Hablar hoy del oficio de editor, en especial a las nuevas generaciones, tal y como me han pedido amablemente para mi discurso, es, cuanto menos, atrevido. No hace mucho, en una estancia en Nueva York, mis amigos editores de la vieja generación subrayaban los cambios extraordinarios que estaba sufriendo nuestro mundo. La aparición de los formatos electrónicos o la rápida desaparición de costumbres que parecían inamovibles, les hacía pensar que el “modelo de negocio”, para usar el término que se repetía con insistencia, se estaba modificando con rapidez hacia lugares que les eran (nos son a todos) hasta hoy desconocidos. Con peligros cuanto menos dignos de ser tenidos en cuenta: la piratería, sin ir más lejos, o la discusión sobre la legitimidad de los “derechos de autor”, sin los cuales no puede existir nuestro oficio. Para mayor inri, hemos leído a un poderoso agente que pone en duda el papel del editor en la cadena de transmisión entre el autor y el lector, sumándose así a quienes, por motivos de otra índole, afirman que la mediación del editor se hace innecesaria desde el momento en que internet puede eliminarlos sin merma. No me negarán que, desde nuestro punto de vista, el panorama adquiere matices poco atractivos. En compensación, baste ver a su vez cómo periódicos de gran densidad intelectual que defienden el papel como soporte básico ¬–estoy pensando en el Die Zeit–, ven aumentar sus tiradas con lectores muy jóvenes, a pesar de sus larguísimos, difíciles y complejísimos textos. Lo contaba con justa satisfacción su director, Giovanni Di Lorenzo no hace mucho, subrayando que no se habían sometido a las modas; vemos, por otra parte, cómo surgen cada día nuevas editoriales con propuestas interesantes y a veces arriesgadas, y cómo muy diversas universidades ofrecen cursos de postgrado sobre edición que ven llenar año tras año los cupos.

Quizás ahora que, como digo, el “modelo de negocio” se nos muestra cambiante, sea el momento de plantearse si debe cambiar también el papel del editor en este “nuevo modelo”, renunciar a su práctica tradicional, a su tradicional papel de intervención cultural.

Es evidente que hay muchos tipos de editor. Pero también lo es que, históricamente, los editores hemos tenido un papel importante en la evolución de la cultura en Occidente. Desde los scriptoria medievales, en los que se copiaban a mano los libros, hasta el mundo contemporáneo, la contribución de los editores a la evolución cultural ha sido determinante. La traducción de textos griegos en los talleres monacales permitió el conocimiento de la filosofía antigua (no soy de los que creen en una ruptura cultural con el mundo clásico en la llamada Edad Media). Pero su papel no se limitó a una simple traducción y oferta al mercado de los centenares de copias de textos antiguos: para empezar tuvieron que escoger qué textos iban a traducir, y de qué modo iban a hacerlo. Las presencias y las ausencias en su catálogo delimitan un marco cultural. Y los comentarios y glosas, gestados en los mismos monasterios, unas claves de acercamiento a los textos que configuran todo un cosmos. Baste recordar cómo san Jerónimo, patrón de los traductores, a inicios del siglo V, redujo el significado del “logos” griego al del “verbum” latino, marcando con fuerza la primacía de la “palabra” sobre la “realidad”, la “inteligencia”, el “espíritu”, el “sentimiento” o el “número”, con todas las consecuencias que ello conllevó y que aún llega hasta nosotros.

