“Now, art should never try to be popular”, decía Oscar Wilde enThe soul of Man Under the Socialism. Los meandros que siguió la historia del mercado en el siglo XX terminaron convirtiendo esa modesta provocación tan victoriana en una obviedad aceptada casi universalmente: el arte no solo no debería tratar de ser popular, resulta sospechoso que lo sea. ¿De dónde viene, entonces, esa angustia común a todos los lectores de Rubén Darío porque dejó de ser un poeta de masas?

Todo el mundo sabe que la poesía es un arte de élite incluso entre la élite de los lectores. Nadie se rasga las vestiduras porque los taxistas o los tenderos no lean a Sor Juana; mucho menos se le ocurriría a un académico reputado escribir un libro señalando que era buena escritora a pesar de lo localizado de la preceptiva que gobernó sus poemas: se da por hecho que no necesita ni defensores ni promotores. Basta con acercársele porque su obra parece siempre más grande y mejor afincada que quien la ignora.

En el caso de Darío, en cambio, la indignación ante su paso al elegante congelador del canon es tanta y ha pasado tan intacta por los filtros de las generaciones, que incluso tenemos registro del año en que declinó su estrella entre la gente: 1925, según Torres Bodet –ni un año más, ni un año menos.

¿Por qué la ignorancia de los demás termina pareciéndonos más poderosa que la obra de Darío? Hay algo de frágil en su efigie, como si siguiera atado a la veneración de quien lo invoca, tal como sucedía, por cierto, mientras estaba en vida y gloria literaria. Es como un talismán invertido: si lo soltáramos, perdería su fortuna y volvería a ser el poeta saqueado por una familia insaciable con la que apenas tuvo convivencia, explotado por los empresarios sin escrúpulos que en su hora postrera lo pasearon como un león de circo –aunque también lo salvaron de la molicie de la Gran Guerra–, el alcohólico sin remedio ni motivos que se soltaba a llorar a gritos. Tal vez sea que así se cocina la verdadera permanencia, pero nuestras vidas son demasiado cortas para testificarlo. O tal vez sea solo que cada generación necesita volver a jurar bandera, pero con tanto estudiante de doctorado es cada vez más difícil decir algo nuevo. ¿De qué lo defendemos? ¿De qué nos defendemos al hacerlo?

Probablemente el asunto venga de la permanencia de cierto gusto y vocabulario y su asociación con un problema de clase: “Culterano” dejó de ser un término despectivo hace mucho tiempo; el adjetivo “cursi”, en cambio, todavía nos persigue y ofende. Los escritores, como los profesores, somos airosos hijos de la valiente clase media latinoamericana –una región en la que se necesita un grado de sofisticación intelectual poco generalizado para entender que la medianía es un valor y no ser rico un gesto de civilidad.

“Cursi” ha querido decir, siempre, y sobre todo en literatura: “en fuga precoz de la clase media”. Aunque hay registros de la palabra “cursi” en refraneros y libros de romances para cantar desde la primera mitad del siglo XIX, la primera obra propiamente literaria que centró su atención en el fenómeno de pronto relampagueante de la cursilería fue publicada en 1872 por Ramón Ortega y Frías –autor andaluz con más éxito comercial que permanencia en el gusto– y se llama La gente cursi. Novela de costumbres ridículas.

El volumen relata la historia de una caída. Una señorita de clase media, huérfana de padre y víctima de una madre ambiciosa, se deja seducir por un calavera del gran mundo que le saca todo el provecho que puede antes de devolverla, deshonrada, a su condición de pobre. Se trata de una larga e inmisericorde condena contra las aspiraciones de la pequeña burguesía del periodo, que pretendía una dignificación social proporcional a su sostenido ascenso económico.

Nöel Valis ha señalado que en las décadas de los 60 y 70 del siglo XIX, los escritores realistas españoles comenzaron a explotar a la clase media urbana como tema, debido al papel central que adoptó entre la revolución de 1868 –“la Gloriosa”, decía Pérez Galdós– y la Restauración borbónica de 1875. La fijación literaria con los ires y venires de la pequeña burguesía tiene que ver también con el magisterio de Balzac, pero es cierto que su elección como materia narrativa está directamente relacionada con el tránsito español del antiguo régimen de ahorro a la franca economía de mercado y el desarrollo del comercio como fuente de ingresos de la población urbana.

