VAYA POR DELANTE ESTA FRASE DE BARTHES: “on échoue toujours à parler de ce que l´on aime” (“fracasamos siempre al hablar de lo que nos gusta”, aunque también “aimer” en este caso podría ser traducido, en su sentido literal, como “amar”, o sea: “fracasamos siempre al hablar de lo que amamos”). ¿Y qué “amamos” en el caso que nos ocupa? Amamos la literatura, aunque, claro, para proceder con rigor deberíamos preguntarnos: ¿qué literatura amamos? Lo que nos llevaría, a su vez, directamente, a la madre de todas las preguntas: ¿qué es la literatura? Pero, tranquilos, no nos meteremos en esas honduras. No aquí. Supongamos, pues, que amamos –o que al menos nos gusta– cierta literatura. Ciertas formas literarias. Dejemos de lado la poesía, que supone otra escritura, otra relación con el lenguaje, para centrarnos en la literatura de ficción narrativa. Como es dable imaginar, escribimos este artículo “porque” hemos escrito –pergeñado, borroneado, perpetrado– algunos cuentos, algunas novelas. Y hemos publicado también, aunque quedaría mejor decir “escribo este artículo porque he escrito y publicado”. Y aquí entramos al meollo del asunto, pues, se supone que quien ha escrito y publicado ha titulado. Y el tema que nos ocupa es el título, o sea: “escribo este artículo pues he titulado”. O también: escribo este artículo pues me he enfrentado al problema del título. O: al quebradero de cabeza del título.

El tema puede parecer banal, pero bien mirado no lo es y, como veremos, adentrándonos un poco en la espesa red de relaciones que supone un título, se podría decir incluso –y se dirá– que es un tema fundamental. En primer lugar, vayamos a la pregunta clave: ¿qué es un título? Un título es un nombre. El que se le da a una obra. A una obra literaria, en este caso. Un título es, pues, un nombre propio. En principio, el escritor no sólo tiene la responsabilidad y/o el privilegio de crear un universo de ficción –esto es de desvirtuar el lenguaje de su función original de “comunicar”, con toda la carga subversiva que ello comporta– sino, además, debe “nombrar” su propia creación. Dichas así, las cosas pueden parecer sencillas: un escritor se sienta frente al computador o a la página en blanco, escribe, se le ocurren uno, dos, diez títulos, al final escoge el que le parece más pertinente. Y ya está. Este procedimiento tiene la ventaja de suponer una cierta lógica: la narración precede al título y éste sería, pues, de alguna manera, una “emanación” de aquella. Esta es, digámoslo así, la forma más tradicional de titular, la más esperable, la más convencional también. Salvo que escribir no supone necesariamente titular. Y es que hay otras realidades, otros planos, que resulta imprescindible abordar al adentrarse en el tema del título, o de las razones por las que se le escoge un título a un libro. Una de estas realidades es la inmediatamente ulterior al estado del manuscrito: la de la publicación. La otra es la del entorno en el que un texto vive, antes y después de su publicación, a saber la de la lectura, o la de los lectores de dicho texto. Simplificando: un manuscrito puede nacer –y permanecer por siempre– intitulado; un libro sin título, en cambio, no existe. Por lo tanto, si bien la proposición “escribo ergo título” no es sistemáticamente válida, la proposición “publico ergo título” lo es en todos los casos. En realidad habría que decir “publico ergo alguien titula”, pues aunque una de las condiciones de base para que un manuscrito se transforme en libro sea que lleve un título, el hecho empírico y el que acaso más nos interesa aquí, es que no siempre titula el escritor.

