Identidad y otras diez palabras

Presentación de Beatriz García-Huidobro

Giuseppe Caputo es un literato con todas sus letras. Nacido en Colombia, se  ha  dedicado a estudiar antes de publicar (cuestión tan escasa en estos tiempos de inmediatez). Fue estudiante en Nueva York del prestigiado programa de escritura creativa con Diamela Eltit y luego cursó la maestría en la misma ciudad. También estuvo en Iowa, donde además hizo estudios queer y de género. Actualmente es director cultural de la Feria del Libro de Bogotá, FILBo, y escribe regularmente para revistas como Arcadia y el suplemento cultural Lecturas, del diario El Tiempo. Además es parte de la selección Bogotá 39-2017 de Hay Festival, ese gran espacio para visibilizar y catapultar a jóvenes escritores. Un mundo huérfano es su primera novela.

La identidad propia en un mundo huérfano

Muchas veces, cuando uno quiere presentar una novela  o la obra de un autor, da varias vueltas reflexionando en torno  a cuál es el aspecto que quisiera resaltar, el que resulta relevante o que sería la arista que destaca en la obra. En este caso, tras la lectura de la novela de Guiseppe Caputo sucede lo contrario: se agolpa una cantidad enorme de imágenes, todas potentes, todas importantes, cada cual necesaria, y entonces este carnaval de personajes, sucesos y escenarios devela su armonía y complejidad. Como en un collage de Richard Hamilton, no hay una sola pieza que esté de más y el abigarrado conjunto es único y cada fragmento está cargado de simbolismos fundamentales. Cuestión compleja y meritoria para cualquier novela, y más aún para una inicial.

Y si bien suele decirse que la primera novela está cargada de autobiografía y que es la segunda la que pone a prueba la literatura, es evidente que la solidez de la propuesta de Caputo va más allá del ejercicio catártico de escribir una historia personal y narrarla con mayor o menor convicción.

En esta avalancha  intentaré, como Kundera en el diccionario de las palabras incomprendidas, analizar algunos aspectos de la obra de Giuseppe Caputo, temas inagotables y que necesariamente retornarán en su propuesta literaria.

Primera palabra: escenario/ La ciudad innombrada es el tinglado donde se levanta la acción. Cualquier ciudad de América Latina podría ser o haber sido; en esos barrios y callejones no hay quien no reconozca un rincón de su propia aldea. Y esa penumbra de arrabal se levanta como el humo de los fogones y envuelve de tal modo que deja de ser escenario para volverse personaje; parece decir orgullosa como amante rechazada, como madre deshonrada: sin mí ustedes no existen y aunque renieguen, no tienen dónde ir más que a mis brazos miserables.

Segunda palabra: pobreza/ Es una protagonista que escenifica y crece. La pobreza no es estática, no es una condición dada sino que muta por naturaleza propia, tiene sus códigos propios. Si Auschwitz siempre sorprendió como epítome de la crueldad humana organizada en forma sistemática, también lo hizo como compendio de la naturaleza humana y su capacidad de adaptarse a las nuevas leyes, asumirlas y sobrevivir en ellas. (No deja de ser alucinante que en una prisión tan custodiada como lo eran esos campos de trabajo, haya habido espacio para el mercado negro; que ahí, donde cada persona no tenía más que un traje rasposo, una cuchara y una manta, se haya generado una estrecha y dramática sociedad donde los más astutos subsistían y, como decía la mayoría de los sobrevivientes, no siempre los mejores.) La pobreza que construye Caputo, en cambio, no hace cálculos ni da cifras; tampoco actúa por oposiciones o contrastes, sino que es trazada con las pinceladas negras de la oscuridad de los callejones. Sobrevivir a la pobreza y en la pobreza requiere de fuerzas especiales, y no hay fórmulas que se puedan aplicar a la capacidad adaptativa, que en Un mundo huérfano está tan fina y sentimentalmente lograda.

Tercera palabra: márgenes/ Por definición, lo marginal es estrecho, un filamento angosto en el cual se desarrollan historias a la orilla y a espaldas de la realidad aceptada como tal. Sin embargo, los márgenes de Caputo son anchos y movibles. Es una serpiente que se arrastra, sobre la cual se equilibran los protagonistas y en su deambular por el tiempo no hay márgenes sino realidades, y estas son ajenas al inexistente mundo oficial.

Cuarta palabra: lenguaje/ Todo está dicho pero a la vez no lo está de un modo directo, sino a través de imágenes. Los hechos se suceden envueltos en la movilidad de cada escenario. Ir de uno a otro, trasladarse de una oscuridad a otra y que ambas se iluminen, solo se consigue con el oficio solvente de un escritor que se monta en una estética, que se arriesga, que en el desmán de este carnaval maneja todos los focos y los hace apuntar directo al rincón necesario.

Quinta palabra: habla/ En algún momento Bajtín da cuenta de la ambivalencia que existe en lo real, en la supuesta realidad construida por los discursos hegemónicos y en algunos casos aristocratizantes, y nos arroja, una vez más, al desamparo pero a la vez a la esperanza de la relativización de lo cierto y de todo aquello que está instituido como tal. Cuando habla de lo carnavalesco es lo polifónico lo que desrigidiza el discurso, del mismo modo en que la obra de Caputo recoge las hablas y las sitúa en planos convincentes de realidad.