En este contexto, no es del todo extraño que Ortega y Frías comenzara su novela señalando que la cursilería es una enfermedad de origen público. Esta enfermedad “… abunda en esa clase social que está entre el obrero y el aristócrata, entre el capitalista y el mendigo”. Aunque el novelista se cuida de señalar que cualquiera en cualquier clase puede ser cursi, está claro, en el territorio de su narración, que siempre son los aristócratas los que se ríen y los pequeños burgueses los humillados.

Para Ortega y Frías, la cursilería formaba parte del ser mismo de una persona, porque tenía raíz en su irrenunciable origen social. Representaba un problema moral –una enfermedad a curar– porque el cursi era una fuerza presionando a favor del cambio en el orden de la sociedad y una violencia contra su estratificación tradicional. Esa violencia no era inocente: nacía de una vigorosa voluntad de ascenso. La clase media decimonónica, pensaba Enrique Tierno Galván, está “satisfecha con lo que tiene, pero no con lo que es”.

Hay una generosa grandilocuencia, casi un aire clásico, en el heroísmo tristón de la batalla por el cambio de clase. En la magistral La de Bringas, de Benito Pérez Galdós, Rosalinda, que al perder la honra se ha cancelado el futuro, no toma conciencia de la vastedad de su drama hasta que no lo ve concentrado en una sentencia: “¡Una cursi! El espantoso anatema se fijó en su mente, donde debía quedar como un letrero eterno estampado en fuego sobre la carne”. Su falla trágica no es el problema más bien práctico de haber conservado o no la virtud, sino el de haber sido descubierta mientras trepaba en el escalafón social.

Para 1884, año de la publicación de La de Bringas, Darío tenía 18 y acababa de llegar a San Salvador como quien está listo para comerse ¡la gran ciudad! a dentelladas. Cuenta en su autobiografía, tal vez con más honestidad de la que habría convenido al figurón que ya era cuando la escribió, que llegando a la capital de poeta, sin editor ni un clavo en los bolsillos, el cochero le preguntó a qué hotel iba. Cuenta Rubén: “Le contesté sencillamente: al mejor”. No hay un gesto más enternecedoramente trepador. Cuando a los pocos días el presidente Rafael Zaldívar lo recibió en palacio, le preguntó qué era lo que más deseaba. Respondió: “Quiero tener una buena posición social primero”.

No pidió la gloria poética o la justicia laica y republicana que ondeaba en sus poemas de entonces, tan programáticos y pomposos. No pidió ni siquiera la edición de un primer libro. El poeta que con el tiempo alzaría ese verso de delirio: “Que púberes canéforas te ofrenden el acanto”, del que el señorito Lorca, infinitamente mejor educado, decía con tremenda simpatía –y un desdencito aristócrata– que solo entendía el “Que”, lo único que quería en el año de 1884 era “una buena posición social”. La bestia formidable que “En el coloquio de los centauros” era capaz de decir, por ejemplo, en una sola frase de ocho versos con encabalgamientos inverosímiles que dotaban de una música imposible al tieso alejandrino español:

El biforme ixionida comprende de la altura,
por la materna gracia, la lumbre que fulgura,
la nube que se anima de luz y que decora
el pavimento en donde rige su carro Aurora,
y la banda de Iris que tiene siete rayos
cual la lira en sus brazos siete cuerdas, los mayos
en la fragante tierra llenos de ramos bellos,
y el Polo coronado de cándidos cabellos,

Darío cuenta en su autobiografía, tal vez con más honestidad de la que habría convenido al figurón que ya era cuando la escribió, que llegando a la capital de poeta, sin editor ni un clavo en los bolsillos, el cochero le preguntó a qué hotel iba. Cuenta Rubén: “Le contesté sencillamente: al mejor”. No hay un gesto más enternecedoramente trepador. Cuando a los pocos días el presidente Rafael Zaldívar lo recibió en palacio, le preguntó qué era lo que más deseaba. Respondió: “Quiero tener una buena posición social primero”.

solo quería subir por la escalera social. Dejar de preocuparse, escapar de la clase media y sus limitaciones, de sus deudas y ese arribo tan difícil al fin de mes que tanto nos atribula a todos todo el tiempo –por eso Lorca, que organizó su preceptiva bajando en carro de oro a ver cómo cantaba el pueblo, no le entendía nada aunque tuviera claro que había que adorarlo.

Por eso escribía esos versos que no se quebraban nunca y que dotaban de una condición poliédrica y una materialidad casi palpable a los metros tradicionales rimando por todos lados:

El dueño fui de mi jardín de sueño
Lleno de rosas y de cisnes vagos;
El dueño de las tórtolas, el dueño
De góndolas y liras en los lagos.

