El asombro esponjoso

Presentación de Alejandra Costamagna

Hace un par de años, en la presentación del libro Turistas en la ciudad de Córdoba, Hebe Uhart, cuentista, novelista, docente, autora de una docena de libros publicados desde 1962 hasta la fecha, observadora ultra fina, viajera, filósofa y admiradora de los monos –los chimpancés, sobre todo– dijo lo siguiente: “Sigo el consejo de Chéjov en el que creo absolutamente: dejar de lado el contenido de lo que dice el personaje para atender a cómo lo dice, mirar del personaje cómo se mueve, cómo camina, cómo se calla, etc. (…) A mí me interesa la especificidad de las personas”.

Cómo nos movemos, cómo caminamos, cómo nos callamos. Eso es lo que observa, precisamente, Hebe Uhart. Pero también (pero entonces) cómo nos detenemos, cómo enmudecemos, cómo nos distanciamos de los parámetros de la supuesta normalidad y abandonamos las tipologías para dejar en evidencia la carne y el hueso, la esencia y la existencia en el día a día. Así lo admite la protagonista del cuento “Él”: “Empecé (…) a elaborar la convicción de que se conoce mucho más íntimamente a las personas por las onomatopeyas o por el modo de estornudar que por las más variadas ideas que puedan sustentar”.

Es a partir de estas observaciones minuciosas –que dejan de lado la anécdota, la intriga evidente, para optar por los matices y los gestos a veces ocultos detrás de una cortina de nimiedades– que Uhart despliega sus tentáculos. Y, como sin querer queriendo, fija las coordenadas de una sabiduría propia, muy antigua y a la vez muy simple: la del asombro permanente. Como si sus personajes hubieran arribado recién a este mundo; hubieran caído del cielo y aterrizado en un barrio, en una pieza, entre unos seres que parecen recuperar un desconcierto ya olvidado cuando dicen cosas como “no puedo creer que la Tierra sea redonda”.

Hemos dejado de asombrarnos por cosas como esa: que la Tierra sea redonda, parece decirnos la autora. O que una cocina se encienda con la chispa de un aparatito, que comamos con tenedores y cuchillos, que nos salga agua por los ojos. Que haya sillas con gente sentada, mirando hacia adelante, escuchando a otro hablar, y que eso se llame “clase” o “charla”. Es como si Hebe Uhart tuviera la capacidad de ponerse en un lugar anterior a la cultura y la civilización, anterior a la naturaleza, incluso, para observar desde ahí a la humanidad. Y recién entonces narrara. Uhart nos devuelve ese asombro apacible, nos retira el manto de la inercia y nos encamina hacia un primer estado del cuestionamiento, de la extrañeza.

Es la visión que podría tener un niño, se ha dicho. Y es cierto. Pero un niño, yo especificaría, que maneja las herramientas reflexivas de un adulto que viene de vuelta. Un adulto que mira como un niño que mira como un adulto. Y ese cruce entre la percepción sin moldes de la supuesta infancia y la experiencia de la supuesta adultez genera una lengua nueva, tan genuina como impredecible.

Veamos, por ejemplo, el extrañamiento del personaje María, la hermana menor de Camilo en la novela Camilo asciende, al entrar por primera vez a una iglesia: “El cura se puso para bautizar una especie de capa sobre la sotana. El cura se vestía en público, se ponía esa capita delante de todos y ese hecho, que a Camilo le produjo una sensación de seguridad, de que él lo hacía porque era dueño del lugar, a María le produjo inquietud, como si en algún momento pudiera enloquecer y se empezar a desvestir en público. También le produjeron inquietud, tirando a alarma, esas imágenes desnudas. Jesucristo estaba de cuerpo entero, todo sangrante, no era lo mismo que verlo en las estampitas; con su corona de espinas parecía que sufría, parecía vivo y había como una indiferencia en el hecho de que nadie le fuera a sacar su corona (…). Y sintió miedo de Jesucristo, que en cualquier momento podía dar signos de vida, por ejemplo, y tirar la corona a la mierda”.

Es una lengua viva, altamente oral, la que despliega Uhart. Y este énfasis supone también una exploración en las palabras específicas: en sus sonidos, en sus orígenes, en las asociaciones que despiertan, en su posible música. En la invención, incluso, de un léxico propio. Más amigable, si se quiere. Los trenes y los instrumentos primitivos, por ejemplo, “turututean”. O ciertas playas de veraneantes con plata “enjetan” a las personas. Ahí está también, por ejemplo, la mujer del cuento “Impresiones de una directora de escuela” que ve cómo la profesora corrige a los niños que dicen lumbrí en vez de lombriz. Y concluye: “A mí también me gusta más lumbrí que lombriz; es como más humilde, umbrío, íntimo; lombriz es algo más seco”.

Los narradores de Uhart se detienen en las expresiones, en los refranes, en las muletillas, en los desvíos del lugar común, la redundancia o la articulación errónea de una frase –según los parámetros puristas del lenguaje–, pero no para remarcar el defecto sino para incorporarlo y desestabilizar la inercia expresiva. Un personaje de “Memorias de un pigmeo” hace un comentario acerca de un anciano, por ejemplo, y dice: “lleva muy bien sus años”. Y el protagonista, Uto Leopardi, se pregunta a continuación: “¿cómo uno puede llevar sus años si los años son incorpóreos?”. Y uno, lector, podría seguir desmadejando el hilo de las preguntas: ¿a dónde lleva los años ese anciano? ¿De dónde los trae?