Esto me lleva, por cierto, a lo que me gustaría que fuera el núcleo de mi charla hoy, con el que creo centrar con precisión el trabajo del editor tal y como yo lo concibo, que es el trabajo con la palabra. De su valor sustantivo en lo estrictamente humano. Desde hace tiempo oímos, incluso en el terreno de la educación, que “una imagen vale más que mil palabras”. Se trata de una afirmación que ha calado hondo, sin que al parecer nadie se haya cuestionado su verdad. No tengo conocimientos de neurología ni de zoología, pero imagino que la imagen que ve un asno y la que vemos nosotros no debe de ser muy diferente. La única diferencia perceptible es que el asno no tiene ninguna palabra que dé explicación a la imagen que percibe, y nosotros sí. El sentido de las imágenes nos viene dado por las palabras que les asociamos y que las hacen complejas, más allá de las respuestas elementales a estímulos instintivos. La palabra nos permite transmitir experiencias complejas y compartirlas además en la convivencia humana habitual. Sin palabra, sin un término que “nombre”, no hay existencia posible. Este ha sido un convencimiento tan arraigado en el pensamiento humano que ha llegado a configurar la misma existencia y la acción. Recordemos el Génesis: “Dios dijo: ‘hágase la luz’, y la luz fue hecha”. Para crear de la nada, Dios usó la palabra. Y continúa: “Dios dio a la luz el nombre de ‘día’, y a las tinieblas el de ‘noche’”. Toda la creación, contada por el Génesis, se sustenta en la nominación. Pero el Génesis judío continúa. Cuando crea al hombre, crea también a los animales. Sigue el Génesis: “el Señor Dios modeló con tierra todos los animales silvestres y todos los pájaros, y los presentó al hombre para ver qué nombre les daría. Cada uno de los animales debía llevar el nombre que el hombre le había dado”. El conocimiento y dominio del mundo proviene así de la palabra, ahora escogida por el hombre, y que le confiere su situación en el mundo. Quizás no sea baladí en este momento recordar aquel “In principio erat Verbum” de la vulgata que, en su reducción semántica, desvela unas prioridades fundamentales.

Desde luego que este valor fundamental de la palabra no se da solamente en el mundo judío o en el judío helenizado que fue el cristianismo. En el Poema babilónico de la Creación, que también nos habla del origen de las cosas y de la articulación del orden cósmico, se escucha: “Cuando arriba aún no se había nombrado el cielo, y abajo la tierra firme no tenía aún nombre…”, para añadir unos pocos versos más adelante que “ninguno de los dioses había sido creado, y aún no tenía nombre”. Y los sumerios, pueblo antiquísimo, y que antes de los asirios, que heredaron sus tradiciones, y de los babilonios, habían desarrollado una civilización riquísima, atribuían a la palabra virtudes creadoras y destructivas. No recordaremos a los egipcios, entre los que los sacerdotes del dios solar Rha repetían una oración cada noche con la voluntad de ayudar al dios en su lucha contra la serpiente Apopi. Cortaban entonces en pedazos su imagen y recitaban: “He convertido al monstruo en nada, como si no hubiera existido nunca. Su nombre ya no existe. Sus hijos ya no existen. Él no existe, ni sus parientes, ni sus poderes mágicos”.

Solamente lo nombrado existe, y solamente le da existencia la palabra, nunca la imagen, que toma en todo caso en Occidente un papel de apoyo. No es este el lugar para enfrascarnos en cuestiones de las que se ha ocupado la filosofía sobre el contacto y conexión entre las cosas y su nombre. Baste recordar cómo los héroes de la novela europea del siglo XII no tuvieron existencia real hasta que se supo cómo se llamaban, como si de su nombre dependiera su existencia y sus cualidades. Más aún, y al hilo de lo dicho, vemos cómo en determinados contextos las palabras en ellas mismas son ya las cosas, y que basta nombrarlas para que estas cosas se hagan visibles o los actos que invocan se produzcan. Esta es la función de la magia que, aún ayudada por pócimas y actos, por gestos y gadgets, se sustenta en el conjuro, en el valor invocativo y pleno de la palabra. Alí Babá lo supo, y así fue capaz de mover con su sola fuerza la pesadísima rueda que cerraba la cueva.

La palabra, en efecto, tiene poderes mágicos. Y no hace falta que nos quedemos en el mundo de lo arcano o de las fuerzas ocultas para percibirlo. En muchos poemas, en algunos relatos, la comprensión del mundo a través suyo es tan precisa que nos ayuda a interpretar verdades humanas con mayor penetración y finura que muchas de las llamadas ciencias experimentales. Las obras literarias nos iluminan sobre verdades complejas que difícilmente son abordables desde el ámbito de la ciencia. Es muy probable que Eça de Queirós nos hable con mayor profundidad y detalle sobre el modo de ser portugués que cualquier manual de sociología, o Montaigne nos diseccione con mayor precisión la alegría que cualquier tratado psicológico. Y todo ello se contiene en los libros. Bueno, quizás en algunos libros. En aquellos, cuanto menos, en los que para mí está el fundamento del trabajo de editor en el que quisiera moverme, aquel que busca en su quehacer algo más que la distracción o el pasatiempo que los libros son también legítimamente capaces de proporcionar.

