Es mediodía y ni las moscas sobrevuelan la Plaza de Armas de Ovalle.

En una de las esquinas, un hombre delgaducho y canoso va de allá para acá con un papel y un lápiz en las manos. No es primera vez que lo ven en la oficina de Correos, siempre con la misma camisa blanca, unos pantalones de tela desteñidos por el sol y uno de esos sombreritos de paja tan típicos de la zona. Demasiada formalidad para semejante sencillez, pensarán algunos en el pueblo, aunque con suerte han cruzado palabra con él. De lejos han oído que da talleres de pintura y yoga los últimos martes de cada mes en el gimnasio municipal, que vive más hacia la montaña, allá en el pueblito de Tulahuén, y que entre sus cercanos lo llaman Queco. Otros, «maestro».

Lo han visto también con su cámara, echando una moneda tras otra en los teléfonos públicos del centro y con esos libritos con dibujos en las tapas, que a veces reparte entre alumnos y gente que viene a visitarlo. Es medio quitado de bulla y misterioso, dicen, pero parece buena gente y educado. Lo cierto es que ni siquiera saben su nombre y que probablemente no lo sabrán sino hasta después de su muerte, cuando se enteren de que se trataba del fotógrafo más famoso del que se tenga recuerdo en este país. La misma carta que sostiene en las manos viajará poco más de 400 kilómetros y como un rayo de luz, con un logo anaranjado que dice prioridad nacional pegado al sobre. Escrito de puño y letra, se lee «SL – Casilla 167, Ovalle», y más abajo el destinatario y dirección: «Elizardo Aguilera. LOM Ediciones – Concha y Toro #25, Santiago de Chile».

Don Elizardo,
Aquí va otro tomo
por favor
haga una maqueta para
imprimir 200 – me manda
copia y guarda una para poder
corregirla por teléfono.
Le pago entonces la
mitad – y cuando
me mande la edición
el resto, como lo
hacemos siempre, si
le parece.
El otro librito se está
extendiendo – aclarando
las cosas – dando paz.

Afectuosamente,

Sergio Larraín E.
También van los cuadernillos
sin empastar –por si le pueden
servir.
22 de diciembre de 2009

Autoprogramación (control)

En la cima de su carrera y tras una larga estadía en Europa, Sergio Larraín Echeñique (1931- 2012) volvió a Chile en 1968. Tenía 37 años y recién se había separado de la peruana Paquita Truel, madre de Gregoria, su hija mayor. Había pasado dos años en París, donde colaboró para numerosos reportajes en las revistas Paris Match y Life. Esta última publicó un extenso registro suyo a color del archipiélago de Juan Fernández.

Aquí gozaba de cierta fama: se conocía su serie de los niños abandonados en Santiago, que trabajó junto al Hogar de Cristo a contar de 1952; había colaborado durante un tiempo en la revista Paula como fotógrafo de prensa y publicidad y algunas de sus fotos más famosas –las series dedicadas a Londres, a la mafia siciliana, al matrimonio de Farah Diva y el sha de Irán– seguían girando junto a las obras de Robert Capa y Josef Koudelka con el sello de la agencia Magnum, y como parte de exposiciones en Berlín, Londres, París y Chicago.

También publicó libros. El primero fue El rectángulo en la mano, en 1963, junto a una muestra que se realizó en Santiago. Tres años después se unió con sus fotografías a Pablo Neruda para el libro Una casa en la arena. Le siguieron Chile (1968), con motivo de otra exposición suya en Lausana, el célebre y tardío Valparaíso (1991) y London (1998).

Los disparos con su Leica daban la vuelta al mundo: el MoMA de Nueva York y el Château d’Eau en Toulouse adquirieron imágenes suyas para sus colecciones, y no dejaba de recibir ofertas de trabajo en París, pero le costaba parecer interesado siquiera. Había perdido el foco, o hallado tal vez uno nuevo. «Me encanta la fotografía como arte visual, así como un pintor ama la pintura. Esa es la fotografía que me gusta. Pero el trabajo que se vende me obliga a adaptarme. Estoy desconcertado, pero me gustaría encontrar una vía que me permitiese actuar a un nivel que para mí sea más vital. No puedo seguir adaptándome», le escribió en 1962 a su amigo Henri Cartier-Bresson, el mismo que tres años antes lo había llevado a la agencia de fotoperiodismo más prestigiosa del mundo.

Ese mismo año 1968, el del recordado Mayo francés, y ya convertido en una suerte de ídolo ficticio en Chile, conoció al chamán, científico y gurú boliviano Óscar Ichazo (1931-2020), quien lideraba una comunidad espiritual en el norte del país. Lo abdujo de inmediato su teoría del Eneagrama de la Personalidad y las nueve enseñanzas orientadas a adquirir el bien supremo de la iluminación y la unidad con lo divino del llamado Protoanálisis. Pronto estuvo en las filas del Grupo Arica, volvió a emparejarse –esta vez con Paz Huneeus, con quien tuvo a su segundo hijo, Juan José– y de a poco fue soltando la cámara para convertirse al misticismo, la meditación y el yoga.

No volvió a ser el mismo.

Dejó de ver a familiares y amigos, amenazó con retirarse de Magnum y con quemar sus fotografías y negativos. Quería borrar todo rastro de sí. El hombre que fotografió como nadie más Valparaíso, la isla de Juan Fernández y el Chile empobrecido de los años 50, ese hombre al que Roberto Bolaño definió después como «rápido, ágil, joven, inerme y de mirada similar a un espejo arborescente», había dado un portazo y colgado la cámara.

Estaba convencido de que había que dejar de buscar y capturar la luz externa, y atender su propia luz. Fue la última y más radical de sus deserciones. «No hablen más de mí –pidió en una de las tantas cartas que escribía a diario, en 1978–. Déjenme en silencio. Olvídenme.»

El resto forma parte del mito que invoca su nombre.

Tenemos,
desde donde estemos,
que
aceptar la pobreza
de empezar,


serenos, sanos,
buenos, a
trabajar,


no haciendo nada
que no sea natural;
inocentes,
viviendo en paz

en el presente,
dejando lo superfuo
atrás
(lo innecesario).

Se invita
a todos
a la tarea
en común
de hacer
el paraíso.

Se logra
consenso,
unidad de
propósito,
eso es
energía.


Aquí y ahora, sin fecha.

Desaparecer

Partió a Ovalle con lo puesto, una maleta y su cámara, a mediados de los 70. Allí compró un terreno y otros dos en Tulahuén, una pequeña localidad arropada de cerros en la comuna de Monte Patria. Se instaló en uno de estos últimos, hacia el final de una callecita de tierra, en una parcela de dos hectáreas donde construyó una casucha de adobe, un taller de revelado y una huerta en la que crecían tomates, sandías y zapallos. Se volvió aun más vegetariano, dormía unas seis o siete horas y, cuando no le tocaba dar clases de pintura o yoga, podía pasarse hasta dos meses meditando, montaña arriba.

«Cuando volví a Chile del exilio el año 85, yo nombraba a Sergio Larraín y nadie sabía de él», recuerda otro célebre fotógrafo chileno, Luis Poirot, quien coincidió con él en 1969 en la revista Paula. «Es un fotógrafo chileno muy famoso», les decía Poirot, pero nadie sabía quién era. «No existía y tampoco había cómo ubicarlo, hasta que alguien me contó lo de Ovalle y fui a verlo. En esas conversaciones, y a pesar de lo replegado que estaba sobre sí mismo, yo tuve de él su influencia más directa.»