Podría decirse que en los relatos de Hebe Uhart no pasa nada. Y probablemente sea cierto. Pero habría que acotar: nada extraordinario. Y precisar también que no es el tipo de nada que enmascara el todo, al modo Carver (del Carver editado por Gordon Lish) o Hemingway. Porque la nada de Uhart es la extrañeza de la vida, nada menos. Un peldaño filosófico a partir de lo ordinario. No es la filosofía versus la vida doméstica. No son pensamientos elevados versus nimiedades del día a día. La hondura del pensamiento acá se aloja, más bien, en la medianía de la situación banal. Porque el pensamiento y la vida no pueden ir separados en estas páginas. Es la reflexión existencial a partir de un budín esponjoso con tercera dimensión, por ejemplo. O de esa hiedra que responde creciendo muy lentamente, umbría y segura en su cautela. O de un patio en estado de deliberación. O del vestido que parece decir “nunca más me vas a querer” (los vestidos acá son muy importantes, pongan ojo ahí). Es así, a fin de cuentas: los dos polos conviven. Un personaje puede preguntarse por el origen de Jesucristo mientras come bife con tomate partido en dos. Lo dice muy bien Danielito, el estudiante incomprendido, puesto a prueba por la esquemática profesora de filosofía en el cuento “Danielito y los filósofos”: “La verdad”, dice el niño, “es que yo a los filósofos no los comprendo. Yo entiendo las cosas como a mí me parece, como yo pienso, de otra manera”.

Es esa “otra manera” la que captan las antenas de Uhart. Esas otras maneras, en realidad. Porque el ejercicio de mirar con los ojos de los otros (y escuchar con los oídos de los otros también) supone una suerte de posta de perspectivas. Lejos de imponer su voluntad, los narradores de estos relatos se ponen al servicio de las diversas percepciones ajenas para acceder a esos otros asombros y desconciertos. Los narradores de Uhart parecen acoplarse a sus personajes hasta el punto de llegar a la médula que los singulariza. A esa humanidad sin moldes ni tipologías.

Directoras de escuelas rurales, inmigrantes italianos, una tía loca, un hermano instruido, un ecuatoriano en Rosario, un alemán en Buenos Aires, vecinos, pigmeos, viajeros, sobrinas, gente que baila sola, que va o viene de visita, gente que se va quedando, un perro llamado Milonga, gente que añora la vida de siempre, la vida de todos los días, gallinas, un par de caballos de nombres Comería y Sisobra, gente que asciende, gente que se resiste a ascender, gente conflictuada con la modernidad, no domesticada con el “deber ser”, señoritas que ensayan para señoras, gente que aprende el arte “de hablar de una cosa y pensar en otra”. Gente que hace preguntas metafísicas en momentos inoportunos, gente que no se halla: excéntricos. Los personajes de Uhart están hechos de una materia casi palpable. Están vivos y parecen salir del papel para decirnos “ese de ahí soy yo, ese de allá podrías ser tú”.

Véanlos. Vean, por ejemplo, a este hombre de la novela Mudanzas: “Muchas veces el padre no sabía cómo se sentía: sabía que no estaba bien, pero no podía calibrar por sí mismo cuánto de mal andaba. Acostumbrado a resistir la fatiga, se daba cuenta de cómo andaba mirando la expresión del perro Milonga. El perro tenía varias expresiones. Una: ‘Te acompaño hasta la muerte’ (era la más inquietante). Otra, al menor movimiento del amo: ‘Arriba, que la vida sigue’. Pero si los movimientos del amo eran dubitativos o demasiado prudentes, la expresión del perro era de pronóstico reservado”.

Y sobre todo escuchen a estos personajes. Escuchen al narrador de “Leonor”, uno de los mejores cuentos de la autora, cuando describe el baile y el canto de una niña que imita a Raffaella Carrá. Y vean cómo despliega, de paso, como que no quiere la cosa, su propia concepción del cuento. Dice: “Cuando canta fiesta, qué fantástica fantástica esta fiesta lo hace con una voz agradable pero sin matices, preocupándose por conciliar su canto con su baile. Aparte de eso, su vocecita suena mortecina, como si no creyera en los signos de exclamación, ni en los procesos, que implican comienzo, medio y fin”.

Escúchenla a ella, ahora. Escuchen a Hebe Uhart, antes de que ella los escuche a ustedes y detecte y tome nota de cómo se mueven, cómo estornudan, cómo se callan. Y les extraiga el asombro esponjoso, nuevito como recién hecho.

