Juro que el 5 de mayo del año pasado, en la sala tres del complejo Cinemark Palermo, de boca de una señora que acababa de sentarse en la fila de atrás, exactamente a mis espaldas, con un hombre que, a juzgar por la mezcla perfecta de fastidio, soberbia e indiferencia con que le hablaba, no podía ser otra cosa que su marido —juro que oí, palabras más, palabras menos, decir esto:

Entrar en la lógica de otra persona es imposible. Es como cuando ves una película: tenés que entrar en el lenguaje del director, no pensar como a vos te parece que deberían ser las cosas.

Se preguntarán ustedes por qué pongo tanto énfasis en jurarlo. Como si tropezar con una ráfaga de perspicacia en un cine de Buenos Aires fuera algo tan sobrenatural como la resurrección de un muerto o el cese de la rotación de la tierra. Pero sucede esto. Yo tenía entonces conmigo mi ejemplar de Cae la noche tropical, la última novela que publicó Manuel Puig, que por entonces releía y había llevado al cine un poco a modo de talismán, como hago siempre que voy a ver películas de las que sé poco o nada de antemano, por si la película que había elegido entonces, una biografía imaginaria de la fotógrafa norteamericana Diane Arbus, me resultaba insoportable. No me resultó insoportable. Ninguna película en la que Nicole Kidman se obstine en hacer de fea puede resultar insoportable. Pero ¿qué habría pasado si lo hubiera sido? Yo también me lo pregunto. Me lo pregunto siempre que me descubro yendo al cine sin saber bien qué voy a ver con un libro que sé que me gusta. Me pregunto: a ver ¿qué voy a hacer? ¿Me voy a poner a leer en la oscuridad en señal de protesta, a la luz de la linternita que le habré robado al acomodador? ¿Voy a estrellar el libro contra la pantalla? ¿Voy a usarlo para golpear al proyectorista, por cómplice, o a mis compañeros de fila, por necios, por no darse cuenta de la humillación a la que están siendo sometidos?

Esa tarde, sin embargo, despuntó algo así como una explicación. Tal vez lleve libros al cine, pensé, para no tener que abrirlos, para corroborar una vez más su condición de objetos mágicos: para que lo que encierran –palabras, historias, mundos– se haga oír y me llegue pero dicho desde afuera, dicho por boca de lo real, como quien dice, y me riegue como me regó la voz de la señora de la fila de atrás cuando afirmaba descreer, con bastante buen tino, por otra parte, dado el abismo que parecía separarla de la persona a la que se lo decía, sentada a menos de diez centímetros de ella, de toda posibilidad de “entrar en la lógica de otra persona”. (Manuel Puig es un escritor imbatible a la hora de producir ese efecto alucinatorio: todo lo que escribe es real –es decir: radicalmente antirrealista–, de modo que el mundo parece ser a la vez la fuente original de emisión y el espacio de resonancia de lo que escribe). Lo que quiero decir es que la frase de la señora del Cinemark Palermo me golpeó: parecía salir directamente de la novela Cae la noche tropical. Parecía poder haber sido dicha por Nidia o por Luci, las dos señoras mayores, las dos hermanas que Puig pone a conversar a lo largo de 250 páginas en un departamento de clase media de Río de Janeiro. A tal punto parecía una frase de la novela –y cuando digo “frase” podría decir “razonamiento”, “argumentación”, “lógica”, incluso “fantasma”– que, aun azorado como estaba, me negué a darme vuelta en mi butaca, me negué a ver qué cara tenía la señora que acababa de pronunciarla. No quería hacer cine: no quería montar la frase con un rostro. Quería hacer literatura: quería que la frase fuera la invención, la revelación pura de una voz, como son todas las frases en las novelas de Manuel Puig.