«Con Sergio discutíamos mucho y de muchos asuntos, casi tanto como discutía con Pepe Donoso, pero fue durante ese tiempo que tuve yo de él su influencia más clara. Su ética había traspasado a la fotografía, a la imagen incluso, y el Sergio Larraín de quien había visto y admirado de joven muchas fotografías se me apareció como él era realmente. Yo nunca le mostré ninguna de mis fotos. Nunca me revelé ante Sergio Larraín como fotógrafo. Sentí lo mismo que sentiría un cabro que pinta y que quiere presentarte ante un genio como Picasso. Mucho, muchísimo pudor.»

Vivía con lo justo. Volvió a separarse, casi no se asomó por Santiago en los años de dictadura y sus únicos tesoros eran la misma cámara Leica que había comprado de joven, una máquina de escribir antigua y unos pocos libros. Aunque se deshizo de varios, conservaba algunos de fotografía, otros escritos y dedicados por Óscar Ichazo, y también un par del psiquiatra chileno Claudio Naranjo, otro de los chamanes de la época empecinados con alcanzar la iluminación, y que con los años se volvieron sus lecturas de cabecera.

De vez en cuando, aprovechaba el sol de la mañana para salir a dar una vuelta y tomar fotografías, sentarse bajo los árboles frutales durante horas con los ojos cerrados, o escribir una interminable cantidad de opúsculos sobre la consciencia y de ideas ecologistas en diminutas libretas que fueron acumulándose en su habitación. Saltó de la imagen al texto: sus fotos y las de quien sea, pensaba, eran secundarias e insuficientes cuando se intenta «rescatar el alma». La respuesta estaba aquí, decía, apuntando a los cuadernillos llenos de dibujos y aforismos que luego mecanografiaba por las tardes.

Comenzó a fotocopiarlos en un boliche en Ovalle, y a empastarlos él mismo. Luego los repartía gratuitamente a quienes tomaban sus clases de «yoga artesanal» basadas en la calistenia, y a los alumnos de su taller de pintura inspirado en la técnica de su amigo y escritor Adolfo Couve. También entre un pequeño grupo de amigos y seguidores que lo visitaba regularmente, y que hacía un tiempo, y más en la intimidad, había comenzado a llamarlo silenciosamente «maestro».

La combinación de textos breves y justificados, y las cruces, los soles, plantas y palomas dibujados a mano y a un lado u otro de la página los hacían parecer, a primera vista, una especie de folletos religiosos. Los llamaba «Textos para el Kínder Planetario», y hoy parecen tener la forma de un manifiesto espiritual que Larraín hubiese querido viralizar:

Programar
una cultura armoniosa:
vivir en los cerros,
sin subidas de vehículos,
con senderos, plazuelas y terrazas,
vistas panorámicas, árboles,
jardines, huertos en las laderas;
cultivar los valles.

Las ciudades pequeñas,
centros de servicios,
abastecimientos y comercios.
Micros y bicicletas; algunos taxis.

La ecología recuperada,
lo mismo la erosión y la desertifcación.

Frugalidad de Monjes
andar a pie, en bicicleta;

Ser felices.
Sin delincuencia, una población limitada a lo justo, nadie en miseria
ni abandono,
¡nunca!

Globalmente.

Autoprogramación (control), 1982.

Reconciliación

En 1996 recibió una herencia en vida de su padre, Sergio Larraín García-Moreno, reputado arquitecto modernista, alcalde de Santiago entre 1938 y 1941, agente del servicio secreto británico para investigar la presencia nazi en Chile durante la guerra, embajador de Frei Montalva en Perú y fundador con sus colecciones del Museo Chileno de Arte Precolombino. La relación entre ambos nunca fue de las mejores y con el tiempo se habían distanciado tanto más que el propio fotógrafo del resto del mundo.

Quizás nunca pudo con el peso de ese nombre heredado y las eternas comparaciones.

El fotógrafo no tocó ni un peso de ese dinero sino hasta la muerte de su padre, cuando obligadamente tuvo que volver a la capital para firmar todos esos documentos de traspaso que seguro le parecerían escritos en un idioma inaprensible. Tardó dos años en encontrar una buena razón para usarlo: a mediados del 2001, compró un pasaje de ida y vuelta a Santiago y llegó al terminal de buses solo con sus documentos y una maqueta de sus pequeños libros adentro de una bolsa de tela.

