En septiembre de 1867, el editor Thomas Niles, de Roberts Brothers, le escribió a Louisa May Alcott para preguntarle si podría escribir un libro para niñas. A ella no le gustó mucho la idea. «Nunca me cayeron bien las niñas; de hecho, nunca conocí muchas tampoco, a excepción de mis hermanas», escribió en su diario el mayo siguiente, cuando finalmente comenzó a escribir el libro que se transformaría en Mujercitas. Primero lo llamó «La familia patética», que es como ella llamaba habitualmente a su propia familia. Envió los primeros doce capítulos a Niles, pero él los encontró «aburridos», con lo que ella estuvo de acuerdo (Alcott, 1997: 165-6). Sin embargo, siguió escribiendo, y al cabo de diez semanas había llegado a las 402 páginas. Esas serían las que hoy conocemos como la primera parte de Mujercitas. El título se le ocurrió a Niles; hacía referencia al período en el que las hermanas March dejaban de ser niñas para convertirse en mujeres. Luego de haber leído el manuscrito terminado, la opinión de Niles cambió completamente. Le había pedido a varias niñas que lo leyeran para medir su interés, y la reacción fue tan favorable que estaba dispuesto a ofrecerle a Alcott un contrato (Reisen, 2009: 268-9).

A pesar del entusiasmo de las niñas, Alcott no estaba muy segura de la calidad de lo que había escrito. Después de la publicación de la primera parte, el 30 de septiembre de 1868, confesó que lo había escrito muy apurada «por encargo» y que dudaba mucho de que el libro tuviera éxito. Estaba muy feliz por el hecho de que el crítico y escritor Thomas Wentworth Higginson opinara que «esa pequeña historia fuera “buena y bien estadounidense”» (Alcott, 1987: 118), pero no tenía idea de que a miles de niñas de todo el país les parecería lo mismo y que escribir libros para ellas le daría más dinero que cualquier otro libro que ella hubiese escrito.

Para fines de octubre, cuando ya se habían agotado los primeros dos mil ejemplares y una nueva tirada ya estaba en imprenta para cubrir la demanda, Niles le pidió a Alcott que escribiera la segunda parte de la novela. Empezó a escribir otra vez, casi un capítulo por día, tan concentrada en entretejer el futuro de las cuatro hermanas March que casi no paraba para comer ni para dormir. Los primeros días del nuevo año, el manuscrito ya estaba listo para ser enviado a la editorial, y Alcott empezó a convertirse en «la amiga de los niños» (Cheney, 1888).

Louisa May Alcott, que por entonces ya tenía treinta y cinco años, jamás se había imaginado que llegaría tan lejos. Había crecido con los ideales del Romanticismo alemán y británico y el Trascendentalismo estadounidense, cuyos preceptos promovían la confianza en uno mismo y la inspiración divina como caminos para alcanzar el éxito literario. Su vecino e ídolo Ralph Waldo Emerson había escrito en su ensayo «La confianza en uno mismo» que «creer en tu propio pensamiento, creer en lo que es verdad para ti y para tu corazón se aplica a todos los hombres: de eso se trata el genio» (1983: 259), y la joven Louisa había tomado nota de esas palabras en su cuaderno (Boyd, 2004: 23). No era extraña la posibilidad de que una muchacha con un mentor de la talla de Emerson y un padre que creía que cada niño nacía con una divinidad inherente a su persona, sin importar el género, llegara a convertirse en una gran novelista, al igual que otro de sus vecinos de Concord, Massachussetts: Nathaniel Hawthorne.

