El escritor y sus ritos

Presentación de Jaime Collyer

Varias cosas se me vienen a la mente con el título que Fernando Ampuero ha puesto a su conferencia de hoy. Una de ellas es anecdótica y la escuché en boca del español Juan José Millás al aludir al papel que los escritores suelen jugar en los congresos literarios. Decía Millás que en tales escenarios suele exigirse a los autores invitados que hagan una ponencia, alguna sesuda reflexión en torno –por ejemplo– al cantar de gesta y sus derivaciones, o la obra incitante del Arcipreste de Hita, temas en los que esos autores no suelen ser muy duchos, aunque deban simularlo a la hora de la ponencia. Añadía Millás que el auténtico encuentro, la hora de la verdad literaria, en que los escritores invitados llegan al fin a hablar de sus escritos, de sus quebraderos de cabeza en la escritura, de su oficio en propiedad, es en la cafetería del sitio donde ocurre el simposium o el congreso, cuando están todos ellos en la hilera de bandejas para rescatar su almuerzo o una galletita durante el cofee break, instancia en que se interrogan recíprocamente acerca de un título particularmente acertado que el otro le ha puesto a uno de sus libros recientes (“¿Y cómo se te ocurrió, de dónde lo sacaste…?”) o un personaje más logrado que otros. Fue lo que se me vino a la mente con esta referencia a los “decálogos literarios”.

Se me ocurre que esto de los decálogos es, a la vez, un territorio que los escritores frecuentan en algún momento de su vida, en especial al inicio de su trayectoria, con la vaga esperanza de hallar allí un recetario o desiderátum que les señale los procedimientos esenciales para abordar su obra en ciernes, para abolir la angustia que la precede, para redondear con regularidad sus cuentos o relatos, un poemario rebelde, una novela autobiográfica que se resiste a ser concluida. La vida literaria está llena de estos rituales o gestos recurrentes, de estos recetarios y consejos improvisados que todo el mundo cita pero casi nadie sigue. Como el decálogo famoso de Quiroga (del cual se sugiere, entre otras muchas hipótesis, que fue un recurso deliberado de Quiroga para impresionar a una mujer que lo traía en vilo), o el menos conocido, pero más certero, de Ribeyro, o el más provocativo y frontal de Bolaño, donde llama perentoriamente a no leer jamás a Camilo José Cela, recomendación entendida como una vía segura a la buena escritura.

La vida de un escritor está repleta de estas supersticiones, de asertos rimbombantes respecto al papel menor que juega en su vida la inspiración y la importancia que suele tener el oficio, o la transpiración. A los escritores latinoamericanos del boom y el post-boom (intervalo este último en el cual se sitúa el propio Fernando Ampuero y nos situamos todos) les sobrevino, con singular obcecación, esta manía de pontificar acerca de su labor, de recordarle cada tanto al mundo que ellos no escogían sus temas sino a la inversa, y que sus obsesiones y fantasmas se les imponían, y que el terror a la página en blanco solo se superaba escribiendo, y que Aureliano Buendía c’est moi, y que un autor de verdad solo se debe a su literatura y sus personajes, no acepta servidumbres. En ese proceso de adquirir, el mentado boom, carta de ciudadanía universal (otra forma bastante ampulosa de aludir al momento afortunado en que el mundo, allá por los años 60 del pasado siglo, comenzó a darle bola a nuestras letras), sus egregios representantes evidenciaron los mismos clichés y gestos grandilocuentes que evidencian las clases medias cuando se ven al fin incorporadas a los salones de la “gente bien”, a las embajadas, a los rituales de alcurnia: quieren impresionar bien a los anfitriones, no mostrar la hilacha ni la ojota, dejar constancia de que son gente de esfuerzo y honesta y que hasta es posible rastrear alguna pizca de pedigrí en su escuálido y muy oscuro árbol genealógico. Igual cosa le ocurrió a los hombres del boom, y nos ha seguido ocurriendo a todos sus herederos, en las décadas que siguieron: nos llenamos de gestos afectados y de imposturas, de recetarios y procedimientos y decálogos sacrosantos, de narcisismos metodológicos y referencias habituales a nuestro quehacer, nuestras vidas atribuladas, nuestras infancias desdichadas, cuando lo que importaba eran nuestros libros, la obra.

