La cosa con los cuentos es que todos creemos, con razón, que somos capaces de contar uno. Lo hacemos a cada rato: para conmover a un funcionario público en una ventanilla, para dormir a un niño, para entretener a un adulto que sufre. Echamos un cuento y capturamos, así sea brevemente, la atención de alguien que durante unos instantes nos pertenece solo a nosotros. Somos animales contadores de cuentos. Seducimos con cuentos.

El cuento es el más antiguo de los géneros y el menos estudiado. Apuleyo, Boccaccio y Cervantes guerrearon su lugar en el canon, pero no lograron arrastrar consigo al cuento, fundamento de su gloria literaria. Fue necesaria la entronización de la novela como género madre, como reina indiscutida de la cultura escrita y niña mimada de la industria editorial, para que los teóricos de la literatura empezaran a prestar atención al cuento en calidad de hermano menor.

No creo que sea fortuito el hecho de que los grandes cuentistas del siglo 20 fueran los americanos, los del norte y los del sur, advenedizos en una tradición literaria que a la hora de su llegada no parecía tener mucho espacio disponible para nuevas glorias. Tampoco, que hayan sido ellos los primeros en especular sobre las posibilidades teóricas del género y en reflexionar sobre sus límites estructurales. La filosofía de la composición de Poe, escrita a mediados del 19, estableció la necesidad de resolver la trama hasta el desenlace antes de sentarse a escribirla, y Poe fue el primero en señalar la fuerza de «la unidad de impresión», una regla que gana relevancia con las nuevas formas de lectura: lo ideal es apuntar a una lectura de una sola sentada. El decálogo de Quiroga, romántico e ingenuo, tiene sin embargo un par de perlas: «No adjetives sin necesidad», dice el séptimo mandamiento, que complementa en el octavo: «Un cuento es una novela depurada de ripios». Quiroga se adhirió también al consejo de no empezar a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vamos.

Hemingway, cuya gloria en vida solo es comparable a su descrédito, apuntaló, enraizó las normas establecidas por sus antecesores con dos conceptos que siguen eludiendo a los teóricos: su idea de que una narración no puede ser mentirosa es, a mi juicio, la espina dorsal de la literatura moderna y recuperó para ella su posición como interlocutora en los asuntos de los seres humanos. Y al asociar la honestidad literaria con lo no dicho (me refiero a la teoría del iceberg) llevó el cuento a las alturas de la poesía.

Tiene su gracia, porque el mantra baboso de la edición industrial del siglo 20 fue que la poesía y el cuento eran géneros invendibles, argumento que esconde una verdad incontestable: que las grandes fortunas editoriales se hicieron machacando mucho papel con mucha basura.

Digan lo que digan los editores hipsters y los lectores nostálgicos, la pérdida de prestigio del papel es irrecuperable. Netflix reemplazó en parte a los periódicos y a los best-sellers como fuente primordial de entretenimiento banal e imprimir vuelve a ser un oficio de humanistas, de agitadores, de escritores de panfletos: poetas y contadores de cuentos, en suma.

En el mundo de hoy los encuentros efímeros están rodeados de largos minutos de espera, y vuelve a tener sentido llevar en el bolsillo un pequeño volumen con dos o tres textos breves para cuando el teléfono nos aburra. Y las escuelas de escritura creativa (no sé si a regañadientes) nos han ayudado a recuperar la idea de que todos somos capaces de contar un cuento. Y a juzgar por lo que circula por ahí, muchos nuevos cuentistas han logrado ignorar a sus maestros y prefieren aprender las viejas lecciones del gran Julio Cortázar: «Nadie puede pretender que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable».