Roberto Bolaño zen: escritor difunto que empleaba parábolas y metáforas orientales para referirse al acto de la escritura.

Fotografía: arte de fijar y reproducir por medio de reacciones químicas o electromagnéticas, en superficies convenientemente preparadas, las imágenes recogidas en el fondo de una cámara oscura.

Narrativa indicial: forma de relatar a partir de fenómenos que permiten conocer o inferir la existencia de otros no percibidos o no registrados.

Arquitectura oblicua: edificio imaginario que se basta a sí mismo creado por la escritura y una perspectiva desplazada de lo habitual.

En este texto se abordará el carácter indicial en la narrativa última de Roberto Bolaño: sus vínculos entre la fotografía, la literatura, la prospección de lo ultramundano y la construcción de su extrarradio creativo.

Conceptos para aproximarse a la figuración textual/visual de Roberto Bolaño en un relato de Putas asesinas y otro de El secreto del mal: 1) pareidolia; 2) ekphrasis; 3) inscripción. Asimismo, se alude a la pareidolia de índole paranormal.

Roberto Bolaño zen: está acodado en la barra de un bar rodeado de escritores. Dice: si quieres ser novelista tienes que ser capaz de resolver el siguiente enigma: dos hombres roban un banco a punta de pistola, se escapan con el botín y se refugian en una cabaña en la sierra. Al final, la policía localiza la cabaña. El botín está intacto, colocado sobre la mesa. Fuera hay tres tumbas excavadas en la tierra. Dos hombres, tres tumbas. ¿Qué es lo que ha sucedido?

Roberto Bolaño invitaba a plantear preguntas precisas (¿murieron los atracadores? ¿Había una mujer?, etcétera). Al final diría, sonriente: “no has podido encontrar la solución del enigma, jamás podrás ser un buen novelista pero, al menos, podrás contar esta historia”. Puesto con otras palabras: en el acertijo reside la imposibilidad de narrar por tu parte una historia referida por alguien. Cuando mucho, la convertirás en un relato degradado de lo que oíste. Tal es el trabajo del novelista.

Un célebre koan de la tradición zen, el relato-problema que el maestro plantea al novicio, apunta: “Si alguien introduce un ganso en una botella y lo alimenta hasta que crezca, ¿cómo puede sacarlo sin matarlo ni romper la botella?”. Al recordar este koan, el pensador indio Osho Rajneesh, maestro del filósofo alemán Peter Sloterdijk, citaba la interpretación al respecto de un “extraño maestro zen” llamado Nansen: después de repetir la pregunta, “¿si alguien introduce un ganso en una botella y lo alimenta hasta que crezca, ¿cómo puede sacarlo sin matarlo ni romper la botella?”, el maestro dio una palmada y dijo: “lo ves, el ganso está afuera”. Lo que deseaba expresar este maestro zen es que la enseñanza está en el despertar: “el ganso está dentro de la botella si tú estás soñando; si estás despierto, nunca ha estado en la botella”. El desplazamiento a otro plano del ser es lo que permite el despertar.

La literatura de Roberto Bolaño, sobre todo la que escribió en su etapa última, representa un empeño por desplazarse a otros planos de existencia narrativa. Una forma de despertar a la renovación de la literatura mediante la escritura. Para comprender tal desplazamiento se puede observar su recurso de emplear una fotografía como pretexto para elaborar un relato. Entre otros casos posibles de fotografías en sus libros, hay dos en sendos cuentos postreros: “Fotos” del libro Putas asesinas y “Laberinto” de El secreto del mal. Éstos serán los puntos de referencia en adelante.

El temperamento tardo-vanguardista de Roberto Bolaño se conduce sobre la trayectoria que trazó, cerca de un siglo atrás, Marcel Duchamp cuando concibió la revolución del arte moderno a partir de, por una lado, su rechazo al arte “retiniano”, que se apoya en el planteamiento de la “cuarta dimensión”, y el logro mental de lo artístico más allá de la mirada; por otro, su invención del “ready made”, es decir, de los “objetos manufacturados promovidos a la dignidad de objetos por la elección del artista”.