Como la señora del Cinemark Palermo, que hablaba sin duda de una hija, o un hijo, o una hermana, en todo caso alguien que de tan familiar y cercano le resultaba evidentemente inaccesible, Nidia y Luci, lejos de Buenos Aires, donde han dejado a sus familias, charlan también de aquello que tienen más cerca; charlan de Silvia, una vecina argentina bastante más joven, psicoanalista, exiliada durante el gobierno de Isabel Perón luego de recibir un par de llamados perentorios de la organización paramilitar Triple A (la acción de la novela transcurre a fines de los años 80) –charlan de Silvia, decía, cuya zigzagueante vida sentimental acechan con fervor, comentan y hasta reviven en carne propia, como si sus vicisitudes, perfectamente reales, fueran tan intensas y dramáticas, estuvieran tan puestas en escena con vistas a conmover audiencias como las vicisitudes de la telenovela que por entonces ponían en el aire la red Manchette o la Globo. Como mi vecina del Cinemark, Nidia y Luci son dos devotas del chisme; es decir: dos recalcitrantes profesionales de la alteridad, y oscilan siempre entre dos polos: el escepticismo y la compulsión. Saben, por un lado, que Silvia es efectivamente “otra persona”, que su vida tiene una lógica propia, distinta de la que rige la vida de ellas, y que por lo tanto, tabicada por esas diferencias de edad, de experiencia, de cultura, como el espacio del edificio que comparten por las paredes, mal podría serles transparente, mal podría autorizar la inflación de hipótesis, inferencias y conclusiones que sacan de ella. Pero aun así, esa vida, Nidia y Luci no pueden parar de rastrearla, morderle los talones y palpitar la intensidad de sus avatares, que desmenuzan e interpretan con la insolencia de una autoridad no autorizada, versión macarrónica de la autoridad autorizada con la que Silvia, que es psicoanalista, interpreta a puertas cerradas los monólogos de sus pacientes. Nidia y Luci también piensan que “es imposible entrar en la lógica de otra persona”. Pero esa fatalidad, lejos de arredrarlas, no hace sino exasperar el interés, la avidez, la fruición con las que monitorean día y noche una vida que, empeñada en transcurrir sin ellas, aunque muy cerca de ellas, cada vez parece necesitarlas más.

Cae la noche tropical –como Sangre de amor correspondido, la otra novela “brasileña” de Puig– es una novela extrañamente despoblada de cultura. Aquí no hay cine, ni radio, ni televisión, ni boleros, ni tangos: ninguna de las influyentes matrices de la cultura de masas que en los libros de Puig suelen tramar historias, modelar comportamientos, asilar subjetividades y configurar los ecosistemas hiper artificiales en los que se mueven los personajes de la ficción. Todo lo que hay son recortes periodísticos, antologías de noticias de suplementos viejos de diarios que Luci lee o más bien “mira” por las noches, menos para enterarse de lo que pasa en el mundo que para conciliar el sueño o, como parece insinuarlo Puig, que reproduce los fragmentos en castellano, en el castellano específico en el que los lee Luci, castellano de lectora, no de hablante, donde brillan aún algunos fósiles de bilingüismo como midiadarkesAncla de los ReyesLos guardabarros del éxito, para templar su destreza de traductora. Pero si no los añoramos, si toda esa prodigiosa enciclopedia de lenguajes populares, géneros, formas de comunicación y entretenimiento ya no nos hace falta, es porque Puig, más que dejarla de lado, la ha deshidratado, la ha reducido a su mínima expresión, una especie de fórmula sinóptica que pone al desnudo como nunca el grado de eficacia de su funcionamiento. El deseo de ver y de verse en otra escena, el impulso mimético, la voluntad de proyectar, identificarse, idealizarse en una pantalla poblada de formas y sombras, la necesidad imperiosa de usar y atravesar el relato de una experiencia ajena para poder hablar de sí, para articular una verdad personal que de otro modo quedaría sumergida en el silencio: todas las pulsiones que en las novelas de Puig solían abalanzarse y saciarse con las mitologías del cine de Hollywood, el imaginario de los géneros populares, el archivo sentimental del bolero o el melodrama, todas esas pulsiones a la vez irracionales y calculadas, brutales y estratégicas, ciegas y premeditadas, se abalanzan ahora sobre un objeto banal, tan austero y a la intemperie que hace temblar: la vida desnuda. Es la vida del otro, en este caso de la otra, Silvia, la que es ahora al mismo tiempo espectáculo ofrecido y pantalla blanca, ficción a consumir y libreto proyectivo, objeto de glosa y materia prima de autobiografía.