Por todo ello, me parece singularmente feliz la presencia hoy, aquí, de Fernando Ampuero y el título tan desconcertante, pero tan sugestivo, que ha puesto a su conferencia. Limeño y nacido en 1949, narrador, dramaturgo y poeta, y periodista por añadidura, Ampuero se inscribe por edad en esa generación latinoamericana que sucedió al boom e incluso al post-boom, vale decir, aquella generación ulterior a Bryce Echenique en el Perú, a Soriano en Argentina y a Antonio Skármeta y sus coetáneos en nuestras latitudes criollas. Una generación diversa a aquellas, porque le toca un escenario y un contexto también diversos: el escenario de violencia extrema, urbana y sórdida, que traen consigo el narcotráfico y su corruptela en Colombia, el senderismo polpotiano y homicida en el Perú, la dictadura pinochetista en Chile y otros segmentos del Cono Sur. Una generación heterogénea y múltiple, que se extiende en el tiempo y se ramifica en nuevos autores y nombres aparte del de Ampuero, nombres que han de asumir luego, en su temática recurrente, la herencia extraña de esa misma violencia, encarnada en la modernización neoliberal presunta y desigual que sucede a esos intervalos de violencia, a la muerte en emboscada de Pablo Escobar, a la captura final de Abimael Guzmán, a la muerte en su cama del dictador pinochetista. Es el escenario donde discurren las novelas de Ampuero: un mundo trastocado en sus cimientos, donde los amores nocturnos, febriles, improvisados, han de sobreponerse a la traición y la necesidad de sobrevivir en ese escenario de nuevos ricos, de conversos recientes a la democracia heredada de la violencia, de izquierdistas camaleónicos que descubren de manera repentina las ventajas del libre mercado, las asesorías de imagen o las reuniones de Directorio en cualquier empresa transnacional a la que antaño combatían con cocteles molotov. Dos cosas aporta Ampuero a la visión de sus adláteres en otras latitudes: el humor irrenunciable de sus protagonistas y la preocupación constante, endémica diríamos, por el Perú y sus devaneos recientes, sus lacras mejor arraigadas, sus esperanzas de redención nunca descartadas. Desde el amante decepcionado que en Caramelo verde termina eliminando a su díscola y ambigua noviecita sin saber si el gesto de eliminarla se justifica, hasta el peruano imperfecto de su última novela, que resume con sus nostalgias y sus fugas las de buena parte de sus conciudadanos en la hora actual, enfrentados a tensiones raciales irreparables y crónicas, a una democracia imperfecta en la que la ciudadanía ha de optar entre el militar reciclado y la hija del político encarcelado. “La realidad peruana es novela negra casi a tiempo completo”, ha dicho Ampuero, y sus temas recursivos prueban el aserto en cada nuevo libro que publica, una opción que revitaliza en el Perú el neopolicial a la manera de la novela negra, como hacían los peronistas desangelados del gordo Soriano o les ocurre ahora a los “narcos” sentimentales y fallidos de Juan Gabriel Vázquez en la narrativa más reciente de Colombia. Es neorrealismo urbano de la mejor factura, que retoma a su modo la pregunta esbozada por el Zavalita de Vargas Llosa en Conversación en la Catedral: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Ese estilete retórico que Ampuero asume como propio, como un desafío ineludible, para replicarlo con sus propios tipos humanos desconcertados, reunidos en torno a una cerveza adicional, y brindar su propia respuesta a la interrogante: el Perú no ha terminado de joderse, se jode un poco más cada día. No cabe exigir mayor sinceridad que esa a un escritor: ¡ojalá hubiera entre nosotros los chilenos, en nuestras letras tan patrioteras a ratos, una vocación tan honesta y tan crítica! Es aquí donde su visión paródica de los grandes discursos liberadores o republicanos y su habillidad sarcástica juegan su propio juego renovador, resolviendo con humor, pero sin acritud, el malestar que aqueja a sus conciudadanos. Un humor matizado de esa propensión caricaturesca que el humor neoyorquino designa como “self-deprecating”: una propensión irónica autodirigida y de talante antiheroico. Ampuero sabe cómo volver entrañables a sus engendros, por más que ellos vivan entrampados en la indecisión, que no comulguen con los códigos de su comunidad, que se salten de manera frontal las reglas de urbanidad y de decencia. En el nuevo escenario en que todos nos vimos crecer o alcanzar la madurez, la decencia pasó a ser un bien altamente subjetivo, discrecional, como le ocurre a los ciudadanos imperfectos de Ampuero en sus ficciones reveladoras.

