Me fascinan los libros sobre familias que esconden secretos. Aunque decir esto no es decir mucho. Me cuesta pensar ahora en libros que no tengan secretos o no tengan familias. O en familias que no tengan secretos. Pienso en las lecturas que me han mantenido despierta estas últimas noches: los testimonios detallados de Karl Ove Knausgård sobre su vida, el retrato de Silvina Ocampo escrito por Mariana Enriquez. Son libros que sería difícil describir sin mencionar lazos familiares, revelaciones o detalles ocultos.

Tal vez esa fascinación se explique por el hecho de haber nacido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Gran parte de la vida en los pueblos se teje con pequeñas historias contadas a voces, historias que se agrandan con el tiempo, quedan olvidadas y de repente vuelven. Son secretos que ya no lo son pero que se cuentan como si todavía lo fueran. Aún hoy espero que alguien me cuente alguno. Es un cordón que nunca se corta. Mi universo en cierta forma se sigue gestando en esas calles.

Cuando era chica, en el verano, viajábamos con mis amigas a algún campo cercano. Comprábamos comida para una semana, llevábamos colchones y bolsas de dormir. Durante el día tomábamos sol y dormíamos la siesta. A veces nos bañábamos en un tanque australiano, unas piletas hechas de chapa que se llenan con el agua de un molino. Muy típicas en el campo, al menos en mi época de niña. A veces, andábamos a caballo por turnos y nos tomábamos fotos. Durante la noche, el objetivo era mantenernos despiertas.Hacíamos el juego de la copa e invocábamos espíritus, pero ese silencio absoluto del campo nos daba miedo y hablábamos. Nos contábamos historias.

Al principio eran sobre cosas que conocíamos bien, las chicas del otro colegio, los profesores. Después, los primeros besos, los chicos que nos gustaban. En el medio, algunas empezaban a tener sueño y se iban a dormir. Otras compartíamos una taza grande de té con limón que tomábamos en una ronda hecha de colchones y frazadas. Casi siempre nos daba hambre y comíamos pedazos de pizza sin queso, o unas galletas muy duras con mermelada. Todo era muy bueno, muy divertido. Pero lo mejor era ese momento que se abría a eso de las tres de la mañana o tal vez más tarde, cuando éramos pocas. No

era algo preparado ni consciente. En ese momento empezábamos a contar aquello de lo que no hablaríamos durante el año. Eran esos relatos a veces un poco densos y algo ingenuos, inofensivos. Y sin embargo tan fundamentales. Porque eran nuestros. En ellos aparecían nuestros hermanos, nuestros padres, algún tío lejano, abuelos. Aparecían los pasillos y las habitaciones de nuestras casas, vistos desde perspectivas distintas, más oscuras. Todo resignificado con alguna conversación oída detrás de una puerta o unas manos sobre las piernas de una niña bajo la mesa.

Las confesiones duraban poco y luego venía el silencio. Como si al cruzar ese umbral no hubiera más lugar para palabras. Solo la pampa  con su extensión infinita y alguna noche clara, en tonos azules. Después seguro nos dormíamos.

Y al otro día despertábamos y seguíamos con nuestra rutina de tomar sol, bañarnos en el tanque, andar a caballo por turnos, dormir la siesta, volver en la caja de una camioneta al pueblo, a nuestras habitaciones, nuestras vidas, nuestras familias. Y nunca volvíamos a hablar de esos secretos.

Tal vez por ese silencio es que he olvidado la mayoría.

Es una pena, o quizás una suerte.

No recuerdo si esa gimnasia nocturna fue una rutina, se repitió más veranos o solo fue una noche potente en la que apenas se revelaron esos dos o tres relatos que persisten en mi memoria, que se cuelan en mis obsesiones. Se mezclan con las historias que más me gustan y me espantan. Con los libros que ahora me mantienen despierta, esperando saber qué pasó en alguna habitación de Villa Ocampo o en una casa vieja del sur de Noruega. Como si aún tuviera trece años, fuera de noche y todo estuviera por delante, incluso la sorpresa por los secretos que serán revelados.