La vida ajena no es cualquier vida, ni es cualquier aspecto de cualquier vida. Es en principio la vida de una psicoanalista, alguien que, como dice la novela, está sedienta “de saber”, vive de “saber todo, hasta el último secreto” de sus pacientes. Y la dimensión específica de esa vida en la que se abisman Nidia y Luci es la dimensión de la intimidad: la más recóndita; la que florece en la reserva, lejos de la mirada del otro; la que sólo toleraría salir a la luz si se le garantizaran un contexto adecuado y máximos protocolos de discreción. He aquí, pues, en toda su desnudez, la fórmula narrativa de Cae la noche tropical: dos mujeres chismosas, sin vida, se alimentan día y noche de la vida de otra –“la de al lado”, como la llama la novela, haciendo trabajar la paradoja de cercanía y desconocimiento que pone en juego la relación de vecindad–, una mujer cuya profesión –al menos tal como la interpretan Luci y Nidia, que lo interpretan todo– consiste a su vez en incitar, indagar, escuchar, alimentarse –es decir: vivir– de los secretos más íntimos de los otros. El texto de la novela no dice exactamente “profesión”; dice algo más sospechoso, más desviado, más puiguiano; dice “deformación profesional”. Es por deformación profesional, en efecto, que Silvia –dicen las viejas– busca hacer con un pretendiente que la tiene a maltraer, y en el espacio no profesional de la experiencia amorosa, lo mismo que hace con sus pacientes en el contexto profesional del consultorio, en ese “lugar íntimo”, dice la novela, donde “nadie los ve”: “saberle todos los secretos”, “saber todo, hasta el último recuerdo que él [el pretendiente] cargaba en la memoria. Todo del pasado y todo del presente”.

No es la primera vez que la industria del secreto liga en Puig el chisme con el psicoanálisis. En su obra, por lo pronto, nunca faltan esos monitores del inconsciente que se ganan la vida gracias al contacto con lo inconfesable: pulsiones, deseos, fantasías, rituales privados, deudas, traiciones… No estoy seguro de que sean “buenos” analistas; no, al menos, según la noción de “buenos analistas” que manejan, si las hubiera, las normas de control de calidad de la institución psicoanalítica. Por lo general son sujetos poco confiables, con tendencia a la impostura, la extravagancia o la manipulación, y suelen estar demasiado abocados a sus propias tortuosidades para lidiar con las que les ofrecen sus pacientes. Siempre están entre el fraude, la psicopatía y la “ruptura del encuadre”, como se estigmatizaba hace algunas décadas, usando un léxico cinematográfico que Puig no hubiera desaprobado, cualquier infracción a la ortodoxia del análisis. En El beso de la mujer araña, por ejemplo, el psicoanalista, que Puig exhuma de un viejo film clase B de Hollywood, La mujer pantera, deja por un momento de lado toda etiqueta y para “curarla” besuquea de prepo a su paciente más díscola, Irena, que lo ha consultado obsesionada por el temor de que si besa a su novio –como profetiza una leyenda de Rumania, su tierra natal– se convertirá en pantera. (Hay que decir que ese rapto de heterodoxia no quedará impune: algunas páginas después el analista aparece muerto, desangrado por unos zarpazos certeros sobre la moquette de su consultorio). El psicoanalista de The Buenos Aires Affair, quizás inspirado en el modelo del sacerdote de Mi secreto me condena de Hitchcock, amenaza todo el tiempo con contarle a la policía, violando la ley del secreto profesional, el crimen que un paciente temperamental o sólo mitómano le ha revelado durante las sesiones. En una de las ficciones delirantes dePubis angelical –uno de los ensueños inducidos en Ana, la protagonista, por las sesiones de quimioterapia a las que se somete–, un joven guionista, atormentado por la conducta distante de su amada, le propone que consulte con su propio psicoanalista; para él sería una solución perfecta: “ya no tendríamos secretos el uno para el otro”, dice; para ella es sólo una trampa: el plan secreto de su amado, piensa, es “ponerla en manos del enemigo, obligarla a revelar todos sus secretos a pretendidos médicos”. Y por supuesto está Silvia, la triste heroína psi de Cae la noche tropical que, desencuadrada por la pasión, asedia con todos los recursos del “análisis salvaje” al candidato histérico que la desquicia y, amparándose en una discutible lógica de medios y fines, revela secretos a terceros y traiciona la confianza que depositaron en ella.