A cerca de cien años de que surgieran aquellos recursos creativos, se vive la pulsión más intensa en la velocidad de vértigo de las telecomunicaciones, las interconexiones y la estetización de la vida cotidiana, y vuelve bifurcado el dispositivo Duchamp: los artistas y los arquitectos tienden hacia lo textual, como el arquitecto Jean Nouvel lo demuestra al afirmar que el porvenir de la arquitectura es más literario que arquitectural, más lingüístico que formal; así como los escritores aspiran a lo visual y lo plástico, una tendencia que funda “El Libro” de Stéphane Mallarmé. Asimismo ahora se alude a estas nuevas realidades culturales como gaseosas, de hecho etéreas (de acuerdo con Antonio Negri y Michael Hardt), o bien, líquidas (según Zygmunt Baumann). Como es obvio, los conceptos de tiempo y de espacio, sus interrelaciones y nuestro papel en ellas son distintas a como solían ser. Se ha presentado un intercambio radical.

Marcel Duchamp se adelantó a todo este impulso revolucionario de la cultura, ya que relataba que la novela de Raymond Roussel titulada Impresiones de África le inspiró la línea de sus obras mayores, como el “Gran Vidrio” y “La novia puesta al desnudo por sus solteros”. Y llegó a categorizar: “Pensé que, como pintor, valía más que me influyera un escritor antes que otro pintor”. Con estas palabras define un criterio: la urgencia de realizar un desplazamiento mental.

En los relatos citados, “Fotos” y “Laberinto”, Roberto Bolaño emplea un recurso semejante de intercambio, giro y profundidad de la estrategia creativa: ante una fotografía que se despliega en los ojos de quien la observa, es decir, el narrador que cuenta los hechos imaginarios, emerge una curiosidad, acaso un misterio que reta e invita si no a dilucidarlo, al menos a exteriorizarlo. La consecuencia es la apertura de un extrarradio en el relato que se desplaza en tres sentidos: el primero transcurre de la imagen a su reconstrucción textual a partir de indicios visuales; el segundo implica la ideación creativa, un giro conceptual, que se introduce como una pesquisa en lo que retrata la imagen; el tercero consuma un relato, un producto narrativo-textual que crea su propio edificio ultramundano: algo ajeno a la inmediatez de lo real, o sus representaciones realistas-naturalistas.

El primer estadio de dicho proceso literario es un caso de ekphrasis, el segundo representa el uso del dispositivo Duchamp y, el tercero, podría llamarse arquitectura oblicua: el texto construido en su propia dialéctica de vacío-construcción mediante el acto de inscribir o re-describir un relato.

Como se sabe, el embate vanguardista a principios del siglo XX respecto de la mirada se propuso dejar atrás el espacio bidimensional y la perspectiva renacentista, y edificar corporeizaciones figurativas de diversa índole, o bien, construir emplazamientos que rompieran lo tradicional, por ejemplo, la apertura hacia el arte conceptual que busca traducir lo bidimensional en lo tridimensional, o trazar un afuera extraordinario, a veces intangible. Como se sabe, tales propósitos son convergentes con el avance de la técnica y el surgimiento de las mejoras fotográficas, el cine, las imágenes televisivas. Hacia el fin del siglo XX las posibilidades de la imagen y su soporte electromagnético produjeron un gran cambio en el video y la fotografía digital.

Aquí entra en la escena de los tiempos la versión actualizada del dispositivo Duchamp: la cámara voyeurista-analítica-forense que emplea el agente Rick Deckard en una célebre secuencia de la película Blade Runner de Ridley Scott: en busca de pistas el detective introduce en su televisor, en realidad un escáner de profundidad, una fotografía requisada en el cuarto de hotel del replicante Leon. Al insertar en la máquina la fotografía, que imita el plano visual de la pintura neerlandesa del siglo XVII, la cual de acuerdo con la especialista Svetlana Alpers prefigura la imagen fotográfica e incluso desafía las convenciones de la perspectiva renacentista para revelar el interior de las casas que retrata, el detective ordena al televisor computarizado que entre en la fotografía, incida en el espacio congelado por la imagen fija y, mediante penetraciones, acercamientos y ampliaciones, bajo sus órdenes verbales, obtenga indicios para su pesquisa. Después de sondear la fotografía descubre, atrás de un muro, la figura de una mujer que toma un baño de tina, su perfil adormilado. La pista conducirá al detective Rick Deckard a localizar y en su momento eliminar a la “replicante” y rebelde Zhora.