Aquí comenzamos a entrar en uno de los puntos más álgidos del problema, a saber: ¿quién titula? ¿El escritor? ¿El editor? ¿El lector? La respuesta es: los tres. El caso menos frecuente, claro está, es aquel en el que los lectores titulan, aquel en el que el “uso” de un nombre termina por imponerse, desplazando al título original, o atribuyéndole uno a un texto que nunca lo tuvo. Es el caso, por ejemplo, de la Comedia de Calixto y Melibea, que los filólogos coinciden en atribuir, al menos en su mayor parte, al toledano Fernando de Rojas. Esta obra de fines del siglo XV muy pronto pasó a llamarse La Celestina y es publicada –y leída– hasta el día de hoy con ese título. No es este el espacio para explayarse sobre la relación entre autor y texto en las literaturas antiguas y en particular en las literaturas medievales. Recordemos sólo que durante la Edad Media la noción de “autoría” está en las antípodas de la que impera en nuestras culturas modernas. Hay una razón de peso para ello: el primer autor, en todos los sentidos del término, es Dios. Los apóstoles son los primeros escribientes, en la medida en que “reciben” o “escriben” el “dictado” divino. Mientras más teocrática es una cultura, mientras más encarnado está el “aliento” divino en todas las cosas, más lejos está el hombre de ser “autor”. Sólo al final de la Edad Media, a medida que el universo se va volviendo cada vez más “humano”, van apareciendo los auctores, con ello el hombre comienza a “firmar” sus escritos y, por ende, a titularlos. No es el caso de extenderse aquí en este tipo de consideraciones, pero piénsese solamente que sin la revolución humanista que supuso el Renacimiento quizás no habríamos pasado de escribas o escribientes a escritores. El Marqués de Santillana, Juan de Mena, el Dante y, más tarde, Rabelais, Cervantes, Shakespeare ¿serían posibles en un mundo en donde la autoría, por no decir la escritura, fuese única y exclusivamente atribución divina? Tampoco es el caso de explayarse aquí sobre lo siguiente, que merece sin embargo mencionarse: la Biblia es “dictada” –en parte– por Dios; “El Corán”, en cambio, es directamente escrito por Alá. Alá es, pues, no solamente el único autor, sino el único escritor, esto explica quizá la ausencia de autores y de novelas en el universo musulmán, con excepción, como todos sabemos, de las que producen los musulmanes hindúes (con Salman Rushdie a la cabeza) y de la novela que se puede producir en los países del Magreb (Marruecos, Túnez, Argelia), ex colonias de Europa, es decir, en lugares que han estado ampliamente expuestos a la influencia del empirismo inglés y/o del racionalismo francés. Pero, en todos los demás casos, es decir en Occidente, por simplificar, el autor −y el autor de novelas muy concretamente− es el resultado del “prestigio” creciente del individuo a través de los siglos, introducido por el humanismo renacentista. Un último detalle que no deja de ser paradójico: el autor, es decir el individuo que escribe, está obligado a titular y a firmar sus obras, con el fin de que éstas circulen y se lo reconozca en tanto que creador de las mismas; Dios, en cambio, se puede dar el lujo de escribir, o dictar, de no firmar y, sobre todo, de no titular. ¿A qué titular si el texto está llamado a ser, por los tiempos de los tiempos, el único texto? En definitiva, Dios y el hombre escriben, pero sólo el hombre titula.

Dicho de otra manera: el individuo que, tras siglos de vivir en el anonimato del escriba, comienza a destronar, o al menos a compartir con Dios el lugar del autor, está obligado a titular. De lo que se podría deducir fácilmente que la obligación de titular es la maldición que Dios nos da a los que nos permitimos la ambición sin límites de ponernos en su lugar, de disputarle, simbólicamente, la atribución de la autoría.

El título es, muy a menudo, una suerte de escollo o, al menos, una última o primera etapa en la que el autor “tampoco” tiene derecho a equivocarse. Con el agravante de que en toda novela, el lector puede detectar -y si la novela es buena, sobre todo, perdonar- ciertos errores. ¿Cuál es la novela, por genial que sea, a la que no le sobra un diálogo, en la que no está de más una línea, un párrafo, cuando no algunas páginas? Un título, por el contrario, escueto como ha de ser un nombre, cuando reina en la portada, en el lomo y en la contrasolapa del libro es inapelable. Si es bueno, refulge como una máxima en un arco de triunfo. Si es malo, desacertado o mediocre, se lee como un fallo judicial y puede arrastrar a un libro al abismo del anonimato.