Decálogos literarios (O cómo matar al monstruo)

Fernando Ampuero

En el 2011, ya sea con libros electrónicos o libros impresos en papel, los escritores enfrentamos siempre a un monstruo que llevamos dentro, ese monstruo que, las más de las veces, nos revela lo que debemos hacer: escribir y representar la vida desde la atalaya que mejor nos parezca; escribir y conectarnos con nuestro abismo personal, o con el abismo del otro. O bien: escribir para comprendernos; escribir para indignarnos; escribir para embelesarnos. Hay muchas formas de matar al monstruo, pero todas, mal que bien, requieren de una voluntad y de una cierta locura organizada.

El escritor, en ese afán, tendrá que absolver pronto diversas preguntas. Se las planteará él mismo y se las plantearán sus fieles u ocasionales lectores. Veamos las más rutinarias, a juzgar por las entrevistas de los medios, y aventuremos sus respuestas.

¿Por qué escriben los escritores? Por muchas razones. García Márquez nos ha dicho varias veces que escribe para que lo quieran sus amigos. Orham Pamuk dice que escribe porque está molesto con el mundo. Me imagino que estas confesiones implican otras motivaciones de orden más profundo; entre ellas, un motivo capital: construir una mirada. Los escritores, me parece, escriben para construir una mirada y, a través de ella, comentar la existencia humana y, en algunos casos, dar sentido a su propia vida.

¿Cómo escribe usted? Un amigo y viejo escritor, hastiado de que le hicieran esta pregunta, solía responder muy serio: “Con los dedos”. Ironías aparte, aquí también se barajan testimonios para todos los gustos. El escritor escribe con rabia, con placer, con rigor, con una angustia infinita. En cualquiera de estos casos, y en los de muchos otros, se necesita disciplina. El oficio de la escritura demanda sentones de incontables horas atornillados a un escritorio. Exige pelearse con las palabras –“pelearse con ellas hasta hacerlas chillar”, decía el poeta Octavio Paz–; exige corregir constantemente y rehacer el texto. Muchos de nosotros, en realidad, no somos escritores, sino reescritores, ya que a menudo invertimos más tiempo y energía en reescribir que en escribir.

Involucrado en este ejercicio tortuoso y feliz, todo escritor, en suma, se aplicará en recomponer la cara del monstruo y estudiar su rastro a lo largo de los siglos. Verá entonces que hay huellas por donde vaya. La primera huella se remonta a la época de las cavernas. El mayor prodigio de la humanidad no ha sido el descubrimiento del fuego o la invención de la rueda. Nuestra mayor invención, la más extraordinaria creación humana, es el lenguaje, que empezó el día en que un cavernícola desesperado por expresarse pronunció el primer vocablo, un sonido de su garganta con el que se refirió a objetos y espacios tangibles (piedra, lanza, cueva), o quizá describió sensaciones íntimas y contingencias (frío, hambre, oscuridad). Luego vendrían otros sonidos, así como asociaciones de sonidos, y también inflexiones de voz, acentos y sofisticadas conexiones que culminaron en ideas y pensamientos codificados. El lenguaje, y la gran capacidad de abstracción que demandó trasladar el habla a los signos de una escritura, cimentaron al cabo las bases de la evolución de nuestra especie, y además nuestra comunicación, la memoria de las experiencias acumuladas, y, en lo que mucho más tarde hemos dado en llamar escritura creativa, una forma de conocimiento y de belleza.