Mediante el concurso de la imaginación literaria, Roberto Bolaño se sentía atraído por la posibilidad conjetural que implica toda fotografía. Puede presumirse que el uso bolañiano del dispositivo Duchamp incluye la entrada del propio narrador en la fotografía que le sirve de umbral. Basta recordar su cita de aquella frase de David O. Selznick en el primer relato de Amberes: “la vida concluye en el momento en el que se la fotografía”. El oficio del narrador consistiría, por el contrario, en restituir la vida, la otra vida que late en el fondo de cada imagen fotográfica. Allí comienza la narrativa como detectivismo a partir de los indicios inscritos en la imagen.

Toda fotografía es una urdimbre de indicios culturales, nunca un expediente de verdad, pues lo que registra depende de un marco operativo por parte del fotógrafo, y cuyo resultado en la imagen puede ser manipulado por éste. Como afirma Joan Fontcuberta: “Contrariamente a lo que la historia nos ha inculcado, la fotografía pertenece al ámbito de la ficción mucho más que al de las evidencias. Fictio es el principio de fingere que significa inventar. La fotografía es pura invención. Toda la fotografía. Sin excepciones”. El buen fotógrafo sería aquel que “miente bien la verdad”. En forma análoga, el mejor narrador de ficción es el que sabe elaborar lo indicial y explorarlo hasta sus últimas consecuencias. Tal es el caso de Roberto Bolaño.

En el relato “Fotos” aparece Arturo Belano, el alter ego de Roberto Bolaño que tiene su eclosión con Los detectives salvajes. Está en África y hojea el libro La poésie contemporaine de langue française depuis 1945 de Serge Brindeau. El libro se lo ha encontrado en esa “aldea abandonada por los humanos y por la mano de Dios, en donde sólo estoy yo y los fantasmas de los sumulistas y poca cosa más excepto el libro y los colores cambiantes de la tierra, cosa curiosa, pues la tierra efectivamente muda de color cada cierto tiempo”. Queda claro que Bolaño/Belano está ya en un territorio distinto de la realidad, pues al hablar de la compañía espectral de los que profesan o estudian las súmulas, es decir, el compendio o sumario que contiene los principios elementales de la lógica, Bolaño/Belano subraya el espacio imaginario en el que se desenvolverán los actos, en realidad los pensamiento que articulan el relato, en el cual la imagen servirá para derivar conjeturas.

2666 expresa una fuerza novelística que es capaz de retar los límites de los valores de verdad y el sentido poético, y unirlos a su vez. Logra refundar la comprensión de la novela en lengua española y volver a poner el rumbo de nuestras inquietudes literarias para entregarse a un oficio superior: la reinvención radical de la realidad y el reto de experimentar formas nuevas de narrar.

Con “Fotos” se atestigua el uso de la figura retórica de ekphrasis, que consiste en describir una obra visual por un medio expresivo distinto, en este caso, la escritura. Como tarea complementaria, Bolaño/Belano introducirá en el mismo relato el principio de la pareidolia, en otras palabras, el fenómeno psicológico que consiste en la percepción errónea de un estímulo (por lo general una imagen) como una forma reconocible. La pareidolia se suele ejemplificar con el distingo aparente de animales o rostros en la forma de las nubes.

En “Fotos”, después de describir el entorno en el que está, Bolaño/Belano voltea a mirar al cielo, en donde observa el paso de tres nubes, y dice de ellas: son “como tres signos por un prado azul, el prado de las conjeturas o el prado de las mistagogías”. La mistagogía es la iniciación a los misterios. Con tal premisa pareidólica ante la forma de las nubes, Bolaño/Belano introduce el horizonte especulativo del relato.