Y es que el “problema” del título es, muy a menudo, una suerte de escollo o, al menos, una última o primera etapa en la que el autor “tampoco” tiene derecho a equivocarse. Con el agravante de que en toda novela, el lector puede detectar –y si la novela es buena, sobre todo, perdonar– ciertos errores. ¿Cuál es la novela, por genial que sea, a la que no le sobra un diálogo, en la que no está de más una línea, un párrafo, cuando no algunas páginas? A mi juicio, las novelas “sin mácula”, a las que no les sobra estrictamente nada, son escasísimas. Me podría arriesgar a mencionar dos o tres: Pedro Páramo, Point de lendemain (una joya de la novela erótica del siglo XVIII francés), no sé si Madame Bovary o La educación sentimental, acaso Las palmeras salvajes, probablemente, en su registro, La condición humana… debe de haber algunas más, cinco, veinte, pero no muchas más. Y, sin embargo, hay miles de novelas que rozan la genialidad, lo bastante al menos como para pasar a través de los años y de las lenguas y darse a leer a un vastísimo público, aun cuando no sean novelas perfectas. ¿No le quitaría usted –cito al azar de la pluma– más de un párrafo a El Quijote, más de un diálogo a Las almas muertas, más de una descripción a Manhattan Transfer? Un título, por el contrario, escueto como ha de ser un nombre, cuando reina en la portada, en el lomo y en la contrasolapa del libro es inapelable. Si es bueno, refulge como una máxima en un arco de triunfo. Si es malo, desacertado o mediocre, se lee como un fallo judicial y puede arrastrar a un libro al abismo del anonimato (aquel del que tanto nos ha costado a nosotros, autores, salir desde fines de la Edad Media). Por algo Dios no titula.

Pero, puesto que Dios ha muerto ya hace un rato y que en su lugar hemos aparecido los autores y las entrevistas en los diarios y las fotos de nuestros escritorios y de nuestros cuartos de baño en el papel satinado de las publicaciones más o menos “people” (y que miles de adolescentes quieren ser escritores sólo por aparecer en dichas publicaciones), bajemos a la prosaica tierra y volvamos al segundo de los casos enunciados al comienzo.

