La ola feminista que inundó nuestras ciudades en los últimos años desató, como era esperable, grandes fervores pero también enconos feroces. La cuarta ola feminista tiene muchos de los elementos de una revolución, en la medida en que busca desanudar los tensores que sostienen la estructura sobre la que se apoyó el statu quo de la mayor parte del mundo más o menos desde sus albores hasta nuestros días. No es una empresa menor, y en esa avalancha participan por igual activistas, gente de a pie, políticos, chicas muy jóvenes que pueblan movilizaciones con pañuelos verdes y glitter en el cuerpo, intelectuales y artistas.

A ese colectivo, que no hace tanto empezó pero que ya ha podido horadar al menos una buena parte de esas estructuras que parecían irrompibles, pertenece Tamara Tenenbaum. Señas particulares: argentina, treinta años, nacida en una familia judía ortodoxa del barrio porteño del Once, que después de la muerte de su padre «dejó los hábitos» y se fue abriendo a un mundo para ella todavía desconocido, una terra incognita que resultó ser la Buenos Aires de fines de los noventa: gentrificación, pobreza, crisis sistemáticas y nuevas formas del amor, de las relaciones de pareja, del sexo. Luego Tamara estudió filosofía, se largó a escribir periodismo y literatura y este 2019 publicó El fin del amor, un ensayo narrativo en primera persona sobre las nuevas formas de estar juntos –del poliamor al problema de la maternidad, de los escraches [funas] a la cultura del consentimiento–, que fue adoptado, posiblemente para sorpresa de la propia autora y felicidad de sus editores,¹ como libro-amuleto por todas esas chicas que están promediando la adolescencia y que nos están diciendo cosas de nosotros mismos que a veces nos cuesta escuchar.

–Empiezo con un rodeo algo excesivo. En los años 80, en Buenos Aires, cuando apareció una nueva generación de músicos de rock post dictadura (Soda Stereo, Redonditos de Ricota, etc.), muchos de los fundadores del rock local se sintieron desplazados, no reconocidos. En el ámbito del pensamiento feminista, ¿hubo algún resquemor entre la generación anterior de feministas –la histórica, digamos– y la tuya, la de la nueva ola?

No, para nada. Hay mucho agradecimiento de nuestra parte y generosidad de la de ellas. Yo lo que veo, en todo caso, no es el resentimiento en las activistas, sino una fricción general entre la generación de mujeres y hombres que tienen cuarenta y los de veinte años. El resentimiento lo veo en personas que sienten que el feminismo está cuestionando cosas que a ellas les resultaban muy queridas. Figuras públicas que les resultaban muy queridas, formas de vivir, costumbres que el feminismo vino a cuestionar. Esto tiene que ver con la naturaleza misma del debate, puesto que estamos debatiendo cosas muy íntimas. Hay ciertas iniciaciones sexuales que hoy las pensamos como violentas, y que para otros fueron cool, cancheras, parte de la construcción de su identidad sexual y personal. Yo trato de no hablar en ese lenguaje, pero las chicas más chicas directamente dicen «eso no va más».

–¿Reniegas de lo que viviste cuando eras más chica?

No, en la medida en que configura quién soy, pero tampoco es bueno que esas situaciones, que yo sí viví, sean una especie de peaje que las chicas de veinte tengan que atravesar. Pensemos una situación que en otro momento era normal. Estabas en un camarín con músicos, tu amiga se quería coger a uno, vos no te querías coger al otro pero como estaba ahí lo tenías que hacer, y lo hacías. Yo no sé si reniego de eso, pero las chicas de hoy no tienen por qué pasar por algo así. ¿Es necesario que repitan las experiencias por las que pasamos nosotras? ¿Y si no pasan por eso serán unas pacatas, unas ingenuas? Ahí aparece mucho resentimiento generacional, y que viene sobre todo de gente que todavía es joven y por eso lo vive desde un lugar muy difícil. En su discurso inaugural del Festival de Literatura de Buenos Aires, Fabián Casas hablaba de la dificultad para relacionarse con los adolescentes. Creo que hay una generación, la de cuarenta o cincuenta, que nunca pensó que iba a tener cincuenta años alguna vez, y no lo pueden creer. No pueden creer que haya gente que tiene veinte y piensa muy distinto de ellos. Ya no son más la contracultura.