Al observar los rostros y las expresiones fotográficas de los poetas antologados en el libro que hojea, Bolaño/Belano traduce aquéllos mediante el uso de metáforas y símiles, que apoya con la lectura de los títulos publicados por los escritores, aparte de lucubrar novelas instantáneas que aluden al prodigio creativo de la literatura y su permanente imposibilidad, a la memoria y al transcurso del tiempo. Uno y otro poeta, en especial las mujeres, lo llevan a imaginar vidas y destinos. Una pesquisa situada en un espacio exterior a su propia existencia, y a donde acuden las lágrimas de la derrota íntima que sabe a victoria: el suspenso de la muerte y el vislumbre de la poesía que pudiera ser portátil y vital más allá de todo.

La mirada obsesiva de Roberto Bolaño ante las fotografías busca a veces su calidad en tanto datos, por ejemplo, el “cuarto de las fotos” de tortura y muerte que aparece en la novela Estrella distante. Pero la imagen fotográfica le será imprescindible para algo de mayor amplitud que el oficio de describir: la práctica de la inscripción, tal como la definió Michel Foucault al referirse al empeño arquitectural de Michel Butor en el espacio de la página, y que podría extenderse a la escritura tardía de Roberto Bolaño: “la descripción no es aquí reproducción”, apunta Foucault, “sino más bien desciframiento: proyecto meticuloso para desencajar ese desbarajuste de lenguajes diversos que son las cosas, para remitir cada uno a su lugar natural, y hacer del libro un emplazamiento blanco en el que todos, tras la descripción, puedan encontrar un espacio universal de inscripción. Y éste es sin duda el ser del libro. Y objeto y lugar de la literatura”. La fotografía en la última narrativa de Roberto Bolaño sería un juego de inscripciones en tal sentido.

En el relato “Laberinto” se observa un procedimiento semejante al de “Fotos”: se origina en una fotografía de un grupo de escritores franceses de la legendaria revista literaria Tel Quel que, de acuerdo con el testimonio de Jacques Henric, uno de los que aparecen en la fotografía, y que gracias al traductor de Roberto Bolaño al francés, Robert Amutio, ha sido posible ubicar, fue tomada en 1970. En el relato, el narrador la fecha siete años después. Al confrontar la fotografía con la inscripción en el sentido foucaultiano que Bolaño realiza en ella, se advierte un examen descriptivista que se detiene en los rasgos fisionómicos, la ropa y los gestos de los retratados. Asimismo, el narrador conjetura sobre las relaciones afectivas entre los que aparecen en la imagen. Su mirada aprecia los detalles o indicios que, desde el siglo XIX y por las aportaciones de Giovanni Morelli, Sigmund Freud y el Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, han fundado el método indicial cuyo paradigma supo establecer un siglo después Carlo Ginzburg. Hacia 1885 Charles Pierce se había ocupado de formalizarlo también para beneficio del pensamiento semiótico.

Si Freud, por ejemplo, afirma que en la interpretación de un sueño no debe tomarse como objeto de atención todo el sueño, sino los fragmentos singulares del sueño, Conan Doyle dice que nunca hay que confiar en las impresiones generales, sino en los detalles. A su vez Morelli, al indagar las falsificaciones de pinturas, recomendaba concentrarse en los detalles menos trascendentes de la escuela pictórica para escrutar los lóbulos de las orejas, las uñas, o los dedos de pies y manos. Desde los conceptos de Pierce, el indicio es un signo, al que llamó “símbolo”, que mantiene un vínculo dinámico con el objeto al que pertenece, algo que llama la atención pero que carece de contenido en sí: una especie de choque, de relámpago en estado puro. Un siglo más tarde Roland Barthes recuperará tal idea para acuñar el término punctum, es decir, el pinchazo o corte que “hiere” la vista como detalle al contemplar una fotografía. Ante las fotografías Roberto Bolaño se impregna de aquella óptica indicial, como lo muestran “Fotos” y “Laberinto”.