Por eso cuando el gobierno colombiano lo nombró embajador en Buenos Aires, aceptó los viáticos y cometió el delito, al parecer por entonces poco considerable, de ir a gastárselos a París –llegó a Buenos Aires cuando no le quedaba nada. Por eso ya en el estrellato lo hacía tan infeliz que su pareja más duradera –Francisca Sánchez– fuera la hija de un jardinero, impresentable en los banquetes que embajadas y redacciones de periódicos organizaban para rendirse a sus pies y en los que probablemente no hubiera importado mucho su rebeldía sentimental.

Era Darío, no tenía por qué actuar así, pero “el espantoso anatema de la cursilería estaba fijo en su mente como un letrero eterno estampado en fuego sobre la carne”. Manuel Ugarte, uno de sus amigos más íntimos, lamenta en su Escritores latinoamericanos de 1900 la complicada timidez de Rubén –que Juan Ramón Jiménez confundiría, el día que los presentaron, con el estupor alcohólico. “Una timidez”, dice Ugarte, “hecha… de un miedo atroz al ridículo, de la excesiva importancia otorgada a lo que podían decir o pensar los demás”.

La cursilería es, todavía, la ruta de escape para una sociedad que no ve con buenos ojos los valores del trabajo y el ahorro, de la paciencia democrática, la tolerancia de lo distinto; es el vehículo mediante el que ventilamos nuestras tímidas ideologías desesperadas por librarnos del pecado original de la medianía. La cursilería es el oropel con que gritamos que somos lo que no somos, “la íntima tristeza reaccionaria” que según López Velarde hermoseaba la plaza del pueblo zacatecano de Jerez donde creció.

En 1892, Darío consiguió viajar a España por primera vez como secretario de la legación nicaragüense a las fiestas del cuatricentenario del Descubrimiento de América. Cumplió con su misión política, como siempre, un poco a rastras porque lo que le interesaba era conocer escritores y ser honrado en banquetes –su autobiografía es, entre otras cosas, un curioso ejercicio de name dropper en el que casi todas las figuras mencionadas por el namedropper o están olvidadas o no se le comparan.

En uno de los banquetes, ofrecido por José Canalejas –liberal de cepa y radical progresista que simpatizó con los independentistas cubanos en 1898 y llegó a ser Presidente del Gobierno en 1910– leyó “A Colón”, que no publicaría hasta quince años más tarde –cuando tal vez ya no podía dañar su reputación ni en Madrid ni en ningún lado por ser inagotable. Su manera de celebrar los 400 años del descubrimiento es, por decir lo menos, sorprendente. Empieza con un hemistiquio feroz que todavía hiela: “¡Desgraciado Almirante!”

¿Qué resentimiento es ese? ¿De dónde sale? La ira de Darío no es contra España, sino contra la América Latina de la que se muestra repentina –y razonablemente– decepcionado. Se mete con los escritores de casa:

La cruz que nos llevaste padece mengua;
y tras encanalladas revoluciones,
la canalla escritora mancha la lengua
que escribieron Cervantes y Calderones.
Con la clase terrateniente y sus rudos modos empresariales:
Cristo va por las calles flaco y enclenque,
Barrabás tiene esclavos y charreteras,
Y con los militares que han impuesto regímenes conservadores con discursos liberales:
y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque
han visto engalonadas a las panteras.

No es difícil escribir un poema así de triste sobre América Latina tampoco hoy en día: habría que poner narcos y paramilitares, industriales del espolio y demócratas corporativos, millonarios y guerrilleros, pero lo que me importa señalar aquí es la ideología. Ante el vacío y el desorden total de América y ante el espectáculo de una España que, en 1892, todavía no reconocía el grado de su atraso y aislamiento, Darío regresa a Bartolomé de las Casas:

¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas
no reflejaran nunca las blancas velas;
ni vieran las estrellas estupefactas
arribar a la orilla tus carabelas!

Ante la brutalidad de los versos en presente, la demanda en subjuntivo que suplica un futuro posible: el gesto evangélico de sacudirse el polvo de las sandalias y partir rumbo a un sitio donde la presencia del predicador no sea destructiva:

¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,
ruega a Dios por el mundo que descubriste!

¿Cómo se compara esto con los hexámetros heroicos del “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda” de la “Salutación del optimista”? Ningún par de poemas podría oponerse más en términos de contenido. Escrita en ciento veinte minutos durante una de las legendarias borracheras de Darío en una madrugada de marzo de 1905, y leída en el Ateneo de Madrid, en lo que en el momento se consideró la consagración pública del poeta y su definitiva aceptación como cabeza de todas las modernidades de la lengua, la “Salutación” es un delirio no solo de dicción y métrica.

