La contienda es desigual
Presentación de Cecilia García Huidobro

Es indiscutible que hay muchas maneras de conocer a una persona. Puede ser por circunstancias  sociales _es el amigo de un amigo; es profesor de la universidad- o por cuestiones familiares o por motivos laborales. Incluso puede ocurrir sencillamente por casualidad. Pues bien, tengo que decir que no fue bajo ninguna de estas circunstancias que conocí a Hernán Loyola: lo conocí por error. Tal como se escucha, un error flagrante que paso a deletrear, como diría Violeta Parra.

Hace ya un par de décadas mi marido y yo planeamos unas vacaciones en Italia, añoradas por lo demás por mucho tiempo. -Eso sí, me advirtió Luis Emilio antes de partir, nada de trabajo, por favor, no se te ocurra empezar a hacer entrevistas o cosas por el estilo. -¡Por ningún motivo!, respondí cruzando los dedos aprovechando que tenía la mano en el bolsillo para que no se notara el animo de  trampear de mi contestación.

En ese momento recordé que había escuchado que el reconocido ensayista Hernán Loyola vivía en Italia así que puse ahí la puntería. ¡Cómo perder la oportunidad de conocer al mayor nerudólogo!, me dije. Sabía que su especialización comenzó muy joven, a mediados de los cincuenta, cuando se graduó en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile con una tesis sobre Canto General, para muchos una de las cumbres poéticas del siglo. Ese fue el comienzo de una producción que no ha parado hasta hoy, con obras canónicas como Ser y morir en Pablo Neruda (1967), Neruda. La biografía literaria (2006), El Joven Neruda, además de antologías y la edición de Obras completas en cinco volúmenes de Galaxia Gutenberg. Para mayor contundencia, sumemos a ello la organización de congresos y otras publicaciones realizadas entorno al poeta.

Como toda mi generación y las que vinieron después, había leído y subrayado algunos de sus trabajos, pero incluso más que su conocimiento de la vida y obra de Neruda o la sagacidad de sus estudios, me llamaba la atención el hecho de que su amistad con el poeta no contaminara su aproximación crítica. Eso habla a las claras que se trata de una persona disciplinada, algo en la que sin duda el partido Comunista había hecho algún aporte, supuse. La trayectoria profesional de Loyola no se agota en Neruda. Sus estudios cubren un amplio espectro que va desde Hernán Cortés o Sor Juana Inés de la Cruz en la época colonial, hasta escritores actuales como Vargas Llosa, Jorge Edwards,

García Márquez, José Emilio Pacheco, Bolaño, a los que hay que sumar temas que dan cuenta de otras pasiones como su adicción a la música qué plasmó en un ensayo fascinante sobre El jazz en Cortázar, por ejemplo.

Como un malabarista Loyola conjugó su labor de crítico literario y periodista cultural especialmente en el diario El Siglo, con la de profesor universitario, investigador y “nerudista”. Tareas que alternó de manera infatigable volviéndose un actor relevante en la escena cultural chilena a partir de la década de los cincuenta. Había que conocerlo, sin duda.

Le escribí, entonces, explicándole que viajaría a Roma y deseaba reunirme con él. La respuesta fue pronta y cordial. Con el tiempo comprobé que eran rasgos característicos de Loyola. Me decía que estaría encantado de juntarse conmigo pero que vivía en Sassari y no tenia planificado ir a Roma. Ahí comenzó el error. Muy provinciana yo, pensé que eso no sería impedimento pues en un país de las dimensiones de Italia podía tomarme un tren y en un par de horas llegar a esa ciudad que no había oído nombrar en mi vida. Perezosa además, porque no se me ocurrió chequearlo en un mapa. Así que le respondí que no tenía inconveniente de ir a Sassari.

De nuevo su respuesta fue rápida, cordial y esta vez también puntillosa, otro atributo que prontamente descubriría que lo retrata bien. Me explicaba en detalle como llegar a su ciudad: tenía que tomar un tren -era lo que había supuesto- pero hasta un puerto: Civetavecchia. Ahí tomar un barco con destino a Olbia de preferencia en la noche pues la navegación dura 7 horas y media. Al desembarcar en Olbia, todo era muy fácil, continuaba Loyola. Había que dirigirse a una terminal que está cerca y ahí montarse en un autobús a Sassari. Si teníamos la fortuna de tomar uno que hiciera el trayecto más o menos directo, en tres horas estaríamos en nuestro destino.

Resumiendo, el par de horas que había supuesto eran en realidad casi dos días de viaje. Ese era ya el tamaño de mi equivocación. Sassari está en la costa poniente de la Isla de Cerdeña, todo el mundo sabe eso, menos yo claro y cuando lo supe era tarde para echar pie atrás.

Las actividades de Hernán Loyola en la academia italiana habían comenzado en 1974. Era director del Instituto de Literatura Chilena de la Universidad de Chile, cargo del que fue exonerado el mismo día 11 de septiembre de 1973.  Poco después salió al exilio iniciando una carrera universitaria en Budapest, Bordeaux, e Italia, donde se radicó llegando a ser nombrado catedrático de la universidad de esta ciudad a la que parecía que no  íbamos a llegar nunca.