Así apareció en el número 25 de la adoquinada calle Concha y Toro, en el centro antiguo de Santiago, donde está la editorial Lom, creada en 1990 por el también fotógrafo Paulo Slachevsky entre otras personas.

«Llegó a nuestras oficinas y cotizó hacer un libro, una autoedición. Quería editar e imprimir doscientos ejemplares. La persona que lo atendió le dio un valor determinado, algo así como dos millones de pesos, y él se levantó, le agradeció y dijo que volvería. Regresó más tarde ese mismo día y con la plata», recuerda Elizardo Aguilera, director comercial de la editorial y de la imprenta con que cuentan. «Nuestro primer registro con él es de agosto del 2001. Debió cotizar poco antes que eso, pero no nos enteramos hasta cuando vimos ese documento: ni uno de nosotros lo atendió, y la persona que lo hizo no lo reconoció ni de nombre. Tanto así que ese día, cuando nos contó, le preguntamos “¿¿Sergio Larraín, el fotógrafo??”.»

Tenía muy claro lo que quería, cuenta Aguilera. «Él ya fabricaba estos libros en Ovalle, muy artesanalmente, y siempre reprodujimos su maqueta. Nos enviaba una y le proponíamos el tipo de papel y de costura, pero era muy claro en que había que hacerlos como él pedía. Una parte de las maquetas venía escrita a pulso y la otra a máquina. Nosotros transcribíamos los textos y los ordenábamos según la forma en que él había escrito esos textos, a veces manuscrita y con dibujos. Él había visto un libro de Luis Poirot, Ephemera (Lom, 2000), que era muy pequeñito, como de bolsillo. Ese formato le encantó, por el tamaño y porque parecía algo modesto. No quería un libro ostentoso. El primer libro que publicó con nosotros fue Reconciliación, a fines de 2001, pero venía sin fecha y tenía por lo menos diez años escrito.»

El proceso de edición se daba por medio de cartas y conversaciones telefónicas. Sergio Larraín nunca tuvo computador ni correo electrónico. Y solo hacia el final de sus días era más fácil comunicarse con él a través de un teléfono celular, que tampoco era suyo, sino de su colaborador y discípulo más cercano, Óscar Gatica. «En la editorial diseñábamos una maqueta. Yo me quedaba con una y otra se la enviaba a una casilla que él tenía en Ovalle, recuerdo exactamente que era la número 167», cuenta Aguilera. Una vez que Larraín recibía la maqueta se ponían de acuerdo en el día y la hora para corregirla.

«Yo creo que él me llamaba desde una oficina de correos o de un teléfono público del centro de Ovalle. Así me lo imagino. Nos conectábamos y él empezaba a corregir conmigo en voz alta. Página 5, tercer renglón, en lugar de esta palabra debe ir esta otra, y así, lo estoy escuchando. Él daba instrucciones con la maqueta ya hecha en sus manos, y a veces llegaban de vuelta también con algunas anotaciones suyas y del mismo tipo.»

Hablaron incontables veces por teléfono, se escribieron a lo menos dos o tres cartas al año y por casi una década, pero nunca llegaron a conocerse personalmente. «Él me invitó a Ovalle a comienzos de 2012. Yo tenía pensado ir a verlo, pero con su último libro ya impreso, que era La luz establecida, pero no estuvo listo a tiempo y me fui de vacaciones. Yo estaba en eso cuando él falleció, y sus libros se fueron a Ovalle poco antes. Y creo que sí alcanzó a verlos.»

Como su impresor, Elizardo Aguilera tuvo siempre muy presentes otras tres indicaciones fundamentales para Sergio Larraín:

  1. En las últimas páginas, siempre debía agregarse: «Fotocopiar y hacer circular».
  2. Ningún libro saldrá a la venta.
  3. Tampoco serán firmados. Su nombre no debía estar en ninguna parte.

