Lo más preocupante no fue que, de niña, cayera enferma de viruela, justo en el traslado de su padre a un nuevo trabajo en Lautaro. Lo terrible es que al llegar contagiara a decenas de habitantes del pueblo. Murieron unos veinticinco, iba a contar ella años más tarde, cuando no había cómo recordar la tragedia sino con humor negro: «… yo me salvé ¿ah?, porque los diablos malos no se mueren nunca», dice en una entrevista radial de 1960. Recita entonces al aire unas décimas compuestas en recuerdo de la peste («no se escapó ni el vacuno, / también probó la lanceta / que la inocente Violeta / clavó sin querer ninguno…»).

«Y al fin, como te iba diciendo, Mario, murió tanta gente por mi culpa, y yo lo siento de verdad. ¡Claro que si no hubiera habido ese motivo tampoco hubiera hecho las décimas!»

No hay solemnidad cuan-do Violeta Parra se refiere al sinsabor e incluso a los más grandes dolores de su vida. Su cancionero guarda por cierto pasajes de lamento profundo, pero reservarla por eso sólo a la banca de la tristeza, de la cantautoría confidente –mal llamada «confesional» por la crónica rockera reciente–, es perderse gran parte de su atractivo. Frente a la desgracia, también la mordacidad. Su diálogo con el Altísimo mientras la tierra tiembla muestra en «Preguntas por Puerto Montt» esa voluntarista ligereza incluso en medio de la catástrofe: «Señor, ¿acaso no puedes / calmarte por un segundo? / Y me responde iracundo: / Pa’l tiburón son las redes». El suyo es un desdén animoso también en su autodefinición pública, como cuando en una entrevista zanja que «si usted llama triunfar a haber ganado unos cuantos premios y tener varias grabaciones, para mí eso no es más que lavar platos».

«Mazúrquica modérnica» fue su sagaz respuesta a lo que en 1965 se conoció en prensa como «La batalla de las refalosas». Entraba en el debate sobre canciones agitadoras pero no para tomárselo en serio con la silábica correcta.

La religión es referencia de gravedad en reversa. Suele aplaudirse el atrevimiento político de «La carta» pasando por alto la ironía implícita en la afirmación de despedida: «… también tengo nueve hermanos, / fuera del que se engrilló. / Los nueve son comunistas / con el favor de mi Dios, sí». Cuando en 1964 bordó sobre tela la imagen de la Crucifixión la tituló «Cristo en bikini».

En el despecho hacia enamorados pasajeros, es feroz en el recuerdo y el sarcasmo. Conocida es la descripción de la falta de cabeza de Alberto Zapicán en «El Albertío» («sombrero con tanta cinta…»), pero un poco menos su socarrón duelo sentimental por Julio Escámez en «La muerte con anteojos»: «… recemos un’ oración / por este muerto viviente. / Es finao inteligente, por eso es que yo lo estimo», pide por el pintor sureño que, en verdad, no murió hasta 2015.

De su causticidad con Escámez quedó otra prueba impresa en Los sueños del pintor, de José Miguel Varas. El romance entre ambos, cuando la fama de ella «iba en rápido ascenso», concluyó desastrosamente según el cronista la tarde en que el pintor tuvo la mala idea de asistir acompañado de una mujer a un recital de Violeta Parra en la Universidad de Concepción. Pasadas varias canciones y la hipnosis encantada de la audiencia, la autora «sonrió, agradeció y su mirada pasó revista a la concurrencia. Sus ojos se detuvieron en el pintor y su dama, en la dama y el pintor, y sintió pasar por su rostro algo así como una violenta ola de escarcha». Siguieron un grito paralizador desde el escenario, la perplejidad de la audiencia, la alarma ante una causa desconocida y el fin abrupto de la presentación musical. La artista se retiró estrepitosamente del lugar, no sin antes escupir al suelo. Al salir volteó la cabeza, miró a Julio Escámez con ojos ardientes y le espetó frente a todos su despedida:

«¡Tú y tus anteojitos!».