Sexta palabra: fe/ Quizás sea la fe de Olguita un claro reflejo de las hablas que construye Caputo. Y también la aparente urgencia del autor de poner en la novela una necesidad de fe ingenua, horizontal, como sucede con la religiosidad popular (donde la virgen es la madre acogedora, dios es el padre ausente, Jesús es el vecino pobre o inmigrante y los  santos son los compadres que dan la esperanza de solidaridad). Este cambio de planos en la lógica religiosa, esta ausencia de verticalidad le da a la frágil mujer la posibilidad de predicar sobre Jesús en sus términos de iluminada que resplandece en la penumbra de la pobreza y la ignorancia; incluso, en la falta de fe.

Séptima palabra: gay/ Siempre es un error caer en el juego de catalogar a un escritor o una novela en una subcategoría: femenina, gay, social, denuncia, histórica, etc., pues estas clasificaciones son necesariamente reductivas. Hay un escritor, hay una novela y hay literatura. Que esté ese componente es interesante y necesario, desde luego, pero no más ni menos que el resto de los elementos que  conforman la obra, cuyo valor está en el tramado de su compleja literatura y estética.

Octava palabra: porno/ Las escenas que algunos pueden catalogar como cercanas a la pornografía o de sexo explícito, a poco andar son otra pincelada dramática, ya no en formato de pintura sino de videoarte, que nos arroja al desolador mundo plano  de las pantallas y a la soledad asfixiante de los espacios cerrados cuyos muros no pueden derrumbarse y parecen tener la posibilidad de ser tragados por esta luz que no logra permanecer encendida, que se lleva en un instante todo amago de esperanza y placer, que anticipa dolor y una soledad dura como el cristal. Pero aun así, el individuo ante la pantalla también está en carnaval, pues en ese momento no hay otra vida que esa, no hay fronteras espaciales, se vive de acuerdo a sus leyes que gozan de la libertad de renovarse y renacer cada vez que otro individuo participa, poseyendo varias identidades al mismo tiempo.

Novena palabra: herencias literarias/ Muchas veces a los escritores les encuentran raíces estéticas en otros autores que tal vez ni siquiera han tenido la oportunidad de leer, pero hay una fibra tenue que va de un autor a otro, como esas corrientes heladas que atraviesan  los ríos y dan el mismo calofrío. Entonces no puedo dejar de recordar, espontáneamente y sin alejarme de Latinoamérica para no ampliar la enumeración, a Fernando Vallejo, a João Gilberto Noll, Diamela Eltit, Sergio Sant’Anna, Aurora Venturini, Osvaldo Lamborghini. Y he aquí lo interesante: en todos ellos ha habido transgresiones, pero para serlo, estas han debido ser únicas. No hay fórmulas para aquello que es singular y que justamente lo es por su propia ley interna, irrepetible e irreductible, que se manifiesta coherente en su camino lateral. Es entonces por eso tan sugestivo que sea lo inimitable  lo que acerca a autores tan diversos y distantes, y que ese punto de encuentro sea trazado por cada cual con su particular caligrafía.

Décima y última palabra: padre-madre/ La madre-padre es en cierto punto el centro de la trama. Y esta ambigüedad, que por un lado quiebra la típica relación madre-hijo gay y le da un giro, no se agota en esta novela. La ley del padre se transmuta y ya no constituye una serie de pautas antiedípicas normativas, sino que a partir de la separación de la madre y la inevitable unión con el padre se crea un simbolismo nuevo donde tampoco el hijo está circunscrito al estereotipo; es quizás él más padre que el propio padre y es la debilidad de este último la que hace al hijo actuar con él del modo en que lo haría ante una madre, al menos ante una simbólica, cuya sombra planea sobre este padre sin ley.

 

Sentimental

Giuseppe Caputo

 

(A Carolina Sanín)

Si es cierto eso de que me vengo repitiendo desde hace tanto tiempo –que la manera como contamos algo no puede separarse de lo que estamos contando; que en la escritura, el qué y el cómo tendrían que ser indistinguibles; o que el fondo es la forma y la forma, el fondo–, debo preguntarme primero cómo se escribe de lo sentimental. ¿De lo sentimental se escribe ahogado uno en sentimiento? ¿Para ahondar en lo sentimental hay que ser sentimental o escribir un texto sentimental?

Yo quería empezar este ensayo así: Un domingo, hace años, después de hacer ejercicio y correr con mis amigos por varios parques de Bogotá, decidimos –todos sudados, todos en  sudadera– buscar algo frío de tomar. Uno sugirió un restaurante de cadena al que siempre terminábamos yendo: siempre íbamos porque siempre había uno cerca. Ante el descontento general y los reclamos de varios, que pidieron a gritos que fuéramos a otro sitio –«Siempre lo mismo, siempre lo mismo»–, mi amigo explicó que la cadena había renovado la carta, que ahora vendían muchos tipos de jugos, combinaciones exóticas. A regañadientes, fuimos –todos sudados, todos en sudadera–. Todos queriendo algo distinto.