Cuando por fin nos bajamos en la estación de Sassari, donde nos esperaba nuestro anfitrión, al saludarlo descubrí que me faltaba todavía conocer otra faceta de su personalidad: su incombustible sentido del humor. Antes del abrazo, nos dijo: “Compañeros, la contienda es desigual”. Luego averiguamos que todo Sassari no solo conocía la frase de Arturo Prat sino que era el santo y seña entre los muchos alumnos de Hernán, que desde cualquier esquina o espacio público le gritaban al verlo pasar: “professore, la contienda es desiguale”. Pero bueno, esa es otra historia. Una de las muchas desopilantes anécdotas en la vida de este hombre con la sabiduría popular de Sancho pero con la perseverancia y los  grandes ideales de don Quijote.

De haber sabido que tendría que ir a la Isla de Cerdeña, nunca lo hubiera conocido. Más de una vez he celebrado este error que permitió una cadena de malos entendidos que me puso en contacto con Hernán Loyola y pude sumar a mi admiración por su obra, el aprecio por su persona.

Por lo general, estamos limitados por una suerte de racionalidad que nos impulsa a rechazar cualquier cosa ajena a lo planificado en vez de considerarlo una oportunidad. O, mejor aún, una fisura por donde se cuelan otredades que nos abren la mente, nos provocan, nos despiertan la imaginación, nos desafían, nos desconciertan, en fin, nos ponen en movimiento que no hace otra cosa que enriquecernos.

Y ese es quizás uno de los aspectos neurálgicos de la hermenéutica que caracteriza el vasto trabajo de Hernán Loyola.  No califica, muchos menos descalifica. Más bien se propone alumbrar una obra desde variados puntos de vista como bien se percibe, al leer su último libro, Los pecados de Neruda, primicia que ha venido a presentar a la Cátedra abierta en Homenaje a Bolaño: Lo cito:  «Pretendo revisar  sin prejuicios los datos objetivos y los indicios que  ofrece la documentación disponible (poemas, cartas, fotos, crónicas, confesiones, críticas, etc.)  para ver que sale de esa operación. A  partir  de esos materiales intentaré reflexionar y formular eventuales hipótesis que, por lo demás no pretenderán ser una defensa del acusado, para eso él se  basta  como siempre (‘yo respondo con mi obra’».1 Loyola no escode los pecados de Neruda, que no son pocos si miramos el índice del libro: machista, violador, mal marido, mal padre, plagiario, insolente, abandonador, estalinista, entre otros. Más bien los analiza, los contextualiza, los deconstruye. Hay sin duda una disposición a meterse dentro de estos tropiezos para así comprender la complejidad de la que estamos hechos, esa que Nicanor Parra resumía como embutido de ángel y bestia. Sorprende como toda su enorme erudición –que es impresionante- lejos de convertirse en discurso destinado a fijar verdades, su ágil pluma lo transforma en un viaje hacia los intersticios íntimos de la vida del vate, y con ello en verdaderos espacios de humanización que vuelven esos asuntos privados en historias que nos interpelan a todos. Una suerte de residencia en Neruda. Esa negativa a emprender un retrato monolítico acaso sea un intento de encaminarnos hacia una forma de construir una sociedad más inclusiva y diversa que al parecer todos estamos deseando, reclamando sería más exacto afirmar hoy.

No creo que sea casualidad que esta cátedra ocurra en días tan especiales de nuestro país cuando todos hemos sido parte de un estallido ciudadano que quiero pensar quedará consignado en los libros de historia como un antes y un después. Es, tal vez, de nuevo el azar que brinda la oportunidad de conectarnos con nuestra mejor tradición representada en su trayectoria vital e intelectual. Como su bigote a la antigua usanza, Hernán Loyola personifica un viejo Chile, ese al que en estos días hemos vuelto la mirada. Don Hernán –y el Don se la ha ganado con su destacadísima trayectoria profesional- encarna a ese país republicano, sencillo, que en algún recodo del camino perdimos de vista pero que añoramos recobrar.

Sabemos que la contienda es desigual, pero la historia de vida de Hernán Loyola  y su obra nos reiteran que nunca hay que arriar la bandera.

 

Neruda pecador

Hernán Loyola

1

Durante el vuelo Alitalia que me trajo a Santiago el 9 noviembre leí varios de los relatos de Turbulence, de David Szalay. En uno de ellos la protagonista es Marion Mackenzie,   escritora ya madura que viaja desde Toronto a Seattle para acompañar a su hija Annie en trance de parir a su primer hijo. Cuando llega a la clínica su nieto Thomas ya nació: «¡ciego!» le grita Annie en lágrimas. ¿Y el padre? Apenas supo que su hijo había nacido ciego, Doug se fue, abandonó de prisa la clínica. El relato no volverá a hablar de él.