Si Puig es grande a la hora de saquear intimidades, nunca es tan grande como cuando las inventa. Porque el secreto, a fin de cuentas, importa siempre poco; es algo que no dura mucho, que chisporrotea y se extingue –si es que hay secreto, por otra parte, que no sea siempre ya un secreto a voces, es decir: una verdad indecible, pero indecible porque siempre de algún modo ya está dicha, entredicha, articulada a media voz

Estas figuras ladinas comparten algo más que una ambigua condición moral: son básicamente anacrónicas. Los “malos analistas” de Puig –como la técnica que guía sus “interpretaciones salvajes”– siempre están un poco pasados de moda; sobreviven en un mundo vagamente sospechoso, agitado por complots y segundas intenciones, y la perfidia que los caracteriza tiene siempre ese toque de mefistofelia caricaturesco y glamoroso que suele, o solía, encender las pesadillas del recato pequeñoburgués, a la vez fascinado y repelido por las audacias del psicoanálisis o cualquier otro avatar de la modernidad cultural. Pero es con esos charlatanes sin escrúpulos con los que se hace la literatura de Puig; con ellos, que, en contacto con ese fondo de los fondos donde fermentan todos los secretos del mundo humano, hacen siempre lo que no debieran: se salen de los marcos, rompen reglas, se arrogan el derecho de exportar su saber y lo aplican sobre todas las cosas; con ellos, y también con todos los ecos bastardos del saber psicoanalítico que desencadena la práctica, o más bien el arte, de la deformación profesional, versiones salvajes, vulgares, vulgarizadas, que se dejan deletrear en los idiomas menos especializados –desde las páginas de un semanario femenino hasta una conversación de peluquería– y difunden los tics de la disciplina al mismo tiempo que la degradan. Como cualquier discurso más o menos institucional, el psicoanálisis sólo entra y activa las ficciones de Puig, sólo es verdaderamente productivo, una vez deportado de su territorio específico, cuando algo –un desliz, una maquinación, la vocación siempre prófuga y delatora que tienen los secretos profesionales, para quienes “lo peor es quedarse entre cuatro paredes”– cuando algo lo arranca de su espacio de circulación reconocido, lo expropia de los interlocutores autorizados para manipularlo, lo aparta de la teoría que lo funda y los usos legítimos a los que está destinado.