¿Qué ocurre cuando titula el autor? O, mejor dicho: ¿cómo titula el autor? Un título, decíamos, en el primero de los casos es ulterior, o al menos “paralelo” a la producción del manuscrito. Digámoslo ahora de la manera siguiente: un título se “produce” tal como se produce un relato. Esto supone que hay una “escritura” del título y quien dice “escritura” dice “borrador”. Existe, pues, un “borrador” del título, como existe un “borrador” del texto. También podríamos decir que un borrador de novela lleva, mientras es borrador, un borrador de título, llamado a menudo “título de trabajo” o “título provisorio”, etcétera. Un título provisorio, o de trabajo, puede, por cierto, ser el título definitivo. Y hay otro tipo de casos, desde luego. El novelista francés Jean Echenoz, por ejemplo, confiesa en una entrevista reciente haber escrito una de sus novelas titulada en francés Les grandes blondes sólo porque un día le empezó a rondar en la cabeza la idea de escribir un libro que se llamara “les grandes blondes”. Hay que aclarar que su título corresponde a un cliché del habla francesa: “une grande blonde” podría ser algo así como “una tremenda rubia” o, un poco más vulgar, “un tremendo pedazo de rubia”. En la traducción española, publicada por Anagrama, el problema queda zanjado de manera relativamente correcta, pero siempre insuficiente: Rubias peligrosas la titularon, con un sesgo claramente cinematográfico… el lector que no lee francés debe imaginar que tiene en sus manos una novela que en castellano se podría haber llamado, digamos, “Morenazas” –dejaremos a otros la relación entre fisonomía capilar, raza y léxico, pero es un hecho que el español no ofrece una paleta tan amplia para nombrar la belleza y/o el atractivo sexual de las rubias como la que existe en francés y en inglés; no ocurre lo mismo con las morenas, ni con las mulatas, ni con las negras, pero en materia de rubias, sin duda alguna que nos falta campo léxico. Dejando de lado los misterios de la relación entre coloración capilar y lengua, el hecho –bastante verificable– es que son muy pocos los autores que son capaces de producir una novela a partir de una frase, un lugar común, un proverbio que se imaginan como título. Curiosa forma esta de metonimia, comenzar por la “parte” –el título en este caso– para desarrollar el “todo” en torno a ella –armar la trama, perfilar los personajes, el ambiente, encontrar el tono y el punto de vista adecuados y finalmente darse el trabajo de montar una novela– con el único objetivo de refrendar o subrayar esa “parte” inicial. Por lo general –y por fortuna para la literatura nos atreveríamos a decir– las cosas se dan al revés. Como quiera que sea la relación, metonímica o metafórica, entre narración y título, obviamente la narración conserva la preeminencia, esto es, se avanza desde el texto hacia el título. No es otra cosa lo que expresan los escritores cuando dicen que “aparece”, que “se encuentra”, que se “da con” el título. Puede tratarse también de una “fulguración”, de una proposición –una frase, una palabra– que se impone, súbitamente, como la metáfora perfecta del texto que se está escribiendo. Es el caso de La place de l´Étoile, la novela con la que irrumpió Patrick Modiano en la literatura francesa a mediados de los 60. Tal como él mismo ha contado, “la place de l´étoile” le apareció como metáfora perfecta de su historia, como el único título posible, puesto que “la place de l´Étoile” es literalmente el “lugar de la estrella” y el nombre de la plaza en la que se sitúa el Arco de Triunfo en París. Su novela trata, como la mayoría de las suyas, de una familia judía que se dispersa y se pierde para siempre bajo la ocupación alemana. Los judíos, como todo el mundo sabe, estaban obligados a llevar una estrella en la solapa bajo el régimen nazi, de allí “el lugar de la estrella” que era, cosa nada anodina, el lugar del corazón. Pero, además, como en casi toda su obra, París es el escenario elegido (dicho sea de paso, quizá no haya en la novela contemporánea, con excepción probablemente de Naguib Mafhuz y de las primeras novelas de Juan Marsé, una “topografía” de una ciudad tan minuciosa como la del París de las novelas de Modiano). Con esos elementos, ¿era posible otro título?

Resultaría imposible, además de vano, establecer una teoría del título, puesto que no existen unas leyes generales que lo gobiernen, como existen, al menos, unos principios de base –unas operaciones técnicas– que permiten sistematizar las figuras del narrador o los diferentes tipos de manejo del tiempo en la narrativa, esto es de relación entre el tiempo de la historia y el o los tiempos del relato. Nada de ese orden ocurre con el título. Sin embargo, podemos aventurar que, por lo general, los títulos se pueden dividir en al menos dos grandes grupos. El título que opera, simbólicamente, como una “cala” en el relato, esto es el que establece una relación de tipo metonímico con la narración, es decir, hablando claro, el título que alude a una “parte” de lo narrado. En este grupo, a manera de ejemplo, además de La place de l´Étoile podemos citar, As I Lay Dying, de Faulkner, Manhattan Transfer, de John Dos Passos, Under the Vulcano, de Lowry, los magníficos títulos (y novelas) de Graham Greene, Our Man in Havana y Looser takes all y nuevamente Faulkner: Intruder in the Dust y Light in August. La lista, desde luego, es casi inagotable. Ahora bien, el título también puede operar como “metáfora” del relato, esto es estableciendo una especie de relación de transposición en la que el título “sintetizaría” lo narrado, o a lo mejor la materia narrada, o