Por su lado, Marion reflexiona sobre los efectos de lo sucedido a su hija: «Sabía ya que con el tiempo el alcance del hecho habría terminado por amplificarse; en su mente, y en la de Annie, habría terminado por amplificarse en algo enorme, en una gigantesca derrota de la maternidad, de la humanidad, en un evento determinante para sus vidas, al que ninguna de las dos lograría jamás sustraerse del todo, cualquiera fuese el futuro. Era uno de esos acontecimientos, pensó, que hacen de nosotros lo que somos, para nosotros mismos y para los demás. Cosas que parecen suceder así, sin motivo, y que después en cambio quedan ahí para siempre, y poco a poco nos damos cuenta de que nos han marcado, que nada será nunca más como antes.»

Así como el relato de Szalay enfoca en clave femenina las repercusiones de la grave minusvalía con que ha nacido el nieto de la escritora (ficticia), así mi libro Los pecados de Neruda dedica un capítulo a explorar en clave masculina el caso real de un padre también escritor, cuya hija Malva Marina nació en 1934 afectada por hidrocefalia, enfermedad entonces incurable. Intenté plantear el problema del padre-poeta, al que la minusvalía de su hija condenaba a vivir una imposible comunicación con ella, lo cual fue para él, a mi juicio, el peor aspecto de una tragedia que, sumada a la infelicidad conyugal, terminó por privar de todo sentido futuro su convivencia con Maruca. Sin embargo, no abandonó el hospital como Doug, y quizás habría continuado a vivir un tiempo más largo con su mujer (y su hija) si el estallido de la guerra civil española no hubiera precipitado la ruptura. Una dimensión importante del comportamiento familiar de Neruda fue su sentido de la responsabilidad, que se manifestó aun en condiciones objetivamente muy difíciles y en conflicto con la búsqueda de la sinceridad sentimental para su vida.

Quien quiera asomarse al drama del padrepoeta frente a la enfermedad de su hija, y a sus dificultades para aceptar esa desgracia, encontrará en mi libro dos textos imprescindibles: uno es el poema “Enfermedades en mi casa”, escrito pocos días después del nacimiento de Malva Marina e incluido en Residencia en la tierra – 2; el segundo es “Pablo tenía una hija…”, desgarrador testimonio de Vicente Aleixandre, quien revive su visita a la Casa de las Flores, invitado por su amigo Pablo para que conociera a Malva Marina (en V. Aleixandre, Los encuentros, Madrid 1985). También encontrará mis razones para establecer que el pececillo entre anillos armilares en el logo de Neruda—originariamente un exlibris que diseñó el artista español Miguel Prieto para la cubierta de la primera edición mexicana de Canto General (1950)—fue la figura simbólica con que el poeta decidió perpetuar la memoria de Malva Marina, a quien dejó de nombrar cuando verificó la irreversibilidad de su mal. Fue la otra cara de su silencio. Miguel Prieto había diseñado también el pececillo que hay al pie de la tarjeta plegada con que Pablo y Maruca anunciaron en agosto de 1934 el nacimiento de su hija.

2

La idea de escribir sobre los pecados de Neruda me vino al leer en un periódico de Santiago, en 2018, un comentario a la reciente publicación, en España, de un “Breve Decálogo de Ideas para una Escuela Feminista”, uno de cuyos preceptos ordenaba eliminar del programa de lecturas los «libros escritos por autores machistas y misóginos», entre ellos Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, con especial referencia al verso «Me gustas cuando callas porque estás como ausente» del poema 15. Pasado el estupor inicial, me propuse entonces demostrar cuánto era injusto (por desinformación) sentar a ese libro en tal banquillo de acusados.

El problema era la forma de la demostración. Obviamente era inútil oponer a esa condena un discurso argumentativo, por lo que decidí intentar una narración, una breve historia de la relación amorosa entre Pablo y Albertina que, con un mínimo de comentarios y con un poco de ironía, informase sobre el trasfondo del poema 15, para empezar, y sobre los episodios y cartas (del poeta a su amada) que marcaron el itinerario del amor menos machista del historial erótico nerudiano.  Pablo y Albertina fueron amantes durante un par de años universitarios en Santiago, luego ella enfermó y tuvo que regresar a Concepción en 1923, y desde entonces no volvió a encontrarse con Pablo hasta 1932. Pero a Pablo esa mujer le había gustado tanto que hasta 1927, cuando partía rumbo a Oriente, la persiguió con más de un centenar de cartas (patéticas muchas de ellas) requiriéndola en todos los tonos e inventando toda clase de argucias para volver a vivir con ella una noche de amor, sólo una noche de amor.

Esta historia revela una clave central en la vida y en la obra de Neruda, inseparables. Esa clave fue la sensualidad, entendida no sólo en relación con el sexo sino también con los sujetos y objetos naturales (animales, árboles, frutos, piedras), con los objetos construidos por el hombre (alimentos, juguetes, máquinas, barcos), en suma, con la entera percepción física—táctil, sensorial—del mundo. Para vislumbrar el alcance y poderío de la sensualidad nerudiana basta recorrer la fantasía y el amor que dieron a su casa de Isla Negra, como a La Chascona y a La Sebastiana, esa dimensión maravillosa que va infinitamente más allá de la condición y suma de los objetos que las pueblan. Casas que en vida del poeta fueron también organismos vivientes, siempre en crecimiento y metamorfosis.