En “Laberinto”, y después de consumar una serie de inscripciones indiciales, Roberto Bolaño narra: “Sin embargo algunos de los símbolos presentes en la foto (una cierta disposición de los objetos, la presencia aterrorizada y musical del rododendro, dos de cuyas hojas se introducen en el ficus como nubes dentro de nubes, la hierba que crece en la jardinera y que más que hierba parece fuego, la siempreviva inclinada hacia la izquierda en una contemplación inútil, los vasos que permanecen en el centro de la mesa y no en los bordes –salvo el de Kristeva– como si los comensales temieran que éstos fueran a caerse) nos llevan a presuponer un entramado más complejo y más sutil en las relaciones que ellos tienen entre sí”. En ese momento el relato comienza otra fase: el narrador entra en la imagen. La cámara de Rick Deckard se pone en marcha. La frase que obtura ésta, afirma: “Imaginemos a J.-J. Goux, por ejemplo, a J.-J. Que nos observa desde el fondo de sus gruesos anteojos submarinos. Lo vemos caminar, vacío por un instante el espacio que ocupa en la foto, por la rue de L’ École de Medicine, con dos libros bajo el brazo, como no podía ser menos, hasta desembocar en el boulevard de Saint Germain. Y allí orienta sus pasos hacia la estación de metro de Mabillon, pero antes de llegar se detiene en un bar, mira la hora, entra, pide una copa de coñac. Al cabo de un rato J.-J. abandona la barra y se sienta en una mesa cercana a la ventana. ¿Qué hace? Abre un libro”. En adelante el relato abandona la bisagra indicial y se adentra en la imaginación de la vida que late en el fondo de la bidimensionalidad fotográfica: la arquitectura oblicua se consuma.

2.
Me resulta difícil hablar de Roberto Bolaño en forma distanciada. Como si su persona y su obra fueran ya un monumento funerario, o un pretexto académico y no lo que es para mí: memoria viva. O peor aún, como si se tratase de un mero objeto de estudio, y mediante el uso de algún recurso de lenguaje pudiera yo asumir una imparcialidad ajena al afecto y la admiración que le profeso.

Tampoco quisiera que este vínculo me convirtiera en un profesional vitalicio de una circunstancia que comenzó como un juego de intertextos: estar como un personaje de su novela póstuma, titulada 2666. Sin embargo, me parece necesario recordar ahora algunos detalles que pretenden fundamentar mi aprecio por la obra del escritor, y que acaso justifiquen mi propia intromisión en esta lectura.

En 1996, cuando comencé a investigar los asesinatos sistemáticos contra mujeres en la frontera de México y Estados Unidos, publicaba crítica literaria, narrativa, crónica y escribía libros como El centauro en el paisaje, que habla de los puentes entre la literatura y la vida personal bajo la cultura contemporánea. Y fraguaba crónicas de vida cotidiana y de sucesos culturales: estudié letras y me he ganado la vida en el profesorado, la industria editorial y el periodismo.

Las noticias acerca de asesinatos sistemáticos contra mujeres en los límites de México y Estados Unidos parecían un signo extremo del caos fronterizo, que urgía develar. Bastaba aproximarse a Ciudad Juárez para intuir que el asunto implicaba un drama de profundos alcances.

En esos años Roberto Bolaño supo de aquel suceso, nunca quiso precisarme cuándo ni por qué, y comenzó a informarse por la prensa, a sumar datos, artículos y testimonios al respecto que obtenía en Internet. Se había vuelto un especialista en el tema. A mi parecer, asumía la posibilidad de encarnar, y ya no sólo representar, el papel de un detective sui generis a cargo de pesquisas tan reales como metafísicas. Quizás habría que decir, en apego a Alfred Jarry, patafísicas; tan sutiles y complejas como contundentes cuya culminación, precedida por diversos experimentos narrativos, sería la novela Los detectives salvajes, en la que brilla sobre la ficción de lo vivido, su ya citado alter ego Arturo Belano.

Entonces, cerca de una década atrás, recuerdo que Roberto Bolaño recomendaba a algunos amigos comunes una novela ejemplar de análogo corte: La pesquisa, de Juan José Saer, dedicada por cierto a Ricardo Piglia, exponente excepcional del detectivismo literario en las letras hispanoamericanas.