Hemos visto cómo el prestigio de la palabra se ha ido deteriorando en los últimos años, del mismo modo que hemos visto el declive de las humanidades en los estudios medios y superiores, y ello bajo el pretexto de su falta de aplicación práctica inmediata. No parece que la ignorancia, que a decir de Petrarca es el más funesto de los monstruos, deba ser temida, por cuanto el alejamiento de la palabra no es visto como tal. Bastará quizás un ejemplo: en la edición electrónica contemporánea, hay un consenso medio secreto según el cual los e-book son ya, en cierta medida, obsoletos. Los nuevos libros en formato electrónico habrán de integrar información directa, no vehiculada a través de la palabra, sustantiva a la propia creación. Y, para las obras antiguas editadas a su amparo, se dará cuenta de las circunstancias de su creación, como los extras de los DVD, y nos presentarán directamente las obras artísticas o arquitectónicas o de cualquier otro género de los que se habla en los libros que en ellos serán editados, configurando así un paisaje multimedia en el que el lector poco o nada tendrá que poner de su parte. Un ilustre profesor del Collège de France ha recibido el encargo de preparar una nueva edición de En busca del tiempo perdido de Proust, en la que deberán ir pegadas las referencias directas a las que alude el texto. Si el texto cita Agadir o Agrigento, la calle Abbatucci o la avenida del Bois de Boulogne, con un solo clic sobre la palabra, la pantalla mostrará imágenes de estos lugares en el tiempo en que transcurre la acción; si una pieza musical, la tal pieza será reproducida, etcétera, con lo que se supone que el lector podrá hacerse una idea más próxima y más cabal de la obra y del arte del novelista. A mi entender, por el contrario, lo que se consigue con el artilugio es anular el poder evocativo de la palabra, sustituido por una burda (incluso si es buena) ilustración plana. La imaginación y todos sus derivados quedarán para siempre aplastados, anulados por el peso plúmbeo de una imagen. Es la anulación de la sugerencia, de la evocación y la asociación, pilares fundamentales de todo proceso creativo.

Porque, en literatura, la palabra se ha enriquecido a través de los años por los usos de los escritores que la han utilizado previamente y de los que la usarán en un futuro. Todos ellos le darán, en una sutil red de asociaciones que irá adelante y atrás de modo dinámico y nunca definitivamente concluso, su auténtica dimensión, y esta dimensión se guarda en los libros. Los escritores de una tradición se iluminan unos a otros en sentido ascendente y descendente, dotando a la palabra de potencialidades expresivas inesperadas, que despegan del simple utilitarismo. Un texto literario no se lee nunca solo, sino siempre iluminado por los que le han precedido y sobre los que, a su turno, también influirá. Cierto que eso también puede suceder con la imagen y con determinados pasajes musicales, pero en estas artes su funcionamiento viene en gran medida garantizado por la palabra que sustenta los topoi que les dan sentido.

Que se me perdone esta larga digresión, que quizás alguien juzgue poco relacionada con el mundo de la edición que nos ocupa. A mi entender, solo la palabra es capaz de transmitirnos lo que nos ha hecho hombres en diálogo fructífero con los demás hombres. Y aquí el libro y su edición han tenido y tienen un papel fundamental, porque la fijan y la transmiten más allá de la corta vida humana. Nadie como Petrarca, el primer ensayista europeo, supo decirlo con mayor precisión. En una carta a Giovanni Anchiseo, a quien encarga que le encuentre unos libros, le dice entre otras cosas: “no puedo satisfacer mi sed de libros. Tengo probablemente más de los que me hacen falta, pero con los libros me sucede lo que con algunas otras cosas: su compra es un estímulo a la codicia. Aún más: hay algo especial en lo que concierne a los libros: el oro, la plata, las piedras preciosas, los vestidos de púrpura, las casas de mármol, los campos bien cultivados, los cuadros, los corceles ricamente enjaezados y los demás bienes de este tipo, producen un placer mudo y superficial; los libros procuran un placer profundo. Hablan con nosotros, nos aconsejan, se unen a nosotros con viva y penetrante familiaridad. No solamente cada uno de ellos penetra en el espíritu de quien los lee, sino que además sugiere el título de otros libros, y el paso de unos a otros alimenta el deseo”. Este paso de “unos a otros”, este “hablar con los ojos con los muertos” en justa expresión de Quevedo de un antiguo lugar común, es terreno privativo de la palabra contenida en los libros, tengan el formato que se quiera. No concibo actividad de mayor nobleza que la de contribuir, con nuestro trabajo, a la vehiculación de la palabra que, más allá de ser un simple instrumento, es lo que nos hace verdaderamente humanos.