3

Me pregunto cómo habría reaccionado Neruda ante las acusaciones de violador que surgieron, en avalancha internacional, a más de cuarenta años de la publicación de Confieso que he vivido (1974), cuando algún buscador de escándalo encontró en ese libro, y lo divulgó con mala leche, el fragmento donde el poeta, probablemente a fines de los años sesenta, evocó el episodio de 1929 ocurrido en Wellawatta, isla de Ceylán (hoy Sri Lanka).  Es probable que la reacción de Neruda habría sido el silencio («Me han hecho tantos cargos en mi vida que uno más no me inquieta mucho»), pero sin duda le habría dolido, y también enfurecido, la lectura inquisitorial de la confesión—no solicitada, espontánea y sin atenuantes—de algo que nadie habría sabido nunca si el poeta mismo, a sus 65 años, no hubiera revelado el abuso que cometió cuando era un joven de 24.

Recién instalado en Wellawatta (enero 1929), una mañana muy temprano había visto pasar a la mujer que limpiaba el retrete: «una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceylán, de la raza tamil, de la casta de los parias». Era tan bella que el poeta no resistió a la tentación de cortejarla y seducirla en los días que siguieron.

Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.

Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.

Fue el relato de un fallido intento de seducción. La exaltación y el elogio de la bella tamil no tendían a atenuar el abuso sino, al contrario, a reforzar la sinceridad de un arrepentimiento resumido en una sola frase: «Hacía bien en despreciarme». Fórmula autocrítica muy rara en el orgulloso Neruda, reforzada por el propósito de corrección: «No se repitió la experiencia». Ahora bien ¿qué movió al poeta a esta confesión escrita a 40 años del abuso?  A mi entender, conociendo a Neruda, creo que la intención central no fue la autodenuncia tardía de un comportamiento inaceptable, sino el rescate verbal de la bella tamil: sacar a esa humilde figura desde el abismo de la inexistencia, de la nada, e instalarla en su escritura como un modo de fundar su memoria. Y como un modo de pedirle perdón.

Tal propósito de fondo está lejos de haber sido comprendido por la mayoría de quienes se han ocupado del episodio en la prensa en Chile: un país donde no me resultan casos de confesión ni de arrepentimiento, ni tanto menos de pedir perdón por parte—sin ir más lejos—de los autores y cómplices de los innumerables abusos del mismo tipo cometidos en los centros de tortura y en los allanamientos, con arrestos de mujeres, durante la dictadura de Pinochet.  En Chile abundan quienes miran para otro lado ante aquellas violaciones, todavía impunes, mientras al mismo tiempo excomulgan a Neruda a partir de su confesión. Es muy poco frecuente, en cambio, leer una opinión como la que emitió Claudia Donoso, escritora y artista visual, para una encuesta-top que realizó la revista The Clinic (01.10.2012) sobre el episodio de Ceylán:

A Neruda lo considero un hombre de su tiempo, nada más. Lo que veo por su texto es que se le disparó una calentura exótica, muy a lo Rimbaud. No veo ahí una violación porque el tipo corteja a la ceilandesa, o sea no le cae encima como macaco. Y cuando ve que ella no está ni ahí, que obedece como la paria que es y que responde como una estatua, Neftalí se siente despreciable y fuera de tiesto. Por lo tanto, no veo ahí una violación sino un gazapo de la sensibilidad, un guatazo antropológico.

4

No habría incluido en el libro ningún pecado en relación a la mítica figura de Josie Bliss (no veía cómo) si no hubiera conocido los trabajos de algunas académicas especializadas en asuntos del Asia sudoriental, que en diversos momentos se improvisaron nerudólogas para elaborar piezas de denuncia o acusación contra Neruda referidas al 1928, año de su historia de pasional amor con la «pantera birmana».

En particular me interesó un texto de Roanne Kantor (en Transmodernity 2, Spring 2014) cuyo objetivo central era—nada menos—negar la existencia misma de Josie Bliss, negar que alguna vez vivió en Rangoon una mujer con ese nombre. El poeta simplemente habría inventado en su escritura «the Josie myth… calculated to massage Neruda’s ego» (el mito de Josie… calculado para masajear el ego de Neruda). Faltarían «archivos» (archival records) y otras evidencias que prueben o confirmen «que alguna vez existió de veras alguna Josie».

Aparte los ataques de Huidobro, De Rokha, Ricardo Paseyro y otros que dedicaron mucho tiempo y energías al vano intento de aniquilar a Neruda (incluyendo enteros volúmenes como El Bacalao de Leonardo Sanhueza), no faltan académicos en la trayectoria del antinerudismo. Pero la tentativa de Mrs. Kantor (no hay archivos para Josie Bliss) agregó a esa cruzada, casi secular, una pieza imprevista y novedosa basada, sin embargo, en un visible déficit de información… y de sensibilidad frente a Residencia en la tierra.