Menciono estas asociaciones amistoso-literarias con un propósito menos anecdótico que pertinente para comprender el espíritu de la época y los procedimientos mediante los que la realidad se incluye en una geografía imaginaria que, a su vez, por la metaformosis profunda de la literatura, termina por afectar dicha realidad. De estas connotaciones está hecho el oficio detectivesco de Roberto Bolaño, que quisiera definir a partir de su propia obra. Hay un episodio en su novela La pista de hielo que refleja el resorte que solía poner en marcha su detectivismo literario.

Se lee en dicha novela: “En Barcelona conocí a un viejo carnicero, en el Mercado de la Boquería, que juraba haber estado en una trinchera a menos de dos metros del Mariscal Tito. No era un mentiroso, pero hasta donde sé el Mariscal Tito nunca estuvo en España. ¿Cómo demonios apareció, entonces, en sus recuerdos? Misterio”.

Este tipo de misterios, el examen o la indagación de lo imposible, era lo que cautivaba a la agencia del detective Roberto Bolaño. Hacia 2000, pensé que sería necesario recuperar la serie de escritos periodísticos que había yo publicado sobre los asesinatos sistemáticos contra mujeres en la frontera norte de México, y usar éstos como fundamento para un libro. Las sesenta cuartillas iniciales se convertirían en más de cuatrocientas al terminar una obra que titularía Huesos en el desierto.

Fue entonces que el autor de Los detectives salvajes supo de este proyecto por comentarios de Jorge Herralde y Juan Villoro. Se puso en contacto conmigo e iniciamos un intercambio de mensajes por correo electrónico acerca de nuestra mutua preocupación. Le conmovía el caso de las muchachas asesinadas en Ciudad Juárez.

Roberto Bolaño estaba tan absorto en la figura del detective, fuera éste “salvaje” o no, que me urgía a una precisión casi exquisita cuando preguntaba detalles de los sucesos. Por ejemplo, qué tipo de armas, marcas, calibres solían usar los narcotraficantes. O bien, quería conocer algún relato judicial que constase en expedientes acerca de las heridas infligidas a las víctimas. A veces, le transcribía párrafos completos en jerga forense que a él le interesaban mucho.

Confiaba en las posibilidades del trabajo conjetural al mismo tiempo que en la tarea del observador o archivista de las pruebas criminales. Me contaba que le había fascinado una obra titulada El que lucha con monstruos, conjunto de testimonios de Robert K. Ressler, ex agente del Federal Bureau of Investigations y creador del término “asesino en serie”, en el que refería los expedientes más impresionantes de su carrera. Roberto Bolaño se mostró decepcionado cuando le comenté que aquel superpolicía había consumado una pésima indagatoria en la frontera mexicana, siempre favorable a las autoridades corruptas de México a cambio, se dijo, de 75 mil dólares.

E insistía en una pregunta: “¿entonces, no hay asesino en serie en Ciudad Juárez?” Le respondí que había algo peor: que el propio Robert K. Ressler había declarado a últimas fechas que habían al menos dos asesinos en serie con sus respectivas bandas, y que para definir estos hechos acuñaba una nueva categoría criminal: “asesinos en juerga”. Agregué que estos sujetos estaban bajo protección de gente de poder político y económico y realizaban sus crímenes en medio de festejos siniestros. Un verdadero paradigma criminal que terminó, quizás, por reforzar ideas de fondo en 2666 en torno del horror extremo en las sociedades contemporáneas.

Roberto Bolaño había vivido en la Ciudad de México décadas atrás, y su idea de ésta quedó consignada, además de otras obras, por ejemplo, en los extraordinarios relatos “mexicanos” de Putas asesinas, o en Los detectives salvajes. En su libro póstumo La universidad desconocida reaparece dicha materia entrañable, como puede leerse en unos de sus textos: “Soñé con detectives perdidos en la ciudad oscura/Oí sus gemidos, sus náuseas, la delicadeza/ De sus fugas…”

No nos conocimos en aquella época de nuestra mutua adolescencia: él descifraba el mundo mexicano y se dispersaba en la marginalidad dispendiosa hacia una poesía vital y aguda de tardío vanguardismo que ahora luce transmoderno, la cual, junto con otros muchachos, denominaría infrarrealista; yo tocaba en un grupo de rock duro y seguía mis estudios preuniversitarios. Ahora comprendo que compartimos trayectos, personajes reales o fantásticos y perímetros urbanos, pero quiero pensar que nuestro encuentro estaba previsto para el futuro. Distingo la estancia mexicana de Roberto Bolaño porque en ella encontró un tiempo y espacio narrativo estratégicos, su finisterre o diégesis definitiva que, al paso de los años, fortalecería mediante noticias o conversaciones con amigos viajeros.