al menos tendería a ello: Cien años de soledad –que acaso sea, a defecto de la mejor novela, el mejor título de la lengua española–, pero también El extranjero, de Camus, La náusea de Sartre, Cambio de piel de Carlos Fuentes, El conformista, de Moravia, son algunos títulos que mantienen este carácter de transposición o “transporte” de sentido, desde la novela o el relato a un “nombre”. Aquí cabrían también los geniales La Habana para un Infante difunto e Infantería, de Cabrera Infante y, en general, los títulos balzacianos, con un marcado sesgo periodístico o, si se prefiere, sociológico: Esplendor y miseria de las cortesanas, Un comienzo en la vida, Un tenebroso asunto y, por cierto, de una manera más general el título de títulos, La comedia humana, así como el título al que provocadoramente responde Balzac, La divina comedia. Los títulos de las novelas picarescas, que corresponden la mayoría de las veces al nombre o el apodo del protagonista, con su supuesta carga de verosimilitud naturalista, o “prenaturalista”, entrarían por derecho propio en esta categoría. La lista podría abarcar desde El lazarillo de Tormes hasta David Copperfield, pasando por la quevediana Vida del Buscón llamado don Pablos, el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, la Historia de Tom Jones, niño abandonado de Henry Fielding… La sombra de la picaresca española en las literaturas europeas es quizás tan vasta como la que ejerció posteriormente esa picaresca pretendidamente científica que es el realismo decimonónico y acaso más vasta que la del naturalismo –último avatar del realismo–, piénsese en Las almas muertas de Gogol y, claro que sí, en Madame Bovary, que no es una novela picaresca, desde luego, sino un estudio –como reza su subtítulo– de “costumbres de provincias”, un análisis casuístico de la vida provinciana en la Francia del siglo XIX y, muy concretamente, de la infidelidad, o lo que es lo mismo, de la institución matrimonial confrontada al amor y al erotismo (poca cosa). La famosa frase con la que Flaubert –acusado, muy lógicamente, de atentado a las “buenas” costumbres puesto que él estaba describiendo las “verdaderas”– reivindica precisamente la autoría: “Madame Bovary soy yo”, ha pasado a la historia de la anécdota literaria gracias, justamente, a su título. La historia no hubise retenido de la misma manera la respuesta de Flaubert si el título de su novela hubiese sido, por ejemplo, “Los amoríos de la señora Bovary”, o “La mujer del médico”.