Como era de esperarse,  el  restaurante  estaba lleno, pero pudimos sentarnos sin hacer fila. Nuestros vecinos –también sudados,  también  en sudadera– se quejaban: «Todo tiene el mismo sabor», «Los jugos no saben a nada», «¿Por qué volvimos a este lugar?». Cada queja  dio más cuerda a mis amigos, que empezaron a decir: «Vámonos, ¿qué hacemos aquí?», «La carta nueva es igual a la vieja», «Vámonos, vámonos, vámonos».

Dejé de oírlos cuando vi entrar a una familia. El padre estaba en saco y corbata –un saco café que ya le quedaba pequeño, y una corbata ocre, deshilada, el nudo un poco chueco: le apretaba  el cuello tanto, tanto, que parecía hacerlo con rabia–. Una camisa que antes fue blanca le forraba la barriga, los botones a punto de salir disparados y convertirse en armas; el pantalón, negro, le llegaba a los tobillos, dejando al descubierto unas medias grises y escurridas. Después vi los zapatos, mocasines de otro tiempo. La madre, por su parte, llevaba un vestido aguamarina: flores y flores aguamarina bajaban del cuello a las rodillas y ninguna parecía protegerla del frío. La madre –el pelo recogido en moño; el moño hecho con laca– se sobaba los brazos, temblaba. Se reía del frío que sentía. Llevaba rubor, mucho rubor, y sombra aguamarina en los párpados. De la escena, sin embargo, lo que más llamaba la atención era la niña: acababa de hacer la primera comunión; tenía, entonces, un vestido blanco, largo, con velos y muchas flores y cruces bordadas –canutillos aquí, canutillos allá–, coronada ella con una vincha de perlas. De las manos, juntas en su rezo, colgaba un rosario de plástico. La niña sonreía. Durante la fila se recostaba en la barriga del padre, segundos, y luego daba saltitos. La madre la peinaba con las manos. El padre, en un momento, miró a los comensales –nos miró– y agachó la cabeza: se empezó a desamarrar la corbata, pero enseguida rehízo el nudo; se desabotonó el saco, volvió a abotonárselo. Miró a su familia, miró el reloj. Consintió un momento a la niña.

Mientras veía a estas personas que hacían fila un domingo con sus mejores ropas, los tres vestidos en celebración, me empezó a ocurrir algo: una alarma y un ablandamiento. Al tiempo que pensaba: «Este padre, esta madre, esta niña no pueden oír las cosas horribles que estamos diciendo», los ojos se hicieron agua y ocurrió de nuevo esta escena del pasado: tengo doce, trece años, y estoy en casa con mis padres terminando de almorzar. Hemos comido lo mismo que ayer: arroz con habichuelas, tajadas de plátano. Mi padre dice: «A descansar», mientras se para de la mesa. Mi madre le pide que no se acueste  y sale corriendo hacia el armario. Yo salgo detrás de ella, presiento una noticia –una buena noticia esta vez, nada que recuerde la situación económica–. Mi madre abre una bolsita, saca billetes y monedas: cuenta, cuenta… Nos dice: «Vamos por el postre. ¡Sorpresa!». Y entonces brinco, brincamos: hay plata para el dulce, podemos sa- lir. Mi padre dice: «¡Caramba!», y nos sobamos la barriga. Mi madre nos afana: «A cambiarse», y enseguida: «Vamos a la heladería nueva». Salgo corriendo a mi cuarto: busco, busco ropa. Casi toda es vieja y antes fue usada por otros niños. Desde su cuarto mi madre pregunta: «¿Qué te vas a poner?». También grita: «Ponte bien lindo». Finalmente encuentro algo que me gusta: una camisa manga larga, negra, un pantalón gris, los zapatos de monedita. Cuando mis padres me ven, se emocionan: «¡Te pusiste pintoso!», me felicitan. Los dos me dan besos. Ellos también se han puesto pintosos.

Apenas llegamos a la heladería nos damos cuenta de que los precios son mucho más altos de lo que imaginamos. Mi padre ha empezado a pedir degustaciones. Mi madre se angustia, hace cuentas. Le dice a mi padre: «No vayas a pedir helado». Empieza a formarse una fila, le pido a los dos que nos vayamos. Mi padre dice: «Pero si ya estamos aquí». Mi madre responde: «No va a alcanzarnos la plata». La cajera se desespera; mira la fila, mira al guardia. Después nos sugiere una porción de torta. Mi madre  dice: «Perfecto, la compartimos. No engordamos tanto», y forzando una risa, pide la de chocolate; luego entrega los billetes altos. Me angustio. ¿Para qué vinimos? Pero ya estamos aquí. Ya estamos aquí. Buscamos una mesa. «¡La hora del postre!», celebra mi padre. Los tres nos alegramos. Les digo: «Un momento, apenas hay una cuchara»,  y salgo a buscar las otras dos. En ese local todos comen helado. «Prueba  el  de  arequipe», dicen. «Prueba el de mango». Vuelvo a la mesa con nuestras cucharas y a la cuenta de tres –«Uno, dos y tres»– nos lanzamos a comer.

La torta está seca y dura, debe llevar días en la vitrina. Con un entusiasmo desbordado, mi madre grita: «¡Sabrosa, deliciosa!». No puedo saber si en verdad le gusta. La miro, miro a mi padre: él mastica y mastica, no quiere decir nada. «¡Sabrosa!», repite mi madre. «¡Está exquisita!». Mi padre se queda en silencio. Después nos mira y dice: «Está muy rica, sí».