Esta alianza de analistas indiscretos y pacientes que hablan de más, de deformación profesional e interpretaciones salvajes, es una de las utopías negativas de la literatura de Puig, y dibuja el tipo ideal de microsociedad donde puede llevar a cabo sus experimentos un escritor que desde siempre estuvo obsesionado por el secreto y la alcahuetería, las estrategias del hermetismo y las de la delación. Alguna vez, para desmerecerlo, Juan Carlos Onetti dijo que sabía cómo hablaban los personajes de Puig pero no cómo escribía Puig. La objeción es tan triste y consagratoria como la que Ramón Doll esgrimía contra Borges cuando lo acusaba de plagiario, de escritor de segunda mano. Para refutar a Onetti o darle la razón, basta con olvidarse de cómo escribe Puig y pensar qué es lo que hace. Y lo que hace, lo que Puig hizo desde su primera novela, La traición de Rita Hayworth, fue atentar contra la intimidad como refugio, guarida, espacio privado, utopía de interioridad: husmear, inmiscuirse, interceptar comunicaciones confidenciales, irrumpir en archivos secretos, descorrer telones, restablecer verdades escamoteadas, sacar confesiones a la luz, exhumar primicias innobles o desoladoras. Puig es el gran desenmascarador, el que niega la sombra, el disipador de opacidades. No hay secreto en sus libros que no tenga los días contados; no hay libro suyo que no sea la historia de la divulgación de un secreto. A mitad de camino entre el oído absoluto que pregonó Freud, el mítico detector de mentiras policial y las cámaras de vigilancia contemporáneas –las tres máquinas de registrar, sin ir más lejos, que se disputan el protagonismo en la novela The Buenos Aires Affair—, contar una historia, para Puig, siempre es enfrentar el problema de una doble vida, una doble ley, un doble mundo. Siempre es preciso darlo vuelta todo como un guante: mostrar los pensamientos que esconde la conversación, revelar el contenido de cartas que no se enviaron o fueron destruidas, desnudar los gestos, las expresiones de las caras, las muecas sintomáticas que el discurso deja fuera de campo y que deciden, sin embargo, el verdadero sentido de lo que se dice.

Pero esa lógica del doble discurso y la actuación, esa poética de la hipocresía y la transparencia, es sólo una de las dimensiones de la literatura de Puig. Si Puig es grande a la hora de saquear intimidades, nunca es tan grande como cuando las inventa. Porque el secreto, a fin de cuentas, importa siempre poco; es algo que no dura mucho, que chisporrotea y se extingue –si es que hay secreto, por otra parte, que no sea siempre ya un secreto a voces, es decir: una verdad indecible, pero indecible porque siempre de algún modo ya está dicha, entredicha, articulada a media voz. Es cierto que Nidia y Luci se la pasan despellejando a Silvia, la psicoanalista de al lado, ejercitando en ella las mismas técnicas de interpretación salvaje que ella ejercita en el pretendiente que la atormenta. Pero lo que importa de ese frenesí no es tanto lo que consiguen sacar, el tesoro obsceno o desvalido que acaso desentierren, como el efecto “nutritivo” que ese flujo de vida ajena que monitorean tiene sobre ellas. Es prácticamente una transfusión, una verdadera transferencia de vida. Para volver a nuestra amiga del Cinemark Palermo, no se “entra en la lógica de otra persona” sólo para saber más de ella, para hacerle decir lo que se niega a decir, para sorprenderla en flagrante delito, traicionando el voto de silencio que ha hecho; se entra porque la vida de la otra persona es alimento, sangre, elemento vital. La ley del fenómeno sería ésta: se saquea una intimidad individual, propia, única, para inventar otra que ya no es personal, que crece entre dos, que es un lazo o un devenir.