¿Intentó la editorial que firmara alguno de esos libros? «Sí que lo intentamos –responde Aguilera–. Todos los libros llevan un autor, le decía yo, pero él siempre se negó a esa idea y se la sacaba y era muy insistente en que atrás debía decir que se podía fotocopiar. Esa era su verdadera autoría, además del mensaje que contenían estos libros. Eran de cierto ordenamiento a nivel personal, y él te mostraba su esencia para que si tú quisieras te dejaras llevar por ella. Tenía algo de maestro, aunque entiendo que a él no le gustaba que lo llamaran así. Nosotros incluso le propusimos hacer un libro fotográfico, pero él nos contó que sus derechos estaban en Francia, en la Magnum. Les escribí una carta incluso. Se los propuse, pero no hubo respuesta. También le envié de regalo algunos libros fotográficos de los que hacíamos, para que los conociera y se tentara, pero tenía sus compromisos con eso. Él siempre siguió vinculado contractualmente a la agencia.»

¿Qué valor adquieren hoy los Textos para el Kínder Planetario? «Sergio Larraín me provocaba admiración por hacerlos, por autoeditarse y tener la idea de que sus libros podían servirles a otros. En mi casa, mi hija de pronto comenzó a leerlos y me hablaba de ellos. Fue muy sensible a los mensajes que había ahí, y que le hablaban de cómo realizarse y partir por el entorno de cada uno. Después otra gente empezó a preguntarme también por los libros. Él generaba una especie de magnetismo en gente anónima o que tenía cierta sensibilidad a esos temas. Más de alguna vez le di su número de casilla a alguien, y él les respondió y regaló los libros. Era muy generoso en ese sentido», dice Aguilera.

Entre los años 2001 y 2012, Lom imprimió al menos catorce títulos de los Textos para el Kínder Planetario de Sergio Larraín. Algunos incluso tuvieron una tirada de mil ejemplares y dos impresiones, como El manzano (1990), impreso en 2002 y luego en 2008. A la fecha, ninguno ha vuelto a imprimirse ni a reeditarse. Tampoco existe un registro total ni cronológico definitivo de sus libros, porque no se sabe cuándo empezó a escribirlos ni si los mandó a imprimir todos.

A comienzos de diciembre de 2011, dos meses antes de morir a causa de una enfermedad coronaria a los ochenta años, Sergio Larraín llamó por última vez a Elizardo Aguilera para preguntar si su libro estaría listo antes de fin de año. Si no lo estaba daba igual, solo quería tener la certeza porque estaba a punto de emprender un viaje, uno largo, le dijo, de dos o tres meses, y estaba dispuesto a esperarlo. Lo recibió semanas después, en sus últimos días.

Listado de títulos

Aquí y ahora (sin fecha)
Autoprogramación (control), sin fecha
Reconciliación (control), sin fecha
Ejercicios superiores, sin fecha
La vida impersonal, sin fecha
[En el punto], sin fecha
La realidad (control), 1985
El Reino, 1987
El manzano, 1990
En el día, 1991
La realidad (control), 2007
Velero, 2010
Aquí y ahora (control), 2010
La luz establecida, 2012

Poki y El manzano

«La madrugada del 7 de febrero de 2012, a los 80 años, fallece mi padre, Sergio Larraín Echenique, en su cama, durmiendo y sin haber visitado doctores ni hospitales, como él quería. Me acordaré siempre de estos últimos 10 años que pasé cerca de él, y de sus palabras que nos decían que el arte debía ser realizado con gusto, que era la verdadera manera de ser artista. Con gusto le di un último beso y con gusto seguiré el camino del arte sencillo y lleno de cariño», escribió en su cuenta de Facebook Gregoria Larraín (él la llamaba Poki), que había crecido en Francia junto a su madre, luego estudió arte en Estados Unidos y en Chile y hoy está dedicada a la pintura, a dar clases y a preservar la memoria y obra de su padre.