Vayamos ahora, para terminar, al último de los casos enunciados. ¿Qué ocurre cuando titula el editor? En realidad, la pregunta debería ser: ¿por qué titula el editor? La respuesta, en principio, es sencilla: porque el título que ha puesto el autor no le satisface. ¿Y por qué no? Por todo tipo de razones. Comenzando por las comerciales. Pero pensemos las cosas de otra manera: el editor –como el barman– no participa en la fiesta, esto es, se abstiene de escribir (salvo que escriba sus memorias, como Carlos Barral o Bernard Grasset, pero las memorias, las tradicionales al menos, son una escritura “final” y, por lo tanto, sin continuación y eso es precisamente lo contrario de una escritura literaria, que tiene siempre una dimensión de “proyecto” o, lo que es lo mismo, que tiende al infinito). El caso es que la mayoría de las veces el editor no escribe. Aunque sí titula, o puede titular. El editor es, entonces, un “titulador”, dicho de otro modo, es un escritor “amputado” de escritura, puesto que, en principio, titula el que escribe (salvo cuando escribe o dicta Dios, como hemos visto). Este argumento apunta, se entenderá, a un hecho básico: el editor es alguien que, supuestamente, comparte con el escritor el amor por la literatura y, sin embargo, vive en la inhibición de escritura, cosa que puede no ser demasiado problemática para un gran lector que se dedique a cualquier otra cosa salvo a la edición, pero que para el editor debe de serlo, pues, en principio, un editor no es sólo un gran lector, sino además un gran lector que publica libros, o sea que hace públicos sus gustos literarios, lo que no es poco. En todo caso, afirmemos lo siguiente: salvo cuando un escritor se transforma en editor, el editor es un escritor abstinente. Sólo desde esta perspectiva se podrá entender cabalmente la propensión del editor –bien lógica, por lo demás– a “borrar” el nombre que ha elegido el escritor para su obra y a “nombrarla” él en lugar del autor. No vamos a llegar al extremo de formular aquí la teoría de la “envidia de escritura” del editor, atengámosnos sólo al caso empírico siguiente: el editor, privado de escritura, titula en el lugar (incluso físico, puesto que pone el nombre de la obra en la portada o primera página) del escritor. Luego están las famosas razones comerciales. Véamoslas. El editor, como intermediario entre el escritor y el público, se nos dice, ha de tener un “olfato” especial. Una intuición para detectar no solamente los buenos manuscritos y venderlos, sino también –el buen editor al menos– ha de tener el talento de publicar lo que no se venderá, o se venderá menos, pero terminará por imponerse. Este “olfato” o “intuición” sería la especificidad misma del oficio de editor, pues ¿qué es lo que lleva a alguien a transformarse en editor? Formulemos correctamente la pregunta: ¿qué es lo que lleva a un lector a transformarse en editor? Ciertamente en ningún caso el azar, ni mucho menos el deseo de ganar dinero, sino la “voluntad” o el “talento” para descubrir, dar a conocer, véase imponer autores. Dicho de otro modo, si el escritor ambiciona “intervenir”, en el sentido de agregar algo y ese algo es obviamente su obra, en la literatura, el editor ambiciona “intervenir”, en el sentido de agregar sus “autores”, es decir sus “lecturas”, en la historia de la literatura y, por allí, en la historia a secas. Hay casos, por supuesto, en que la intervención del editor es una cuestión de mero sentido común. Dos anécdotas, entre millones. En 1903, el editor francés Pierre-Victor Stock –fundador de las ediciones homónimas– le propuso a Georges Darien, autor de best-sellers de la época, que le cambiara el título a su novela, Biribiri. Stock le escribió: “Biribiri no sólo no quiere decir nada, sino además suena horrible”. Y le pronosticaba que de mantener el título la novela no se vendería. Darien le contestó que si él osaba cambiarle el título a su obra lo mataría, “podrá pasar un año o diez, pero al final lo encontraré allí donde se esconda y le pegaré un tiro”, amenazaba. Fue el final de las relaciones entre Stock y Darien, cuyo Biribiri, publicado con otro editor, fue efectivamente un fiasco. Otro ejemplo: en 1937, Gaston Gallimard recibió la segunda novela de un joven promisorio llamado Albert Cohen, a quien venía financiando desde hacía más de diez años (y que escribiría más tarde Bella del Señor). Pero este segundo manuscrito llevaba por título: Comeclavos, apodado también dientes largos y ojo de Satán y Lord High Life y sultán de los tísicos y cráneo de montura y pies negros y sombrero de copa y señor de los mentirosos y palabra de honor y casi abogado y complicador de procesos y médico de lavativas y alma del interés y lleno de astucia y devorador de patrimonios y barba a dos puntas y padre de la mugre y capitán de los vientos… los tres puntos forman parte del título. Después de delicadas negociaciones, la novela quedó en Comeclavos. Pero, fuera de los casos extremos, el editor tiene una tendencia “natural” a poner el nombre en el lugar del escritor, ¿cómo podría ser de otro modo si el libro es también, en más de algún aspecto, su “obra”?

El título puede ser considerado, así, como un lugar en litigio de la obra, en el sentido de que cualquiera de los participantes en el proceso de creación, cualquiera de los sujetos que hacen posible la “existencia” de la obra –autor, editor, lector– puede titular. Y si pensamos que el texto no es un conjunto de palabras del que se pueda desprender un sentido único, una especie de mensaje teológico de un autor-dios, sino un espacio de múltiples significados, un lenguaje hecho de muchos, véase de infinitos lenguajes anteriores, que resuenan como marcas en el texto, es decir, si pensamos que el autor es en realidad un dios muy menor, pues no hace sino mezclar lenguajes muy codificados –yuxtaponerlos, confrontarlos, con la esperanza de sacar de allí algo de sentido– el título adquiere su verdadera dimensión. Estamos tentados de escribir: el título adquiere su dimensión “trágica”, pues si el lenguaje no le pertenece al autor sino como préstamo, lo único que sería radicalmente de su “propiedad”, lo único que en verdad pertenecería al autor, es el título. Y llegados aquí es mejor, para todos los que nos esforzamos por escribir ficción narrativa, que corramos un tupido velo sobre este asunto.