La prodigiosa adicción al otro que padecen Nidia y Luci no es un hallazgo tardío de Cae la noche tropical; es uno de los leit motivs más persistentes de la obra de Puig. Es la misma heteromanía interesada, instrumental, implacable, afecta a la mayoría de las células duales que están en el centro de sus novelas: el homosexual y el guerrillero en El beso de la mujer araña, la enferma y el militante en Pubis angelical, la artista ingenua de vanguardia y el crítico de arte en The Buenos Aires Affair, el anciano traumatizado y el izquierdista sin esperanzas en Maldición eterna a quien lea estas páginas. Se quiere, se necesita, se pide todo del otro, pero la razón es menos el deseo de saber que la urgencia de alimentarse, reanimarse, volver a la vida. Los héroes y las heroínas de Puig no son fisgones; son vampiros. Cuando Puig empezó a escribir El beso de la mujer araña, la película que Molina le contaba a Valentín al principio de la novela no era La mujer pantera sino el Drácula de Bela Lugosi. En Maldición eterna, Larry, contratado para sacar a pasear dos veces por semana a un hombre que un trauma ha postrado en una silla de ruedas, se lo dice con todas las letras: “Usted es como un vampiro. Se alimenta de la vida de los demás. Trate de imaginarse cómo se siente la víctima mientras la van vaciando de a poco”. La indiscreción, la intromisión, la invasión del otro, la alcahuetería y el chisme son pulsiones de una economía intersubjetiva que es menos moral o epistemológica que gástrica o metabólica. Frágiles y dependientes, necesitados y huérfanos, los héroes y las heroínas de Puig son con todo mucho más fuertes de lo que parecen. ¿Por qué? Porque pertenecen a un reino extraño, un reino que ama la cercanía, la inmediatez y el contacto como nada en el mundo, un reino que no reina en el horizonte del saber psi sino en el de las ciencias naturales: el reino de los parásitos.

Un viejo parentesco histórico une a los parásitos con los desposeídos. En Grecia y Roma eran considerados parásitos los que no tenían medios de producción propios y debían acogerse a la generosidad de un patrón o a la asistencia del Estado. En Atenas eran los que comían de otros y, por extensión, los que desempeñaban funciones secundarias en ciertos campos específicos: los sacerdotes adjuntos del sacerdote principal, por ejemplo, o los magistrados adjuntos de un magistrado superior. Toda encarnación del ad –adjunto, adlater, adscripto, asistente– representa una fuerza parasitaria. De ahí, sin duda, la multiplicación de esas figuras subalternas, siempre inscriptas en binomios que son al mismo tiempo personales y sociales, en las ficciones parasitológicas de Puig: ayudantes, guías, acompañantes, escoltas, que siguen a sus huéspedes a sol y a sombra y establecen con ellos una relación íntima y obligatoria. (La historia del valor del parasitismo no deja de ser curiosa: en la antigüedad era una categoría que presuponía la carencia, la falta de medios, el estado de necesidad: eran parásitos, por ejemplo, los esclavos manumitidos, que eran libres pero no tenían nada. En el siglo XX, la clase parasitaria por excelencia –la clase chupasangre– ha pasado a ser la burguesía, que, aunque en posesión de los medios de producción, vampiriza el trabajo del proletariado. Lenin globaliza el concepto y acusa al imperialismo de parasitismo, en la medida en que drena sin límite el capital de los países pobres sobre los cuales ejerce su dominación).

Como todos sabemos, el parásito no tiene buena prensa. La relación parasitaria es una “mala” relación, el “otro malo“ de la relación de intercambio: una relación asimétrica, instrumental, irreversible, en la que el otro, el otro sagrado, es sólo un medio para conseguir un fin, un beneficio, una rentabilidad que lo trasciende, lo desprecia o simplemente lo ignora. Relación de adicción, co-dependencia, simbiosis, mutualismo: no hay variante de la heterofagia que redima al parasitismo del destino de oprobio al que parece condenado. “A veces me da la impresión de que me quiere sorber la vida, como una coca cola”, le dice Larry a Ramírez en una escena de Maldición eterna a quien lea estas páginas, la novela donde Puig quizá lleve más lejos que nunca el modelo del abuso parasitario. Y Ramírez, el vampiro inválido, que ha perdido el sentido de la relación entre las palabras y las cosas, entre las palabras y el significado, entre las palabras y las sensaciones, apenas atina a contestar: “No me interesa la parte exterior del asunto. Quiero saber lo que sucede en el interior de la gente”; “Quiero enterarme de lo que sucede dentro suyo cuando dice ‘me siento completo’”. A su manera incorrecta, indigna o aberrante, el parasitismo postula una idea fuerte de intimidad. Una intimidad literal, digamos, que de algún modo pone en acto lo que mi inspirada vecina del Cinemark Palermo decretaba que era imposible: participar de la lógica de otra persona. El parásito es –literal, física, biológicamente– el que ocupa el lugar del otro. (Tal vez no estaría de más pensar a la luz de la órbita parasitológica algunas de las operaciones específicamente literarias de Puig –pienso en la vampirización del relato cinematográfico, por ejemplo, o en el valor de la ingenuidad como fuerza de apropiación y reproducción narrativas–, y también algunas de las operaciones de la retórica karaoke que impera en la cultura y la estética gay: pienso por ejemplo en las intimidades fraudulentas que proponen el doblaje, la fonomímica, la ventriloquia…).