II

Decía, entonces, que yo quería empezar este texto con el recuerdo de esa familia que celebró la primera comunión de su hija en un restaurante de cadena al que ya nadie quería ir; situación que trajo a la conciencia un episodio de la infancia refundido en mi memoria. Como en ambas escenas, narraciones que ocurren en un  contexto de precariedad económica, confluyen la ternura y la tristeza, la piedad y la compasión; como ambas escenas me ablandaron y aún me ablandan –y como ese ablandamiento me ha provocado siempre un desborde afectivo que se corporiza en los ojos llorosos–, siempre he pensado que las dos son historias sentimentales. Quizás por eso nunca las había escrito. Y así, al decidir escribirlas, empecé a preguntarme cómo hacerlo –¿acaso escribiendo un texto sentimental?–, temeroso, por supuesto, de ser sentimental o de «caer» en lo sentimental, y hago énfasis en las comillas.

¿Por qué siempre he entendido esa palabra, sentimental, como la peor crítica posible que podría recibir una obra o una escena específica?

¿Por qué la he usado y tomado como un juicio negativo, y jamás como una mera descripción?

La pregunta, que no solo es una pregunta sino un prejuicio, un discurso heredado y no cuestionado –el discurso, en este caso, es: «un texto sentimental no es buena literatura»–, me obligó a articular lo que yo he entendido por sentimental. Pensé lo siguiente: «Lo sentimental está en las antípodas del intelecto. En lo sentimental no hay ideas, solo emoción, y no es una emoción contenida sino desbordada. Si el arte es un reto intelectual, emocional y formal –y si lo sentimental no es intelectual, y lo emocional ahí se desborda, destrozando también lo formal–, entonces no es arte, o si acaso, es arte menor. Lo sentimental, así, está en las telenovelas, los melodramas, las baladas románticas, las rancheras… Esto es, en lo popular».

A propósito de esa escisión heredada, de esa ruptura entre emoción y pensamiento, recuerdo el poema El hombre y la mujer de Víctor Hugo. Cito algunos versos: «El hombre es el cerebro. / La mujer el corazón. / El hombre es fuerte por la razón. / La mujer es invencible por las lágrimas».

El poema, pues, no solo separa el  sentimiento de las ideas –o en palabras del escritor, el corazón del cerebro– sino que vincula la emoción a la mujer y el pensamiento, al hombre.

Pareciera ahora más interesante que preguntarse qué es lo sentimental, preguntarse por lo que lo sentimental, bajo la lógica anterior, provoca. Recorro la definición y pienso: uno, que entregarse a lo sentimental, ya sea como autor o como lector, nos desintelectualiza; dos, que al desbordarnos emocionalmente, lo sentimental nos feminiza  o amanera (acá recuerdo mis ojos llorosos, pero también otras reacciones posibles del cuerpo ante la emoción que ahoga: el corazón palpita más rápido, aumenta la respiración… es decir, se llena el cuerpo de sensaciones comúnmente asociadas a lo femenino); tres, lo sentimental nos ablanda y, en ese sentido, nos hace penetrables (y esto, en una lógica machista, nos pone en el lugar de la mujer); y cuatro, lo sentimental nos aleja del arte –del arte «de verdad»– y nos instala en la cultura popular, o en la cultura de masas –en otras palabras, lo sentimental desclasa a las élites–, y como nos recuerda Andreas Huyssen: «la cultura popular, o la cultura de masas, se asocia con la mujer, mientras que la cultura auténtica sigue siendo prerrogativa de los hombres».

Dicho más radicalmente: lo sentimental nos hace ignorantes, o mediocres, o insensatos, o locos, o necios, o estúpidos; lo sentimental nos hace mujeres y nos hace maricas; lo sentimental nos hace pobres, o más pobres.

¿Qué busco con este texto? Pensar desde cero lo sentimental, o al menos intentarlo.

III

Cito a June Howard: «Sentimental, sentimentalismo, son palabras que se usan cuando lo subjetivo y lo público se enredan, y esto es reconocido implícita o explícitamente… Cuando algo me conmueve o me emociona, la experiencia se ancla al cuerpo: las lágrimas aparecen en los ojos, el corazón late más rápido, la piel se pone roja, el estómago se pronuncia. Estas respuestas físicas son el aspecto más íntimo de la emoción y, al mismo tiempo, el aspecto menos individual porque son comunes a todos los humanos. Lo sentimental implícitamente demuestra la inseparabilidad de lo privado y lo público, o de lo personal y lo político».

Vuelvo a esa familia en el restaurante de cadena. Quiero reelaborar lo que pasó exactamente cuando los vi: qué pasó en mí, qué pasó con todo lo demás en ese momento –hablo del tiempo y hablo del mundo–. Voy a tratar de ser lo más ilustrativo posible: antes de ver a ese padre, a esa madre y a esa niña, estaba el mundo, y el mundo en ese tiempo –lo que estaba existiendo y siendo y ocurriendo ante mí– era un restaurante,  sus objetos, y unas personas, conocidas y desconocidas, meseras y comensales, hablando y pidiendo cosas, quejándose y pidiendo más. Ruido, ruido, ruido, y una conversación en el centro: la de irnos a otro lado y cambiar nuestro espacio; la conciencia, es decir, de que el mundo puede ser otro; y el deseo, además, de que lo que estaba existiendo y siendo y ocurriendo ante nosotros cambiara.