Eso siempre fue difícil, pero creo que ahora es todavía más complicado, porque la gente de cincuenta años ya no se considera «vieja», del modo en que sí se consideraban en otra época. Entonces quedaron en un lugar indefinido, conflictivo, y tienen que tratar de discutir desde un lugar que no sea el resentimiento. A mí tampoco me gusta caer en la idealización ciega de las chicas. La juventud no es un mérito ni un demérito de por sí. Sin caer en la idealización acrítica, creo que todos los que ya somos un poco más grandes tenemos que asumir que quizás hay cosas que no estamos viendo. Y, como son temas muy caros a la subjetividad de las personas, los debates se ponen a veces un poco violentos.

–Hay una figura inquietante en estos días, que es la mujer antifeminista. ¿Cómo se explica ese rol?

Eso sucede en todas las minorías. El judío autoodiante, el negro racista… Es el rol del que acepta el lugar que le quieren asignar y además lo celebra, lo goza. Eso existe, especialmente cuando no quieren eliminarte, sino que lo que quieren es mantenerte en un lugar. Y vos lo que hacés es celebrar ese lugar.

–¿Porque te sentís cómoda? ¿Porque te da miedo salir de ahí?

Porque es cómodo ser una mujer antifeminista. Los hombres te lo celebran, y si sos una mujer antifeminista la mirada de los varones te resulta muy importante. Es querer estar a tono con los varones que están cansados de las feministas, y vos vas a ser la mujer que les va a caer bien. Hay algo muy divertido ahí: los varones te celebran, te aplauden, te festejan, te cogen. ¿Por qué no? Cuando una organiza un discurso feminista en un grupo de varones, inmediatamente te anulan como objeto de deseo. «La incogible.» No les seduce. La feminista es una aguafiestas: viene a una situación en la que supuestamente nos estamos divirtiendo para decir que no, que no nos estamos divirtiendo todos.

–¿Y cómo ves la figura del hombre que se autoproclama como feminista?

Es raro también. Por lo pronto, como sabemos todas, la sobreactuación es el primer indicio de que hay un muerto debajo de la alfombra. Y luego, si querés armarte un quiosco a partir de eso, estás repitiendo finalmente el patrón que supuestamente criticás: soy hombre, tengo que ser protagonista en todos los espacios.

–¿En ningún caso la sobreactuación de parte de los varones sirve?

En algunos sí. Por ejemplo, cuando te invitan a una charla donde son todos hombres, ¿qué hay que hacer? Es complicado para los varones. Si te bajás, ponen a otro y listo. Si te bajás y lo publicitás, quedás como un tarado. Pero bajarse está bien, y también es importante que la gente sepa por qué te bajaste. Ahí vale la pena incluso quedar como un tarado. Es un balance difícil. Los chicos jóvenes todo esto lo manejan muy bien. Ya ni se lo preguntan; no existe la pregunta, entre ellos, de si sos feminista o no. Es como preguntarse si sos racista.

–Ahí aparece otro tema, que son las leyes de paridad de género, desde un festival de música hasta la conformación del Congreso Nacional. Escucho a gente de revistas culturales decir cosas como «nosotros reseñaríamos más mujeres, pero no hay».

El problema de pensar el mérito es pensar que el mérito se puede medir independientemente de las oportunidades que tenés. ¿Qué significa hacer mérito en literatura? No hay un acuerdo de lo que es un buen libro o no y un buen libro, finalmente, es el que los suplementos culturales, entre otros, deciden validar. ¿Y qué haces entonces si no te reseñan? Hay un círculo ahí que no se puede romper. Si los editores no te publican, los suplementos no te reseñan, los festivales no te invitan, ¿cómo llegas a ser una escritora leída? El mérito no existe por fuera de las instituciones que te validan. En el deporte no es así. Ahí es mucho más fácil medir cuando alguien es bueno en lo suyo, y por eso es uno de los pocos espacios donde triunfa gente de clases sociales bajas. En la literatura, las instituciones son las que legislan, y durante muchísimos años esas instituciones no quisieron validar mujeres. Por eso se creía o se decía que «no había mujeres» en ciertos rubros. ¿Por qué ahora hay escritoras buenísimas? ¿Antes no existían? No: ahora las instituciones las empiezan a validar. Eso es producto de una militancia. Por eso también las mujeres, durante mucho tiempo, tuvieron que autogestionarse.