Sergio Larraín ahuyentaba a los periodistas y tenía estrictamente prohibido que lo fotografiaran. Por eso no hay casi registros visuales de su vida en las últimas décadas. Una semana después de su muerte, Gregoria recorrió con una filmadora la casa de Tulahuén donde su padre había pasado los últimos treinta años. Pero también conserva como tesoro casi todos sus libros. Su favorito, dice, es El manzano, que además contiene un texto dedicado a ella.

Peregrina, en medio de la luz, vas desolada, vagas por laberintos, que no conducen a nada, en este Río de cambios, perdida. El corazón entiende sólo de lo sano; lo que no tiene calidad, déjalo irse. En lo que está tu amor, hay una ventana abierta. ¡Defiende tu amor y tu alegría! No las tomes en cuenta, esas pesadillas. Son formas que se han levantado por un momento. Tú eres alegría (una niñita que juega), eres la VIDA. Quieren hacértelo aceptar, lo que no es perfecto, ¡no los dejes!… Que hasta se te olvida la existencia de la Gracia…

«Siempre supe que mi padre trabajaba en los Textos para el Kínder Planetario, en forma de libros, hojas y cuadernos. Muy a menudo nos los enviaba por correo, de a uno o varios ejemplares. Los conservo casi todos. Me quedo mucho con su apego a lo simple y lo espiritual, como guía de vida. La conversión de mi padre hacia una vida monástica original, pienso, es un ejemplo válido de vida y ayuda para otros.»

A LA CALLE

La humanidad
es una plaga
que le cayó
encima
al planeta
(lo está
destruyendo).

La luz establecida, 2012

Como mensajes que viajan adentro de una botella, Larraín envolvía varios ejemplares de sus libros en un cambucho de papel y se los enviaba por correo a sus amigos y parientes en Santiago. Otra parte se la quedaba él en su casa y los regalaba presencialmente a sus más cercanos.

«Mi papá me regaló uno porque Sergio se lo había regalado», comenta el documentalista chileno Sebastián Moreno. «No eran amigos, pero creo que se conocían. Mi papá trabajaba en el Archivo Fotográfico de la Universidad de Chile, y al parecer Sergio pasó un tiempo por el laboratorio y él mismo los regalaba prácticamente a todos, para que circulara la información de esos cuadernos. El «Kínder Planetario» viene de Óscar Ichazo; él usaba ese término para referirse a la humanidad. Decía que aún estamos en la etapa del Kínder, y que tenemos que crecer espiritualmente. Sergio y los libros tomaron ese mensaje y lo reprodujeron. La influencia de Óscar Ichazo sobre Sergio, y su idea de elevar la consciencia del mundo, es enorme», dice el director de La ciudad de los fotógrafos, que prepara una película y una serie inspiradas en la vida de Sergio Larraín, con foco en sus años como fotógrafo y su posterior aislamiento entre las montañas, los ríos y los valles de Coquimbo. Este periodo, agrega Moreno, resulta clave para apreciar y leer la producción fotográfica y literaria de sus últimos años.

«Estaba obsesionado con la ecología y se sentía muy identifcado con la postura del new age que aterrizó en el Chile de los 70, todo el neohippismo que trajo la cosmovisión oriental y que buscaba la trascendencia del hombre como individuo. Como Buda o los monjes budistas, que se iluminan y no se van de este mundo, la teoría posible era que si un pequeño grupo se lograba iluminar y alcanzar el satori, eso iba a permitir que otros también lo alcanzaran. Y Sergio se fue en esa volada muy fuerte, con una lucidez muy clara sobre muchas cosas, pero se perdió en esa idea, en la luz. Él tenía una serie de recomendaciones sobre ecología, pero también una mirada mucho más política. Era un autor con mucho carácter, aunque de pronto su postura se me hace un poco imperativa hoy. Era una especie de proselitista planetario, un militante espiritual, lo que lo hacía ser dogmático.»