Las palabras, y en particular la literatura, han sido, y son, esenciales para la civilización. “Sin las palabras estaríamos en el caos”, nos dice el escritor Enrique Vila-Matas. Aquel caos, en las metáforas religiosas, fue disuelto por la palabra divina. “Dios es el verbo”, afirmaron in illo tempore los autores de la Biblia, que supieron imaginar a un Dios parlante. Las palabras son la sustancia primordial de nuestra existencia.

Se nos quedan, sin embargo, muchas más preguntas en el tintero. Preguntas tan elementales como las anteriores, pero que es necesario hacérnoslas siempre: ¿Qué vamos a escribir? ¿Cuáles son las reglas básicas para escribir ficción? ¿Cómo saber la forma adecuada que corresponde al contenido que hemos elegido? Por más oficio que hayan adquirido con los años, los escritores no dejarán de experimentar un instante de inquietud, de vacilación, incluso de súbita parálisis. Y es justamente en este trance, en esos efímeros preámbulos, cuando se desempolvan los decálogos literarios.

Hay cientos de decálogos literarios. Cada escritor, no me cabe duda, tiene el suyo. Yo, a estas alturas, tras una docena de libros publicados, tengo también el mío. Algunas reglas o mandamientos los robé de otros autores, adaptándolos a mis torpezas y presuntas virtudes en el proceso creativo. En dicha acción, los aprendices de escritor se inician en la búsqueda de su propia voz; luego, como casi todos, optarán por “inscribirse en una tradición”. El asunto es que, ya embarcados en la escritura, nadie quiere ser exactamente el otro, sino un escritor diferente, y aquí es donde vienen las variaciones y los reajustes. Un escritor de literatura es alguien que escribe a la medida de su gusto. No hay otro patrón que valga. El gusto de cada escritor, para bien o para mal, hará en él la diferencia. Vale decir, pueden servirnos ciertas reglas, pero cada escritor las cumplirá dándoles la vuelta de tuerca que le dicte su gusto y su autonomía expresiva.

Tomamos mandamientos, o nos inventamos mandamientos, y de ahí, a la vez que consolidamos nuestra forma de mirar el mundo, definimos un estilo. En literatura no importa tanto el qué escribimos, sino el cómo escribimos. Digamos que, en tanto autor joven, alguien se inclina por la claridad y la sencillez del lenguaje, que en el caso de tal preferencia suele ser una engañosa sencillez, ya que le interesan los autores que alcanzan la proeza de obtener densidad literaria con dicha sencillez. Densidad cargada de complejidades, que emana de un lenguaje escueto y fresco. Eso significa que, entre otros, sus modelos son Chéjov, Hemingway y Salinger, autores de cuentos forjados con frases limpias y claras, cuya densidad literaria es asombrosa. Ese estilo directo (y a veces minimalista) equivale, para el joven autor, a la densidad literaria que William Faulkner, un creador de lenguaje barroco o profuso, consigue con sus excelentes libros.