El asalto de la académica de la Universidad de Texas (Austin) se concentró sobre “Tango del viudo”, escrito en 1928 y publicado en 1929, que según ella sería el primer poema de Neruda «explícita e inequívocamente relacionado a Josie Bliss». Error. Aunque hoy parezca increíble, la conexión entre “Tango del viudo” y una mujer llamada Josie Bliss fue explícitamente revelada— por primera vez—en una de las diez crónicas autobiográficas que solo en 1962 Neruda publicó en la revista O Cruzeiro Internacional (en español) de Río de Janeiro. Esto significa que durante 33 años Neruda quiso que el poema fuese leído sin que nadie, exceptuando algunos amigos, pudiera relacionarlo con una mujer llamada Josie Bliss, nunca nombrada en la primera Residencia (publicada en 1933); y sin que nadie, tampoco, lo pudiera relacionar con el poema titulado “Josie Bliss”, escrito durante la primera mitad de 1935 (o sea seis años después de haber escrito “Tango del viudo”) y cuyo trasfondo anecdótico quedó totalmente desconocido hasta 1962. No por casualidad Neruda asignó al poema “Josie Bliss” la privilegiada función de cerrar la segunda Residencia, o sea la entera obra: las dos Residencias fueron publicadas juntas, por primera vez, en 1935.

¿No es extraño, entonces, que Neruda haya creado en 1928 el mito Josie Bliss con el bien calculado propósito de masajear su ego, según escribe Kantor, y que sin embargo haya dejado pasar más de treinta años antes de revelar la clave, vale decir el misterio o secreto desencadenante, indispensable para hacer efectivo tan vanidoso propósito?

Además, Kantor ignora que la historia del supuesto mito se constituyó no sólo con “Tango del viudo” sino con otros siete textos de 1928 (ver los “Archivos para Josie Bliss” entre los Anexos de mi libro) que el poeta dispuso—ya para la edición 1933 de la primera Residencia—en deliberado desorden cronológico de la escritura. Desorden destinado precisamente a ocultar el secreto nexo entre los ocho textos. ¿Por qué ocultar dicho nexo? Pues porque a Neruda (en oposición a lo que supone Kantor) interesaba que esos poemas fueran leídos exactamente como poemas y no como episodios de una historia erótica que él no tenía ningún interés en contar.

Su ciego fervor antinerudista jugó a Kantor una fea—por no decir ridícula—pasada cuando sostuvo que la relación de Josie con Pablo «pudo haber sido motivada no tanto por la pasión sexual [de la birmana] cuanto por la persecución de seguridad económica o prestigio; su performance de celos fue un cálculo, no una compulsión». Si hubiera leído con más atención a Schidlowsky (al menos su página 140), la investigadora texana sabría que el cónsul de Chile estuvo cinco meses sin sueldo a mediados de 1928, justamente los meses de la convivencia y de las cartas de Neruda a su amigo chileno González Vera y al argentino Héctor Eandi (agosto-septiembre) que dieron cuenta del entusiasmo del poeta por haber encontrado no solo la forma sino, en particular, el título para su libro en preparación: Residencia en la tierra. ¿Y a este mísero cónsul de quinta categoría y sin estipendio seducía Josie Bliss engañosamente, en busca de prestigio y de dinero? Los documentos y los poemas prueban que la pantera birmana, locamente enamorada, no sólo ayudó a Pablo a sobrevivir en una situación desesperada, sino también a crecer como poeta.

Desmontar las tesis de Kantor sobre el Gran Fabulador terminó por ser sólo un pretexto para proponer en Anexos (ver los “Archivos para Josie Bliss”) mi propia lectura de la relación PabloJosie como una parábola amorosa en sus fases de enamoramiento, convivencia pasional y fuga.

5

¡Escribió una oda a Stalin! Pecado mortal, acusa con especial rigor el fariseo, nostálgico de algún dictador criollo.  Fariseo que en vano buscaría una “oda a Stalin” en el índice de las obras completas de Neruda. Pero veamos lo que el acusado escribió al respecto en sus memorias:

Muchos me han creído un convencido estaliniano. Fascistas y reaccionarios me han pintado como un exégeta lírico de Stalin. Nada de esto me irrita en especial. Todas las conclusiones se hacen posibles en una época diabólicamente confusa. […]

Esta ha sido mi posición: por sobre las tinieblas, desconocidas para mí, de la época estaliniana, surgía ante mis ojos el primer Stalin, un hombre principista y bonachón, sobrio como un anacoreta, defensor titánico de la Revolución rusa. Además, este pequeño hombre de grandes bigotes se agigantó en la guerra: con su nombre en los labios, el Ejército Rojo atacó y pulverizó la fortaleza de los demonios hitlerianos.