–¿A qué te referís?

Bueno, pensemos en un caso como Belleza y Felicidad, la galería y editorial en la Buenos Aires de los noventa. Fernanda Laguna, Cecilia Pavón, Marina Mariasch. ¿Qué hicieron ellas cuando las instituciones de la época las ninguneaban? Formaron Belleza y Felicidad y armaron su propia tradición de la poesía, y hoy se podría decir que ganaron la batalla cultural, porque vas a cualquier lectura de poesía de chicos de veinte y quieren escribir como Fernanda Laguna. En esa época las ninguneaban, eran las boludas totales, y ellas encontraron la solución de gestionar su propio espacio sin pedir validación masculina. Quizás, si esperaban a que las incorporaran a las revistas y los espacios que ya existían, se hubieran terminado dedicando a otra cosa, y luego vendría alguien a decir que hay «pocas escritoras».

–¿Y vos qué cosas te preguntás respecto de tu lugar de enunciación, del lugar desde donde hablás?

Muchas. Yo sé que tengo privilegios, y me pregunto por ejemplo qué hay que hacer con esos privilegios, y por el momento mi respuesta es que hay que usarlos. El caso extremo es el de Greta Thunberg, de la que te dicen «pero es niña, blanca, sueca». Si la vieron hablar en público, saben, por otro lado, que la

Creo que hay una generación, la de cuarenta o cincuenta, que nunca pensó que iba a tener cincuenta años alguna vez, y no lo pueden creer. No pueden creer que haya gente que tiene veinte y piensa muy distinto de ellos. Ya no son más la contracultura.

está pasando mal. Pero ella está usando sus privilegios para juntar a chicos de todas las nacionalidades y las etnias. Después, si los medios le dan más prensa a ella que a una niña de la India, ya no es su culpa. Pero el privilegio que ella tiene –poder tomarse un año del colegio para hacer todo esto, los padres que la ayudan– lo está usando bien, ¿qué más necesitás?

–En Twitter y otras redes apareció mucha gente destrozándola, o ironizando sobre ella.

¿Cómo pueden odiar a una nena de dieciséis años que está tratando de salvar al mundo? Me parece hasta fascinante que haya gente que pueda generar ese nivel de odio. El discurso de ella además es muy combativo, no es nada lavado. Critica el crecimiento económico infinito, es un discurso anticonsumo muy claro. Y la ves y está sufriendo, poniendo el cuerpo de manera muy incómoda donde tiene que ponerlo. Pero generó odio en los varones de cuarenta y cincuenta, el famoso «cinismo». Yo antes de odiar a alguien de dieciséis años me pego un tiro.

–Durante toda nuestra vida nos hemos acostumbrado a ver a mujeres en la televisión semidesnudas, y me pregunto si esa necesidad de mostrar el cuerpo no es también parte del pasado.

Evidentemente, no. Por otro lado, yo no sé bien qué pienso del capital erótico, esta idea de que vos, como mujer que tiene cierto atractivo, puedes usar ese capital. ¿Qué diferencia habría entre usar ese capital y el capital intelectual que heredaste por haber nacido en una familia que te mandó a un buen colegio? ¿Es más injusto usar uno o el otro? No me queda claro. Yo uso el capital cultural de la clase media y es tan fortuito y tan injusto que yo lo tenga y otros no, y ese azar funciona también con el erótico. Además, el capital erótico es más bien femenino, y ahí hay otra injusticia: los capitales que heredan los hombres se pueden usar sin que nadie te juzgue, pero los capitales de las mujeres están mal. Yo, personalmente, como feminista y como persona más o menos pública, trato de presentar otra cosa, quizás de no mostrarme sexualizada. Trato de salir en las fotos sin maquillaje, y a veces salís en un diario con la cara lavada y te das cuenta de que sos la única. A mí no me importa, porque me gusta cómo me veo (si no, no lo haría), pero hay algo que se puede empezar a hacer ahí. Pero no puedo juzgar a las mujeres que usan su capital, porque vivimos en el capitalismo y cada uno usa lo que tiene.