Manuel Puig pone a punto el dispositivo parasitológico en las tres novelas que escribe desde el exilio sobre la dictadura militar de 1976-1983: El beso de la mujer araña, de 1976; Pubis angelical, de 1979; Maldición eterna a quien lea estas páginas, de 1980. Un guerrillero y una loca encerrados en la misma celda; una mujer que muere de cáncer y un militante peronista en un cuarto de hospital en México; un viejo argentino amnésico y su joven asistente terapéutico norteamericano en las calles del Village de Nueva York. Son novelas conversadas, cuyo campo de acción aparece prácticamente delimitado por la distancia íntima del tête à tête. Son novelas “de pareja”, pero por “pareja” hay que entender aquí no una forma de relación libre, elegida, autónoma, capaz de decidir el contexto y las reglas según las cuales habrá de desplegarse, sino más bien un binomio puntual, sobredeterminado, ligado a una coyuntura específica que supone siempre el ejercicio de una cierta violencia. Los partenaires de este ciclo de novelas de Puig forman verdaderas sociedades íntimas; están marcados por esa intimidad obligatoria que según la biología define a toda relación parasitaria y que en Puig se declina a menudo en variantes como el contractualismo prostitucional, la co-dependencia clásica del amo y el esclavo o el síndrome de Estocolmo. (La serie, por supuesto, podría incluir también al dispositivo psicoanalítico, que siempre fascinó a Puig, sobre todo en sus formas más desviadas: enCae la noche tropical, de hecho, todo el ecosistema parasitario del que participan Nidia, Luci y Silvia se articula alrededor de la clase singular de intimidad que postula la experiencia del psicoanálisis). Se podría aventurar esta otra ley: el parasitismo es la forma de intimidad que se anuda bajo el imperio del terror. Una forma extraña, sui generis, incluso contra natura, porque implica y pone al desnudo un factor que la noción tradicional de intimidad, vinculada más bien a la esfera espontánea de la afectividad, parece excluir de raíz: la artefactualidad. Como el género, la intimidad parasitaria se fabrica. Ése es un poco el sentido del contrato en Puig, tan presente en sus relatos como en sus protocolos de escritura; al menos dos de sus novelas, Maldición eterna y Sangre de amor correspondido, nacieron de dos “intimidades contratadas”, dos trueques (dinero por historias de vida): la primera con un joven universitario norteamericano que Puig conoció en una pileta pública de Nueva York; la segunda con un albañil del nordeste brasileño que trabajaba en las reformas de su casa de Río de Janeiro. El contrato define los modos, tiempos y reglas de fabricación de una cierta experiencia de intimidad postiza.