Lo que varía en los decálogos, en efecto, tiene que ver a veces con el estilo que cada autor asume, pero no necesariamente este asunto se anuncia como el punto capital en los diversos mandamientos de autores muy disímiles. Veamos algunos criterios tomados al azar. Faulkner, un autor que hizo gala de una técnica prodigiosa, separa las ideas de técnica y estilo, nociones diferentes que a veces se enmarañan, y nos dice que “si el escritor está obsesivamente interesado en la técnica debería dedicarse a la cirugía o la ingeniería”. Menos tajantes, otros autores, que son la mayoría, discrepan. Y aunque consideran (como Faulkner) que la técnica es un aspecto secundario en el arte literario, no la menosprecian y aconsejan a los jóvenes escritores que la aprendan bien para que luego la olviden y se pongan escribir. El simple hecho de hablar en la calle supone una técnica bien aprendida, pero nadie está pensando en ella. En la escritura, en algún momento de la vida del escritor, tendría que suceder lo mismo.

No confundir, eso sí, la densidad literaria con la oscuridad de lenguaje, ni tampoco consideremos serios y profundos los textos abstrusos, o de lectura farragosa, amparados en el “prestigio del aburrimiento”, procedente de pocos autores difíciles que valen la pena.“Un libro no debe requerir un esfuerzo”, nos dice Borges. “La felicidad no debe requerir un esfuerzo. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado”.

Visto con amplitud, como diría el naturalista Buffon, “el estilo es el hombre”, lo que supone una manera de ser (decir), de ver (visión narrativa) y de pensar. Y a ese respecto, sin duda, el estudioso Harold Bloom sostiene que el cuento moderno tiene dos vertientes: la chejoviana y la kafkiana; en la primera, enfilarían Hemingway, Salinger, Carver; en la segunda, Borges, Arreola, Cortázar. (Horacio Quiroga, nuestro Poe latinoamericano, sería quizá un premoderno). Sin embargo, los herederos de ambas, en las generaciones siguientes, las han entremezclado. Y todos ahora, sin ningún problema, podemos optar a la vez por el estilo de Anton Chéjov y por la visión de Franz Kafka, como ya lo hiciera Julio Ramón Ribeyro y muchísimos otros escritores, antes y después de Ribeyro.

Cito otro criterio con el cual me identifico plenamente. Es un mandamiento del decálogo de Juan Carlos Onetti: “No sacrifiques la sinceridad literaria a nada. Ni a la política, ni al éxito. Escribe siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y que no es posible engañar”. Sin embargo, después de tanta exaltación de la sinceridad, Onetti añade otro mandato: “Miente siempre”. Estas reglas no se contradicen. Yo las traduzco como “sé auténtico mientras estés inventando”.

(El punto clave del arte literario, eso sí, sigue siendo buscar un modo diferente de expresión. Y esto es legítimo: tenemos que buscar esa diferencia. Pero el camino correcto, creo yo, va por el afinamiento de la visión del autor, no por la experimentación formal. El Ulysses de Joyce, pese a sus 90 años, conserva aún su vanguardismo. Ni el nouveau roman francés de los 60 ni los metaliterarios cambiaron las cosas. Joyce, en ese libro, le declaró la guerra al cliché y nos entregó un estupendo y completo catálogo de técnicas narrativas. No rechazo a la vanguardia ni a la postvanguardia, pero yo soy de los que piensan que el género narrativo no necesita arreglo. Me gusta como está, ya que lo que realmente importa es contar historias que funcionen. Desde luego, ello no me impide disfrutar a veces de escritores que piensan totalmente lo contrario).

Pero sigamos con los decálogos. Vargas Llosa propone que hay que entrar a la literatura como se entra a una religión. No tomarla como un mero oficio, sino como una vocación a la que debemos dedicarle toda nuestra energía. Y Jean Cocteau, menos sacrosanto, complementa esta opinión: “Escribir es un acto de amor. Si no lo es, solo es escritura”. Tal vez por pensar lo mismo que Vargas Llosa y Cocteau, la autora de El corazón es un cazador solitario, Carson McCullers, nos confiesa un sentimiento que todo autor conoce: “Cuando el trabajo no marcha bien, no hay vida más miserable que la de un escritor. Pero cuando marcha bien, cuando la iluminación ha puesto en foco una obra de modo que esta crece límpidamente y fluye, no existe felicidad comparable”.