Simone Weil y los escritores

Hebe Uhart

A modo de presentación

Empecé a escribir de forma deliberada, como si me estuviese ejercitando para algo, alrededor de los 17 años. Me ayudó a corregir los textos un amigo mayor, egresado de Filosofía, pero a quien interesaba mucho la Literatura, con un perfil similar al mío, que estudié Filosofía y en las clases de Filosofía Moderna leía a Dostoiesvky mientras escuchaba vagamente que la mónada no tiene puertas ni ventanas. Ese amigo, sin cobrar por su enseñanza tuvo la paciencia de leer lo que yo escribía y me señalaba las partes vivas y las muertas del texto. Y aunque alrededor de los 19 años yo no me interesaba por la Filosofía algo se me debe haber pegado de lo que leía, supongo que Husserl, porque un verano se me dio por desfulanizar a todo el mundo. Yo vivía en un pueblo suburbano donde todos los vecinos del centro se conocían, se saludaban y se paraban a hablar de lo que a mí me parecían pavadas, entonces quería percibirlos fuera del contexto cotidiano de tedio y la chatura y verlos en su mismidad, como seres luminosos que emergen en toda su esencia: a eso yo lo llamaba desfulanizar. Por eso los ejercicios literarios que hacía tenían este encabezado “Esa tortuga”, “Ese colibrí”. Ese y esa en su mismidad.

La primera vez que conocí a un escritor de carne y hueso era como si hubiera visto a un marciano (como aún ahora les pasa a muchas personas con cualquier clase de artista). Ese escritor escribía en un diario y conocerlo fue la corroboración de que alguien que escribía en los diarios existía en la calle. Con ese escritor tomé café como tres veces en la Perla del Once y a la tercera vez me pareció que era estrecho de miras y ya no lo frecuenté más ni me parecieron los escritores personas extraordinarias.

Cuando publiqué mi primer libro (por mi cuenta) lo hice imprimir en una imprenta de Rosario porque era más barato y cuando se publicó no lo presenté no porque no me gustaran las presentaciones sino porque no sabía que se hacían, pero aun de ese primer libro tuve críticas, poquitas pero elogiosas, no sabía qué hacer con ellas: yo veía que los demás se alegraban más que yo, me pasaba igual que ahora.

Las circunstancias de algunos cuentos

Siempre quise escribir un cuento sobre una experiencia inédita que me tocó vivir como maestra de escuela, la vez que nos concentramos en Córdoba, en Embalse Río Tercero en un gran predio que compartimos con alumnitos de todo el país, que venían de costumbres tan distintas, como los de un pueblo de Jujuy que no habían visto jamás un colectivo y mientras todos los otros chicos hacían gimnasia ellos miraban aterrados, inmóviles, parecían esas esculturas de la Isla de Pascua. Y los de la villa miseria, que nos abrían todas las canillas per jodere, y muchos otros. Hice una versión de ese cuento y no me gustó, porque yo no sé manejar muchos personajes. Cuenta pendiente.

Mis cuentos tratan casi siempre de personas que he conocido en los distintos ambientes que he frecuentado, la docencia, los lugares de estudio. Algunos pocos sobre escritores o pintores y muchos sobre mi infancia y mi familia. El relato “Memorias de un pigmeo” es inusual dentro de lo que yo hago y surgió de una lectura de material sobre los pigmeos que me impactó: los negros grandes los colonizan, les hacen cazar el elefante para sacarle los colmillos y a cambio les dan sal, azúcar y tabaco. O sea que hacen la tarea más pesada y cobran poco. Pero estaban también las fotos de los curas o clérigos holandeses, que además son antropólogos, y para captar mejor cómo viven duermen en chozas como las de los pigmeos; viven con ellos como tres años. Las piernas de los investigadores sobresalen como medio metro de la choza. Y en vez de nota hice el cuento.

Un cuento que gustó mucho es “Congreso”, escrito a propósito de un congreso de escritores celebrado en Alemania en 1995. Me invitaron junto con otros argentinos y dos uruguayos. Me hice más amiga de los uruguayos que de los argentinos; los porteños todos juntos se potenciaban en vanidad. Además me intrigaban los alemanes. Con sus viejos tan vigorosos, los perros manejados a distancia sin correa y la sensación de casa que quieren dar a cada café o restaurante, donde ponen un armario, un piano, velas. Me sentí medio solitaria en ese congreso y me parece que allí aprendí algo sobre mi hosquedad.

A mí en general me gustan los cuentos que les gustan a la mayoría de la gente, los que más me piden para antologías. Hay dos cuentos “Él” y “Cómo vuelvo” que yo sabía eran temas para mí, pero no encontraba el tono, no me afirmaba y es que eran para mí pero no por el momento, no estaba madura. En un caso –“Cómo vuelvo”– para identificarme bien con el personaje, o sea agarrar el hilo que me lleva a él, y en el caso del cuento “Él” que es el de un amor platónico, a pesar de que me dio vueltas por la cabeza durante mucho tiempo, no le encontraba la vuelta: pude escribirlo cuando todo rastro de amor platónico o de idealización de la persona querida se borró de mi cabeza.

Un escritor debe saber qué temas son para él y cuáles no, a la manera de un vestido o ropa. Hay ropa muy linda, pero no es para mí, hay argumentos muy buenos, pero yo no los podría trabajar. Un cuento mío que me gusta y no me lo han pedido mucho es “Las abejas son rendidoras”. Me lo contó un cura amigo de mi hermano, que me confesó que no sabía latín (lo sentía como una carencia grande) porque como era del campo en el seminario de campo en el que estudiaba lo mandaron a cuidar a los conejos.

