No recuerdo con precisión cómo era el aviso. No sé si las esculturas del museo se apiadaban del hombre del aseo aquejado por dolor de espalda y cobraban vida para recomendarle Parche León, o si era el hombre del aseo el que se apiadaba del dolor de las esculturas, obligadas a mantener posiciones incómodas durante todo el horario de apertura.

Sí recuerdo que me deslumbraba la promesa de un parche para el dolor. Como todos los niños, sentía una fascinación por los adhesivos: las calcomanías, los tatuajes desechables, los parches curita. Este era un gran parche curita para cubrir heridas invisibles, para sanar lo que dolía. Se pegaba a la piel como una caricia permanente. Pero los publicistas del comercial no pensaron en comparar el poder del producto con el poder de una caricia. A la escena del museo añadieron tomas en un laboratorio para esquematizar el funcionamiento del parche. Su persuasión fue tecnológica: «La termografía lo demuestra».

No quiero dudar de la fe que en ese entonces se depositaba en la tecnología, porque la fe en la tecnología ha estado siempre, desde el arte rupestre. Pero sí había cierto encandilamiento especial con la computación, la robótica y la automatización. Hernán Olguín era el profeta de ese nuevo reino y cantaba sus maravillas desde el púlpito de la serie Mundo, en Canal 13. Ese mundo se anunciaba como la realización de una utopía social de felicidad plena y satisfacción rápida y universal de las necesidades humanas, donde nuestra raza podría descansar para dejar el peso de la producción en los brazos de los robots japoneses.

El aviso era posible solo en la televisión a color, porque veíamos o se suponía que veíamos cómo los colores representaban distintas temperaturas en una lesión y sus zonas adyacentes. La imagen era algo pixelada, había rojos y amarillos intensos que se contraían y expandían sin un sentido aparente. No eran más que manchas animadas. Pero el locutor nos convencía de que, gracias al milagro de la tecnología digital, estábamos presenciando el mecanismo sanador que este parche color piel echaba a andar. Parecía sencillo: «El calor fluye, el espasmo se disipa, el dolor desaparece, la movilidad retorna».

Las imágenes no valen más que las palabras. En ese comercial, las palabras eran todo. Ellas creaban la imagen que estábamos viendo y nos mostraban la nueva esperanza contra el dolor, la única solución parche que llegaba hasta el final con el retorno de la movilidad.

El spot tenía por cierto el atractivo de transcurrir en un museo a la hora en que no hay visitantes. Su premisa era la infalible suposición de que los objetos inanimados pueden cobrar vida cuando no los vemos, que es perfecta porque para comprobarla tendríamos que ver los objetos y entonces no se cumplirían las condiciones de la suposición. Era una buena idea, pero la genialidad estaba en la segunda parte del comercial, que nos llevaba de la fantasía al terreno de una realidad que se hacía evidente gracias a la ciencia y la tecnología. Pero también esa era la parte más fantasiosa del aviso. ¿Cómo podríamos haber sabido que esa era realmente la termografía de un dolor de espalda? ¿Cómo podíamos saber si una termografía era el procedimiento habitual para el examen de esa dolencia? Nunca he sabido de termografías aplicadas a pacientes humanos. Ecografías, radiografías, resonancias, sí. Termografías, nunca.

En todas sus acepciones, el texto era un verso. Creaba un mundo, inventaba cosas al nombrarlas. Esas manchas eran un espasmo, lo de ahí era el calor que fluía, esto otro era el dolor en retirada y ahí estaba la movilidad, por fin de vuelta. Había también cierta música, cierta cadencia y cierta composición simbólica. No sé si me atrevo a decir que había poesía, pero tal vez sí, igual que en el «azul polar radiante» que un publicista usó para crear el color de las pelotitas azules del detergente Omo.

Un parche para el dolor no debe ser más que un autoadhesivo con Calorub o árnica. Pero ese comercial me lo mostraba como un triunfo del conocimiento humano, como ciencia ficción vuelta realidad. Solía verlo cuando nos sentábamos ante el televisor con mi abuela. La televisión nos fascinaba y pasábamos horas frente a ella, desde la teleserie de la tarde hasta el programa estelar después del noticiario (entre ellos Mundo, con Hernán Olguín). Yo entonces no conocía los dolores del cuerpo. Era demasiado niño. Ahora sé que el cuerpo puede doler porque sí, que así se manifi cuando somos adultos, que nos recuerda su materialidad por medio del dolor. Parche León era la promesa seudocientífi  a de un cuerpo inmaterial. Pero eso sigue siendo seudociencia.  La termografía lo demuestra.