Sin embargo, dediqué uno solo de mis poemas a esa poderosa personalidad. Fue con ocasión de su muerte. Lo puede encontrar cualquiera en las ediciones de mis obras completas. La muerte del cíclope del Kremlin tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana. Mi poema captó la sensación de aquel pánico terrestre.

Confieso que he vivido, Ed. Planeta, Santiago 2017: 370-371.

En efecto, el único poema autónomo que Neruda dedicó a Stalin fue el titulado “En su muerte” de Las uvas y el viento (1954, en OC, I, 998-1004). Para ser precisos, sin embargo, una pequeña oda a Stalin (escrita cuando este aún vivía, a comienzos de 1948) fue un fragmento sin título dentro del poema “Que despierte el Leñador”, capítulo IX de Canto General, donde Neruda confirma la imagen del primer Stalin que recordó en sus memorias:

En tres habitaciones del viejo Kremlin
vive un hombre llamado José Stalin.
Tarde se apaga la luz de su cuarto.

El mundo y su patria no le dan
reposo. Otros héroes han dado a luz
una patria, él además ayudó a
concebir la suya, a edificarla, a
defenderla.

Su inmensa patria es, pues, parte de él mismo
y no puede descansar porque ella no
descansa. En otro tiempo la nieve y la pólvora
lo encontraron frente a los viejos bandidos
que quisieron (como ahora otra vez) revivir el
knut, y la miseria, la angustia de los esclavos,
el dormido dolor de millones de pobres. Él
estuvo contra los que como Wrangel y Denikin
fueron enviados desde Occidente para
«defender la Cultura».

Allí dejaron el pellejo aquellos defensores de
los verdugos, y en el ancho terreno de la URSS,
Stalin trabajó noche y día. Pero más tarde
vinieron en una ola de plomo los alemanes
cebados por Chamberlain. Stalin los enfrentó
en todas las vastas fronteras, en todos los
repliegues, en todos los avances y hasta Berlín
sus hijos como un huracán de pueblos llegaron
y llevaron la paz ancha de Rusia.

Desde la Antigüedad tardía y durante la Edad Media el panegírico de los soberanos se basó, según Curtius, en el tópico sapientia-fortitudo: por un lado sabiduría, calma, inteligencia, resolución de dificultades; por otro fuerza, poder, hombría, coraje, destreza militar, visión estratégica. Este panegírico de Stalin asumió instintivamente la tradición secular, pero subordinando el saber y la fuerza a una tarea superior, la constructio: «Su inmensa patria es, pues, parte de él mismo, y no puede descansar porque ella no descansa». El elogio de los emperadores de la Antigüedad y de los reyes y señores feudales del Medioevo daba por descontado un territorio o un reino establecido, por dinastía o por conquista. El elogio máximo y fundamental de Stalin, que Neruda subrayó, era el del constructor infatigable de una patria inmensa en desarrollo bajo asedio y amenazas exteriores, en permanente estado de excepción. Tal era la proeza central que perseguía ese hombre tranquilo que trabajaba hasta muy tarde en sus tres habitaciones del Kremlin.

Años más tarde, al fallecer Stalin en 1953, Neruda escribió la elegía “En su muerte”, que fue difundida y traducida en todo el mundo, y recogida en el volumen Las uvas y el viento

(Nascimento 1954). Texto de extensión mayor, introducido por una invocación personal del poeta: en ella asume la tradición del poema elegíaco mediante una elaboración original del sacudón cósmico provocado por la muerte del Gran Líder:

Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la
Isla Negra, descansando de luchas y de viajes,
cuando la noticia de tu muerte llegó como
un golpe de océano.

Sigue la fase central de la elegía, que presenta a Lenin como el héroe que modificó ese mundo degradado («Cambió la tierra, el hombre, la vida. / … / Nació una patria / que no ha dejado de crecer.») y a Stalin como el sucesor: «Lenin dejó una herencia / de patria libre y ancha. / Stalin la pobló / con escuelas y harina, / imprentas y manzanas.» Esta fase confirma y reitera el tema de la construcción:

Stalin desde entonces fue construyendo… Los minerales acudieron, salieron de sus sueños oscuros, se levantaron, se hicieron rieles, ruedas, locomotoras, hilos que llevaron las sílabas eléctricas  por toda la extensión y la distancia. Stalin construía.

El fariseo que condena a Neruda por haber escrito en homenaje a Stalin el sobrio panegírico de 1948 y la elegía de 1953, debería al menos escandalizarse frente a las declaraciones de admiración que formularon estadistas, historiadores y otras personalidades de Occidente, ajenos al ambiente comunista, tras la muerte del líder soviético. Así Winston Churchill, que en su tiempo había promovido incluso la intervención militar contra la URSS, durante la Conferencia de Teherán en noviembre de 1943 saludó al colega soviético como «Stalin el Grande», digno heredero de Pedro el Grande, cuya victoria en Stalingrado había puesto a su país en condiciones de derrotar al invasor: I like that man, repetirá a menudo a la prensa el ministro inglés.