Y en relación con la novelita Mudanzas la escribí con una sensación fuerte de que debía recordar a mis padres muertos, a mis abuelos y tíos. La sensación de que uno está escribiendo como por encargo alivia mucho la tensión de escritor que si bien tiene presente “la importancia del asunto entre manos” como decían los romanos, hay como un acompañamiento de los antepasados; la idea de cómo un deber hace más sencilla la escritura. Me acuerdo del café donde iba a escribir esa novelita y de la pollera que llevaba casi siempre: gris con florcitas chicas.

Influencias

Una influencia directa fue el escritor uruguayo Felisberto Hernández, aunque considero que él ha indagado con más profundidad y consecuencia en la memoria. Por ejemplo Por los tiempos de Clemente Colling. Siempre me he identificado con lo que escribía y creo que he sentido de modo muy parecido a él. También creo que funcionó otra influencia aparentemente extraliteraria. Era mi tía María, largamente trabajada por mí en Mudanzas y en Camilo asciende. Era demente y había inventado un lenguaje específico o mejor dicho construcciones raras, como “la señorita de Sport y volante”, “la señorita de bidet y inodoro”, “la señorita de sport y playa”.

Yo la estudié de los 10 a los 16 años, su lenguaje, su casa, sus acciones. A mí me dejaban ir a casa de ella cuanto quisiera, y a mí me gustaba ir a esa casa porque se podían revolver un montón de cosas como uno deseara. De su casa me llamaba la atención todo: que le crecieran plantas iguales a las de todo el mundo (en mi opinión las plantas de ella deberían haber tenido algún componente de locura, el color o la forma). Ella encerraba a los pollos en un cuartito para trastos y no sé si no los soltaba para que no se juntasen con los pollos de la casa de al lado o simplemente porque se olvidaba de la existencia de los pollos porque debía ejercer su papel de justiciera: gritaba, se iba poniendo colorada y denunciaba las cosas que estaban mal y lo que le habían hecho a ella. Decía “me robaron la madre, la llave, la cacerola”. Y yo quería encontrar la lógica oculta en esa afirmación, ya que me parecía que la madre era un elemento de otro orden, que ella no jerarquizaba.

Referencias

Yo vivía en Moreno, un suburbio que queda a 35 kilómetros de Buenos Aires y he hablado largamente de Moreno en mis cuentos. Es que mis abuelos, inmigrantes italianos y vascos, se radicaron allí. Y yo por vía materna tengo gran cantidad de información sobre pobladores de tiempo de los abuelos, de mi madre y de más de la mitad de los que pasaban por la calle. Mi mamá era gran narradora oral y me contaba cuentos de la inmigración de los abuelos que pude aprovechar más tarde. Y lamento, por cuestiones de edad no haber reparado en lo que contaba mi abuela. Sin embargo la puse en un cuento “Mi tío de Lima”. Todos los hermanos de mi abuela emigraron a Perú y un primo de mi mamá vino a buscar la rama argentina. Mi tío de Lima vino de visita a mi casa de Moreno y entró al dormitorio de mi abuela para que le contara cosas, ella pidió estar a solas. Ahí la oí llorar por primera vez en la vida, se estaba confidenciando con su sobrino de Lima (ellos mantenían relaciones fluidas con los parientes de Italia, nosotros no) y de repente la abuela llamó a mamá con un alarido de dolor: “¡Emilia, ha morto Gaetan!” Cayetano había muerto hacía 20 años y la abuela se enteraba ahora; lo lloraba como si hubiera sido ayer.

Con relación a la gente que pasaba por la calle, tanto mi mamá como mi papá me contaban su presente y su pasado.

Muchas veces me han preguntado cuándo empecé a escribir y esa pregunta me pone incómoda porque no puedo precisar la fecha, como tampoco podría responder a “cuál fue mi primer amor”. Fue mucho antes de tener noviecito. Me enamoré a los seis o siete años de dos hermanitos que tocaban el acordeón. Ahí tuve la idea de niños artistas, músicos. Recuerdo que por esa misma edad escribía alguna cosa que no guardaba ni mostraba a nadie cuando estaba muy aburrida y no había chicos para jugar.

Se pregunta por el escribir por el acto puntual, pero todo lo que lleva a una persona a escribir, se me hace que se prepara desde mucho antes. Pero se ve que a los siete u ocho años yo, que le contaba a mi mamá toda clase de cuentos insólitos para impactarla, ni siquiera para eso le mostraba lo que hacía, se ve que lo consideraba una actividad secreta y solo para mí. Seguramente en el ejercicio de esa actividad secreta se va formando un “sí mismo”. Ese “sí mismo” se acentuaba porque yo no me peleaba ni me agredía con otros chicos, rumiaba y rumiaba los asuntos en mi cabeza. A veces rumiaba rencor y eso reforzaba mi apartamiento. Se puede decir que era a la vez muy sociable y muy replegada en mí misma. Sociable porque tenía gran curiosidad por las costumbres y hábitos de todas las casas del pueblo y replegada, porque evocaba muchas veces costumbres, dichos, maneras de ser.