En cuanto a las cuestiones de pericia y de actitud, García Márquez considera que “es más fácil atrapar a un conejo que a un lector”. Por eso mismo, este genial novelista y cuentista nos recomienda escribir una buena e irrefutable primera línea. Si el escritor lo consigue de veras, afirma, “esa primera línea arrastrará a todas las demás”.

Augusto Monterroso, de otro lado, nos da su fórmula mágica, algo que todo escritor terminará descubriendo por sí mismo: “Cree en ti, pero no tanto”, nos dice. “Cuando sientas dudas, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor”. Y para darnos algunos dolores de cabeza, con la intención de revalorizar las palabras, Monterroso agrega: “Lo que puedas decir con cien palabras, dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees el término medio”.

Ahora bien, si uno coteja decálogos, todos los autores dicen más o menos lo mismo. En el tema de la inspiración, por ejemplo, la mayoría desconfía. Las musas están en salmuera, después de tantos manoseos e invocaciones, y prevalece la idea de la tenacidad en el trabajo. Disciplina: sentarse todas las mañanas a escribir un par de párrafos o una página entera. No obstante, gracias a la tenacidad, se promueven a menudo epifanías, y eso acarrea lo que muchos llaman “iluminación” o “soltura de mano”, un estado febril que nos hace escribir algunos textos con la efervescencia de un pianista italiano con anfetaminas. ¿Esto es la inspiración? Sí, sin la menor duda. Inspiración que es producto del hábito de escribir, es cierto, pero al fin y al cabo inspiración, inducida por nuestra naturaleza. No hay que olvidar que los hombres, como dice Luis Landero, somos sobre todo animales narrativos, ya que nos pasamos la vida entre noticias diversas y chismes, contándonos historias unos a otros.

Las lecciones y las observaciones no tienen fin. Abundan consejos muy dignos de atención –tales como “cuidado con el exceso de adjetivos”, “lo primero que hay que encontrar en un relato es el tono”, etc.–, así como los “secretos” de clásicos como Poe, Borges, Horacio Quiroga y Julio Ramón Ribeyro. De Quiroga y de su archifamoso “Decálogo del perfecto cuentista”, Julio Cortázar destaca el siguiente precepto: “Cuenta las cosas como si el relato no tuviera más interés que para el pequeño ambiente de tus personajes, del que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”. El autor de “Casa tomada” sabía bien de lo que Quiroga hablaba.

Cada escritor, a mi juicio, debe intuir la forma de entregarnos el libro que tiene pensado: matar al monstruo. Y este es el instante en que interviene el lector, encargado de certificar la defunción del monstruo y de sentenciar si el autor lo mató como es debido. (Me refiero al lector puro, ese ser honesto e insobornable). Si el escritor consigue su propósito, estamos ante una nueva meta: superarnos. Si no lo consigue, no debe desalentarse: los fracasos son buenos maestros, y, cuando la vocación está bien arraigada, nos ayudan a perseverar.

Claro que los decálogos, fuera de orientar al aprendiz, desbarran a veces con sus asertos. Una muestra: según Ana María Matute, “el escritor nace, no se hace”. ¿Es esto cierto? No me lo creo. El escritor se hace, del mismo modo que la primera escritura del mundo se hizo y se perfeccionó con el tiempo, hasta ascender a categoría artística. Podemos nacer con más imaginación, quizá, pero el oficio de escribir se aprende. Y una vez aprendido, se nos abren ventanas en la mente: estructuramos mejor nuestro pensamiento y profundizamos en las ideas, lo cual favorecerá a que la imaginación tome alas. Donde la señora Matute sí tiene razón es cuando dice que “escribir siempre es muy difícil, sobre todo hacerlo de forma aparentemente sencilla”.

