Supongamos que algunos encuentros deportivos, los más grandes, los mundiales, esos que se ven en familia y se cuentan entre generaciones, abarcan más que las canchas donde se juegan. Supongamos que retratan, al menos para algunos, una cierta idea de lo que debe ser el trabajo, de qué es una esperanza, de cómo se celebra un triunfo y qué cara se le pone a la derrota.

En ese caso, creo que el Mundial llega justo a tiempo.

Tras un terremoto, después de un cambio político importante, justo en esos momentos donde parece que, por mal o bien, es posible empezar de nuevo, Chile parte a Sudáfrica con su selección colorada y, al margen de lo que dicte el gusto particular por la pelota, vivirá al menos algunas semanas de intenso interés futbolero. Semanas en las que un grupo de compatriotas, convencidos de representar no solo su pecunio personal –que harto se verá favorecido- sino también a todo un país, luchará con lo que tenga por superar en la cancha a rivales en su gran mayoría mejor preparados.

Es un riesgo: escribo esto antes de que el equipo chileno salga a la cancha. Quiero pensar que, con apenas un par de triunfos, Chile será testigo y parte de una hazaña colectiva, representada por ese equipo que, en el silencioso trabajo de su inefable entrenador Bielsa, parece representar, más que una pléyade de talentos apolíneos y extraordinarios, una pequeña maquinita de destrezas complementarias, donde siempre habrá imprescindibles, pero, por ahora, todos parecen necesarios. Un grupo cuyo andar depende de la capacidad para moverse juntos, o coordinados. Y donde cada uno tiene que trabajar pensando, aunque le duela, que esta vez con su triunfo particular no basta. Que su éxito personal, siempre tan grato, aquí no será suficiente.

En ese caso, yo creo que el Mundial puede enseñar mucho.

Al margen del entusiasmo de última hora –que no por tal es menos– al Mundial se llegó de manera inesperada. Cuando muchos pensaban que el fútbol derechamente no era lo nuestro y que las grandes alegrías deportivas, igual que todo nuestro andar, debía transitar por la senda de los talentos individuales. Del brazo de gente de capacidad excepcional, como Marcelo Ríos; voluntades de acero, como la de Nicolás Massú, o trabajo disciplinado y bien orientado, como el de Fernando González. Singularidades que, de rebote, en algún momento, parecieron representarnos también a todos: individuos armados con lo mínimo, pidiendo apenas que emparejaran la cancha para salir a correr solos y con colores propios, y dejar que la competencia premiara a quienes se lo merecían.

Pero no todos somos excepcionales. Y con la cancha pareja no basta. Es el mínimo, pero no es suficiente. Hay ciertas cosas, las más grandes, y quizás las más importantes, que se hacen entre todos. Hay logros que requieren no solo de nuestra personal disposición a ganar el quien vive, sino también de una cierta idea de vivir, y jugar, con los otros. Es lo que van a necesitar los vecinos para que las inmobiliarias les respondan por el departamento; lo que tendrán que hacer las juntas de vecinos cuando estén levantando los pueblos y las ciudades; lo que hicieron los estudiantes que a punto de egresar salieron a pelear una mejor educación para los que venían. Nos va a hacer bien volver a vernos jugando en equipo. Todos juntos, de nuevo.