La primera vez que conocí a un escritor de carne y hueso era como si hubiera visto a un marciano (como aún ahora les pasa a muchas personas con cualquier clase de artista). Ese escritor escribía en un diario y conocerlo fue la corroboración de que alguien que escribía en los diarios existía en la calle. Con ese escritor tomé café como tres veces en la Perla del Once y a la tercera vez me pareció que era estrecho de miras y ya no lo frecuenté más ni me parecieron los escritores personas extraordinarias.

Una experiencia

Una experiencia que me enseñó mucho fue escribir cuentos por encargo de la editorial. Antes de editarse Turistas presenté a la editorial Adriana Hidalgo una docena de cuentos de los cuales aceptaron solo seis. Yo entendí mal y creí que los otros no les habían gustado. (Había sido que los pensaban para otro libro). Pero ni me enojé, ni me defendí, ni me deprimí, pensé que sería una pérdida de tiempo. Entonces me puse a escribir seis cuentos con temas a medias pautados por la editorial y consensuados por mí y me dije: “En menos de un año, saco seis cuentos”. Por ejemplo me decían: “Hacé un turista en Buenos Aires”. Y yo “¿Hago un alemán?”. “Está bien”. Y así hice “Stephan en Buenos Aires”. ¿Por qué alemán? Yo conocía Alemania y algunas conductas y el modo de ver la vida de algunos alemanes me habían llamado mucho la atención. La hija de una amiga había tenido un novio alemán y me contaba todas las cosas que le llamaban la atención de acá al muchacho y yo misma me fui a la calle Florida y a la confitería Las Violetas para ver a mi ciudad con ojos alemanes. Y observé por primera vez de qué colores íbamos vestidos, cómo caminaban las chicas que van a la oficina y todas las cosas que no funcionan. También yo conocía por haber estudiado Filosofía las dos grandes corrientes que animan el pensamiento alemán: por una parte son kantianos, tienen interiorizada la ley y por otro les atrae la naturaleza. El símbolo de Berlín es un oso, y en sus vidrieras vi canapés con cabeza de animal. Solo me faltaba encontrarle un lenguaje al personaje y, ¿en qué perspectiva está situado el cuento? En el asombro de Stephan ante las contradicciones de los argentinos.

De la misma manera trabajé el personaje de una paraguaya migrante. Conozco Asunción, me gusta mucho y creo que comprendo al alma paraguaya. Para eso le hice contar su historia de vida a una señora, leí Roa Bastos para consustanciarme con el idioma dentro de lo posible y leí cuentos mediocres de una antología de autores

paraguayos donde encontré algunas expresiones de las que me apropié. En vez de plata enterrada, “plata entierro”. Y otra, referida a una mujer misteriosa, difícil de entender,“una mujer tiniebla”. Y puse a la paraguaya a hablar a su manera. Me encantó investigar. Eso de trabajar por encargo, en vez de coartarme, a mí me estimuló. A veces un motor externo sirve, como cuando escribí Mudanzas. Lo hice como un homenaje a mis abuelos y a mi familia y contar la historia era una forma de que no caigan en el olvido. Es como sentirse haciendo algo necesario.

Ahora estoy escribiendo crónicas breves sobre mis diez años y mis veinte años. En el caso de los diez, escribí sobre la primer persona muerta que vi, la primera vez que conocí a una pareja de separados y yo estaba atenta a cómo se trataban, otra crónica trata sobre cómo entendía yo las canciones que escuchaba, por ejemplo, una de Antonio Tormo decía:

Cuando pa Chile me voy

Cruzando la cordillera

Late el corazón contento

Una chilena me espera

Y como también lo esperaba una cuyana de este lado, yo me ponía a dudar, si no se enteraría la otra de en qué andaba, claro, me decía, en medio está la cordillera, pero que eso se pudiera cantar alegremente me llenaba de perplejidad. Lo mismo un tango:

Belgrano, 6011, quisiera hablar con René René

ya sé que no existe,

Hablemos, usted es igual

Esa canción me enloquecía. ¿Para qué llama a alguien que no existe? ¿Y si atiende otro u otra le da igual? Y ahí estaba yo, a mis nueve o diez años tratando de entender el mundo.

De los 20 conté mi experiencia como maestra de escuelas suburbanas y también de un viaje a La Paz donde encontré en el tren a una maestra boliviana tan digna en su trajecito sastre gastado, haciéndole gritar a su hijito en la frontera “di, viva Bolivia, hijito”. Leí montones de libros sobre América Latina, su desarrollo económico y las causas que lo impiden. De casi todo me he olvidado. De la maestra boliviana y de su hijito, nunca.

Simone Weil

Simone Weil nació en París en 1909 y murió a los 34 años. En su corta vida escribió libros memorables, como La fuente griega donde analiza entre otros el tema de la guerra, La gravedad y la gracia en el que se ocupa de la condición humana reducida al reino de la necesidad y su difícil suspensión Diario de fábrica en el que consigna sus vivencias durante una experiencia hecha como obrera de una línea de montaje, para probar en sí misma la condición de operaria, Raíces del existir, donde muestra sus grandes conocimientos históricos sobre Grecia, Roma y la historia europea en general. Allí plantea el tema del desarraigo, sea por conquistas o por condiciones económicas que llevan a la migración. En fin, se ocupa de la condición humana en sus múltiples aspectos. Aquí solamente tomaremos aquellos que hacen al trabajo de escritores y artistas en general, pero al ser un pensamiento muy trabado, como se ve en los cuadernos que llevó siempre, muchas veces deberé aclarar en qué se basa para hacer ciertas afirmaciones. Por eso, antes de entrar en materia, es necesario saber qué piensa de algo aparentemente inconexo pero que en el pensamiento de ella es muy importante.

