Estoy intentando terminar un libro. Y digo un libro, como algo impersonal y lejano, porque aunque lo sienta muy mío sigue siendo algo etéreo e incontrolable. Algo que sucede y encaja a la perfección en mi cabeza, pero que aún no termino de domesticar. Buscando anécdotas sobre mi familia, una que se vertebra de hombres de tierra y animales, descubrí en la dedicatoria de la tesis de mi padre que a mi bisabuelo Juan le encantaban las cabras. Tanto que, en unos de los carnavales de los años cincuenta en mi pueblo, le hicieron una coplilla: «Ya se murió “el pez”/ lo enterraron con su madre / ya entregó su alma a Dios / y las cabras a Juan Sánchez».

No podía irse a la cama tranquilo si no las veía volver cada atardecer del campo al corral. El rito de regreso que sucedía siempre después del alimento tenía que cumplirse cada día para poder descansar. De este ir y venir de los rebaños sabía como nadie el escritor Azorín, que en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en 1924, dijo que el genio de España nunca podría comprenderse sin la consideración de centenares y centenares de multitudes transitando una y otra vez por los caminos del país.

Cañadas, cordeles y veredas, un maravilloso sistema arterial para el territorio, son el lugar clave y único de paso para los pastores y sus animales, igual que harían oxígeno y nutrientes en nuestra sangre. Un sistema circulatorio a seguir para la supervivencia, un movimiento incansable siempre en busca del refugio y el alimento. Una manera inigualable de reescribir la travesía una y otra vez sobre la tierra, como el camino que comienza a dibujarse en las células del que escribe o lo intenta, constante, sigiloso, impaciente.

Pero la realidad de hoy dista mucho de aquellos días en los que nuestros caminos eran aorta principal y motivo por el que los antiguos reinos se disputaban la corona para tener acceso a los pastos del otro. Por mucho que sus pastores y sus ovejas quieran seguir latiendo, la sístole de la trashumancia lleva años debilitándose. Vallas que prohíben el paso al ganado, construcciones en plenas cañadas reales, desconocimiento, ignorancia… Hace mucho que vivimos en una sociedad que se construye de espaldas a la ganadería, que no reconoce el sonido exacto que hacen los cencerros de los machos cabríos guiando a las ovejas, que no enseña a sus niños a valorar el patrimonio medioambiental y cultural que tanto cuidan nuestros pastores y que algunos intentamos defender y sacar a la luz. Para la poeta portuguesa Gabriela Llansol, su jardín, en el que tantas horas pasaba escribiendo, era su narrativa invisible, y así, intento construir una casa, aún frágil, casi fantasma, vergonzosa, donde tienen cabida surcos, animales y semillas, donde la escritura, todavía invisible, persigue quitarle sombra y polvareda al mundo rural y a sus habitantes.

Perros pastores
No son ni las cinco de la mañana cuando el despertador de Felipe Molina comienza a sonar. Da igual que sea sábado, al joven pastor cordobés y biólogo junto a su familia le queda una larga jornada por delante: tienen que mover a todo su rebaño rumbo a los pastos de verano. Antes que él ya recorrieron los caminos cuatro generaciones de pastores. Nos habla despacio, sonríe, prepara a los perros pastores, explica su labor y la importancia de ella a los pocos medios que se presentan en el punto de salida a las afueras de la ciudad.

Para lo que a muchos les supone una anécdota, a otros les va el empeño y la vida. Muchos son los sorprendidos de ver un rebaño cerca de la urbe, cómo algunas ovejas se desvían del grupo para buscar algún brote que sobrevive en el asfalto. Los edificios y antenas se desperezan, empiezan a perfilarse. Se inicia el calentamiento de los músculos del camino que también, sin saberlo, darán lugar a los de la escritura. La ceremonia está a punto de comenzar.

Las primeras normas escritas sobre la trashumancia datan del reinado de Eurico, en el año 504. Hablamos de una práctica milenaria, ancestral, casi mágica, que además de animales trasportaba con sus pastores saberes y palabras. Son muchas las semillas que han adaptado su comportamiento y sus mecanismos tanto de defensa como de supervivencia, al paso de los rebaños.

Estos recursos nunca se podrían comprender aislados, sin un grupo de animales asociados a ellos, como los del trébol subterráneo, que entierra sus propias semillas como si clavara un arpón en la tierra para evitar que sean devoradas por el ganado que pastorea por la zona, o como las del género Medicago, que con sus vainas enrolladas se enganchan en el lomo de un animal trashumante para germinar a miles de kilómetros del lugar donde se originaron. De este modo también prosigue la literatura, de multitudes que buscan mediante la palabra la forma más bella de supervivencia.

