia histórica de este segundo libro y de la figura del héroe huérfano se pueden calibrar en estas palabras de Ernest Hemingway: «Toda la literatura moderna estadounidense procede de este libro. Nada hubo antes. Nada tan bueno ha habido después».

3 Vean la descripción de la salida de «the poor Oliver» del hospicio donde pasara su primera niñez: «Con el pedazo de pan en la mano y tocado con la gorrilla de paño pardo de la parroquia, salió Oliver de aquella mísera morada, donde jamás una palabra ni una mirada amable iluminaron las tinieblas de sus primeros años. Y, sin embargo, estalló su angustia con pueril congoja cuando se cerró tras él la puerta de la casa. Por míseros que fuesen los pequeños compañeros de infortunio que dejaba detrás, eran ellos los únicos amigos que tuviera jamás; y en el corazón del niño penetró por vez primera una sensación de su soledad en la amplitud del mundo».

4 De hecho, la primera inspiración de Spielberg para la creación de E.T. fue su propia experiencia: cuando sus padres se separaron, el pequeño Steven se inventó un amigo extraterrestre que acompañó su tristeza. Ya en 1978 anunció la realización de un filme basado en esta experiencia que se llamaría Growing up. No pudo realizarlo, pero años después se convirtió en E.T. Si bien la memoria colectiva quedaría fijada en el extraterrestre como centro de la película, en la cabeza de su creador el tema era la infancia de un hijo de padres separados y su sensibilidad propia.

5 Dejo para otro ensayo la cuestión de género, las diferencias entre padres y madres, que suelen ser notorias en las series de esta época: si bien las madres tampoco son ejemplos de lucidez (suelen ser presa de ataques de histeria o de grandes odios o enamoramientos), tanto Marge Simpson como Mama Pig, como Lois Griffin o Nicole Watterson son las responsables de mantener cierta cordura y un relativo orden y sostén material en sus hogares.

6 Aunque no sea tan relevante como la serie, el argumento del largometraje de The Simpsons, de 2008, es una buena muestra de este modelo: es el capricho y la torpeza de Homero lo que desata un desastre ecológico de dimensiones catastróficas en Springfield, y es la intervención de los hijos la que permite la restitución del propio Homero (que llega a aparecer al principio casi como un malvado) y la salvación del pueblo.