La alegría

Dice “La alegría no es otra cosa que el sentimiento de la realidad”. La tristeza no sería otra cosa que ese debilitamiento. Tenemos presentes los testimonios de personas que han pasado por estados depresivos, que hablan de la pérdida de color de lo que nos rodea. La aseveración de los viejos de que en el pasado todas las cosas eran más vivaces, más vigorosas; tengo presente el personaje de la abuela en el libro de Alicia Steimberg, hablando de que antes “esos eran inviernos, no ahora que ni se sabe lo que son, esas eran frutillas, más grandes, más rojas”, etc. Su percepción se ha empobrecido porque el mundo se le ha gastado. Avala también la afirmación de S. Weil la prontitud con que me conecto con los objetos, la nitidez con que los veo cuando estoy contenta o despejada. ¿Qué relación tiene esto con escribir, pintar, etc.? El estado depresivo me daría una perspectiva escéptica. Conrad coincide con ella. Al filo del 1900, dice:

“Veo que muchos jóvenes están escribiendo con una perspectiva escéptica. Por algún motivo, esta forma de ver el mundo produce en quien la tiene una suerte de superioridad que conspira contra la excelencia de la obra”.

Bien y mal. Es bien aquello que da más realidad a los seres y las cosas.

Mi tía María, demente, decía en uno de sus alegatos: “Me quitaron la madre, la llave, la cacerola”. Parece un disparate pero se entiende desde la pérdida de lo real: no tiene acceso a la madre, a las cosas, al alimento. Es de una profunda tristeza. Es la queja del que se quedó sin piso.

Hay situaciones que producen depresión, por ejemplo un duelo, y la tendencia es la compensación imaginaria (las religiones, la vida eterna está en algún lugar). Son compensaciones negadoras de la pérdida, esta solo puede superarse conectándose con el dolor de la pérdida y no con la imaginación compensatoria. La imaginación compensatoria funciona en el arrepentimiento “Si yo hubiese terminado la carrera ahora sería profesor”, “Si yo me hubiese casado con ella también habría escrito una novela como él”. El arrepentido piensa que hay un obstáculo exterior que le impide algún ideal del yo imaginario.

Otro rasgo propio de la alegría es el desapego. Cuando ahorro, acumulo pasado para el futuro. Cuando el avaro pierde sus bienes, pierde su pasado, porque en su imaginación ha compensado esa realidad incompleta vivida con dinero. El apego a los bienes tiene que ver con que a mi realidad le falte un plus, no se basta sola. Ya lo decía Kafka, la avaricia es una forma de tristeza.

Realidad

Dice “Negarse a aceptar un acontecimiento del mundo es lo mismo que desear que el mundo no exista”. En Buenos Aires existe la expresión “¿Fulano de tal? No existe” (por no me gusta). A veces quiero suprimir el paso de tiempo o acelerarlo (son las seis y deseo que sean las ocho). También a veces decreto que tal día merecería ser suprimido. Todos son ejercicios de la imaginación colmadora de vacíos. (Por ejemplo cuando no soporto una espera). Las revueltas de la intolerancia son expresiones de vacío, “no soporto los gorros, no soporto la lana, no soporto ir en el micro en sentido contrario”, etc. Cuanto más “no soporto” tengo, más necesito imaginación colmadora de vacío y menos aceptación de lo real, por lo tanto, menos alegría. Dice: “La prueba de lo real es la necesidad siempre y en cualquier ámbito de la realidad”. El mundo entero está sujeto a necesidad (el tiempo). Nosotros estamos sujetos a lo mismo (comer, dormir). Nuestro cuerpo se sienta, tiene frío si lo hace. Podemos imaginar que nacimos en otra familia, que sabemos hablar en sánscrito, pero es una imaginación que llena vacíos, temores, vanidades. El desplazamiento de un sitio a otro implica camino necesario.

¿Para qué le sirve al que va a escribir todo esto? Cuanto más ítems no se soporten, más empobrecido mi mundo real y más me vuelvo a mi parte sensibilizada, que vibra inmediatamente como si el mundo me pinchara, cuando no soporto muchas cosas es porque no me soporto a mí mismo. Cuando un escritor mata al personaje o lo divorcia o lo manda a Europa caprichosamente, es porque no se soporta a sí mismo, por lo menos en ese momento.

Por lo tanto para escribir me tengo que colocar en un estado “a media rienda”, sin entusiasmos ni bajones extremos. El bajón me da la mirada depresiva y el entusiasmo extremo hace que escriba como si estuviera borracho o drogado. Escribir supone un acompañamiento del sujeto por sí mismo, un tenerse paciencia y, si se puede, un ánimo parejo. El ánimo desparejo (iras, miedos, deseos constantes) hace que carezca de continuidad interna, vengo a ser como una colcha de retazos. Flannery O’Connor en sus lecciones para taller dice: “Los textos de los escritores principiantes están llenos de una gran emoción, pero a quién corresponde esa emoción, no se sabe”. Esa emoción corresponde a los sentimientos del autor, que no puede ponerse en los personajes, no se puede volver “objetivo”.