Aquel intercambio de correos electrónicos fermentaba un sesgo literario ajeno a mí, pues él se entregaba a su propia pesquisa de los sucesos en Ciudad Juárez y transitaba de la realidad a la literatura mediante su formidable imaginación.

En noviembre de 2002, al publicar en Barcelona Huesos en el desierto, fui invitado a presentar el libro, y aproveché la ocasión para visitar a Roberto Bolaño en el poblado cercano de Blanes, donde residía. Después de los saludos cálidos, comentó: “estás como personaje de mi nueva novela, sí, te he puesto con tu nombre. Le he robado la idea a Javier Marías, que ya te incluyó en Negra espalda del tiempo”. Me dejó mudo. Roberto sonreía, la mirada feliz, los párpados entreabiertos mientras encendía un cigarrillo y el humo lo envolvía.

Aparecer como personaje de un libro es un privilegio ambiguo. Recordé mi mensaje irónico a Javier Marías luego de leer aquella novela: “Javier, tendré que acostumbrarme a ya no tener una vida propia, por completo real, a ser en el futuro una suerte de fantasma, una nota al pie de página de su obra”. Muy Marías, me respondió: “No exagere, no es para tanto”.

Roberto y yo nos reímos mucho aquella tarde en su piso en Blanes. Nos vimos de nuevo uno o dos días después en Barcelona para cenar. Al término de la cena, lo vi alejarse al lado de una muchacha en un ruinoso Volkswagen sedán de dos puertas, y parecía que, en lugar de estar en la Plaza Catalunya, me dejaba en una colindancia de la Ciudad de México muy cercana a sus sueños y sus pesadillas. Su risa y su generosa inteligencia todavía me acompañan.

Leí 2666 con el ánimo en vilo, en particular, la extensa parte sobre los asesinatos de mujeres y mi nombre entremezclado. Cuando hay de por medio un gran escritor de ficción, un relato sobre lo acontecido puede resultar más impactante que las propias vivencias. Asimismo, la tragedia adquiere su rango auténtico cuando aparece contada en forma brutal, deslumbrante, avasalladora por otra persona excepcional como él.

La fortuna ha querido que Huesos en el desierto sea el reverso indicial de una parte de 2666, o aspiraría yo a que así fuera al menos. Uno de los mejores elogios que me han hecho en la vida fueron las palabras que Roberto Bolaño expresó acerca de mí: “Con Sergio González Rodríguez sí iría a la guerra”. La suya era la camaradería del sobreviviente.

Aún aguarda el castigo para los asesinos de más de un centenar de víctimas en Ciudad Juárez. El asunto de la impunidad, en todo tiempo y lugar, es una de las fuentes de la gran literatura. El sentido abierto que deja una injusticia vasta y sin castigo es una herida de la que vive la imaginación que aspira a combatir la barbarie.

El detectivismo de Roberto Bolaño consideraba, desde luego, colaborar a que se hiciera justicia en el mundo real, pero, y creo no equivocarme, perseguía sobre todo establecer las coordenadas de un mapa en el que la literatura se desbordara para ocupar la realidad. La suerte de revolución de la vida cotidiana hecha de relámpago y poesía que previeron los vanguardistas históricos. Una dinámica compensatoria que permitiese triunfar de una vez por todas contra la irracionalidad y la nada.

La mejor muestra de esta percepción puede ser quizás 2666, una novela conjetural, indagatoria, expansiva. Imantada por los detalles, secretos o indicios oblicuos que, al ensamblarse unos con otros, construyen una revelación totalizadora.