Vi a los tres al mismo tiempo, de un golpe, y a medida que me fui fijando en cada uno –en la corbata, en el moño y las flores aguamarina, en el vestido blanco y el rosario–, el mundo empezó a desaparecer: los platos blancos, uno a uno, y las copas de cristal en las bandejas; las bandejas de metal, a veces en equilibrio y a veces tambaleantes en las manos de las meseras; las meseras que, brazos arriba, esquivaban sillas y mesas y gentes para dejar en otras mesas los platos y las copas que paseaban con ellas; los platos con huevos y fruta, las copas con jugos y agua; las personas que comían o estaban a punto de comer; las palabras que hablaban y gritaban esas personas.

El mundo, entonces, fue desapareciendo: una tiniebla empezó a caer sobre cada cosa –o con versos de Alda Merini: «Fue como una flama desliendo / todos los glaciares del universo»–. Todo fue desapareciendo hasta que todo desapareció; todo, excepto el padre, la madre y la niña. Y así, el mundo fue solo esa familia. Yo miraba el mundo, lo miraba desde afuera. Y entonces el mundo, en toda su extensión y en esa contención, rompió mis paredes –las hizo agua–, me hizo blando, quizás por verlo entero en toda su tristeza y hermosura. El mundo se encajó en mí, se empotró, y si ya hubiera leído a Spinoza, habría dicho con él: «El mundo ha entrado en mí». Mientras eso ocurría, fue despertándose un recuerdo: ese recuerdo estaba dormido –estaba en lo oscuro– y fue saliendo a la luz con fuerza y claridad: mi padre, mi madre, el arroz con habichuelas, yo mismo… Esto fue un volver a ver la vida, un sentir otra vez: la alegría expectante y la decepción, la frustración, la tristeza por la escasez, la inminencia de la humillación, y la humillación. Y así, después de estar por fuera del mundo, mirándolo desde afuera, ahora  yo era el eje desde el cual otro mundo paralelo se iba formando: la bolsita con los billetes; la camisa negra, manga larga; la heladería; la torta de chocolate, seca y dura… Ambos mundos estaban por fuera del restaurante y por fuera del tiempo –un tiempo disciplinado, sistematizado, lineal; un tiempo que pasaba y pasaba, y que podía «verse» en toda su linealidad en la fila que había para entrar al local–. Esa familia enrareció el tiempo: los tres, sin saberlo y sin quererlo, enloquecieron las agujas del reloj, despertaron un tiempo anterior y lo hicieron presente.

Toda esta situación, que entiendo como un génesis –una creación de un mundo–, terminó cuando uno de mis amigos chocó las manos al frente de mi cara. «¡Despierta!», gritó. «Nos vamos de acá».

IV

Yo estaba tranquilo en ese restaurante de cadena, indiferente a lo que estaba pasando por fuera de nuestra mesa y por fuera de nuestra conversación, pero vi al padre, a la madre y a la niña, y los tres, sin saberlo, actuaron sobre mí. Traigo lo que Gregory J. Sigworth y Melissa Gregghan han escrito sobre el afecto para escribir aquí de lo sentimental: «El afecto (y nosotros decimos: lo sentimental) surge de la capacidad de actuar sobre alguien y dejar que actúen sobre uno. A veces es un estado sostenido de relación, a veces un pasaje de fuerzas e intensidades que pasan de cuerpo a cuerpo. En el sentido más antropomórfico, el afecto (y de nuevo: lo sentimental) es el nombre que le damos a esas fuerzas: fuerzas viscerales, generalmente, que no son distintas del conocimiento consciente; fuerzas vitales que insisten más allá de la emoción… El afecto (lo sentimental) es sinónimo de fuerzas de encuentro. Pero esa palabra, fuerza, puede ser muy engañosa, porque el afecto no necesariamente es fuerte. Suele ser muy sutil: son los minúsculos y moleculares sucesos de lo que pasa desapercibido».

Me pregunto cuándo he afectado yo a alguien, cuándo actué sobre otra persona sin saberlo ni quererlo. ¿Cuándo hice que el mundo desapareciera y me volviera yo el mundo entero por un momento? ¿Y cuándo, siendo yo el mundo entero, me encajé en otro –entré en otro– e hice entonces que alguien se ablandara y volviera a ver la vida y empezara a sentir y pensar?

Pienso, pienso, pienso…Tengo diez años, estoy en el colegio, en clase de español, y una administrativa –«Miss Tere» la llamamos– abre la puerta y pide excusas por interrumpir la lección. Dice que, por órdenes de la junta, no podrán asistir a clases los alumnos que deben la mensualidad. Escribe en el tablero dos apellidos –el mío y el de una compañera– y al lado de cada uno agrega la primera letra de los meses que debemos. Mi compañera solo debe un mes, febrero, así que al lado de su apellido, Abuchaibe, está la letra efe. Mis padres, en cambio, no han pagado un solo peso desde el inicio del año escolar, por lo que enseguida, después de Caputo, se lee «Asondef»: agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero. Apenas la sigla queda a la vista, la clase entera estalla en carcajadas, también la profesora de español. Y mientras la Miss Tere nos hace señas a Abuchaibe y a mí para que salgamos de clase, mis compañeros gritan: “¡Asondef, Asondef ! ¡Dile a tu papá que pague, Asondef !”.Uno se para del asiento para preguntar por qué el colegio premia a los morosos sacándolos de  clase. «Deberían dejarnos ir a nosotros, que sí pagamos», insiste, y varios lo aplauden.