En lo que concierne a mi cocina literaria, para terminar, diré que yo he llegado a ciertas conclusiones, que derivaron en normas básicas y muy personales, mi “Dodecálogo del cuentista hechicero” –doce mandamientos en vez de diez, dodecálogo–, y que, en lo que a mí respecta, fomenta la pasión de escribir, pero que desde luego no garantiza nada. Aquí van:

Dodecálogo del cuentista hechicero

1) Los cuentos empiezan siempre con un respingo o un sobresalto, gracias a algo (o alguien) que nos deslumbra repentinamente, ya sea en medio de una charla de amigos o mientras conducimos el auto, solos y en silencio. Allí, en ese trance, si logramos pescar bien la idea, vemos generalmente todo: el principio, la anécdota, los personajes, la tensión dramática, lo dicho y lo no dicho, y, sobre todo, el final. Yo suelo completar con mi imaginación los detalles del cuento, repensándolos por varios días, y después, tan pronto sé lo que voy a contar, busco una tarde tranquila y me pongo a escribir.

2) Procura no escribir a ciegas. Del escenario, deberías saber cómo huele cada rincón; de la anécdota, intuir los lazos invisibles; de los personajes, revelar algo más que el aspecto físico, la conducta y los pensamientos: necesitas más bien calar en cada personaje, meterte debajo de su piel, observar el mundo con sus ojos.

3) Escribir exige asumir riesgos. Un buen escritor conoce sus límites e intenta desbordarlos. El peligro está en no correr riesgos.

4) No basta escribir correctamente. Las bibliotecas del mundo están repletas de libros “bien escritos”. Se necesita añadir algo más. Todo escritor tiene que descubrir en qué consiste ese añadido.

5) Huye de los lugares comunes. (Aunque decir esto sea ya un lugar común).

6) Tomo aquí prestada una máxima de Julio Ramón Ribeyro, quien alguna vez me dijo: “Escribe las historias verdaderas o de fondo biográfico de tal manera que, cuando las lean, los lectores digan: Esto es ficción. Y, asimismo, escribe las historias ficticias de tal manera que, cuando las lean, todos digan: Esto le debe haber ocurrido al autor. Ha de ser verdadero”.

7) Otra regla prestada, que tomo de Joseph Conrad y en la que este compara el trabajo literario con las faenas del hombre de mar, su oficio de juventud: “El honor de un escritor estriba en cuidar las frases como la tripulación de un barco baldea y cuida la cubierta, sin esperar mayor recompensa que el respeto silencioso de sus iguales”.

8) Nunca olvides que el primer decálogo de la Historia lo escribió Moisés. Los diez mandamientos, considerados útiles reglas morales para vivir en sociedad, tienen un excelente uso literario. El escritor, al contar sus historias, debería hacer que sus personajes violen constantemente estos mandamientos, en conjunto o por partes. Mientras alguien robe, mate, mienta, fornique, blasfeme o desee a la mujer del prójimo tendremos un conflicto y en consecuencia una historia que contar. Por el contrario, si sus personajes se portan bien, no sucederá nada: todo será aburridísimo.

9) Adopta como tuyos los bríos de la princesa Sherezade, esa fascinante narradora de Las mil y una noches. Vale decir, cuida el ritmo narrativo y disemina veladamente esos anzuelos o datos escondidos que generan intriga y curiosidad por el relato. Gracias a que Sherazade fue astuta y entretenida, evitó que le cortaran la cabeza.

10) Recuerda siempre que tu deber es emocionar al lector con una mentira que él leerá a sabiendas. Debes dar respaldo a esa confianza. CODA

11) Los decálogos literarios no son los rieles de un tren, sino a lo sumo las nerviosas agujas de una brújula. La buena literatura es un milagro.

12) Escribe a diario. Y corrige a diario. “Con resaca o sin resaca”, tal como aconsejaba Hemingway acerca de este oficio de hechiceros.