Por su lado Averell Harriman, embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y 1946, no escatimó elogios a Stalin por su talento militar: «Me parecía mejor informado que Roosevelt y más realista que Churchill», era el más capaz del trío de líderes antinazis durante la guerra. En términos incluso enfáticos expresó en 1944 Alcide De Gasperi, dirigente de la Democracia Cristiana y futuro primer ministro de Italia, su admiración hacia los logros sociales de la URSS de Stalin. Sorprendente e inesperada, en fin, fue la necrología que escribió Isaac Deutscher, el famoso biógrafo de Trotski (cito por Domènico Losurdo, Stalin. Storia e critica di una leggenda nera, Roma 2008, p. 12):

En el arco de tres decenios, la faz de la Unión Soviética se ha transformado completamente. El núcleo de la acción histórica de Stalin consiste en que encontró una Rusia que trabajaba la tierra con arados de madera y la deja dominando la pila atómica. Elevó la Rusia al nivel de segunda potencia industrial del mundo. Y no se trató solo del puro y simple progreso material y de la organización. Un resultado de tales dimensiones no se habría podido obtener sin la vasta revolución cultural que mandó a escuela a un entero enorme país para impartirle una instrucción extensa.

6

No correspondía en mi libro reexaminar el origen y los efectos de las revelaciones de Jruschov durante el XX Congreso del PCUS (febrero de 1956) sobre los crímenes y abusos del régimen estaliniano, ni tampoco las tentativas de rectificar en parte las revelaciones de Jruschov (cuyo informe, por lo demás, incluía no pocas falsedades después señaladas, por ejemplo sobre el comportamiento de Stalin al inicio de la invasión nazi). El efecto devastador de febrero no encontrará equilibrio: «para ponerlo en los términos más sencillos, la revolución de octubre creó el movimiento comunista a nivel mundial, el XX congreso lo destruyó», resumirá el historiador marxista Eric Hobsbawm. Sin embargo, el interminable proceso contra los pecados de Neruda enraíza directa o indirectamente en un persistente anticomunismo.

Sobre la reacción del poeta a la crisis provocada por el XX Congreso, recuerda Jorge Edwards que, regresando en 1956 de alguno de sus viajes, Neruda «bajó de un barco en el puerto de Montevideo y no pudo contestar a las preguntas de la prensa porque estaba absolutamente afónico. Su afonía se prolongó durante semanas, luego desapareció, y reapareció a lo largo de los años que siguieron. Era un curioso mal psicosomático que le quitaba el habla en el momento más oportuno, o más inoportuno, según como se lo mirara. Nunca pensé que esto fuera simple comedia, como pensaron los mal pensados de todas partes, sino el reflejo de una angustia, de un conflicto interno mucho más grave» (Adiós, poeta…, 1990, p. 66).

Pero su reacción principal fue el silencio (elocuente como siempre). No declaró haberse sentido engañado o traicionado. Hacia el final de su vida respondió a un periodista francés: «Me equivoqué», nada más. Aunque el shock fue quizás más duro para él que para otros escritores comunistas, siguió militando activamente en su partido hasta que murió el 23 de septiembre 1973, pocos días después de su amigo el presidente Allende.

Hubo cambios, sin embargo, en su cosmovisión política, pero ellos no se manifestaron en su comportamiento cívico sino en su escritura. No cambió de partido sino de poesía. Ni el informe Jruschov ni los tanques soviéticos en Budapest constriñeron a Neruda en 1956 a posiciones disidentes, pero sí a la redimensión del optimismo histórico que había impregnado en particular el ciclo inmediatamente anterior de su poesía, desde “Alturas de Macchu Picchu” (1946) hasta Nuevas odas elementales (1956).

La prioridad ideológica y militante dejó de gobernar la elaboración de Estravagario, Navegaciones y regresos, Cien sonetos de amor, libros regidos por el amor a Matilde que paradójicamente, según ha detallado Greg Dawes, fue lo que condujo a Neruda hacia la reformulación de la postura política en Canción de gesta (1960).

En 1964 festejó su 60° cumpleaños con la edición del Memorial de Isla Negra, cuyo quinto volumen se subtitulaba Sonata crítica, volviendo al término sonata que Neruda había usado en las Residencias para poemas basados en experiencias dejadas atrás con dolor, como es aquí el caso de “El episodio”, extenso poema en el que resumió y clausuró las reflexiones críticas personales que venía elaborando sobre el episodio de 1956. La intención del término episodio no fue la de disminuir la gravedad de lo sucedido sino replicar a quienes, sin importarles un rábano el valor ni el destino del movimiento comunista, presionaron por años a Neruda con preguntas y tentaciones para alejarlo de su partido.