Más que un objetivo político, lo que el investigador y curador Enrique Rivera desprende de mensaje de Sergio Larraín es uno objetivamente humanista: «Los Textos para el Kínder Planetario imprimen una acción, una actitud. Es tener el Rectángulo en la mano1 desde la palabra y desde el hacer. Los entiendo como una forma de accionar o calibrar no con una cámara, sino con el texto y a distancia. Una forma más cómoda, quizás, pero coherente con su nueva vida».

Un día antes del 18 de octubre de 2019, cuando estalló la revuelta social en Chile, los Textos para el Kínder Planetario comenzaban a exponerse en el Museo Nacional de Bellas Artes, para la muestra El tercer paisaje de la Bienal de Artes Mediales que el mismo Rivera dirige. Horas después la pinacoteca cerró sus puertas, y a la semana siguiente los mismos textos salieron a las calles junto a miles de manifestantes en el centro de Santiago.

«Él compartió la responsabilidad del darse
cuenta, y cuando tú te das cuenta de que algo está mal y no haces algo al respecto, eres cómplice –apunta Rivera–. Yo veo sus libros desde un ascetismo que él no quería dejar y que no tiene que ver con el autismo ni el ostracismo ni nada, muy por el contrario, él se acercó mucho más a la gente ya retirado. Quería que otros también se dieran cuenta de lo que él había logrado ver, y que apelaba a la responsabilidad de articular mensajes bien cuidados, categorizados y con criterios que respondan a las condiciones de masividad a las que hoy estamos condenados casi. Sergio fue muy crítico del mal uso que se le dio a la televisión y a los medios de comunicación en general, a cómo utilizamos los autos, las carreteras e Internet. Seguro lo hubiese sido también con las redes sociales y con cómo reacondicionaron y deshumanizaron la vida en general. No sería nada raro tampoco verlo hoy también en las manifestaciones, hablándoles a los más jóvenes, repartiéndoles sus libros y pidiéndoles, como siempre, que los fotocopien y hagan correr

Se puede,
tenemos aún
la chance,
de establecer
un orden sabio;
tomando
lección de
lo pasado.

O hacemos un
mundo sano
y sabio, o
lo perdemos.

Ejercicios superiores, sin fecha

El automóvil y demás vehículos,
(sillas con ruedas),
por su peso, tamaño, velocidad
e inercia, es peligroso y dañino
para el delicado cuerpo humano;
(hay accidentes a cada rato).

Además, es polusión;
basura a la postre, y saqueo para
comenzar (de petróleo y minerales).
Es una tonta economía de derroche
y excesos, que los instintos
en la cabeza tienen establecida:
que destruye la planta y SU
vida (incluyendo la humana).
Una orgía (es la economía de mercado
y libre empresa).

La vida impersonal, sin fecha

Terminará el apuro;
se oirán las voces,
caminaremos por un
planeta hermoso,
bailaremos en la noche
con el aire,
andaremos en bicicletas
con sonidos de viento,
miraremos el cielo
Y los campos, hermosos,
Iluminados por el sol.

Cada niño/a, caballo,
río, mar, árbol, roca,
cerro,
¡y el cielo enorme!
serán cuidados
y mantenidos perfectos;
para su total felicidad,
generación tras generación.

La luz establecida, 2012


1 El rectángulo en la mano (Cadernos Brasileiros, 1963), el primer libro de Larraín, cuyos escasos ejemplares hoy se transan en la web desde 5.000 euros hacia arriba, es un folleto de 44 páginas con 17 fotos y un texto del fotógrafo. Hoy existe dos ediciones facsimilares, ambas en el catálogo de la editorial del historiador del arte Xavier Barral, Atelier EXB/Éditions Xavier Barral, que ha publicado otros libros con la obra fotográfica de Larraín.