Es raro que la Historia ofrezca una fotografía precisa del momento en que un poeta de consideración hizo un surco en el mundo. Recuerdo el testimonio emocionado de Juan José Arreola en su Vida contada a Fernando del Paso, en el que relata cómo vio a Neruda en el balcón de su hotel en Guadalajara, pensando un poema que leyó ese mismo día. Vargas Vila estuvo presente en todo el proceso de alzamiento de la “Salutación del optimista”, porque había decidido acompañar a Darío en el estrado del Ateneo, al que el poeta no se hubiera subido solo jamás –igual que a ningún otro. Le dejo la palabra, tal vez demasiado largamente, por lo curioso y admirable de la hora que relata.

“(Darío) aceptó (la invitación) agradecidísimo y feliz ante la idea de hablar ante el Ateneo, en una Sesión Solemne en que, según se rumoreaba, gente de los más altos linajes habría de concurrir; dijo el poeta que se pondría a la obra; mas los días sumábanse a los días, el tiempo huía ligero, el de la fiesta llegaba, y el rosal estético del Poeta no producía la rosa ofrecida para su ofrenda en aquella fiesta de la Intelectualidad Trascendental; … el nombre del poeta figuraba ya en los programas de la fiesta y era objeto de general expectativa; sobrecogióme el espanto de que pudiera yo quedar en descubierto por un olvido suyo; fui a verlo; … hallélo rodeado de su tribu familiar, venida del lejano pueblo, para roerlo…; estaba en una bien triste hora el poeta, pero sin embargo, bastante consciente para prometerme con seriedad el cumplimiento de lo

ofrecido; … los días pasaban; era la antevíspera de la fiesta y Darío no había hecho los versos; antes … del derrumbamiento de nuestro proyecto y el fracaso de mi compromiso, quise hacer un último intento. Palacio Viso fue el comisionado para esa empresa; aquella noche se dirigió a casa de Darío, con intención de instalarse en ella hasta obtener la victoria; iba resuelto a emplear todas las fuerzas, no espirituales, sino espirituosas que fueran necesarias para vencer la indolencia del Poeta… el efecto de esas fuerzas fue lento, pero completo; a las dos de la mañana el Poeta entró en ese grado de sonambulismo lúcido que marcaba los momentos álgidos de grande inspiración; silencioso, grave, como siempre que entraba en ese estado, se puso a escribir; dos horas después leía a sus amigos, conmovidos y atentos, aquella admirable ‘Salutación del optimista’.”

La política de Darío, si la hubiera habido, era ambigua y de doble discurso, como lo es siempre la de la clase media latinoamericana –tan cuajada de ilusiones voladas y presta a obtenerlas a cualquier precio–; bandeaba según el grosor de su chequera en el Credit Lyonaisse y sus meteóricos estados de ánimo –relacionados en general con la recepción de sus poemas. Como casi todos nosotros, fue radical cuando no tenía nada que perder y conservador cuando tenía algún peculio que cuidar. Mientras fue el poeta solo de Azul, su política fue la de los dominios extremos. Cuando 17 años después volvió a leer un poema en la misma ciudad y sobre el mismo tópico, ya amparado por la sanción de Ortega y Gasset, era el esperanzado promotor del Commonwealth de la hispanidad. En el camino sucedió que el niño nicaragüense que nació en una casa con piso de tierra, había sido admitido en el panteón. Había llegado.

El ínclito optimista de razas ubérrimas al que saluda Darío, es él mismo:

Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente
que regará lenguas de fuego en esa epifanía.

Ángel Rama y una buena cauda de sus discípulos han meditado larga e informadamente sobre la secularización del ejercicio literario que emprendieron los modernistas: Gutiérrez Nájera, Martí y Darío inventaron, en ese orden y sobre la marcha, al escritor profesional de clase media. Rama y sus discípulos tienen razón, pero eso no significa que, al menos a Darío, le complaciera pertenecer a ella. En 1906 y desde Palma de Mallorca, el nicaragüense se confiesa sobre el asunto en la inagotable “Epístola” a Madame Lugones.

Y no ahorro ni en seda, ni en champaña, ni en flores.
No combino sutiles pequeñeces, ni quiero
quitarle de la boca su pan al compañero.
El poema opera en el alejandrino, tan presto al relato,
un extravagante giro prosódico que lo vuelve reflexivo

–más que íntimo, interior– gracias al uso volátil
de las cesuras y la rima en pareados, que siempre vuelven
al mismo lugar: el pareado es la tercia vía sin salida.