Atención

Dice: “En el ámbito de la inteligencia, la humildad no es otra cosa que la atención”.

Ella opone atención a voluntad: muchas veces la voluntad es encontrada, se vuelve contra sí misma, como planteaba San Agustín: “Si yo ya estaba convencido de la fe cristiana y quería convertirme ya, ¿por qué decía mañana lo haré?”. Por la voluntad quiero también hacer algo que no puedo, como cuando quiero caminar ligero y el cuerpo me lo impide; debo amar lo que puedo. O como cuando la voluntad se impone como un capricho abstracto: “A los treinta y dos años tengo que tener dos hijos, o escribir un libro”, etc.

“Por cada momento de atención –dice S. Weil– se obtiene un leve ascenso, lo mismo que por cada acto realizado con esa atención”.

Dice Felisberto Hernández: “Yo robaba con los ojos cosas de afuera y si supieran lo feliz que era, me envidiarían”.

Mirar lo de fuera, soportar el vacío, como yo cuando espero, sin juzgar, sin interpretar, sube el nivel. Dice S. Weil: “Un método para comprender las imágenes, los símbolos, lo real en general es no interpretarlos, sino simplemente mirarlos hasta que de ellos brote la luz”. La interpretación temprana de lo que veo tiene que ver con mi intromisión como narrador (juicios de valor, síntesis apresuradas, preconceptos). F. Hernandez hablando del adjetivo dice: “Si digo que es una rubia no se va a saber qué clase de rubia es” (él usa la metáfora). Ídem si digo de alguien que es vanidoso, hay cases de vanidad también, de amarretismo, etc. Cuanto más atención pongo al asunto en cuestión, más profundidad. Y van ejemplos, la crónica de Clarice Lispector sobre una mujer que va pintarrajeada a una fiesta. De manera superficial diríamos “ridícula”, “loca”, “desubicada”. Pero ella la miró a otro nivel y la pinta como tímida, tiene miedo de atravesar un salón a cara desnuda, la pintura actúa como contrafobia. Ese cuento de Lispector me enseñó algo nuevo sobre ese tipo de mujer muy pintada.

Otro cuento hecho con atención es el del colombiano Juan Gossain, “María mulata aprende a cantar”. El protagonista es un caballero tropical al que uno calificaría de ridículo, pero el autor lo construye fabricándole una historia seria, no se queda en lo ridículo. Y recuerdo también un cuento de K. Mansfield sobre un anciano que ha hecho una fortuna en buena ley, tiene hijas buenas y hermosas, en fin, todo bien, pero no puede gozar de la felicidad doméstica, las chicas son jóvenes y gritan demasiado fuerte para sus oídos viejos, y él se siente como de más en la casa, ajeno a lo que él mismo ha construido. Y justamente el cuento es bueno porque la autora ha tenido en cuenta la sujeción del ser humano al tiempo.

Dirigir la atención hacia algo no es inmediato, requiere un aprendizaje. Este aprendizaje tiene que ver con la capacidad para afrontar los vacíos, por ejemplo, en mi caso, los tiempos muertos (mucho para estar inactivo y poco para empezar una actividad, me enloquezco, camino por toda la casa, hago retoques innecesarios a cualquier cosa, leo, más bien espío algo). O lo peor para mí, esperar a una persona en una esquina, lleno la espera taponando ese tiempo vacío para mí con sentimientos imaginarios (odio a la persona que no viene, alguien a quien habitualmente no odio, empiezo a pensar disparates sobre su persona porque no llega, alucino que viene, etc.). ¿Para qué sirve esto al que va a escribir o a hacer música? Sirve a la continuidad interior. Ella dice que el arte de escribir (y el de la música) es el arte de las transiciones, y si no, pensemos en una novela, que requiere gran continuidad interna, todo el problema de la novela es cómo ensamblo un capitulito con el siguiente, pero con una verdadera trabazón interna, no como en esas películas clase B donde para indicar el paso del tiempo ponen torpemente una luna. Y la continuidad de la novela está dada por la propia continuidad interna del novelista, basada no en la voluntad sino en la atención. A esta atención la puedo adiestrar disociándome, me puedo dar premios y castigos (como a los perros) pero no son con el fin de punir, no son un castigo por una culpa sino funcionales, para lograr un fin. F. Hernández se disociaba y llamaba al cuerpo “El sinvergüenza”. Nietzsche dice: “Yo llamo a mi dolor mi perro”. Son formas de objetivar los deseos, atender a ellos como si fueran de otro. Si no puedo objetivar el dolor, la bronca, el resentimiento, yo soy una bronca, un resentimiento, un miedo.

La vanidad, por ejemplo, no es nociva porque sea mala moralmente, lo es porque me impide objetividad, mi atención se centra en mí. Y la soledad (cuando me acompaño) es buena porque me produce mayor capacidad de atención. En compañía hay más complicidad y fragmentación. Otra cosa que dice: “El triunfo del arte (cualquiera fuere) es que conduce a otra cosa que a sí mismo”. Me vienen a la memoria varios ejemplos con relación a esto: mi amiga Luisita de la infancia, fabuladora, procaz, y muchas veces chata. Pero era una gran pianista a pesar de sus diez años. Seguramente se salía de sí misma cuando tocaba el piano. Recuerdo también a O’ Henry, el escritor norteamericano que escribió muchos cuentos en la cárcel porque había hecho un desfalco y la simpatía que tiene por sus personajes es infinita y eso no puede haber provenido de otra fuente que su gran capacidad de atender el afuera.