Avergonzado cojo el cuaderno, haciéndome el que no oigo, y lo meto en la maleta. Antes de salir, sin embargo, buen estudiante que soy, preocupado por atrasarme en la lección, pido a una amiga que me preste sus apuntes al final del día. «¡Asondef !», siguen los demás, «¡Asondef !». Mientras camino hacia la puerta, Miss Tere me mira y mira a mis compañeros; segundos después, y con cara de sorpresa, se lleva la mano a la frente. «No, no», me dice. «¡Tú no! Regresa a tu puesto», y mirando a la profesora de español, agrega: «Me equivoqué de lista, discúlpenme». Entonces borra mi apellido del tablero, también el Abuchaibe. «Ustedes no, lo siento», y ante el silencio extrañado del salón, sigue insistiendo: «Permiso, mi error», antes de marcharse.

Horas después, en el recreo, Miss Tere se acerca para decirme en voz bajita: “Diles esta noche a tus papás que traten de abonar alguito”.

V

¿Cómo imagino la experiencia de Miss Tere? Imagino que una tiniebla empezó a caer sobre cada cosa: la junta directiva, el reglamento escolar, la lista de alumnos morosos… Todo fue desapareciendo; todo, excepto el niño que, aunque quería quedarse estudiando, tenía que salir de clase porque sus padres no habían podido pagar el colegio. Así, el mundo, un momento, solo fue el niño para Miss Tere. Y entonces el mundo, en toda su extensión y en esa contención, rompió sus paredes, la hizo blanda. El mundo entró en ella, y ella actuó.

VI

Otra manera de ver estos sucesos –encuentros y fuerzas, digamos mejor–: pensándolos directamente como experiencias estéticas. Cito a Gombrowicz: «No te das cuenta en absoluto de lo que pasa dentro de ti cuando contemplas unos cuadros. Crees que te acercas al arte voluntariamente, atraído por su belleza, que esta relación se desarrolla en una atmósfera de libertad y que en ti nace el placer espontáneamente surgido de la divina varita mágica de la Belleza. Lo que ocurre en realidad es que una mano te ha cogido por el pescuezo, te ha conducido ante el cuadro y te ha puesto de rodillas, y que una voluntad más poderosa que la tuya te ha mandado esforzarte para que experimentes unos sentimientos apropiados».

Con lo sentimental ocurriría algo similar y algo contrario. Pienso, entonces, que la familia en la fila del restaurante se convirtió en un cuadro, un momento, una foto –algo en mí hizo el encuadre, jamás proponiéndomelo–, o en una obra de teatro –algo en mí apagó unas luces y dirigió otras hacia una tarima invisible que se fue creando mientras los miraba–: el padre, la madre y la niña fueron arte sin quererlo ni saberlo. Yo no me acerqué a ellos voluntariamente, no hubo mano que me cogiera del pescuezo y me pusiera de rodillas ante ellos –nombremos esa mano: llamémosla «poder cultural», que ha tenido como centros la academia y los medios–. Si hubo una mano, la mano fueron ellos. Mirarlos no me dio placer, ni creo haber experimentado unos sentimientos apropiados: los sentimientos que ocurrieron fueron los que empezaron a saltar sin más –un revuelto de ternura, tristeza, piedad, compasión y reconocimiento de la propia vida en la vida de otro–, no hubo voluntad de por medio.

Y así como decía que el mundo entró en mí cuando los vi en el restaurante, también podría decir: algo de un objeto se transfirió a un sujeto. Ahora cito a Valeriano Bozal: «La experiencia estética surge cuando a la vez nos percibimos como contempladores y receptores emocionados ante los rasgos de un objeto… En el curso de la experiencia, el receptor se percibe como sujeto de emociones y lo hace en ese ir y venir del sujeto al objeto que es rasgo de toda experiencia estética… Si la experiencia estética tiene lugar, sus características son similares en unos y otros, aunque los objetos sean muy diferentes e incluso opuestos».

Y así como hablaba de lo que ocurrió con el tiempo y el mundo en el restaurante –decía que las agujas del reloj se enloquecieron al despertar un tiempo anterior y hacerlo presente, y que el mundo desapareció aunque luego ocurrió un génesis, una creación de un mundo–, Bozal también reflexiona sobre lo que pasa con el tiempo y con el mundo durante las experiencias estéticas: «Alteran el curso del tiempo cotidiano», escribe, «y fijan nuestra atención en un objeto, nos sacan fuera, y nos mantienen fuera del cotidiano fluir temporal. La experiencia acaba cuando, por la razón que sea, nos reintegramos a ese fluir, perdemos la atención y dejamos de percibirnos a nosotros como sujeto de satisfacción y al objeto como motivo de complacencia… (Ocurre) una intimidad fuera del tiempo… Se hace presente un mundo, su plenitud».

VII

Al mirar a la familia, ocurrió un génesis, pero no hubo voluntad de creación: todo lo que ocurrió–el génesis que ocurrió– se fue formando, fue sucediendo, de manera involuntaria. Y mientras eso iba pasando, saltaron los sentimientos, se despertó el recuerdo –y con el recuerdo, el cuerpo– y me ablandé.