El poeta centró su revisión crítica del estalinismo en aquello que había verificado personalmente en sus viajes a la URSS, en lo que había visto sin ver: el culto a la personalidad bajo la forma de las estatuas y efigies innumerables, y sólo de modo genérico aludió a los crímenes, ejecuciones, purgas y demás formas de opresión. Pero sospecho que esa atención a las estatuas, al culto a la personalidad en Stalin, fue también, paralelamente, una secreta vía de autocrítica respecto a las figuras estatuarias con que su poesía representó el propio desarrollo hasta 1956: el Yo Soy de Canto general, el Capitán de los versos, el Hombre Invisible de las odas elementales, y otras derivadas, que tarde o temprano habrían llevado a Neruda a un callejón ciego, a una suerte de inmovilidad de estatua. Esas figuras desaparecieron bruscamente y para siempre, sin explicación del autor, a partir de Estravagario.

En el centro de “El episodio” hay un fragmento titulado «El dolor» sobre cómo se desnaturalizó el rol del líder, y otro titulado «Nosotros callábamos», donde el poeta reconoció que los comunistas guardaron silencio ante los indicios y denuncias sobre lo que sucedía en la URSS bajo Stalin, hasta que la verdad impuso la rectificación. Después de esto, Neruda clausuró sus años de reflexión sobre el episodio con dos solemnes e inequívocas reafirmaciones: una militante, la otra personal. La primera se llamó «Los comunistas» y usó un plural colectivo:

Los que pusimos el alma en la
piedra,  en el hierro, en la dura
disciplina, allí vivimos sólo por
amor y ya se sabe que nos
desangramos cuando la estrella
fue tergiversada por la luna
sombría del eclipse.

Ahora veréis qué somos y pensamos. Ahora veréis qué somos y seremos. La reafirmación personal de 1964—válida de hecho hasta su muerte—fue la respuesta definitiva a sus abiertos y a sus solapados enemigos: «Todos ellos quisieron que bajara / de la altura mi abeja y mi bandera / y que siguiendo el signo del crepúsculo / declarara mi error y recibiera / la condecoración del renegado»:

Así el poeta escogió su camino
con el hermano suyo que
apaleaban: con el que se metía
bajo tierra y después de pelearse
con la piedra resucitaba sólo
para el sueño.

Y también escogió la patria
oscura, la madre de frejoles y
soldados, de callejones negros
en la lluvia y trabajos pesados y
nocturnos.

Por eso no me esperen de regreso

.

No soy de los que vuelven de la luz.

7

A fines de 1971 Neruda adquirió en Normandía, con los dineros del Premio Nobel de Literatura, una casona que había sido una dependencia— quizás una caballeriza—de un antiguo castillo. En el parlamento chileno un senador de derechas gritó al escándalo: miren ustedes al Vate: se dice comunista, pero sin el menor tapujo se compra un castillo en Francia, como un acaudalado burgués. Neruda respondió: si el senador se siente con derecho a comprar un castillo, ¿por qué no puedo hacerlo yo con mi dinero bien ganado? Nosotros los comunistas no luchamos para que los obreros puedan solo comprar chozas o tugurios, sino incluso mansiones como las del honorable senador, y hasta un castillo si le da la gana y el bolsillo.

El lunes 30 de junio de 1969, ante las cámaras del Canal 9 (Universidad de Chile), Pablo Neruda, poeta y candidato a la Presidencia de la República, había sido entrevistado por cuatro conocidos periodistas de aquella época, de diversos colores políticos: Julio Lanzarotti, Augusto Olivares, Emilio Filippi y Carlos Jorquera. La última pregunta fue de Filippi:

Emilio FILIPPI: Algunos jóvenes de izquierda lo acusan a usted de ser un burgués, de vivir muy cómodamente y de ver pasar la revolución solamente con ojos de poeta. ¿Qué piensa usted acerca de tales cargos?

Pablo NERUDA: Me han hecho tantos cargos en mi vida que uno más no me inquieta mucho. Yo tengo una posición política, pertenezco a un partido, y vivo intensamente cada campaña política que mi partido libra en el país. Durante la última campaña electoral yo recorrí desde San Felipe hasta el Aysén hablando en los caminos, en los mercados, en las plazas y en las escuelas. ¿Esto lo hace un poeta burgués? ¿Es esto quedarse cómodamente sentado viendo cómo pasa la revolución? Ésos que me acusan, vamos comparando, ¿qué hacen ellos y que hago yo? ¿Acaso no estoy entregando de una manera consciente todo mi esfuerzo, y mi vida, y gran parte de mi obra a la causa de las transformaciones políticas y sociales de mi país?

En cuanto a mi sentimiento de militancia, ¿es que no comprenden ustedes que un poeta comprometido como yo ha debido enfrentar muchos intentos de seducción y de corrupción por los del otro bando? ¿Y dónde están mis claudicaciones? Entendámonos entonces. Es muy fácil, sobre todo para los jóvenes, decir que somos viejos, que nos aburguesamos. Pues bien, yo los pondría a hacer todo lo que yo he hecho y lo que sigo haciendo, en el terreno literario y en el político. Yo tengo 65 años. Si me pueden mostrar el ejemplo de otro poeta que a mi edad esté haciendo lo que hago yo, ¡adelante, por favor!

 

 

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1 Los pecados de Neruda. Pag 106