En algún momento de la pubertad se me ocurrió que cuando grande iba a ser un vaquero, con camisa leñadora y tabaco de mascar. Eran los días de la crisis económica, de los Robert Lewis con bastillas y de los gurkas disolviendo con linchacos las primeras protestas. El país del “Gato” Osbén, Carlos Rivas y Rodolfo Dubó, quienes por la tele promovían una AFP justo antes de pisar la cancha. Y los días del venerable comercial de Schick Super Chromium, que se convirtió en mi paradigma de cómo tendría que afeitarme.

Todo comenzaba en un paraje desértico. Un cowboy con suspensores y rostro patibulario se miraba a un espejo, mientras se afeitaba con una desechable. Luego, el hombre tomaba a su hijo bebé, pero el lactante lloraba apenas su padre le rozaba las mejillas. Entonces, una iracunda esposa arrancaba al niño de sus brazos y le decía: “¡Si no consigues algo bueno para afeitarte no vuelvas a acercarte a él!”.

El vaquero tomaba su camioneta y emprendía una polvorienta travesía. Una voz en off –imagino que del vaquero– explicaba que uno “se afeita y se afeita”, pero que los resultados nunca son los mismos que “cuando uno se afeita de verdad”. Por lo que yo lograba entender, afeitarse era una condena terrible, especialmente cuando se tenía a una bruja por esposa. A menos, claro, que la afeitada fuera “de verdad”.

Al llegar hasta una mugrosa pulpería, el vaquero mascullaba:

-Schick Super Chromium.

-También tengo las nuevas desechables… – replicaba una anciana.

-¡Schick Super Chromium!

La asustada viejecilla abría un cajón y le entregaba lo que pedía. El spot finalizaba con el hombre pulcramente afeitado, con su bebé en los brazos y su esposa mirándolo con una mezcla de sumisión y deseo. La escena era toda una revelación. Se podía ser un vaquero hediondo y maleducado, se podía vivir en el culo del mundo y tener a Margaret Thatcher por cónyuge, pero un hombre seguiría siendo hombre mientras se afeitara “de verdad” con una Super Chromium. Las desechables eran para mijitines.

Ni siquiera podía afeitarme cuando tuve el arrebato viril de comprarme mi Schick Super Chromium. Era una máquina de aluminio con dos piezas y un mango que se enroscaba hasta atrapar milimétricamente la cuchilla, que todos llamaban injustamente gillette, la marca de la competencia.

Recuerdo que la armé y desarmé varias veces, sin cortarme. Como el vaquero que guarda su Colt 45, la puse en el botiquín del baño a la espera de los primeros mostachos. Nada más me faltaban la leñadora, las botas y el tabaco. La mujer y lo demás llegarían por añadidura.

A medida que crecí, acabé por relegar mi obsesión por la Super Chromium. Además, el país era distinto. Estábamos en transición y todo se había vuelto difuso. Hasta las películas del oeste estrenaban a vaqueros con sentimientos, tipos con objetivos mucho más complejos que viajar kilómetros para darse una afeitada “de verdad”.

No recuerdo cuándo ni cómo vi por televisión el nuevo spot de Schick. Una campaña tan entreguista como acomodaticia con los nuevos tiempos. Partía con un gordo que se rasuraba en un baño hi-design, vestido con una bata blanca. Obviamente no usaba la vieja Schick, sino una desechable, con doble hoja y franja lubricante. El problema era que el gordo miraba a la cámara y declaraba: “Sí, yo me afeito con Schick Super Chromium, porque es suave (un vals comenzaba a sonar), es suave (el vals crecía en intensidad y el gordo cantaba como barítono), y me envuelve (el gordo comenzaba a danzar) y me envuelveeee, lalara, lalara… ”. El tipo terminaba bailando cual colibrí, con los brazos extendidos, promoviendo un producto completamente distinto al de mi infancia. En resumen, una Schick desechable, que jubiló para siempre a mi Schick para toda la vida, cuyos repuestos se perdieron de los estantes mucho antes de que me saliera barba.

Mi último error fue producto del desengaño: boté la maquinita, que ahora se vende como objeto de culto por Internet, a precio de coleccionistas. Obviamente, los repuestos vienen incluidos. “Para afeitarse de verdad”, dice un anuncio en todomercados.com. Porque, como decía aquel sabio vaquero, “uno se afeita y se afeita…”.