–Cuando yo era chico, recuerdo que se decía que a las mujeres les gustaban los hombres que las maltrataban, los «chicos malos»

Era verdad en algún punto, aunque no a todas las chicas les gusta lo mismo. Pero es evidente que hay una construcción de la masculinidad, y por eso también la masculinidad es muy opresiva para el propio hombre, porque el varón bueno sería un varón incompleto, como si le faltara algo. La masculinidad tiene, dentro de su estereotipo máximo, cierto nivel de violencia, de destrato, de indiferencia. Y ese es el hombre que se nos enseña a desear. Tan simple como eso. Estoy releyendo ahora Cumbres borrascosas, y lo ves en Heathcliff, que es una especie de galán, y te choca: tenía a una mujer encerrada a la que le pegaba. Si bien Emily Brontë le da una voz a ella –no podemos decir que la novela no problematice eso–, así y todo, Heathcliff es el galán de la novela. Se nos ha enseñado esa masculinidad. Las nuevas generaciones, por suerte, construyeron algo que pasa más por el compañerismo. No hay una épica del maltrato.

–Otro mito de época era pensar que a las mujeres les gusta el hombre mayor

Eso también tiene que ver con cuestiones instaladas de la masculinidad: el hombre tiene que tener más dinero que vos, tiene que tener más capital simbólico que vos, y entonces que sea más grande es lo más lógico. Las virtudes de la masculinidad son virtudes que se adquieren con el tiempo; las de la feminidad se pierden con el tiempo. Yo tuve veinte años y salí con tipos de cuarenta, pero a la larga ellos también se aburren de que los veneres. Es algo que les divierte solo por un tiempo. Para decirlo en términos hegelianos, en la política del reconocimiento, para que el reconocimiento valga tenés que respetar al que te reconoce. Esto está cambiando porque esas virtudes de la masculinidad, como el dinero y el poder, se están repartiendo de otra manera. Eso va a ir cambiando la ecuación. Yo cada vez conozco a más parejas en las que la mujer gana más que el hombre.

–El concepto de «un amor para toda la vida» como algo feliz, de una pareja que no se separa y que atraviesa las décadas y llega al final, también gravitó en el imaginario colectivo, televisivo, mediático. ¿Qué pasó con eso?

Yo solo te digo: la gente empezó a divorciarse cuando le dieron la posibilidad, nadie los obligó. Si alguien quiere estar toda la vida, nadie lo prohíbe, pero una vez que dieron la opción del divorcio la gente la tomó, porque es algo que está más relacionado con el deseo. El deseo es muy maleable. Yo sí creo en vínculos para toda la vida, pero en vínculos cambiantes. A mi ex lo voy a tener cerca para toda la vida, o lo voy a intentar al menos. Lo vengo cumpliendo, y ya nos separamos hace cinco años. Es una persona con la que necesito conversar. Una pareja para mí es un vocabulario en común, y con otras parejas no me pasó que ese vocabulario sea tan precioso y tan necesario, y hay cosas que necesito hablar con él. Ese es un vínculo para toda la vida. Pero no tenemos que ser pareja. La conclusión es que siempre que se amplían las opciones la gente actúa con más libertad.

–Lo único para toda la vida, entonces, son los hijos

Sí, por eso esa es la discusión más importante de nuestra generación. Es lo único que no tiene vuelta atrás. Y está bien que sea entendido como algo difícil. Hay un montón de gente que no tendría que haber tenido hijos. Lo vemos en personas de generaciones anteriores, que se llevaron toda la vida muy mal con sus hijos, que no los cuidaron, que no los quisieron. Y esa persona no tendría que haber tenido hijos, porque evidentemente no quería, pero era lo que pasaba, lo que se hacía, no había un planteo todavía alrededor de eso. Por eso está buenísimo que ahora se discuta, que se piense el tema. Tener un hijo no es comprarse una remera.

–El problema con el deseo, en este caso, es que es muy difícil de leer. Saber cuánto es deseo, cuánto miedo, cuánto algo cultural impuesto de afuera.

Es imposible de saber en términos puros. Así que en un momento te la jugás, y finalmente ese es tu deseo.


1 El fin del amor, Buenos Aires, Ariel. Disponible en Chile.