Y este proceso conduce tan a otra cosa que a sí mismos, que como dice ella, los mejores productos es como si fueran anónimos.

Si el arte nos saca de nosotros mismos, es porque podemos sentirnos como partes de un todo, y no como un todo. Muchas veces uno se siente como un todo, centrado en su sensibilidad epidérmica, tengo en cuenta lo que me hacen o lo que me dejan de hacer. ¿Por qué me pasa esto a mí? “Justo a mí me tiene que pasar”. Como si el universo fuera un antagonista que dirigiera contra mí todos los dardos. Yo y el universo. Desde esa perspectiva, todo empieza y termina en mí. Ser parte de un todo es una especie de felicidad que mucha gente no conoce. Yo poco, a mí en Navidad y Año Nuevo me vienen sentimientos ecuménicos y percibo con mucho mayor claridad que hay muchos pueblos en la Tierra, que mientras unos festejan otros sufren, y puedo sentir eso con más fuerza. Pero muchas veces uno se siente autocentrado y en general centrado en rencores, broncas, incertidumbres. Ser una parte del universo es como dice el poema de Meleagro, “La primavera”. Cantan los pájaros y el poeta dice

¿Acaso no puedo cantar yo también? O hacer pis mientras llueve. Y como soy una criatura del universo, ver mis propias miserias y faltas como genéricas, como si correspondieran a la especie, y no hostigarme a mí mismo con la culpa, el castigo, el escrúpulo, el arrepentimiento. Todas esas cosas cuando se vuelven extremas no corresponden al conocimiento ni al perfeccionamiento de sí mismos, sino a un masoquismo que es una forma de narcisismo. No estamos en una región clara de donde pueda surgir algo bueno y lindo. Un ejemplo ilustra esto: F. Hernández miraba el barrio del Prado en Montevideo y donde antes había hermosas casaquintas, después del loteo aparecieron construcciones irregulares que no correspondían a ningún plan edilicio y todo ese conjunto le parecía desagradable e inarmónico. Estaba disgustado por lo que veía, añoraba las hermosas quintas, pero dice “no puedo permitir que mis ojos miren con disgusto estas construcciones nuevas”. Lo que equivale a decir “no voy a escribir cuando mi estado de ánimo sean la revuelta y la guerra de sensaciones y sentimientos”. ¿Cómo puedo lograr el mejor nivel que pueda para escribir, tocar el piano, pintar? No es cuestión de técnica ni de experiencia de la vida, es algo más, es una disposición del ánimo, que no es exactamente el estado de mi ánimo, en el que estoy a media rienda, ni exaltado ni deprimido. Entonces voy a escribir como si tradujera, como si fuera un acto de obediencia. Pero para ello debemos huir de dos cosas: de las obsesiones y de la imaginación colmadora de vacíos. Casi todos nosotros somos parcialmente obsesivos. La obsesión se puede manifestar por la oscilación entre extremos: ¿Me levanto o no? ¿Me baño a la mañana o por la tarde? ¿Salgo o no? ¿Hoy escribo o no? ¿La corto acá o sigo? ¿Pongo esta palabra o aquella otra? Y aquí llegamos a un punto interesante, no son palabras equivalentes las que quiero poner, quiero la justa, y a veces la justa me da mucho trabajo. Pero en el trabajo de ir más allá de la sinonimia he ascendido por sobre mis obsesiones hacia algo nuevo, lo he hecho por medio de la tensión unida a mi capacidad de espera, de poder detener mi deseo inmediato de terminar pronto para ir hacia algo mejor. Por eso ella dice que “una dificultad es un sol”.

Pero debemos huir también de la imaginación colmadora de vacíos. S. Weil dice: “Cualquier vacío (no aceptado) produce odio, acritud, amargura, rencor. El mal que se desea a quien se odia y que imaginamos, restituye el equilibrio”. La imaginación descontrolada es productora de equilibrios y reparadora de vacíos. Ejemplos: se muere un ser querido y mi imaginación colmadora de vacíos se ocupa de lo insoportable, la ausencia. El fantaseo traducido en eufemismos, “se nos fue”, “nos mira desde arriba”. O en conceptos religiosos, como que se transformó en vaca o en flor, todo este fantaseo es porque no puedo asumir la mortalidad. Dice también: “Querer a los seres humanos sabiendo que son mortales”.

Dice: “La búsqueda del equilibrio es mala porque es imaginaria”. La venganza (que uno mate o torture a su enemigo es, en cierto sentido, imaginario). Es imaginario el resarcimiento judicial, pago una muerte con dinero (fianza).

Queda mucho en el tintero, me falta espacio. En el caso de Simone Weil, todo lo que dice, aunque no esté directamente referido a la escritura me sirve para escribir, me levanta el nivel del ánimo y me hace sentir mejor persona.