Me he referido en forma dispersa a una serie de características que, vistas en conjunto, podrían trazar lo que desde mi punto de lectura proporciona una guía de la narrativa de Roberto Bolaño, a saber: 1) arquitectura compleja, sesgada y en expansión; 2) juego de intertextos; 3) multiplicidad de voces; 4) materialidad integral de lenguaje que traspasa y desborda los límites convencionales del registro narrativo en busca de recrear ambientaciones; 5) propulsión de los relatos a partir del secreto o el misterio, los signos laterales, los indicios y las anomalías sutiles; 6) interconexión y contigüidad centrífuga de los relatos; 7) enfoque prospectivo o conjetural de la substancia que narra; 8) inscripción circular del marco operativo de los relatos, es decir, la trama del que trama a través de los personajes; 9) revelación del derecho y el revés del mundo a explicitar; 10) mitopoesis ultramoderna que expresa la síntesis contemporánea entre mito y poesía, juicio y ser, donde la ironía permite flexibilizar el sentido; 11) emplazamiento lúdico de los relatos.

Al final de 2666 Ignacio Echevarría recuerda a los lectores un apunte que halló marginal al texto del propio autor, que dice así: “El narrador de 2666 es Arturo Belano. Y esto es todo, amigos. Todo lo he hecho, todo lo he vivido. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar. Se despide de ustedes. Arturo Belano”. La omnipresencia del narrador, su vuelco en un mundo distinto, queda así dilucidada

2666 expresa una fuerza novelística que es capaz de retar los límites de los valores de verdad y el sentido poético, y unirlos a su vez. Logra refundar por sí sola la comprensión de la novela en lengua española y volver a poner el rumbo de nuestras inquietudes literarias en una escala ajena al simple entretenimiento, tan premiado, tan sobrevalorado en estos tiempos, para entregarse a un oficio superior: la reinvención radical de la realidad y el reto de experimentar formas nuevas de narrar.

Como se ha visto, el carácter indicial en la narrativa última de Roberto Bolaño con sus vínculos entre la fotografía, la literatura, la prospección de lo ultramundano y la construcción de su extrarradio creativo se propone ahondar en las posibilidades del propio acto de hacer un relato. Una muestra de esto se encuentra en el texto “El hijo del coronel” incluido en El secreto del mal, en el que a partir de la voz de un espectador que ha visto una película de muertos vivientes de serie B, se reconstruye lo nunca visto ni nunca oído. Un ejercicio irónico de pareidolia visual y auditiva que recuerda los EVP, los Electronic Voice Phenomena que interpretan ruidos y sonidos paranormales en el espacio etéreo.

Todos los días Roberto Bolaño parece enviar mensajes desde el más allá ultraliterario que maquinó para desentrañarlo con nuestra complicidad indagativa. Después de su muerte, en algún sueño me ha salido al paso y hemos conversado de nuevo. Se le ve contento e ingenioso, inmerso en proyectos inextricables. Supongo que escribe un libro en el que, lo quiera yo o no, me ha incluido en una secuencia sin fin.

Cuando nos encontramos en Blanes, aproveché la visita para llevarle una pequeña bolsa con café que adquirí en el Café La Habana de la Ciudad de México, uno de los espacios tutelares que frecuentó y consignaría en Los detectives salvajes. El motivo de aquel obsequio era menos el café en sí que la etiqueta de la bolsa: reproducía una fotografía del interior del Café La Habana que lo ensimismó por unos momentos. Como en un acto de prestidigitación infantil, le hice caer en el trampantojo de su propia existencia. Una puesta en abismo instantánea a partir de aquella imagen. Entramos ambos y no hemos salido de allí desde entonces.

Marcel Duchamp escribió que, según toda apariencia, “el creador actúa a la manera de un médium que, desde el laberinto, al otro lado del tiempo y del espacio, busca su camino hacia un claro”. Ahora mismo quiero ser aquel médium, y debo volver al principio. “¿Si alguien introduce dos escritores en una botella y los alimenta hasta que crezcan, ¿cómo puede sacarlos sin matarlos ni romper la botella?”.

Habrá que tener un plan de fuga. Es el turno de los lectores.