La “Epístola” es un poema en el que se describen acciones en alejandrinos –viajes a Río, a Buenos Aires, a París–, pero todos esos viajes que cuenta Darío son inútiles, porque su mal es la poesía y es congénito,

Quiero decir que me enfermé. La neurastenia
es un don que me vino con mi obra primigenia.

De modo que lo llevan siempre al mismo lugar. Son desplazamientos hacia la inmovilidad: acciones inútiles.

El momento en que Rubén reconoce el trabajo que le cuesta respirar un poco por arriba de la medianía, no tiene desperdicio formal ni de contenido: impone hemistiquios imposibles, en una sola emisión propone un alejandrino sin cesura y otro de seis miembros, rima “dé” con “Lyonnais”; todo mientras lamenta con gracia tan digna un mal que conocemos todos los escritores: la servidumbre del deadline.

Me recetan que no haga nada ni piense nada,
que me retire al campo a ver la madrugada
con las alondras y con Garcilaso, y con
el sport. ¡Bravo! Sí. Bien. Muy bien. ¿Y La Nación?
¿Y mi trabajo diario y preciso y fatal?
¿No se sabe que soy cónsul como Stendhal?
Es preciso que el médico que eso recete, dé
también libro de cheques para el Crédit Lyonnais,
y envíe un automóvil devorador del viento,
en el cual se pasee mi egregio aburrimiento,
harto de profilaxis, de ciencia y de verdad.

Darío reniega melancólicamente de su clase y el fracaso existencial que ha implicado para él vivir fugándose de ella.

La cursilería es la música íntima de la clase media latinoamericana, el grado cero de su política. La negación todavía contrarreformista de los valores ilustrados y sus emanaciones más complejas: acceso a los medios educativos, equidad integradora de la diferencia, gobierno unificado de todos los cuerpos del Estado bajo una sola identidad racional, economía distributiva de escalas, oportunidad democrática, igualdad de género, extinción de los dominios raciales.

¿Quién quiere todo eso cuando puede tener un saquito comprado en Zara que lo separa de la masa y escaparse de ella? ¿Cómo se entiende, si no, que miles y miles de los jóvenes mejor educados de Latinoamérica en los años sesenta y setenta hayan ido a pudrirse en el pantano de las guerrillas y las cárceles más espantosas atendiendo al llamado tan empalagoso de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés? ¿Quién agarra el fusil nerviosamente y pasa a la clandestinidad pensando que su unicornio azul ayer se le perdió? ¿Quién porque ya se convenció de que la prefiere compartida antes que cambiar su vida?: un cursi. Hacia el otro lado, el del hipercapitalismo de esos empresarios kamikaze que son los narcotraficantes –la pesadilla del liberalismo: un capitalismo utópico–, la cosa es igual: ¿Quién decide morir decapitado a los diecinueve años para poder tener durante solo uno la novia que se vea como Britney Spears y la pistola con cacha nacarada y ribetes de oro? Un cursi: hombre en fuga perpetua rumbo a la afluencia que todo lo cura.

Las políticas ilustradas que mencioné antes, han sido adoptadas en la letra por todos los Estados Nacionales latinoamericanos, pero en la realidad, y salvo en las islas rarísimas de Cuba, Puerto Rico y la ciudad de México, si el proyecto de vida de una mujer no empata con las necesidades que impone un embarazo, no puede interrumpirlo. En la Caracas tan revolucionaria o en el Monterrey tan futurista, la escala íntima de las cosas políticas sigue siendo reaccionaria. ¿Hay algo más cursi que los argumentos de izquierdas y derechas latinoamericanas en defensa de la vida?

El propio Darío notó este decir unas cosas y hacer otras en “A Colón”:
Bebiendo la esparcida savia francesa
con nuestra boca indígena semiespañola,
día a día cantamos la Marsellesa
para acabar danzando la Carmañola.

Sin que lo anterior lo eximiera de aplicar el doble estándar propio de la clase que lo había generado.

Aunque dio fieras flores liberales, discutió con el imperio y reconoció sus éxitos y servidumbres según los bandazos de su carácter saturnal, aunque defendió la democracia y se cansó de pregonar los valores democráticos, Darío era, igual que toda la clase de la que provenía, un leal a Manuel Antonio Carreño y su ideología de la ocultación de lo propio de la medianía por la medianía.