El padre de Louisa, Bronson Alcott, amigo cercano de Emerson, era muy avanzado para su época. No había tenido hijos varones a quienes inculcarles los principios del Trascendentalismo, pero eso no quitaba que pudiera inculcarlo en sus hijas mujeres. Él sostenía que el genio era la «llama de un presagio» enviado por Dios para «revitalizar la idea de que la humanidad tenía un destino predeterminado». Bronson consideraba que el genio era innato en cada niño, ya fuera varón o mujer, pero a medida que ese niño crecía se iba reprimiendo por el miedo y la intolerancia, un proceso que buscaba revertir desde su tarea de educador y padre. No es de extrañar que dos de sus hijas siguieran carreras creativas: Louisa, como escritora, y May, la menor, como artista. Bronson, que era filósofo y escritor, estaba fascinado con la devoción que tenía Louisa hacia la escritura. Ya a los doce años de Louisa él sabía que algún día su «genio innato» se «abriría al mundo» y tal vez la acercaría a la fama. Cuando cumplió catorce años, le regaló un libro en el que él mismo había copiado poesías escritas por ella, un mensaje que claramente decía que apoyaba y se enorgullecía por los proyectos literarios de su hija. Le llevaba manzanas y sidra al ático donde pasaba horas escribiendo, y más tarde le construyó un escritorio en la habitación (un semicírculo de madera adherido a la pared, entre dos ventanas, en su casa de Orchard House).

De ese modo la estaba alentando «a vivir hasta la inmortalidad», como decía su hermana May. Bronson le leía a Emerson las cartas que Louisa enviaba cuando estaba de viaje, y también las enviaba a editoriales con la esperanza de que las publicaran. Le decía que esperaba que, además del talento que ya poseía, tuviera «la salud, el descanso, y las comodidades» que le permitieran escribir un libro que llegara «a un amplio círculo de lectores». Su madre, Abigail –o «Abba»– Alcott, no era menos entusiasta al respecto. Después de leer «El ruiseñor», poema que Louisa había escrito a los ocho años, le dijo: «¡Vas a ser como Shakespeare!». Muchos años después, cuando Louisa publicó su primer libro, dedicó unas palabras a su madre por «el interés y la motivación en todos mis proyectos de escritura, desde el primero hasta el último».

No eran muchas las familias estadounidenses que inculcaban y estimulaban la creación literaria con tanto entusiasmo en una niña. Louisa creció a mediados del siglo xix, en una época en la que se les advertía a las mujeres y a las niñas que no se acercaran a la pluma. Pero eran tantas las que lo hacían que el United States Review publicó en 1853 un artículo en el que instaba a los autores estadounidenses a ser «hombres y héroes… No dejen la literatura en manos de unas pocas mujeres laboriosas» (cit. en Warren, 1993: 1). En palabras de la olvidada novelista Elizabeth Stoddard, los críticos estaban «listos para reírse de cualquier mujer que aspirara a utilizar los talentos que Dios le había dado para adornar los caminos de la literatura y el arte» con tal de defender la dominación masculina en el campo literario (1872: 145). Peor aun, los varones de la familia se avergonzaban de las hijas y hermanas que se atrevían a publicar. Fanny Fern escribió en su novela autobiográfica Ruth Hall (1854) que su hermano, el famoso editor Nathaniel Willis, le dijo que no tenía talento y que se buscara «un trabajo que no molestara». Fern escribió su novela para legitimar el hecho de que estaba tratando de hacerse una carrera literaria, a pesar de los inmensos obstáculos que le ponía la familia (cit. en Warren, 2005: 116). Más cercano a Alcott, Hawthorne le dijo a su esposa Sophia (también una gran escritora) que lo aliviaba el hecho de que ella no hubiera publicado y «no se hubiera prostituido públicamente» (2002: xv).


*El legado de Mujercitas es la historia detrás de un libro clásico, un fenómeno que atravesó generaciones de lectores y un objeto cultural que, aún hoy, sigue planteando discusiones sobre el lugar de la mujer en la sociedad. Esa combinación de elementos hace que este ensayo de Anne Boyd Rioux sea fascinante. Diego Erlan, editor de Ampersand

El legado de Mujercitas. Construcción de un clásico en disputa, Buenos Aires, Ampersand, 2018, 364 páginas.