Pienso ahora en experiencias estéticas que tienen la fuerza de lo sentimental y que ocurrieron porque hubo una voluntad de creación, un deseo explícito de creación: un artista quiso crearlas. Son escenas que me han ablandado, canciones que volvieron los ojos agua. La lista bien podría ser una historia personal (y muy incompleta) de lo sentimental, o una historia de lo que me ha ahogado en sentimiento. «La historia es lo que duele», dice Frederick Jameson, y Elizabeth Freeman responde: «Lo que duele es lo que hace historia».

Günter Grass en El tambor de hojalata, Oscarcito le habla a María: «Escucha, María, mis tiernas  proposiciones: podría comprarme  un compás y trazar un círculo a nuestro alrededor, y con el mismo compás podría medir la inclinación del ángulo de tu cuello mientras tú lees o coses. Deja ya la radio, tiernas proposiciones: podría hacerme inyectar los ojos y volver a llorar. En  la primera carnicería, Óscar dejaría que pasaran su corazón por la máquina de picar, si tú estuvieras dispuesta a hacer lo mismo con tu alma. Podríamos también comprarnos un animalito  de peluche para que permaneciera quieto entre nosotros dos. Si yo me decidiera por los gusanos y tú por la paciencia, podríamos ir a pescar y ser más felices… ¡María, polvo efervescente, tiernas proposiciones!».

Ana Gabriel cantando Luna: «Esta noche sé que él está / contemplándote igual que yo / y a través de ti quiero darle un beso».

Rocío Dúrcal en Costumbres: «Aunque ya no sientas más amor por mí, solo rencor, yo tampoco tengo nada que sentir y eso es peor».

Mary Shelly en Frankenstein, cuando el monstruo pregunta amargamente al científico, su creador: «¿Por qué todos los hombres y bestias han de tener una pareja, menos yo?».

Beatriz Pinzón en Betty la fea, cuando Betty le grita a una Miss Universo: «Usted nunca entendería lo que me pasa a mí. De mí se burlan, a mí me rechazan, a mí me utilizan», y entonces la reina dice: «Perdone, Betty, pero el dolor no tiene rostro, no discrimina. Yo también he llorado como usted».

Fernando Vallejo en Los días azules, le habla Fernando a su abuela: «Recuerdo un rayo y mi dolor porque me faltabas tú. El rayo cayó en nuestro patio un domingo, día del Señor. Papi estaba retapizando unos muebles viejos y el rayo se le vino encima sin decir agua va: le chamuscó un metro de tela nueva, de retapizar, y para bajarle el susto le soltó un chaparrón. Yo hubiera querido que ese rayo me matara puesto que me faltabas tú. Pero la muerte se me iba, escurridiza, y solo me quedaba esperar a que llegara la noche para irme a dormir y recobrarte en sueños».

Albert Cohen en El libro de mi madre: «Nada me devolverá a mi madre, nada me devolverá a la que respondía al nombre de mamá, a la que respondía siempre y acudía tan aprisa al dulce nombre de mamá. Mi madre está muerta, muerta, muerta, mi madre muerta está muerta, muerta. Así se acompasa mi dolor, así se acompasa monótonamente mi dolor, así se acompasan y estremecen los ejes del tren de mi dolor, del tren interminable de mi dolor de todas las noches y de todos los días, mientras sonrío a los de fuera con una sola idea en la cabeza y una muerte en el corazón. Así se acompasan los ejes del largo tren, siempre acompasando, ese tren, mi dolor, siempre llevándose, ese tren funerario, a mi muerta despeinada en la puerta, y yo corro tras el tren que se va, y jadeo, pálido y sudando  y obsequioso, tras el tren que se va, llevándose a mi madre muerta y bendiciéndome».

Juan Gabriel y su Abrázame muy fuerte: «Abrázame que Dios perdona, pero el tiempo a ninguno».

Jorge Barón Bisa en El desierto y su semilla, habla Mario después de que su padre, Arón, arroja ácido a su madre Eligia; Mario la acompaña a Milán a reconstruirse el rostro: «Por más injertos, quelonios y colgajos que hubiese sufrido, Eligia (tendría que empezar a llamarla madre, o algo así como mamá; en realidad, es por ahí por donde empiezan todos) siempre halló en Milán algún resto de fuerza para enlazar su dedo con  el mío, para tratar de sonreírme sin labios, con esa sonrisa tímida y esforzada que era su única posibilidad de sonreír. Fue en su carne que –me guste o no– Arón me concibió. La interpretación de San Juan, así como la hizo el sacerdote que nos predicó en Milán, está equivocada: no hay carne indiferente. La carne sirve: porta placer o porta sufrimiento. En ambos casos, lleva consigo a otro, un enamorado o un torturador, y comparte con otro su destino».

Jules Renard en Pelo de zanahoria, cuando Poil de Carotte le dice a su padre: «Querido papá, he dudado durante mucho tiempo, pero hay que terminar con esto. Lo confieso: ya no quiero a mamá», y su padre responde: «¿Y yo? ¿Crees que yo la quiero?».