Es la idea de la celda como isla desierta que Molina postula en El beso de la mujer araña: “En cierto modo”, le dice a Valentín, “estamos perfectamente libres de actuar como queremos el uno respecto al otro, ¿me explico? Es como si estuviéramos en una isla desierta. Una isla en la que tal vez estemos solos años. Porque, sí, afuera de esta celda están nuestros opresores, pero adentro no. Aquí nadie oprime a nadie”. Como lo prueba el final trágico de la novela, Molina, en efecto, es un ingenuo. Pero quizá la ingenuidad sea un componente imprescindible, un principio teórico y práctico de toda intimidad fabricada. El ingenuo, a menudo acusado de no pensar, de pensar mal o de pensar débil, en realidad no piensa sino en dos cosas: piensa en la acción y piensa en el presente. (Y uno podría preguntarse en qué otras dos cosas se puede pensar bajo el terror de una dictadura militar). Si el ingenuo está en babia es porque, entre otras cosas, ha cambiado las jerarquías de la distancia por el ensimismamiento democrático de la proximidad: está demasiado en la acción, demasiado en el presente; es decir: demasiado en la intimidad como laboratorio de comportamientos posibles. La hiper proximidad, la miopía militante del ingenuo –cuyo rival no es la lucidez sino la ironía– es una fuerza experimental que abre el horizonte de los posibles. Ahí –en esa especie de política de la cercanía absoluta– está quizá la clave de la posición de Puig frente al kitsch, el mal gusto y todos los materiales desacreditados con los que siempre trabajó su literatura: “Los boleros…”, decía Puig en 1983. “Por ejemplo, hay boleros kitsch de Agustín Lara que, no sé, a mí me tocan cierta fibra que… ¿qué pasa? Simplemente con reírse y tomarlo en broma no creo que esté la operación completa, ¿verdad? Pareciera que a mí me satisfacen otras necesidades, ¿y cuáles son y en qué medida los demás las tienen y por qué, qué pasa con ellas? Pero no detenerse ante el umbral de todo eso, ¿comprendes?, y descartarlo con una ironía. Deberíamos tratar de entender esas necesidades íntimas y no deberíamos usar la ironía para reducir su poder”. Fanático de la cercanía, el ingenuo busca la intimidad a toda costa, la intimidad ante todo, un poco como Gladys, la artista de The Buenos Aires Affair, que “no sabe lo que hace”, “no tiene planteo previo”, reúne “objetos despreciados [desechos que el mar deja en la arena, una zapatilla olvidada] para compartir con ellos un momento de la vida, o la vida misma”. La intimidad –no la ironía– es la “operación completa” porque no se detiene, cruza el umbral y va más allá. La intimidad potencia el poder. No se trata sólo de un problema espacial, de afueras o adentros. La intimidad es una cuestión de tiempo, de hoy, de ahora, de ya: se trata siempre de fabricar contemporaneidades, no importa cuán ridículas, excéntricas o imposibles. Si el guerrillero y la loca son, llegan a ser íntimos, no es sólo porque la celda funcione como el interior que los protege de un exterior hostil; es porque comparten –como Gladys y sus desechos– un mismo bloque de tiempo, porque fabrican la copresencia única que habitan. Es casi una cuestión rítmica, musical, como lo prueba Molina, en El beso, cuando entra en sincro con la melodía de un bolero mexicano y le pone letra, o como reclama la señora del Cinemark Palermo cuando propone la necesidad de “entrar en el lenguaje del director”. “Por un momento”, dice Molina, “sólo me pareció que yo no estaba acá, ni acá, ni afuera (…) que yo no era yo, que ahora yo eras vos”. Y en ese bloque único de tiempo, por ejemplo, no hay diferencia alguna entre el idioma en clave que hablan las locas (“Cuando yo digo loca quiero decir puto”) y la jerga encriptada de la clandestinidad política (“Si nombramos un lugar es que nos referimos en realidad a otro”). Así, la intimidad según Puig pone en suspenso dos persistentes incompatibilidades conceptuales: la que divorcia y enfrenta lo íntimo con lo público, con el exterior político, y la que enfrenta al ingenuo con el esclarecido, el lúcido, la conciencia heroica. La intimidad es política porque hace posible lo imposible; el ingenuo es la vanguardia porque se deja llevar, se entrega a la experiencia, porque quiere ver qué hay más allá, qué viene después, y porque lo único que se pregunta en su media lengua de ingenuo es: a ver, a ver, ¿por qué no? ¿Por qué no?