Pisar sobre pasado
Atravesamos parte de la ciudad bajo la mirada de algún que otro madrugador despistado que sonríe mientras intenta hacerse alguna selfie al paso de las ovejas, porque el rebaño continúa, mantiene siempre el ritmo, no se detiene. Entre coches, pitidos y semáforos, pisamos sobre la misma tierra, ahora asfaltada, que recorrieron los antiguos trashumantes por la Cañada Real Soriana, una de las cañadas de La Mesta, reguladas por Alfonso X El Sabio en 1273, y que además coincide con la calzada romana Corduba-Emerita, en uno de sus tramos. Kilómetros y kilómetros de caminos seculares que aún siguen esperando la voz de los pastores y el paso de sus ovejas, la misma por la que yo voy tarareando una canción de los Smiths y trastocando en mi cabeza, como si fuera un laboratorio, palabras para un poema.

Los hermanos de Caín que cruzan las llanuras bélicas y páramos de asceta en un poema de Machado no son los famosos que los niños quieren ser de mayores. Tampoco los verás hablando en público junto a intelectuales, actores o escritores en un mitín político. Aunque hoy muy pocos les den voz, estos hombres de zurrones y veredas, que tanta vida le han dado a la literatura y con la que tanto tiempo han caminado de la mano, tienen demasiado que contar.

Invisibles, a veces marginados, desempeñan una tarea excepcional. No piden dinero, quieren apoyo y reconocimiento para seguir caminando, para poder ser rebaño entero, como escribió Fernando Pessoa jugando a ser pastor (como lo hago yo hoy) bajo el heterónimo de Alberto Caeiro.
Porque este caminar también es una forma de contar, de hacer historia. Con su manejo, crean biodiversidad, mantienen el equilibrio del suelo y le dan tiempo para que pueda regenerarse.
También se preservan praderas y pastizales, que a su vez mitigan el cambio climático al constituir importantes sumideros de carbono.

Kilómetros y kilómetros de caminos seculares que aún siguen esperando la voz de los pastores y el paso de sus ovejas, la misma por la que yo voy tarareando una canción de los Smiths y trastocando en mi cabeza, como si fuera un laboratorio, palabras para un poema.

Lejos del mar
«Mil ovejas reparten a diario tres millones de semillas con su paso por las veredas», me cuenta Molina mientras seguimos caminando. Durante unos minutos no puedo quitarme la imagen de intentar adivinar qué plantas llegaron aquí gracias a la incansable marcha de rumiantes que, ajenos a atlas y tratados de botánica, transportaron con su lana futuras generaciones de plantas a la nueva tierra.

El rebaño continúa, nunca espera. Yo sigo quieta, murmurando. No dejan de resonar en mi cabeza los versos de la poeta iraní Forugh Farrojzad cuando camino junto a los que no suelen ver el mar: «Pongo las verdes espigas de trigo / en mi pecho / y las amamanto».

Del latín  trans, «de la otra parte», y  humus, «tierra», la palabra trashumancia es un nombre femenino. A pesar de que son los hombres los que conducen al rebaño, la mano que cuida a todos es la de una mujer. Llevamos cerca de cinco horas caminando y Chari, la madre de Felipe, no ha dejado de estar pendiente ni un momento de que todos tengamos agua fresca durante toda la travesía. Se acerca la hora de sumergir a las ovejas en la campiña andaluza que a esta hora se nos hace infinita, y ella ya ha improvisado un almuerzo con queso, salmorejo, pan y lomo en manteca. En su rostro también se ven nanas, caminos, animales.

Todavía queda mucho por andar. El curso de este río de lana poco tiene que ver con el concepto de río como masa de Elias Canetti: no se detiene, no ansía de orillas ni de piel de la que lucirse, no se estira para llegar al mayor número de espectadores, tampoco quiere ser admirado ni temido.
Los acompañantes nos detenemos aquí, ante el mar de rastrojos de trigo que comienza al terminar la ciudad. Pronto llegarán al final de la travesía, vendrá el refugio y el alimento, el fin de la ceremonia que se para hasta el cambio de estación. Antes de marcharnos miramos al suelo, cuidamos, nombramos. Replico a san Francisco de Asís mientras la manada se aleja, ¿de verdad me toca contar, hablar o escribir ahora a mí? Recopilamos todos los insectos y pájaros con los que nos hemos ido encontrando por el camino.
Guardo todo con cuidado en una libreta, celosa, no quiero que me roben las múltiples posibilidades del germen del poema.
Nuestras zapatillas están llenas de polvo, comienzan a desgastarse. Hace muchísima calor pero sonreímos. Alguien silba a una oveja que se extravía, el perro vuelve a correr en círculos para reunir al rebaño, con decisión y sigilo, como debería terminarse un poema, me digo.
Recuerdo un libro de apicultura de mi abuelo donde leí que «insistiendo, insistiendo, es como se aprende», mientras las ovejas van haciéndose cada vez más pequeñitas, confundiéndose con el horizonte. Caminando. Como lo dice la propia palabra trashumancia: siempre, siempre en continuo movimiento. Como la misma vida, como la infinita escritura.