El Manifiesto de Pedro Lemebel: «Hay tantos niños que van a nacer / con una alita rota / y yo quiero que vuelen, compañero, / que su revolución les dé un pedazo de cielo rojo / para que pueda volar».

Herta Müller en Mi patria era una semilla de manzana, cuando su amigo Oskar Pastior dice en el desayuno, después de años de hambre: «Tengo que honrar esta comida».

Juan José Saer en El entenado, habla el entenado, ahora de 60 años, sobre la matanza de los indios por cuenta de soldados españoles: «Si entendí bien, para los indios este mundo es un edificio precario que, para mantenerse en pie, requiere que ninguna piedra falte. Todo tiene que estar presente a la vez, en todos sus estados posibles. Cuando, desde el gran río, los soldados, con sus armas de fuego, avanzaban, no era la muerte lo que traían sino lo innominado. El único lugar firme se fue anegando con la crecida de lo negro. Dispersos, los indios ya no podían estar del lado nítido del mundo. No creo que muchos hayan escapado, ni siquiera que hayan tenido la intención de hacerlo; a los que, solitarios, hubiesen logrado sobrevivir tierra adentro, ningún mundo les hubiese quedado. Sin embargo, al mismo tiempo que caían, arrastraban con ellos a los que exterminaban. Como ellos eran el único sostén de lo exterior, lo exterior desaparecía con ellos, arrumbado, por la destrucción de lo que concebía, en la inexistencia. Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo. Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad».

Roberto Bolaño en La parte de los crímenes, dice Florita Almada: «Reinaldo me perdonará, él quiere que hable de mí misma, pero hay algo más importante que mi persona y que mis llamados milagros, que no son milagros, no me cansaré de repetirlo, sino el fruto de muchos años de lectura y de trasiego con las plantas… Me da mucho coraje, me da miedo y coraje lo que está pasando en este bonito estado de Sonora, que es mi estado natal, el suelo donde nací y probablemente moriré… Estoy hablando de visiones que le cortarían el aliento al más macho de los machos. En sueños veo crímenes y es como si un aparato de televisión explotara y siguiera viendo, en los trocitos de pantalla esparcidos por mi dormitorio, escenas horribles, llantos que no acaban nunca… Después de estas visiones no puedo dormir… Estoy hablando de las mujeres bárbaramente asesinadas en Santa Teresa, estoy hablando de las niñas y de las madres de familia y de las trabajadoras de toda condición y ley que cada día aparecen muertas en los barrios y en las afueras de esa industriosa ciudad del norte de nuestro estado. Hablo de Santa Teresa. Hablo de Santa Teresa».

Y paro aquí para no desintegrarme.

VIII

Cuando nos ablandamos, el mundo puede entrar en nosotros más fácilmente. Pero ablandarnos mucho –perder una y otra vez lo que creemos son nuestros bordes– nos puede desintegrar. Quizás por eso, ante el exceso de lo sentimental, nos endurecemos.

También nos endurecemos cuando sentimos que usan lo sentimental, cuando nos quieren ablandar intencionadamente, y no para que el mundo entre en nosotros, sino para sacar algo de nosotros. Cuando nos ablandamos nos volvemos manipulables. Quizás por eso también nos endurecemos.

IX

Permítanme retomar unas ideas.

Lo sentimental nos llena el cuerpo de sensaciones comúnmente asociadas a lo femenino y, aunque es obvio que las sensaciones no tienen género, sí me gusta pensar que lo sentimental nos feminiza: está muy bien ser mujer, está muy bien ser marica. Cuando un crítico se vale de adjetivos masculinizados o masculinizantes, dando por hecho que no está describiendo un texto sino elogiándolo –prosa «contenida», por ejemplo, o trama «con músculo»–, no es el texto lo que está elogiando sino lo que se asocia comúnmente con lo masculino. Lo mismo a la inversa: al usar palabras que suelen relacionarse con lo femenino o afeminado para dar por sentado que un texto es pobre –«floripondio», por ejemplo–, no está descalificando el texto sino a lo femenino y afeminado. Son aproximaciones necias al género, a la literatura y al mundo.

Lo sentimental no desintectualiza: al contrario, rompe la terca idea de que la emoción va por un lado y el pensamiento, por otro. Sentir y pensar no pueden separarse. Y al hacer que lo privado se vuelva público –la corporización del sentimiento, la lágrima–, lo sentimental nos desclasa.

En lo sentimental no se «cae»; lo sentimental es y va sucediendo, lo sentimental está y existe en contigüidad con todo lo demás. Lo sentimental puede escribirse –y puede escribirse con profundidad y altura–: que la escritura salga bien o salga mal, diría Herta Müller, depende por entero del lenguaje.

La experiencia de lo sentimental es la experiencia del arte: nos arranca del tiempo del reloj, nos saca del mundo y nos vuelve a meter en él.

No solo eso: lo sentimental es el fin y es el génesis. Termina con el mundo, pero crea otro de inmediato. Lo sentimental deshace y crea.

Y nos repite: nos hace volver a ver la vida, nos hace sentir otra vez. Y así, lo digo con Alda Merini: «arroja puñados de sal / en las heridas abiertas».

X

«¡Despierta!», gritó en el restaurante uno de mis amigos, y chocó las manos al frente de mi cara. «Nos vamos de acá». Pero yo me quedé en el restaurante de cadena y, ahogado en sentimiento, me puse a pensar.